domingo, 21 de enero de 2024

 ENTREVISTA sobre LENIN 

 

 

En el centenario de la muerte de Lenin


Con motivo de la celebración del primer centenario de la muerte de Lenín nos parece oportuno reproducir la entrevista que Salvador López Arnal realizo a Constantino Bértolo autor de una antología de textos leninistas publicados en la editorial Libros de la Catarata bajo el título de LENIN, EL REVOLUCIONARIO QUE NO SABÍA DEMASIADO


Empiezo con una batería de preguntas, discúlpame. ¿Por qué editar hoy a Lenin? ¿No es una afirmación universalmente compartida, a derecha e incluso en la mayoría de las izquierdas, que el autor de Qué hacer es hoy un “perro muerto”? Item más: la colección en que has publicado la antología lleva por título “Clásicos del pensamiento crítico”. ¿En qué sentido Lenin es un clásico?


Quiero pensar que editar hoy a Lenin es una forma de resistirse a los imperativos de las culturas bienpensantes, de izquierdas o derechas, y de insistir en aquello de “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Desde el punto de vista editorial su publicación en estos momentos no responde a ninguna ocasión coyuntural pues la antología aparece dentro de una colección “Clásicos del Pensamiento Crítico” en donde ya se había publicado con anterioridad los correspondientes a Trostky o Marcuse. Pero evidentemente, las consideraciones sobre el aquí y el ahora, es decir, sobre el imaginable “horizonte de expectativas” con que cabía pensar su recepción, desempeñaron no solo un papel principal sino un claro aliciente a la hora de elaborar su orientación y contenido. Entiendo que después de décadas de anomia social la crisis económica ha vuelto a poner sobre el tapete de lo político cuestiones que parecían desterradas por ese “fin de la historia“ del que hablaba Fukuyama y que es un paradigma ideológico más interiorizado de lo que parece y que viaja de contrabando disfrazado de realismo o crudo pragmatismo. Creo que fenómenos como el 15M, dejando ahora aparte el análisis de sus posibles significados, dan lugar a la necesidad de repensar políticamente temas tan “leninistas” como la organización del descontento y la protesta o lo que bien podríamos llamar “la organización de la organización”. El “leninismo” parecería estar en la antípodas de las preocupaciones, intereses o necesidades del movimiento asambleario que viene caracterizando al 15M pero también es cierto que lo que vulgar e interesadamente se conoce/desconoce como “el leninismo” poco o nada tiene que ver con el pensar de Lenin. Por desgracia, y no solo desde la derecha, se ha tratado – y con bastante éxito– de descalificar el pensar y el actuar de Lenin adjudicándole una rigidez mental que en realidad es lo propio del parlamentarismo fundamentalista, de la socialdemocracia más dogmática o del neoliberalismo salvaje que hoy es dueño y señor de eso que llamamos los mercados. El dogmatismo de los que se presentan como antidogmáticos daría para varias tesis doctorales. Publicar a Lenin hoy puede ser una impertinencia pero quiero pensar que en caso de serlo sería una impertinencia necesaria, al fin y al cabo un clásico es alguien que aporta, más que una teoría cerrada, una visión del mundo y un clásico del pensamiento crítico entiendo que es aquel que propone todo un horizonte de trabajo.

Creo además que volver a Lenin es una oportunidad para que la izquierda comunista lleve a cabo una tarea que entiendo como absolutamente necesaria: el balance global de la revolución soviética. Sin realizar esta tarea la izquierda se verá obligada a vivir entre la glorificación y el anatema, entre el silencio y la vergüenza y entre la crítica y el arrepentimiento. La izquierda comunista ha salido de la guerra fría habiendo perdido la batalla de la legitimidad y para recuperarla no llegan las condenas parciales, obligadas u oportunistas de tal o cual hecho, actuación o período. No llega con poner cara de asco cuando sale a relucir el tema del estalinismo y sumarse encantados a las tesis de lo patológico o de “las perversiones del poder” para escaparse por “la pendiente” diciendo que esas cuestiones nada tienen que ver conmigo. Se trata de asumir con los niveles de crítica y autocrítica necesarios la propia tradición. Con los niveles necesarios y a partir de juicios y reflexiones emitidas desde la tradición propia. No se puede seguir insistiendo en la necesidad de la revolución mientras uno se sonroja intelectualmente de la revolución. Se trata de una oportunidad para evaluar cuanto anticomunismo inconsciente hemos interiorizado los comunistas en aras del “comunismo políticamente correcto”. Se trata de obligarse a salir de esa tentación ideológica que a la sombra de la derrota busca refugio en una especie de marxismo-librepensador más cercano a un humanismo confortable que a un marxismo comunista que tiene en la dictadura del proletariado uno de sus elementos constituyentes.

No se ha pretendido presentar ninguna interpretación secreta u oculta de lo que Lenin representa pero sí se ha tratado de ofrecer una muestra de su modo de “pensar” los problemas que el proceso revolucionario les puso delante a los bolcheviques una vez que tomaron el poder y empezaron a ejercerlo. Ojalá fuese este libro una impertinencia útil para recordar a tantos y tantos presuntos refundadores de la izquierda que olvidarse de las experiencias del pasado no es propio del revolucionario sino del desclasado que disfraza y se avergüenza de sus orígenes con la disculpa, tan dogmática por cierto, de que la revolución soviética fue solo un error del que no cabe aprender enseñanza alguna.


Me salgo del tema un momento pero déjame formularte dos preguntas sobre lo que acabas de señalar. Hablas del balance global de la revolución soviética como tarea absolutamente necesaria. Sucintamente: ¿danos algunas entradas de tu propio balance? ¿Todo ha sido naufragio?


No creo que todo pueda resumirse como el naufragio de una nave que ya desde su botadura tuvo que enfrentarse a la agresión y al bloqueo de los dueños de los astilleros. La revolución soviética y la posterior historia de la Unión Soviética a pesar de todas sus vicisitudes creo son prueba palpable de que es posible la construcción de una sociedad no necesariamente organizada alrededor de la lógica de la rentabilidad individual, es decir, una muestra, todo lo defectuosa que se quiera pero muestra, de que la propiedad privada de los medios de producción no es la piedra angular de todo sistema social. Supongo que este hecho el que provoca que el capitalismo y sus clérigos sigan necesitando hacer leña del árbol caído y traten de cortar o debilitar las raíces de las experiencias de signo socialista que sobreviven o brotan. Creo además que como materia de estudio e investigación, la historia de la experiencia soviética aporta un patrimonio inapreciable para todos aquellos que, aprendiendo de sus errores y aciertos, pretendemos avanzar en esa misma dirección, el socialismo.


Evaluar cuanto anticomunismo inconsciente hemos interiorizado los comunistas en aras del ‘comunismo políticamente correcto”, afirmas. ¿Nos das algunos ejemplos de ese anticomunismo inconsciente interiorizado?


Creo que la mejor respuesta la podemos encontrar si nos colocamos frente a nosotros mismos y mientras leemos aquello que Marx afirma en carta escrita a Joseph Weydemeyer: la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado, nos tomamos el pulso.


El revolucionario que no sabía demasiado” es el título elegido para la antología. ¿Qué es lo que Lenin ignoraba?


Sacristán, hablando del cinismo ideológico como característica del período estalinista, señalaba como lo que los bolcheviques rusos, y luego todos los comunistas en la III Internacional, han vivido como revolución socialista no era en absoluto lo que hasta poco antes habían imaginado y pensado como revolución socialista y esta idea, que comparto, me parece que enmarca bien aquello que Lenin ni sabía ni podía saber. Es evidente que el proyecto de revolución socialista con el que accedieron al poder los bolcheviques estaba directamente relacionado con el triunfo de la revolución en otros países del occidente desarrollado como Alemania, Francia o Inglaterra. Que esto no llegase a producirse indudablemente obligó Lenin y al proletariado soviético a enfrentarse a problemas y circunstancias que nadie se había imaginado. La guerra civil formaba claramente parte de sus expectativas pero el acoso militar y económico de las potencias capitalistas no parecía formar parte de lo predecible. Lenin no sabía, no podía saber porque entre sus instrumentos para conocer no contaba con las artes adivinatorias o proféticas, el contexto de soledad política y económica en el que el proceso revolucionario iba a tener lugar. La asunción de que aquella revolución se estaba quedando en “la revolución en un solo país” entiendo que es el hecho más importante al que Lenin tiene que enfrentarse por todo lo que eso va a implicar de cara al asentamiento del bloque social campesino y obrero que apoya y sobre el que se apoya la revolución, de cara a lograr y mantener un estatus viable en el chirriante concierto de las naciones y, sobre todo, de cara a poder desarrollar de la manera más amplia y eficiente posible el marco de las necesarias mediaciones e interrelaciones entre el partido y el proletariado y entre el proletariado y las masas. Tareas que la revolución necesita resolver con urgencia una vez que se comprueba que el futuro que viene va a estar inevitablemente atravesado por la condición de revolución aislada y asediada. Creo que leyendo textos como Más vale poco y bueno o Acerca del papel y de las tareas de los sindicatos se advierte la preocupación que aplica para buscar posibles resoluciones a los problemas de la construcción de un Estado al que le espera una larga transición al socialismo en medio del acoso universal. Esto supone un cambio drástico en la escala y el timing de los saberes porque hasta ese momento el pensar revolucionario es fundamentalmente un pensar de ataque, de ofensiva, mientras que a partir de esa constatación el pensar revolucionario – y hasta hoy- va a estar obligado a reconvertirse, al menos en gran parte, en un pensar defensivo, de repliegue. A veces sospecho que lo que Sacristán llamó cinismo ideológico no deja de ser una consecuencia de esa nueva situación. Creo que ese saber “en repliegue” es algo que Lenin asimila y que trata de conjugar con la necesidad de avanzar que el crear socialismo exige, de ahí su insistencia en el tema de las cooperativas y otras prácticas que como los sábados comunistas pueden parecer anecdóticas, pero que valoraba como prácticas absolutamente necesarias para que los revolucionarios no olvidaran que la revolución es algo más que una mera pragmática económica.

