Festival
Internacional de Cine de Guadalajara
Realismo que perpetúa
una sola clase de realidad
José Ramón Otero Roko
A
cuarta Parede
Las horas contigo, de la mejicana
Catalina Aguilar Mastretta, fue la ganadora del premio FIPRESCI en el
Festival Internacional de Cine de Guadalajara, en Jalisco, uno de los
más importantes de cine latino e iberoamericano del mundo, que sin
embargo a partir de esta edición limitó nuestra competencia
únicamente a los largometrajes de ficción mejicanos presentes tanto
en la sección oficial como en las secciones paralelas. Al film
argentino Ciencias Naturales, de Matías Lucchesi, le fue otorgado
por su parte el Gran Premio del certamen, tras obtener
reconocimientos en el Festival Ventana Sur y en la Berlinale.
El examen del jurado de la crítica en
el que vamos a centrarnos, limitado como decimos a sólo 12 obras de
producción nacional, mostraba un considerable número de films que
podrían inscribirse en una corriente que la propia literatura
cinematográfica mejicana define como “miserabilista”. Películas
en las que los personajes están inmersos en un medio social
completamente adverso, que se tiene como normal e indiscutible, y que
son incapaces de trascender de forma colectiva. Bajo ese punto de
vista sólo queda la reivindicación de cierto margen de autonomía
personal que, a través del sacrificio, puede constituir una
plataforma de salvación de algunos de ellos o de sus entornos más
cercanos. No hay entonces redención para los explotados, los
marginados, los aterrorizados. No hay revulsivos, sólo renuncias y
expiaciones.
A esos personajes les quedan por tanto
dos opciones, la sumisión o la huida. Es el caso del film de Damian
John Harper, Los Ángeles, donde un indio zapoteco ingresa en una
banda de delincuentes mientras espera a que su familia junte el
dinero para cruzar ilegalmente la frontera del norte. O Seguir
viviendo, de Alejandra Sánchez, donde los hijos de una activista
social tiroteada por los narcos en Ciudad Juárez escapan con la
ayuda de una periodista honesta que no puede seguir trabajando en ese
lugar de Méjico. O también en La Tirisia, de Jorge Pérez Solano,
donde ninguna mujer tiene nada excepto su cuerpo y éste ha de ser
cedido una y otra vez al hombre en forma de herramienta de trabajo,
de placer sexual, o de incubadora de nuevos habitantes de un ambiente
incontestable que, desde el punto de vista de estos directores, sólo
va a perpetuarse. No hay ningún elemento que proponga al público
que dicho estado de cosas es posible subvertirse. No hay esperanza.
El realismo social en el caso de estos films no funciona como
denuncia, acaso nada más como constatación de la parálisis de
quienes podrían tomar las decisiones para transformarlo.
Es una renuncia, la de este cine,
también a una parte de la propia realidad mejicana e iberoamericana,
porque precisamente no como espectadores de estas películas, sino
como ciudadanos, conocemos miles de casos de comunidades y
organizaciones que se rebelan contra ese determinismo, aceptado y
favorecido por quienes no se sienten concernidos. Por eso las
protestas sólo van a aparecer tangencialmente en dos films, Viento
aparte, de Alejandro Gerber Bicecci, donde un reportero gráfico toma
las fotografías de una matanza de campesinos y del bloqueo de una
carretera en protesta por esos hechos, y luego es asesinado, y en Los
bañistas, de Max Zunino, donde las reivindicaciones de un grupo de
estudiantes que acampan en la capital jamás son explicadas y sólo
sirven al director para elaborar un retrato, una vez más, de huida,
de imposibilidad de encontrar otro proyecto vital que el que se puede
construir en el ámbito más íntimo de la pareja. Una pareja que ni
siquiera está enamorada, sólo resignada a encontrar su futuro
alejándose de quienes lo imposibilitan.
Ese “miserabilismo”, ese gusto por
mostrar exclusivamente la realidad de los que no tienen fuerzas para
transformarla, está presente no sólo en el cine mejicano, sino en
un notable espacio del cine latinoamericano que goza de un amplio
ascendente en las muestras de cine y festivales. Quizás se debe a
que estas formas de afrontar dichas temáticas, no sólo no inquietan
al poder instituido, sino que lo apuntalan, y también a que todo
ello conmueve al espectador de los países desarrollados, que
empatiza con la mansedumbre y que, excusado por ella, se ve a sí
mismo liberado de preguntarse, y de tomar partido, sobre el origen
último de las condiciones de vida de estas mayorías.
En las películas de la competencia de
FIPRESCI era ejemplar el caso de Puerto Padre, de Gustavo Fallas, una
coproducción de Costa Rica y Méjico que mostraba una galería de
personajes arquetípicos de ese tejido social vencido y resignado.
Ahí está el hijo de una prostituta que sirve en el mismo hotel en
el que lo hizo su madre y para el que no habrá otro horizonte que
lograr que le empleen en uno de los barcos turísticos que atracan en
el puerto. Y la criada del hotel que a su vez también es prostituida
por el dueño del establecimiento. O el patrón, devoto religioso,
que tortura a la criada hiriéndola con un crucifijo. Y el patriarca,
senil, acaso como forma de aislarse de la miseria moral que le rodea.