El título escogido hace mención a una característica general de “el pensar” de Lenin que es siempre una actividad estrechamente ligada al hacer y al qué hacer. Leyendo sus textos creo que podríamos concluir que el Lenin revolucionario “sabe” las cartas que están en juego y las reglas de ese juego que llamamos capitalismo. Cartas y reglas cuyo conocimiento en gran parte encuentra en los textos del marxismo. A partir de ahí traza hipótesis de futuro e imagina posibles escenarios pero siendo consciente de que el “no saber” debe de ocupar un sitio relevante en esas hipótesis e imaginarios. Dicho en otras palabras: está dispuesto a aprender, a escuchar las lecciones de la praxis. Esta actitud de apertura es una forma de inteligencia que en política se encuentra pocas veces. Ya sabemos que para hacer política en estos tiempos parece necesario estar dispuesto a no aprender ni siquiera aquello que ya se sabe.


Abres la “Introducción” con una cita del revolucionario que no sabía demasiado: “No existe la verdad abstracta. La verdad es siempre concreta”. ¿Qué significa esa afirmación? ¿Por qué te parece tan importante?


Porque creo que nos avisa de dos inercias mentales propias del pensamiento accidental, es decir, de aquel que deriva de esa extraña mezcla que representa la convivencia, no siempre pacífica, en una misma cultura del logos griego y la exégesis cristiana. La primera de esa inercias consiste a mi entender en una simplificación del pensamiento deductivo que lleva a tomar por lo absoluto la mera suma de datos relativos, la parte por el todo, el momento por la totalidad y por lo abstracto lo sujeto a repetición; la segunda inercia reside en confundir, por prisa o pereza mental, el principio de contigüidad por el que la imaginación asocia ideas próximas en el espacio o en el tiempo con el principio de causalidad, confusión esta última que da lugar a veces a lo que Martín López Guerra llamaba el “pensamiento mágico de izquierdas”. De estos inercias o vicios, más socráticos que aristotélicos y por tanto más simpáticos que meditados, podemos encontrar fácilmente ejemplos cuando se habla de “contagio democrático” para analizar situaciones de conflicto que se nos ofrecen revestidas con pautas epistemológicas sospechosamente uniformes, o cuando, al hablar del “hacer político” de Lenin, se quiere deducir de su insistencia en la unidad de acción un obsesivo y congénito autoritarismo en su forma de relacionarse con el pensamiento ajeno. Con la cita de Lenin, en resumen, trataba de dar un aviso para caminantes que hace referencia a algo a mi parecer muy conveniente en política y más en política revolucionaria: no dar nada por hecho.


El título del segundo apartado de tu escrito: “Lenin en la puerta del sol”. Aunque antes ya has hablado de ello, déjame insistir. No sé en Madrid pero en Barcelona yo no fui capaz de ver ni una sola consigna –ni una sola- que tuviera olor o sabor leninistas. ¿Miré mal? ¿No me enteré de qué iba la cosa?


Como en tu misma pregunta se pone de relieve tan llamativa ausencia – “Ni una sola”, dices- no deja de ser una forma –lacaniana diremos- de hacerse presencia. Y una forma muy relevante. Al fin y al cabo a “los padres putativos” de la modernidad y de la postmodernidad: Marx, Freud, Lacan, Althusser hay que agradecerles que nos enseñaran a ver “los huecos”: lo que hay en lo que no hay. Seguramente miraste bien y puedo asegurarte que lo mismo pasaba en Madrid: no se veía a Lenin por ningún lado, pero justamente de eso iba y va la cosa: de que Lenin no estaba. Tampoco está ahora en el PCE y es precisamente ese no estar el que hay que “ver” para tratar de entender qué ha pasado, pasa y no pasa en el interior ya no del PCE o de Izquierda Unida sino en el conjunto de la izquierda que se quiere comunista y anticapitalista. Y no me estoy refiriendo en plan Derrida a ninguna sombra o espectro de Lenin que como el fantasma del padre de Hamleth venga a pedir venganza porque alguien haya usurpado su lugar en la alcoba real. Más bien habría que hablar de ese síndrome de “el padre de Blancanieves” que Gopegui ha novelado, es decir, de su ausencia/presencia en aquellas fuerzas, formaciones o movimientos que se reclaman de la revolución pero luego permanecen ajenos a ella - quizá por prurito ideológico o por miedo a que el democrático espejo parlamentario de la nueva dueña y madrastra, en el que ellos también se miran, no les devuelva su propio rostro encantado cuando lo interroguen sobre su identidad: ”Dime espejito mágico, hay alguien más de izquierdas que yo en el reino” - o se limitan a lavarse las manos en las aguas electorales mientras repiten una y otra vez que las condiciones objetivas están verdes y además fíjate lo que pasó en la Unión Soviética, quita, quita.

Lenin, en efecto, entendía que la historia la hacen las masas. Marx también. Y Lenin, como Marx, también entendía los conceptos de masas, de los trabajadores y del proletariado como conceptos políticos y no meramente sociológicos. Las diferencias entre uno y otro, que las hay, respecto al papel de las masas en los procesos revolucionarios provienen de la distinta concepción que cada uno de ellos tiene respecto a las relaciones entre las masas y el partido revolucionario. De los escritos de Marx y básicamente de los textos de Las luchas de clases en Francia parece desprenderse que para él son las masas las que mueven, alimentan y “transfusionan” sus fuerzas a las organizaciones políticas de la clase obrera. Lenin parte de una idea semejante si bien su lectura de la experiencia revolucionaria de La Comuna le inclina a conceder al partido un papel mucho más activo en ese proceso. Es al analizar la historia de La Comuna cuando concluye sus ideas sobre la necesidad de una dirección que defina y marque las estrategias necesarias para que los enfrentamientos se resuelvan de manera positiva – lo que no implica que sea necesariamente victoriosa - para la clase obrera. Y quizá proceda, visto lo visto, dejar claro que si bien para Lenin la victoria en cada enfrentamiento no es algo necesario tampoco la derrota constituía ninguna meta por mucho que el “vivir en estado de revolución pendiente” permita no tener que asumir duras responsabilidades.


Entiendo que Lenin ve en las masas tanto un instrumento como un sujeto activo de la revolución. Como instrumento Lenin atiende a las masas en cuanto que su agitación e intervención le sirven como termómetro no sólo de la temperatura alcanzada por el enfrentamiento de clases sino también como medida del acierto o error de la línea estratégica y de los movimientos tácticos que los partidos que se reclaman como revolucionarios – entre ellos el bolchevique claro está- están desarrollando en determinado momento del proceso revolucionario. Para Lenin las masas son la instancia revolucionaria en donde tiene lugar el encuentro no siempre armonioso ni mucho menos entre “la espontaneidad” y la “conciencia revolucionaria que viene de fuera“, o, dicho de otro modo el lugar donde las condiciones objetivas y las condiciones subjetivas se reencuentran. Son, por decirlo en su lenguaje, parte al mismo tiempo de las condiciones subjetivas y de las condiciones objetivas y en tanto que son medida materializable de unas y otras su relevancia es fundamental para el análisis y la evaluación del proceso revolucionario.

Como sujeto activo de la revolución las masas se constituyen como “materialidad” de la revolución, como cultura –lo que se cultiva- y como evidencia. En la concepción de Lenin la conciencia viene de fuera pero- y esto parece olvidarse- son las masas las que tienen la última palabra sobre su valor. Al respecto parece olvidarse que muchas pueden ser las conciencias que se le ofrezcan a las masas pero sólo alguna o algunas encontrarán acogida en ellas, y que las masas responden a una constitución multiforme – de ahí su plural: las masas- aunque sea un concreto denominador común: la explotación, la indignación, la ira, el que les confiera unicidad. Será precisamente la búsqueda de ese denominador común el que oriente el “trabajo de masas” del partido bolchevique que se hará fuerte como partido cuando sintonice con él al proponer en 1917, en formato de consigna, su programa mínimo: Paz, tierra y todo el poder para los soviets. Masas de campesinos que vivían en condiciones de penuria y alta precariedad, de soldados que estaban hartos de jugarse la vida por unas tierras que no eran suyas y de trabajadores industriales que se rebelaban contra unas condiciones de trabajo difícilmente soportables. Denominador común: la explotación. Esas eran las masas que participaron en las fases de preparación y toma del poder durante la revolución bolchevique.

Pero supongo que tu pregunta se refiere a si esa masas existen hoy y, en caso de que mi opinión sea afirmativa, trate de explicar donde se encuentran esas masas revolucionarias.


A eso intento referirme.


Vuelvo entonces a lo de antes y trato de contestar: ¿Qué masas?: los explotados, aquella parte de la población que vive de vender su fuerza de trabajo al capital, la clase trabajadora. ¿Qué dónde están?: la mayoría trabajando; una buena parte en el paro, otra buena parte en período de formación para poder demandar trabajo y otro buena parte viviendo de las rentas de jubilación provisionadas durante sus años de trabajo activo. La respuesta es tan obvia que no nos queda más remedio que deducir que cuando nos hacemos esta pregunta hay que interpretar que en realidad más que preguntar lo que se hace es adelantar la respuesta que se tiene preparada: no hay masas porque ya no hay clase trabajadora, porque el sector industrial empieza a ser residual, porque adiós al trabajo fordiano que se fue y aquí ya todos somos empresarios de nosotros mismos y las sardinas se meten en las latas ellas solas y los que embutimos textos en latas de papel o en tabletas digitales al parecer ya no somos trabajadores sino agentes cognitivos dueños de sus propios medios de producción. Las masas son un momento consciente de la revolución: las masas deben saber que se lanzan a una lucha armada, sangrienta, sin cuartel, y no esa especie de ente irracional o meramente instintivo con que el racionalismo humanista las contempla con paternalismo o desprecio.

Ese ente de la revolución que llamamos las masas forma parte de un proceso revolucionario y un proceso revolucionario no es algo que venga dado ni las masas emergen como sujetos de la revolución de modo espontáneo. Producen revolución y son producidas por la revolución, son la revolución misma al igual que son mar las mareas.


Ahora bien no solo me parece legítimo sino cabal que hoy escuchemos la pregunta que recoges de ¿Dónde están las masas que según Marx y Lenin están llamadas a hacer la historia? Al hablar de Lenin y la Puerta del sol ya dijimos que hay formas de no estar que provocan efectos, es decir, actúan sobre la realidad, intervienen, pero mejor partir ahora de lo que parece evidente: las masas no están. Más exacto incluso sería decir que ni están ni se las espera. Pero ahora la pregunta que deberíamos hacernos creo que debería ser la siguiente: Si nadie las espera ¿cómo pretendemos que estén? Si nadie las echa en falta, ¿cómo sentirlas como ausencia? Si nadie las reclama ¿cómo saber si es que están sordas o si es que se han evaporado o si simplemente se dedican a sobrevivir mientras la revolución trata de aclarar si existen o no existen y los presuntos revolucionarios nos dedicamos a cantar aquello de donde está el sujeto histórico matarile rilerile matarile rileró? No se puede separar el concepto político de masas del concepto político de revolución. Preguntar por ellas es tan absurdo, desde mi punto de vista como preguntar por la revolución. Absurdo no, significativo. Claro que también podemos preguntarnos ¿dónde está revolución? Pero quien se haga esa pregunta debería aceptar que está fuera de la revolución. Las masas como la revolución no son como la primavera ha venido y nadie sabe como ha sido. Deberíamos recordar que hubo algo en las revoluciones que se llamaba el trabajo de masas. Las masas son necesarias para la revolución pero construir su necesidad requiere algo más que hacer teoría desde los espacios domésticos.

Políticamente hablando esas masas se han ido diluyendo según la política se iba reduciendo a una iluso electoral. Imaginemos el “cinismo ideológico” que significaría el que los dirigentes de IU de Andalucía, que han aceptado formar gobierno con el PSOE, reclamasen algún día la presencia de esas masas que con su estrategia de colaboración han convertido en imposibles. Imaginemos lo incongruente que hubiera sido ver llorar por su ausencia al Carrillo eurocomunista el día que constató su escasa presencia en el parlamento juancarlista. El colmo es adormecerlas y luego decir que no existen o que están dormidas delante de la tele.

Convendría además no olvidar que “las masas” es también un elemento fundamental de ese imaginario comunista que es hoy un imaginario derrotado. El capitalismo ganó la batalla de los imaginarios, lo que no es nada extraño teniendo en cuenta los presupuestos económicos con los que contaba. No en vano los países capitalistas han venido detentando un nivel económico al que el socialismo real apenas pudo acercarse. Hoy no hay imaginario comunistas ni hay imaginario de la revolución. Y sin ese imaginario difícilmente alcanzaremos a comprender el peso de lo ausente.

Quiero decir con todo esto que lo primero que habría que hacer es historizar esa “evaporación del sujeto histórico” porque la estrategia de todo poder interesado en sembrar la duda, el desánimo o el desconcierto en el interior del pensamiento que se quiere revolucionario es ante todo desideologizar el problema y hacerlo ver como algo natural que responde al inevitable paso del tiempo con sus no menos inevitables cambios tecnológicos: ya no hay fábricas luego ya no hay clase obrera, no hay clase obrera luego ya no hay sujeto histórico, ya no hay sujeto histórico luego ya no hay revolución. No les falta razón en parte – y de ahí la eficacia de sus discursos- pues indudablemente es la aparición de la máquina de vapor lo que propicia el agrupamiento del trabajo en talleres y fábricas y sin duda la energía eléctrica generó cambios sustanciales en la organización del trabajo y es claro también que la electrónica está modificando “el paisaje laboral”, pero deducir de esos cambios la desaparición del trabajo como fundamento de la extracción de plusvalías no resulta algo muy consistente. Como diría Nestor Kohan si la derrota es tal que su evidencia desaparece del campo de lo “observable”, los sujetos sociales dominados y vencidos no solo empiezan a otorgar consenso al vencedor y a imaginarse que la situación posderrota es irreversible sino que para sobrevivir sentimentalmente tratan de refundarse arrepintiéndose de aquella parte de su pasado que resulta inaceptable para poder convivir con los vencedores.

Supongo que con lo dicho y aunque sea de modo indirecto he respondido a la cuestión de si esas masas, “con comillas”, se corresponderían con las multitudes de las que habla Negri. Pero por si quedan dudas, responderé que a mi entender no, que no tienen correspondencia alguna ni en lo que atañe a su naturaleza cuantitativa ni a su cualidad como actor de lo político. En el concepto de multitudes de Negri no se encuentra aquella actitud de enfrentamiento, latente o activo, que desde mi punto de vista es elemento propio de las masas revolucionarias. Tampoco creo que las multitudes puedan en un momento determinado constituirse como “masas” revolucionarias. Pertenecen a dos momentos distintos. Las multitudes tienen raíces existencialistas aunque lean a la contra: “la vida no es una pasión inútil” la cita sartreana. Las masas provienen de la didáctica: la inteligencia es el hambre. Las multitudes del cálculo: la inteligencia es el bien-estar. Para las multitudes la revolución ya no es necesaria porque al entender de Negri las relaciones sociales de producción ya no están determinadas por la propiedad privada de los medios de producción. Para Hardt y Negri, capital y proletariado son dos partes de un todo que comparten un destino más armonioso que contradictoria o enfrentado. En Negri la lucha de clases ha dejado su lugar a la “simbiosis postmoderna”: huésped y parásito se necesitan mutuamente y uno no niega al otro. Se ve que hace tiempo que no siente la humillación que supone sonreír al jefe de manera consciente o inconsciente cuando este se digna pasar por tu lado. Aunque también es cierto que si te acostumbras a sonreír todo el tiempo y a todo el mundo la sensación de humillación seguramente se atenúa de manera extraordinaria. Creo que algo de ese síndrome de la postderrota de la que hemos hablado emerge en la teoría de Negri sobre las multitudes.


La comprensión de cualquier escrito de Lenin exige, señalas, su contextualización. ¿Son entonces textos de intervención, pro tempore? ¿No tienen entonces interés para nosotros que vivimos en un contexto muy distinto?


Bueno, no creo que el contexto haya cambiado tanto. Por un lado creo que apenas ha pasado un siglo y seguimos viviendo en plena y salvaje prehistoria. Sin duda la biosfera y la semántica están más saqueadas, el paisaje de superficie se ha transformado y ahora hay más plantas de interior que matorral y más antenas que chimeneas, pero aparte de que la fauna de depredadores y depredados sigue idéntica creo que la orografía que soporta todo el retablo se mantiene incólume porque las tensiones tectónicas siguen teniendo su origen en la lucha de clases, en el enfrentamiento, sordo o estruendoso, entre los que tienen los medios de producción y los que para sobrevivir necesitamos vender nuestra fuerza de trabajo. Cierto que desde 1917 una amplia y muy visualizada minoría de la población trabajadora, dado que su explotación se fue desplazando desde un marco de plusvalía absoluta hacia la explotación a través de la plusvalía relativa, ha tenido acceso a la educación, la salud, la vivienda y otros bienes de consumo, pero no menos cierto es que, -dejando aparte que la actual crisis es un retorno hacia los mecanismos de la plusvalía absoluta-, la totalidad de los trabajadores y trabajadoras siguen necesitando para vivir que uno de esos dueños de los medios de producción directamente o a través de sus jefes de “recursos humanos” vea conveniente para sus intereses comprar su fuerza de trabajo.

Por otra parte todo conocer aunque sea “pro tempore” es en buena parte extrapolable aunque no sea mecánicamente repetible, al fin y al cabo todo conocer es un conocer “in tempore”. Lo que Lenin aporta es la necesidad de trabajar desde el entendimiento de que la lucha de clases no es un concepto retórico ni un enfrentamiento entre dos bloques sólidos, homogéneos, compactos y bien delimitados, y que se produce en el vacío sino a través de la mediación de fuerzas sociales, de alianzas de fracciones de clases en cuya unión desempeña un papel central la ideología (y sus "especialistas", los intelectuales) y en el que la correlación de fuerzas está sometida a cambios continuos, a erosiones y alteraciones en su composición concreta mediante el juego de alianzas y rupturas y las transformación de las condiciones subjetivas en las que el entusiasmo o la desmoralización de la clase obrera intervienen de manera tan relevante como las cuestiones de organización.


Papel central que desempeña la ideología, afirmas. ¿Y qué es la ideología desde tu punto de vista? ¿No es falsa consciencia?


Como bien sabes sobre la interpretación del término ideología, incluso dentro de la obra de Marx, conviven dos propuestas, una como falsa conciencia que es la que predomina en el conjunto de su obra, y otra como conjunto de ideas que surgen de una clase o de un grupo social definido. Lenin utiliza el concepto casi exclusivamente en este segundo sentido que permite hablar de una “ideología proletaria” o de una “ideología pequeño burguesa”


Estábamos en asuntos de vanguardias. Un partido de izquierda no servil, un partido comunista, un partido marxista revolucionario, ¿debe seguir siendo la “vanguardia del proletariado”?


Sí. Las principales alternativas que se han presentado a un partido de vanguardia han sido o bien la de un partido de masas que es el tipo de organización que han venido defendiendo justamente muchos de los que creen que las masas se han evaporado, o bien la desaparición de las organizaciones de partido a favor de movimientos asamblearios de carácter más o menos espontáneo que a mi entender son estructuras absolutamente necesarias para que un proceso revolucionario se desarrolle pero que no tienen capacidad para enfrentarse a las estrategias y maniobras de alta o baja intensidad, directas o de “diversión”, que el estado mayor del capital lleva a cabo de manera incesante.