Lo más llamativo es que hay una nota de estilo que se repite
constantemente en este tipo de obras. El final no es conclusivo,
queda abierto a la continuidad y a la repetición de esas mismas
circunstancias, o acaso peores. El objetivo parece que no es otro que
mostrarnos a los derrotados incapaces de sobreponerse a su destino
para que también nosotros nos demos por vencidos.
Frente a esa corriente nos vamos a
encontrar en esta competencia de cine de ficción mejicano en
Guadalajara con un sólo film que, paradójicamente desde una
perspectiva burguesa y de clase dominante, plantea los revulsivos
necesarios para proponer una reflexión constructiva sobre lo que, al
fin y al cabo, justifica cualquier estructura social, que es la
gestión de la vida y de la muerte. En Las horas contigo, el film
ganador, damos con tres personajes femeninos, abuela, madre e hija,
que tienen que enfrentarse a la administración de sus afectos y de
sus creencias ante la inminencia del fallecimiento de la mujer más
mayor. La nieta, embarazada y con dudas sobre si quiere tener ese
hijo, es una mujer educada por su abuela y con una fuerte dependencia
hacia ella. Su madre es una mujer completamente liberada
(precisamente porque ha triunfado profesional y económicamente en la
vida) y que sostiene unos valores que van en contra tanto de los de
la generación de la anciana, como, curiosamente, de la de su hija,
para quien esa autonomía radical ha ido mucho más lejos de lo que
una joven cree hoy que puede permitirse en el momento en el que asume
las responsabilidades de la edad adulta. Eso es exactamente lo que
vehicula sus sensibilidades. Para la abuela la obligación está con
sus hijos y sus nietos. Para la madre esa obligación es
principalmente con la vida que se debe a sí misma. Para la hija el
compromiso es con quien le ha traído al mundo y con quien le ha
criado en él. Es un retrato creíble porque los condicionantes que
han vivido las tres generaciones pueden explicar esas tomas de
posición.
Sin embargo dentro de un tono que,
recordemos, es convencional y burgués y que alterna la intimidad y
la ternura con una interesante crítica de la institución familiar y
del papel de la religión, ese último eslabón de la cadena, el del
determinismo de la mujer más joven en dar pasos atrás respecto a
las conquistas de la generación de su madre, se resuelve
lamentablemente de manera conservadora y sin ninguna posibilidad de
redención en la modernidad. Los hijos, viene a decirnos Catalina
Aguilar, no pueden llegar tan lejos como los padres y el futuro tiene
más como referencia el mundo que conocieron nuestros abuelos que
aquel del último tercio del siglo XX al que se debe su progenitora.
Es por lo tanto en ese aspecto una visión conformista, con la
particularidad de que, aunque los personajes no están vencidos y
mantienen un cierto dominio de sus proyectos vitales, el marco
general no se pone en duda sino en el ámbito más cercano, sin
ninguna posibilidad de trascender a la comunidad e invertir esa
tendencia. Así, ese personaje de la madre, el más atrayente, ha
fracasado en inculcar la rebeldía a su hija quizás porque primó en
su educación lo ideológico olvidándose de lo afectivo. Y porque la
defensa de su propio estilo de vida la convirtió, a sus ojos, en un
ser en cierta manera egoísta. Lo tradicional en cambio, representado
por la abuela, tiene la virtud de la incondicionalidad. Y en un mundo
en el que ha desaparecido la confianza en el porvenir de un proyecto
colectivo transformador, el viejo orden tiene la ventaja de dar por
hecha la realización de todas sus promesas, por mucho que ese pasado
idílico sea más irreal, incluso utópico, que el de quien proyecta
sus deseos en el presente y en el futuro.
Toda creación que se muestra al
público propone, queriendo o sin quererlo, un paradigma. Es ingenuo
elaborar una historia pensando que el mensaje va a quedar reducido a
la sensibilización de los espectadores, quienes, tras la película,
tomarían parte en una realidad presentada sin opciones, sin
perspectivas, sin esperanza. Al revés, esos retratos nos conducen al
nihilismo, son contraproducentes porque no vemos en qué lugar
podemos ubicarnos en ellos para intervenir ante esas injusticias y de
ese modo perpetúan el mecanismo de tristeza y olvido que tanto
beneficia la impunidad de quienes causan el daño. Nos llenan de
prejuicios, nos imposibilitan decodificar los hechos porque
desconfiamos de nuestra propia voluntad para interpretar el mundo.
Entre la mitificación y la épica de ciertos personajes arquetípicos
en otras clases de cine, y la anulación completa de cualquier
posibilidad emancipadora en algunas de las películas que hemos visto
en Guadalajara, hay toda una gama de modelos en los que mirarse y en
los que encontrar una ejemplaridad que puede no gustar al pensamiento
dominante, a los productores, las televisiones o los canales de
exhibición, pero que es precisamente la que justifica que tiene
algún sentido crear, y ser creado por la mirada del público, en
este mundo en el que vivimos.
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