Este entendimiento del partido como vanguardia es una de los conceptos que más reservas ha provocado en el “comunismo políticamente correcto”. En mi opinión este rechazo, cuyas raíces profundas descansan en la incapacidad de buena parte de los movimientos comunistas y anticapitalistas actuales para asumir – con las críticas y autocríticas que fueren pertinentes - el legado que la historia de revolución soviética representa, se articula alrededor de la famosa cuestión de la conciencia que viene de fuera y del “gen autoritario” que según sus críticos inevitablemente anidaría dentro de ese entendimiento. En función de ese rechazo tan perceptible hoy y que inevitablemente, esto sí, forma parte de las condiciones de recepción de esa “herencia no deseada” que es la historia de la Unión Soviética en la que la obra de Lenin está inserta como también lo están se quiera o no la obra de Trostky, Gramsci, Lukács o Brecht, he tratado en la introducción de desmontar, partiendo de los propios textos de Lenin al respecto, la deformada versión que contempla al partido que Lenin propone como una máquina elitista, burocrática, militarizada e incapaz de oír nada de lo que no sea su propio discurso. Esta versión, propia de aquellas películas del franquismo en las que el frío camarada no cesaba de repetir la muletilla de “El pagtido no pegdona ergoges”, es una deformación interesada y muy miope de la organización de vanguardia que Lenin reclamaba. Lo primero que habría que señalar es que el concepto de vanguardia que está utilizando Lenin no es una mera traslación de la terminología militar en donde la vanguardia se caracteriza por ocupar posiciones adelantadas “y alejadas”, subrayo lo de alejadas, del cuerpo principal de la tropas. Para Lenin, como por otra parte en el mismo Clausewwitz, la vanguardia se corresponde no con una situación espacial sino con un momento temporal: el inicio del movimiento, su señal.

Su concepción del partido está en consonancia con ese “modo de producción Lenin” que traté de reflejar en el libro y que se corresponde con esa filosofía de la praxis que el mismo Gramsci identifica como su aportación más singular y relevante. Un entendimiento de la praxis como actividad integradora en la que las lindes entre teoría y práctica son difíciles si no imposibles de establecer y en el que la acción del partido se encamina a que el proletariado se reconozca y constituya como clase mediante su participación activa en la lucha de clases, entendiendo que es precisamente esa implicación en la lucha lo que da acceso a un conocer que lo convierte en sujeto histórico. Lenin no defiende que se construya un partido “alejado” del grueso del proletariado, aunque tampoco cae en ingenuidad de identificar al proletariado como sujeto con la totalidad de las masas de trabajadores y trabajadoras. No pretende un partido que se funde o diluya con la clase o las masas porque para operar se requiere mantener cierta distanciamiento con respecto al teatro de operaciones. Como nos hace ver Juan Carlos Rodríguez en sus reflexiones sobre el Diario de Trabajo de Brecht, entre el “distanciamiento” de Brecht y “la distancia” que Lenin defiende para el partido revolucionario hay estrechas coincidencias tácticas y estratégicas coincidentes en la intención de que “la distancia” sirva para articular las contradicciones, de clase o de niveles de texto. Para Lenin el concepto de proletariado al igual que el concepto de masas no son entidades sociológicas determinadas y descriptas mecánicamente a partir de categorías económicas. La filosofía de la praxis en Lenin es un “estar en revolución” y por eso entiende que la conciencia y las capacidades revolucionarias se desarrollan a partir de la práctica organizada que es algo que no se puede enseñar pues requiere ser aprendida de manera activa. Y el partido, en ese sentido, más que una organización es una actividad o si se quiere un modo de organización de la actividad revolucionaria que lo constituye. En las condiciones que la correlación de fuerzas marca en el imperio zarista, es decir, en el territorio que las dos culturas enfrentadas ocupan en el comienzo del siglo XX, esa organización no podía, si quería actuar, estructurarse en función de la deseable “igualdad de responsabilidades” -más que de posibilidades- que una organización estrictamente democrática exigiría. La estructura en red pero atravesada por una línea jerarquizada por criterios de responsabilidad no se opone a que la actividad y las experiencias que lo constituyen como partido sean deliberadas y dirigidas por el conjunto de esos saberes individuales que dan lugar al intelectual colectivo del que hablará Gramsci. Indudablemente el grado de deliberación en cada momento vendrá determinado por variables distintas pero nada hay en su concepción que esté en contra de esa deliberación colectiva. Que para Lenin la clave de la organización residía en la acción queda en evidencia justamente en su “intransigencia” respecto a las condiciones para la pertenencia al partido. Lo que lo separa de los mencheviques es eso, su exigencia de implicación en las tareas revolucionarias. Para Lenin la revolución es también un acto de imaginación colectiva pero de una imaginación que brota en esa praxis revolucionaria que es, de modo inseparable, individual y colectiva constituyéndose el partido como el encuentro, “la disciplina” de la hablaba Gramsci, entre una y otra praxis.


Insisto en un punto del que ya has hablado. ¿Qué concepto de praxis manejaba Lenin en tu opinión?


Creo que de lo ya dicho se desprende que utiliza praxis como actividad revolucionaria organizada., como experiencia del hacer, del vivir, del ánimo y de la fatiga, del soñar y el analizar, del luchar. El Lenin posterior a Materialismo y empiriocriticismo, un libro por el que es absurdamente criticado “desde la filosofía”, ese lugar que nunca ocupó ni quiso ocupar, y cuya función política, cumplida, era enfrentarse al relativismo idealista, entiende la realidad -y la revolución en consecuencia- como un proceso, como algo que se está construyendo continuamente y entiende que las relaciones del hombre con la realidad no son las relaciones de dos entidades ajenas sino que las relaciones entre ambas se construyen a través de la praxis en tanto que el hombre es un ser práctico "que decide con su actividad cambiar el mundo que no le satisface",


Lenin, que no fue un filósofo profesional, déjame decirlo de manera muy mejorable, ¿fue un buen lector de Hegel y de Aristóteles? ¿Qué crees que extrajo de esas lecturas?


Diría que de Aristóteles, además de la necesidad de tener un fin para poder hacer algo, aprendió que cada cosa, hecho o concepto despliega semejanzas presentes en su entorno espacial o temporal pero también ofrece y aporta a ese entorno su diferencia específica. De ahí su idea, tan coincidente con el gusto de Saussure de que “lo importante no reside tanto en encontrar la verdad como en saber situarla”. De Hegel creo que asimiló que todo, el proceso de saber incluido, es proceso, movimiento, relación. Un saber que en realidad es el saber que constituye a la modernidad como tal, que Marx traduce con el famoso enunciado de que “Todo lo sólido se desvanece en el aire” y que Lenin aplica una y otra vez al hacerse consciente de que “lo importante no es tener razón sino tener razón en el momento oportuno.”


¿Qué aportó Lenin a la teoría marxista del imperialismo?


Desde mi punto de vista algo que desde el final de la II Guerra Mundial parecía haberse olvidado: que el imperialismo cabalga a lomos del capital financiero internacional pero cada caballo o Estado arrastra y es empujado por su propia economía. La actual crisis parece haber sacado del baúl de los recuerdos algunas de las hipótesis de trabajo –yo no hablaría propiamente de tesis- que Lenin apunta en ese libro de encargo, pero convendría, ahora que podemos vislumbrar “por detrás” de tanta verborrea solidaria entre las potencias tradicionales y las emergentes la verdadera cara del neoimperialismo agresivo que viene, recordar la superioridad con que algunos economistas “de izquierda”, en aras de la globalización, habían dado por superado el papel de los estados nacionales en la economía. En definitiva: que no llamemos globalización a lo que es realmente imperialismo.


Crítica frecuente al leninismo histórico: el “todo poder para los soviets” se convirtió en apenas 15 días y 20 minutos en su contrario, en “un todo el poder para el politburó del Partido” y, más en concreto, la verdad es siempre concreta decíamos, para su secretario general. ¿Es acertada esa crítica en tu opinión?


La verdad es que me molesta más que bastante tener que contestar a este tipo de críticas precocinadas que se emiten incluso con tono de paternalismo generoso y que suelen traducir la incomodidad histórica que representa la revolución soviética para todos aquellos “revolucionarios” prístinos y encantados de conocerse a si mismos como revolucionarios sin mancha ni cartón antes del parto, en el parto y después del parto y siempre dispuestos a entonar la cantinela orteguiana del “no es esto”, “no es esto” sin que, eso sí, nunca aclaren cómo sería en su opinión ese Godot cuya llegada esperan mientras procuran no mancharse la manos. Y digo que me molesta porque demostrar que algo es falso implica, de algún modo, que la falsedad aun como supuesto se ha aceptado en algún momento.

No deja de ser curioso que los mismos que suelen hablar del monolitismo de partido bolchevique y de la dictadura de su secretario general sean los mismos que hablan de los cruentos enfrentamientos que tuvieron lugar en el interior de todo el partido y muy especialmente en el seno de sus organismo de dirección durante al menos todo el período comprendido entre la toma de poder y la expulsión de Trostky de los órganos de dirección. En qué quedamos ¿hubo dictadura del secretario general o hubo luchas intestinas y enfrentamientos ideológicos casi permanentes y sobre muy diversos problemas?

Creo que cualquiera que se moleste en asomarse a libros de historia de E. H. Carr. o repase los datos que Charles Bettelheim ofrece en Las luchas de clases en la URSS, Primer período (1917-1923) comprenderá que la cosa fue bastante más compleja y complicada como para despacharla con dos ideas apresuradas. Con esto no estoy tratando de negar que durante el proceso revolucionario y en las condiciones en que la revolución hubo de desarrollarse no se acentuaran aspectos autoritarios ni se produjesen graves cortacircuitos entre la dirección del partido y el partido y entre el partido y las masas de trabajadores y trabajadoras. Lo que rechazo es la afirmación tan generalizada de que tales “deformaciones” fueran producto de la “perversa naturaleza humana”, de la inevitable corrupción que el poder provoca o de la monstruosidad patológica de algún dirigente traumatizado vaya usted a saber porque episodio de rencor y venganza. Mejor sería atender a las dificultades de gestionar un país inmenso e inmensamente atrasado o a la dificultad de construir un partido con la amplitud suficiente para hacer trabajo de masas y ejercer el poder evitando al mismo tiempo el arribismo y el oportunismo. Más útil y sensato parece argumentar posibles causas que respondan a condiciones materiales y no recurrir a condenas morales que nada aclaran.


Defiendes en la Introducción que el “libertad para qué” de Lenin, el comentario que le hizo a Fernando de los Ríos, no fue ningún toque de autoritarismo, no fue ningún sarcasmo. ¿Por qué? La verdad es que, de entrada, no suena muy bien.


A mi me suena perfectamente. Porque algunas preguntas merecen determinadas respuestas. Fernández de los Ríos mantuvo ese contacto con Lenin en su condición de representante de un partido socialista y como tal representante debería considerar, a poco que hubiera leído a Saint-Just, a Marx, a Jaime Vera o al mismo Pablo Iglesias, que para empezar a hablar de libertad lo primero que hay que lograr es el establecimiento de las condiciones materiales que posibilitan realmente la igual libertad porque quien depende de una voluntad ajena para poder vivir no es libre. Cualquiera que haya pasado por la experiencia de una entrevista de trabajo creo que entiende perfectamente la respuesta de Lenin. Es curioso que en sus memorias Fernández de los Ríos no nos explique por que no contestó a la pregunta de Lenin. Nos hemos quedado sin saber a qué libertad se está refiriendo. Ya he dicho que hay gentes que no están dispuestas a aprender ni lo que ya sabe.


La revolución, afirmas, es la negación de la negación. ¿Qué niega y cómo niega la revolución lo que afirmas que niega?


Básicamente quería referirme a la negación – la revolución acaba con él- de esa negación que es el proletariado, pero creo que es una afirmación mal utilizada. Al respecto me llegó un comentario crítico del profesor Juan Carlos Rodríguez que me parece plenamente acertado y que me permito suscribir a continuación:

“La frase es muy atractiva, pero sólo en la fachada. Por dentro resulta hegelianismo puro, pues implica que el capitalismo sería una negación. Pero el capitalismo no es una negación del feudalismo, pues el capitalismo es otra cosa, otro modo de producción/ explotación distinta al feudalismo. Entonces la revolución comunista sería la negación de la negación ¿de qué? Obviamente parece que del espíritu humano libre. Pero el espíritu humano libre es una invención o una creación del capitalismo: el espíritu libre para explotar o ser explotado. Todas las ideologías del hombre libre se centran aquí. Pero además la negación de la negación en Hegel es siempre positiva, pues supone la Aufhebung, o sea, la superación “conservando” lo superado. En suma, conservando el capitalismo, pero superándolo para mejorarlo. Pero como tú señalas la revolución o es ruptura con el capitalismo o no es revolución (claro que se pueden conservar todas las cosas capitalistas que nos sirvan, pero no el capitalismo). Perdona este matiz anti-lukácsiano, pero la historia concebida como una sucesión de negaciones de la negación no es más que la marcha del espíritu objetivo al Espíritu Absoluto. Y obviamente nosotros no hablamos de espíritus sino de modos de producción o de explotación, etc”.


Estábamos en el hombre nuevo. ¿Qué quería afirmarse con esta noción? ¿Qué nuevo ser humano se pretendía alumbrar? ¿No eran muy viejos, incluso muchos años después, algunos comportamientos de muchos de aquellos revolucionarios?


Este es otro de los temas que suele despertar el paternalismo irónico de los bienpensantes. Déjame que responda citando un artículo de Joaquín Miras a propósito del “hombre nuevo” hijo del capitalismo contemporáneo, sobre el que Santiago Alba había argumentado.


No sólo te dejo sino que es toda una satisfacción que lo hagas.


Escribía por ejemplo [Joaquín] Miras [1] que: “El individuo humano de las zonas tecnológicamente más poderosas de la tierra ha mutado de ser. Esto es completamente plausible desde el plano conceptual, pues el ser humano no posee una forma de comportamiento de raíz natural instintiva, un ethos biológicamente determinado; sino que es un ser cultural, un bios cuyo programa de vida debe ser culturalmente formado e interiorizado, sin lo cual no es un ser individualmente viable. Un ser por tanto social al que la sociedad le proporciona la cultura que le permite sobrevivir. Por tanto, para mutar nuestras características definitorias como ser homo no es menester mudar el código genético. Basta con cambiar de forma radical nuestra antropología transformado nuestra axiología de valor civilizatoria. Los valores, principios, etc que alimentan las ideas que usamos para reproducir y producir la vida –el pensamiento vivido-… Los imperativos del capitalismo, doblados por las tecnologías productivas hoy existentes desarrollarían una producción que sería la forma activa que moldearía los sujetos. Al penetrar en sus vidas cotidianas moldearía sin resto la naturaleza del ser humano”.

Entiendo que, a sensu contrario, vale la argumentación para tomar en consideración ese horizonte cultural del que emergería el tan traído y llevado “hombre nuevo” cuyo parto de los montes nunca hemos visto puesto que lo único que hasta ahora históricamente nos ha sido dado conocer son sociedades en acosados tránsitos hacia el socialismo. Seguimos al respecto viviendo en la prehistoria, ese tiempo en el que la mayoría de los hombres y mujeres luchaban por tener acceso a la dignidad.


¿Qué diferencias destacarías entre lo que ha sido llamado leninismo y lo que fue llamado y es llamado estalinismo? ¿Y entre el leninismo y el troskismo?


Desde mi punto de vista, en el interior del movimiento comunista que arranca con la llegada de los bolcheviques al poder, más allá de diferencias respecto a los contenidos concretos de decisiones y medidas que van a dar lugar a agrias polémicas –el papel de los sindicatos, la legalidad de las fracciones, las políticas agrarias, la composición de los órganos dirigentes– lo que tiene lugar es el enfrentamiento entre propuestas distintas en relación al tiempo y calendario conveniente para poner en práctica esas medidas o decisiones. En realidad en el conjunto del partido había absoluta coincidencia sobre la necesidad entendida como prioritaria de implementar y desarrollar la producción tanto industrial como agraria como primer paso para permitir el posterior desarrollo de unas nuevas relaciones sociales de producción. En ese sentido el partido bolchevique era un partido productivista, utilizando un término que hoy suena indudablemente a reproche pero que en aquellos momentos no producía, valga la redundancia, reserva alguna puesto que una de las promesas del marxismo económico consistía precisamente en que la socialización de los medios de producción daría lugar a un salto cuantitativo que acabaría traduciéndose en una salto cualitativo. Que hoy, y en el interior de la propia tradición comunista a partir de las tesis sobre el crecimiento de Wolfgang Harich y otros, pongamos entre paréntesis los cantos al productivismo no implica que podamos condenar retrospectivamente aquellos planes y esfuerzos. Pero las fuertes discrepancia emergen a la hora de determinar el timing, el ritmo y calendario de implementación de las medidas encaminadas al logro de estos objetivos que se priorizaron, entre otras razones, por la necesidad imperiosa de reconstruir toda una industria militar que permitiese la supervivencia del nuevo y amenazado estado soviético. Es bueno recordar qué condiciones eran las que imponían a los bolcheviques límites a su libertad y delimitaban sus posibilidades de elección. Entiendo que Lenin ejerció al respecto como moderado, aceptando el repliegue cuando avanzar suponía enfrentamientos que ponían en peligro el bloque social sobre el que se apoyaba la revolución, la no confrontación con el campesinado medio, la negociación con los trabajadores, la NEP, los estímulos salariales, los estímulos voluntaristas, la coerción como herramienta coyuntural aunque contundente. Partiendo de esa imagen de un Lenin ejerciendo como centro en relación, repito, a ese timing de la revolución creo que podríamos situar el estalinismo y el trostkyismo como interpretaciones diferentes de ese timing. Discrepancias en unas cuestiones: plazos, amplitud, que inevitablemente iban a repercutir directa e indirectamente sobre aquellas esferas del poder político más relacionadas con el control y la producción: colonización del estado por el partido, colectivización obligada de las tierras con la correspondiente acentuación de lo coercitivo, cuantificación de lo político con lo que ello implica de burocratización e intolerancia, introducción de la rentabilidad productiva como valor político, predominio acelerado de la unanimidad sobre la discrepancia.

Creo que tanto el estalinismo como el troskismo, al menos en su orígenes cuajan alrededor de esa discrepancia en la gestión de los tiempos de la revolución. Del estalinismo destacaría su incapacidad para conceder un lugar a la posibilidad de equivocarse. Un lugar cuya construcción me parece algo absolutamente necesario.


¿La figura de Stalin ha sido adecuadamente tratada en la tradición? ¿Stalin es un Hitler rojo?


La cuestión Stalin y su ubicación en la tradición comunista entiendo que exige un espacio distinto al de una entrevista. Como ya dije pienso que los comunistas no podemos despachar el estalinismo con un anatema, con un comentario cínico, con una laudatio o con un paréntesis. Entiendo que la reflexión sobre el estalinismo es una “responsabilidad pendiente” que mientras no tenga lugar con el rigor necesario lastra la legitimidad comunista aún de aquellos que van con el vade retro Satanás por delante. No puede ser que la tradición marxista que se siente capacitada para interpretar historias ajenas no se enfrente, con sus herramientas propias, a la suya. Al respecto me parece que trabajos como los de Doménico Losurdo están abriendo un brecha obligada en un muro que hasta ahora parecía recoger únicamente apostasías y lamentaciones. Sobre la comparación de las figuras de Stalin y Hitler solo decir que es una de las herencias más lamentables de la guerra fría intelectual y que, como era de esperar, sobrevive con holgura durante esta posguerra en la que ahora habitamos. Al fin y al cabo la comparación funciona como una especie de certificado de limpieza de sangre democrática que pretendientes y conversos utilizan a modo de patente de corso o muletilla benéfica. A esa segunda pregunta no es que me niegue a contestar si no que simplemente, sin callarme, me niego a oírla.


Es casi una pregunta-resumen. ¿Qué aspectos de la tradición leninista te parece que continúan siendo vindicables actualmente? ¿Cuáles no si fuera el caso?


Lo que más vindicaría de Lenin es la audacia de pensar y por supuesto la necesidad de construir organizaciones estables y fuertes, formadas y conformadas en la consciencia de que en algún momento la revolución tendrá que recurrir como legítima defensa a la insurrección armada. Lo que no vindicaría es la restauración de la pena de muerte que, aun no formando parte de la tradición leninista y siendo su supresión una de las primeras medidas del gobierno de los soviets, volvieron a poner en práctica durante los años de guerra civil.


Uno de los primeros textos que has incluido en la antología –“Proyecto de decreto sobre el derecho de revocación”- es de un democratismo radical. ¿Variaron las posiciones leninistas en este punto?


No, entiendo que las posiciones no variaron, las que variaron, como tantas otras cosas, fueron las decisiones, tomadas, claro está, en función de los acontecimientos que en cada momento concreto tenían lugar.


Algunos voces, amigas en este caso, han afirmado que Lenin murió de depresión. Tú hablas de ataques cerebrales en tu cronología ¿Fue el caso?


No sé, no hice la autopsia.


¿Qué criterios has usado para elaborar la antología? ¿Cómo seleccionar entre tantos y tantos escritos?


Una vez que tuve más o menos claro cual era el Lenin que quería proponer para romper en lo posible con la imagen de un Lenin política e intelectualmente rígido, monolítico, dogmático, impermeable e irreductible, me pareció conveniente renunciar a sus textos más canónicos como Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, Qué hacer, el Estado y la revolución o La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo para centrar la selección en aquellos textos que va produciendo desde la toma del poder y debe enfrentarse a una tarea apasionante e insólita: cómo conducir la revolución hacia su meta: el socialismo. Textos “postoctubre” además en los que se muestra claramente su capacidad para enfrentarse “a lo nuevo”: a ese conflicto en el interior del proletariado con el que no se había contado en la hoja de ruta, a esa decisión económica en la que se entrecruzan relevantes factores extraeconómicos, a ese desencuentro entre las medidas propuestas por el partido y las masas que muestran su rechazo ya con indiferencia ya con levantamientos, a esas dudas, desánimos, fragilidades, divergencias y enfrentamientos que aparecen en muy diferentes organismos y niveles de la militancia comunista., a esas urgencias que precisan resoluciones inmediatas, a esos errores o equivocaciones que inevitablemente se comenten. Textos representativos del “estar en revolución” que tanto caracteriza su pensamiento y donde se hace visible ese rasgo dialéctico –saber, no saber- de su personalidad como pensador. Una muestra, espero que suficiente a pesar de las limitaciones de espacio que la edición requería, del quehacer de quien no dejó de entender la revolución más como proceso abierto, como un horizonte a construir que como una isla del tesoro cuyo mapa alguien haya dibujado previamente.


Me salgo de guión para acabar. Mirando hacia atrás con la ira que estimes conveniente, ¿por qué crees que la dirección del PCE –más bien su secretario general- abandonó el leninismo en los primeros compases de la transición-transacción? ¿Puro oportunismo? ¿Revisión y convicción? ¿Para pedir entrada en el Palace con garantía de ser admitido en sus amplios salones al lado de los Duran i Lleida de aquellos años?


Creo que la dirección del PCE en aquellos momentos fue víctima de algo bastante frecuente en política: hacer un análisis razonable y sin embargo sacar malas conclusiones. El análisis de la correlación de fuerzas hizo evidente que las fuerzas antifranquistas que el PCE había venido organizando a través de organizaciones pluripartidistas que cuajan en la llamada Junta Democrática no parecen contar con la capacidad de intervención necesaria para forzar la ruptura que se proponía. El éxito del referéndum de Suarez, la insuficiente fuerza de las maniobras de movimientos de masas que se ensayaron desde 1974 con concentraciones, llamamientos o manifestaciones, la división del bloque antifranquista que supone la política que lleva a cabo el PSOE con la creación de la Plataforma de Convergencia Democrática y la reinvención de UGT como competencia de CC.OO, sin olvidar “el apoyo alemán” al socialismo portugués con el correspondiente aislamiento de los comunistas, hacen que el PCE se sienta obligado a cambiar de estrategia: de la ruptura a la reforma y en consecuencia a reorganizarse como fuerza electoral capaz de disputar la hegemonía de la izquierda al “enemigo electoral”: el PSOE. Hay por tanto que lavarse la cara: bandera de la monarquía, y las manos: paso de una organización sectorial a una territorial. Cuando las primeras elecciones devuelven como resultado de ese giro una clara decepción ya es imposible rectificar y lo único que cabe es huir hacia delante: abandono del leninismo, reconversión del trabajo de masas en mera instrumentalización electoral. Una conclusión que me parece errónea porque en aquellos momentos creo que era posible utilizar el hecho de que el PCE era una fuerza con la capacidad suficiente para amenazar la viabilidad del proceso reformista con hubiera optado por negarse a participar en el tinglado monárquico que estaban levantando las otras fuerzas favorables, PSOE incluido, al tránsito. Sin el PCE creo que la Monarquía no hubiera podido legitimarse, al menos no tan cómodamente. No aprovecharon esa fuerza.


¿Quieres añadir algo más?


Bueno, agradecer a Rebelión la oportunidad que supone esta entrevista para seguir hablando de ese “perro muerto” que en mi opinión sigue siendo para la izquierda un interlocutor necesario, imprescindible e inevitable, sobre todo ahora, cuando a nivel nacional la crisis está originando el quebrantamiento del consenso social que desde la transición veníamos padeciendo y cuando, a escala internacional, los nuevos escenarios modelados por el gran deshielo que supuso el

desmoronamiento de la Unión Soviética, han difuminado el mapa de las geoestrategias obligándonos a analizar con la máxima prudencia los giros en la correlación de fuerza a nivel global si queremos evitar que los nuevos árboles no nos impidan comprender que para mejor detectar quien es el amo del bosque es preciso ponderar cual es el destino final de las cosechas.































jueves, 2 de febrero de 2023

S. Zweig. Un gran escritor menor.

Un gran escritor menor


Stephan Zweig es el autor de una de las mejores novelas decimonónicas del siglo XX, La piedad peligrosa, y de una autobiografía, El mundo de ayer, indispensable para entrever la vida cultural y literaria que bulle en aquella Viena de entreguerras donde autores como Robert Musil, Kart Kraus o Elías Canetti están escribiendo gran parte de la mejor literatura europea contemporánea. Zweig es además el autor de toda una larga serie de biografías, ensayos y narraciones de corte psicológico y sentimental que lo convertirían en uno de los escritores más leídos y traducidos en su tiempo y que, al menos desde la reedición de las dos obras mencionadas, ha venido protagonizando un glamuroso revival editorial constituyéndose de facto como el autor austriaco con mejor presencia en el escaparate cultural de este hoy que ha visto como recién y paradójicamente su compatriota Elfriede Jelineck, la última Premio Nobel no contaba - para vergüenza y sonrojo de una industria cultural tan dada a la autocomplacencia - con ningún título vivo en el espacio editorial en lengua castellana. En la onda de este retorno de Zweig aparecen los títulos que dan lugar al presente comentario.

Ardiente secreto es una novela corta muy representativa de sus modos

narrativos más característicos: la elección como materia del relato de una anécdota biográfica que por su relevancia va a determinar toda la vida del protagonista o protagonistas de la historia, es decir, la acotación como espacio para la narración de un momento único, abismal y trágico; la puesta en escena del juego de sentimientos conscientes o inconscientes que chocan, estallan y participan en ese demiúrgico momento; la cuidada construcción de un escenario realista hasta el detalle que otorgue al relato una alta impresión de verosimilitud y la utilización de una prosa muy transitiva o funcional sin por ello renunciar a un estilo con ecos de la “alta escritura”.

El relato sigue el perfil de una historia de adulterio si bien este aspecto de la trama está al servicio de un argumento que da cuenta del desgarro y desquiciamiento que se produce en el interior de un niño cuando este sufre el egoísmo y traición de los adultos: la madre adúltera y el atractivo amante cuya estrategia de conquista exigía la preliminar seducción de ese hijo que, sin embargo, ante la llegada del padre atiende con su silencio la muda petición materna, guarda el secreto y rubrica con este gesto su adiós a la infancia. El choque de sentimientos que el niño-adolescente padece, aun sin seguir al pié de la letra la ortodoxia freudiana, traduce con eficacia las pulsiones turbias que el psicoanálisis aporta a la construcción psicológica de los personajes literarios y el morbo latente de incestos, homosexualidades y muertes del padre dotan a la historia de una apariencia de “alta profundidad” que se ve convalidada por el uso de un fraseo que recoge esa cadencia de sustantivos, adjetivos e imágenes que se encuentra en toda sobresaliente y buena redacción escolar. A Zweig, que escribe dentro de esa grandiosa constelación centroeuropea que conforman autores como Musil, Thomas Mann, Herman Hesse, Joseph Roth, o Kafka parece fallarle el sentido de la jerarquía compositiva, esa cualidad que – antes del relativismo postmoderno- era frontera entre lo que se entendía por un gran escritor y un gran escritor menor. En su relato vemos y creemos los gestos externos del protagonista, la impaciencia de sus pies, de su mirada, de sus movimientos y como lectores sentimos simpatía hacia él. Pero la narración chirría y se despeña una y otra vez siempre que intenta – y lo intenta muchas veces- apoyarse y apoyar el punto de vista interior de ese personaje al que ni el estilo indirecto libre ni los toscos intentos de monologo interior logran conferir credibilidad.

La Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María Rilke y Arthur Schnitzler editado con un aparato de notas y comentarios cercano al rigor académico sin por ello perder ese aire de “curiosidad malsana” que suele caracterizar a este tipo de lectura, no parece que sea un libro imprescindible para quien quisiese avanzar un algo en el conocimiento de los tres corresponsales de Zweig pero resultará útil, y agradable, para aquellos que no habiendo leído sus memorias – absolutamente recomendables- deseen hacerse una idea del contexto cultural donde se construye como escritor. Si en cada caso la relación contiene matices propios no deja de asombrar que su actitud de admirativo respeto ante los tres puede llegar a sonar en ocasiones a interesado pasteleo cuando no a un mero intercambio de halagos y promociones no siempre favorables para la imagen de un Zweig que parece encarnarse con gusto en una especie de “conseguidor” o agente literario internacional sin ánimo ni afán de lucro (al menos económico.)

La nueva y generosa acogida que se está dispensando tanto por parte de la crítica como del público a este renacimiento de la literatura de Zweig no deja de ser llamativa y mueve a todo tipo de especulaciones. Desde los que vislumbran semejanzas entre la Europa de entreguerras y el desorientado mundo postmoderno actual, hasta los que simplemente entienden que este retorno de uno de los más claros representantes de lo que Adorno llamaría la “alta literatura de masas” levanta acta de un proceso de erosión cultural y literario en el que la cursilería estética, los aspavientos del alma ociosa y una cultura de pret-a- porter serían rasgos pertinentes.


lunes, 30 de enero de 2023

Bisutería crítica

Elllmann. El monaguillo entre dioses


Cuatro dublineses

Richard Ellmann, traducción de Antonio-Prometeo Moya, Tusquets, Barcelona, 1990. 177 páginas. 800 pesetas



El crítico británico Terry Eagleton señalaba en su libro Una introducción a la teoría literaria que la literatura está ocupando el espacio que en otros tiempos detentaba la religión y se presenta, cada vez con mayor intensidad, como la única esfera posible de mediación entre el hombre y el sentido de la vida. Si eso es así, y hay datos que parecen confirmarlo, los escritores, retomando el viejo rol que el romanticismo les había otorgado, asumen —creo que con su beneplácito— el papel de los nuevos dioses, pues ya solo quedan ellos —muerto Lenin— para poder legitimar los destinos y las biografías.

La nueva situación favorece a los críticos, pues por el simple juego del escalafón pueden reclamar su imprescindible función sacerdotal: interpretar las voces de los dioses. Richard Ellmann es uno de esos sacerdotes. Nacido en el estado estadounidense de Michigan en 1918, fue el primer yanqui que accedió a una cátedra de literatura inglesa en la prestigiosa Universidad de Oxford. Con sus estudios sobre Yeats, Joyce y Oscar Wilde logró alcanzar esa posición de sumo sacerdote que pocos críticos alcanzan: Eliot, Steiner, Girard, Barthes, Maurice Blanchot. En Cuatro dublineses, Richard Ellmann, sin embargo, ejerce más de monaguillo que de sacerdote. Son cuatro breves ensayos sobre cuatro autores nacidos en la capital irlandesa: Wilde, William Butler Yeats, Joyce y Samuel Beckett. Pero el acercamiento que se realiza a sus vidas y obras no está en este caso a la altura ni de unas ni de otras.

En realidad, no cabría hablar de ensayos. Los cuatro textos que componen el volumen provienen de cuatro conferencias que el autor pronunció en 1986 en la Biblioteca del Congreso de Washington. Se trasluce demasiado la presencia del auditorio, culto sin duda, con ganas de disfrutar sin mucho esfuerzo y con el deseo latente de reconocer y satisfacer más su imagen de público cultivado que de esforzarse en entender el sentido de obras y autores. Y Ellmann se muestra absolutamente dispuesto a dar lo que el oyente quiere recibir: comadreos literarios de qualité. Una actitud que no hay por qué calificar de acertada o desacertada —en cualquier caso, la primera obligación de un conferenciante es no dormir a los asistentes—, pero que al trasladarse a un libro deja ver con exceso su condición de bisutería fina.

La bisutería se anuncia pronto en el regusto con que se plantean las tentaciones de Oscar Wilde. Sus coqueteos entre la religión católica y la masonería, entre su homosexualidad y su sífilis. Con el pretexto de siluetear su literatura, se mete de contrabando demasiado material propio de lo que hoy llamaríamos «prensa del corazón». Otro tanto ocurre con Yeats. El autor parte de una anécdota escabrosa: la impotencia sexual del poeta y una operación de vasectomía a la que se somete para recuperar su vigor, y ya despertada con rigurosa técnica la inteligencia y sensibilidad del lector u oyente, se pasa a hablar del espíritu del autor. Por el mismo camino se atrapa la curiosidad intelectual cuando se trata de Joyce. La historia de sus adulterios o posibles infidelidades se cuenta con detalle, con crudeza incluso, máxime si nos imaginamos al respetable en los salones de la Biblioteca del Congreso, para luego meterse en honduras literarias. Con Samuel Beckett la cosa cambia un poco. Al fin y al cabo, el autor de Esperando a Godot todavía estaba vivo por aquellas fechas y su vida no parece contener mucho material escabroso. Se aprovecha, eso sí, la parte más maldita del autor, su obsesión por el deterioro de la vejez, sus personajes marginales y cutres, su dolor de vivir.

No es este, a pesar de todo, el mayor reproche que se le puede hacer a este libro. No es ese uso de materiales baratos para ganar la complacencia, la complicidad o la simpatía del personal lo que convierte estos estudios en textos oportunos, sino la parte que corresponde al análisis literario. El discurso literario de Ellmann está lleno de los peores tópicos de la crítica liberal-existencialista. La insistencia en las contradicciones como prueba de la complejidad de la escritura de los cuatro autores, con juicios perfectamente intercambiables. La utilización constante de frases de apariencia transcendental pero carentes de contenido real —«a diferencia de la mayoría de las revelaciones, esta no se la ofreció ni un paraíso nuevo ni una nueva tierra. En todo caso, algo parecido a un infierno presente»; «pero si lo consideramos sucesor suyo por unos instantes, aunque, como todo gran escritor no procede de ninguna parte»— y una concepción general del artista y la literatura que vuelve a poner sobre el tapete los huecos lugares comunes el romanticismo idealista hacen de estos ensayos un ejemplo claro de cómo un buen crítico pierde su sentido de la orientación cuando se coloca en el papel de un monaguillo que busca el aplauso fácil —la limosna— de sus feligreses.


[El País, domingo 21 de enero de 1990.]


jueves, 26 de enero de 2023

BELTENEBROS de Muñoz Molina



El melodrama en negro


Beltenebros


Antonio Muñoz Molina, Seix Barral, Barcelona, 1988. 239 páginas. 1.200 pesetas


Hace apenas tres años, la editorial Seix Barral publicaba la primera novela de Antonio Muñoz Molina (nacido en Granada, en 1956), Beatus Ille. Apareció en las librerías sin acompañamiento publicitario de ninguna clase, y, sin embargo, lentamente, como una mancha de aceite, la novela se fue haciendo un hueco estimable en un mercado literario que estaba descubriendo alborozado el posible nacimientos de una nueva narrativa española.

Un año más tarde, el autor ponía en la calle su segunda novela, El invierno en Lisboa, uno de los mayores éxitos narrativos de la últimas décadas. Baste recordar el preciado doblete que conseguiría: Premio de la Crítica y Nacional de Narrativa, que desde su aparición continúa en los primeros puestos de las lista de libros más vendidos y que pronto gozó de los beneficios de la traducción.

Beltenebros es su tercera novela y está llamada, teniendo en cuenta los éxitos precedentes, a reclamar el interés y la atención del público y de la crítica. Me voy a permitir adelantar mi juicio sobre ella: acentúa las virtudes narrativas de las dos novelas anteriores y acentúa también sus defectos. Darman, un antiguo combatiente en la Guerra Civil, en el que no cuesta reconocer a un miembro del Partido Comunista, es reclamado por la organización exterior para que viaje a Madrid con la misión de ejecutar / asesinar a un traidor —«Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca»—.

Darman es ahora un combatiente desengañado que abomina interiormente de la organización —«No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de conspiración y vengativo regreso»—; pero, metido en lo que él llama la ficción, acepta el encargo y da comienzo el relato.

Los paralelismos temporales que se habían hecho notar en su primera novela ocupan también en esta un lugar destacado en la construcción de la intriga. El enviado, en busca de la desaparecida víctima, se encuentra con la mujer que, según la organización, le ha llevado, por amor, a la traición. Descubre que es la hija de la amante de otro traidor que en una misión anterior había ejecutado. El juego de duplicidades atraviesa la novela y la resolución final acabará por hacer encajar circularmente la trama.

En cierto momento del relato, y a propósito de la mujer citada, el ejecutor recuerda que ella escribía «novelas de intriga y amores fulminantes» en las que «había un ensañamiento en la inverosimilitud y la parodia que yo creía copiado de los melodramas del cine y que ella atribuía al azar diario de la vida». En este recuerdo están las claves de la novela. Beltenebros está escrita sobre el palimpsesto del melodrama, si consideramos a este como una forma feble de la tragedia clásica, en la que el papel del destino, del factum, se ha sustituido por el sentimentalismo, es decir, por una concepción barata de los sentimientos. Puede decirse, por tanto, que la novela es un melodrama, o mejor, una lectura sobre el melodrama y, de esa manera, una propuesta sobre el entendimiento de la literatura. Esa lectura que Antonio Muñoz Molina propone es la sustancia misma de la novela. Su acierto narrativo reside en la superposición al género melodramático de una sensibilidad que no descansa en el juego romántico de felicidad versus infelicidad, sino, fundamentalmente, sobre dos resortes éticos y estéticos muy sedimentados en las subjetividades colectivas de hoy: el cine, sobre todo el cine negro, y el humanismo desesperanzado o pesimismo esteticista; dos mundos, dos sensibilidades, por cierto, muy cercanas. El héroe, como los detectives de Chandler, defiende algo en lo que no cree, es un perdedor escéptico, cansado, triste, solitario y final. La víctima, con la que el verdugo tiende a identificarse, lo es en el sentido más existencialista del término —«Mirada de hombre extraviado para siempre por la melancolía», con «innata predisposición al desamparo»—. Los malos son fríos, matemáticos, con mente de jugadores de ajedrez, vengativos y hacen ruido al sorber. Metafísicamente malos. Las heroínas son bellas, acosadas, sensuales, cálidas y fuertes, fáciles y puras. Menos los miembros de la organización, todos son náufragos de la vida, víctimas de una ficción —la vida— que está por encima de ellos. La ambientación, un instrumento narrativo que Muñoz Molina controla con enorme eficacia, responde a la plástica del cine —la presencia de El tercer hombre de Orson Welles es más que un homenaje—, y un cine, una vieja sala cinematográfica, será el espacio simbólico que anude el argumento. No se trata tan solo e que el cine actúe como referente voluntario; en la escritura del granadino se advierte una voluntad de fluidez, de dejar que la prosa se deslice, que parece buscar un efecto semejante a la proyección constante y continua de imágenes que funcionan como un mecanismo de hipnosis.

Todo el quehacer narrativo que hay en la novela está al servicio de un fin concreto: que el lector acepte lo que esté leyendo, que acepte, en este caso, las convenciones del género propuesto: el melodrama. Es aquí donde la literatura de Muñoz Molina presenta sus grietas. Los elementos que pone en marcha para que esta aceptación se produzca son, en mi opinión, demasiado evidentes, tiene demasiada presencia y no acaban de integrarse en ese todo que una novela debería ser.

Algunos críticos, al referirse a esta presencia consciente de los ingredientes narrativos, han hablado de novela paródica como una de las líneas actuales de nuestra narrativa. Es evidente que algo de parodia hay en Beltenebros, pues no en vano ya se ha indicado que incorpora la lectura o relectura de un género. Este hecho, sin embargo, no debe hacer olvidar que la parodia, para cuajar literariamente, tiene que conllevar una intención o sentido que, en definitiva ordene internamente la narración. Creo que en esta novela existe un claro y hasta brillante orden externo, pero carece de dirección significativa. Es esta carencia la que hace decaer el brillante arranque de la novela. Los personajes no logran librarse de su apariencia de actores, la intriga se complace en sí misma y no llega a ser historia y la ambientación no se transmuta en espacio. No deja de ser significativo al respecto, a pesar de ser un desajuste relativo, que la localización temporal de la novela no resulte clara. Mientras que algunos datos hacen pensar en el final de los años sesenta, otros, tranvías, sombreros, nos remiten a la década de los cincuenta. Todo un síntoma de que la estética de clichés oculta una visión esclerotizada del mundo, un cierto conformismo estético y ético que una narrativa hábil no alcanza a suplantar. Una tentación que Muñoz Molina debería replantearse en la larga obra literaria que, sin duda, tiene por delante.


[El País, domingo 5 de marzo de 1989.]


martes, 24 de enero de 2023

Carta de adios de Lothar Baier

 En 1996  la editorial Debate publicó un libro ¿Qué va a ser de la Literatura? en la que autor alemán Lothar Baier proseguía de manera lúcida y consecuente con aquella pregunta de Sartre sobre el  ser de Litertura. Su recepción fue escasa y el ensayo pasó con iniferencia por nuestro campo literario. Tres años más tarde el autor se suicidó. Dejó una carta de despedida. La reproducimos ahora.

 

 

 

 

 

En cualquier caso

Que no parezca

Que uno

esperaba demasiado de sí mismo


                                            Bertolt Brecht. Epístola sobre el suicidio



 

                                                                      Invierno de 1999.

 

 

       Queridos todos:

Emplear muchas palabras cuando uno ha tomado la decisión de irse tiene algo ridículamente patético. Día tras día, mucha gente se despide de una forma más o menos voluntaria. Muchos ni siquiera tienen la ocasión de dejar un par de líneas de despedida. Casi supone un privilegio poder escribir una carta con serenidad. Y sin embargo no hay por qué aprovechar todos los privilegios. ¿Por qué dejar esta carta? ¿Porque es algo habitual? No, sencillamente tengo la necesidad de darle algún indicio a la gente que está a mi lado, a la gente que me ha ayudado, con la que me siento unido y en la que pienso con sentimientos de amor y de amistad, para que no busque razonamientos equivocados.


Para decirlo en pocas palabras: he llegado a un punto en el que no me veo capaz de soportar la permanente lucha tanto en contra del mundo exterior como de mí mismo que la vida me exige según se ha ido enrevesando. No es la primera vez que atravieso una época de abatimiento absoluto. Hace algunos años, después de que hubiera concluido un periodo de tinieblas constantes, me dije que no podría volver a soportar la tortura de caer en un estado similar, de modo que ha llegado la hora de acabar con una existencia que se ha vuelto insoportable.


Es el momento. Ante mí se extiende de nuevo el desierto, terrible, gris, que se repite desde el principio de los años ochenta y que he tenido delante de los ojos durante largos meses. Hace año y medio volví a sentir por primera vez que debajo de mí se abre un agujero, cuya tapa no encaja bien. Lo que Jean Amery llama la experiencia del “échec“ en Levantar la mano sobre uno mismo, esa acumulación de derrotas, de humillaciones y de fracasos, cuyas huellas ya no pueden volver a borrarse a partir de cierto momento, me han invadido primero levemente, luego de una forma cada vez más brutal. Las medicinas no han surtido ningún efecto. No transcurre un minuto sin que se me pase por la cabeza el mismo pensamiento. La esperanza de que todo pueda cambiar algún día me ha abandonado.

A ello se le añade que a mi edad difícilmente puede entregarse uno a la ilusión de poder volver a empezar cualquier cosa desde el principio. Además del hecho físico de envejecer existe un envejecimiento social y cultural que en estos momentos me parece estar acelerándose a la misma velocidad a la que me esfuerzo por no perder el contacto con el resto del mundo y ser capaz de seguir una evolución nueva de las cosas. También en este sentido todo ha sido inútil; ya no puedo seguir el ritmo del mundo y he perdido la esperanza de poder recuperarlo algún día.

También cobran un peso mucho mayor las barreras con las que se topa una persona de mediano talento, como yo. Cuando uno ya no ve un futuro razonable para el trabajo y para la vida, los esfuerzos limitados pierden todo sentido. El consuelo de escribir para guardar el manuscrito en un cajón o siquiera para la posteridad le es negado al escritor de mediano talento, al mismo tiempo no lo suficientemente tonto como para sobreestimarse a sí mismo y a sus posibilidades. Y si con sus posibilidades no es capaz de transmitir nada al presente es que no es capaz de transmitir nada. ¿Qué queda entonces?

Una persona en estado de abatimiento depresivo no ha perdido la razón. Muy al contrario, su razón trabaja y trabaja con una claridad meridiana. Pero reconoce que ya no hay nada que le empuje a seguir adelante. Acabo de leer la biografía de Niklaus Meienberg que escribió Marianne Fehr, y me he topado con aquellas frases en las que el redactor zuriqués Christoph Kühn reproduce juicios de Meienberg poco antes de su suicidio: “me dijo que tenía que averiguar sobre qué quería escribir, y también me dijo que para eso necesitaba un lenguaje nuevo. Le afligía el hecho de no saber cuál. Escribir era para él una cuestión existencial y esencial. Cuando esta cuestión comenzó a tambalearse ya no concordaba nada, todo su sistema de coordenadas comenzó a dar tumbos. Así fue cómo el mundo se le hacía cada vez más extraño”. Poco más tarde, el 22 de septiembre de 1993, Niklaus Meienberg puso fin a su vida.


Ahora tengo más años de los que él llegó a cumplir: ¿qué razones iba a tener precisamente yo para aferrarme a la vida? La vida no me quiere tampoco, todas las mañanas me recibe con las mismas imágenes de siempre de un desierto gris y borra todas las diferencias entre ayer, hoy y mañana. Cada día es un único dolor albo que no quiere terminar nunca, no puedo soportarlo más. Es preferible pararse a no tener la opción de dar marcha atrás.

El único fracaso, el único “échec” que todavía puedo hacer que desaparezca es el fracaso de un deseado final.


Me despido y os digo adiós con el ruego de que me perdonéis todas las molestias que os causo por esta retirada en desorden. Me ha gustado estar con vosotros. Pero ahora tengo que irme. Lo que todavía no habrá desaparecido, mi cuerpo, deberá ser quemado y enterrado en el panteón familiar de Karlsruhe-Rüppurr. Todo lo demás lo dejo a vuestro parecer, benévolo o no, y a las decisiones que toméis.


Lo que ocurra con mis manuscritos me es indiferente. Que Ángela, mi mujer, sobre quien recaerán los derechos, se ponga en contacto con Antje Kunstmann, mi editora, y quizá también con Heinrich von Berenberg, mi lector. En el caso de que Olivier Corpet, director del Archivo de Literatura Francesa IMEC, tenga interés en mis escritos, que los lleven al archivo. Pronto estarían en un lugar, en la Abbaye d’Ardenne, en Caen, donde he pasado días muy agradables. Pero si no es así no importa.



Traducción: Carmen Gómez García