El
balcón en invierno. Luis Landero.
Editorial
Tusquets. Barcelona 2014
MEMORIAS
DE INTERIOR.1
1.-CONSTELACIONES
NARRATIVAS.
Porque
íbamos de peor a mejor, y eso le gusta a todo el mundo. Así es la
vida.
Ese enorme relato que llamamos Historia
nos viene diciendo que entre 1960 y 1975 se produjo uno de los
fenómenos demográficos más importantes en la historia
contemporánea de España: la emigración masiva del campo a la
ciudad y que, aunque podría afirmarse que España fue un país de
emigración continua a lo largo de todo el siglo XX, sería en esos
años cuando se tuvo lugar el mayor movimiento de población de su
historia pues más de dos millones de personas abandonaron sus casas,
sus tierras, sus oficios y sus entornos para dirigirse a las zonas
industriales del país y del extranjero en busca de trabajo,
provocando, por ejemplo, que en ese período la provincia de Madrid
ganase cerca de dos millones y medio de habitantes. Un éxodo rural
que en Extremadura se caracterizó por la pérdida masiva de
población, ya que emigraron unos 500.000 extremeños, es decir, un
cuarenta por cien de su población a mitad de siglo, siendo
particularmente intenso el proceso a partir del quinquenio
inmediatamente posterior al Plan de Estabilización Nacional de 1959.
Huida masiva de población, en su mayoría jornaleros y campesinos,
debida principalmente a la pobreza del campo y a la industrialización
de la ciudad aunque, según algunas investigaciones sobre la
emigración2,
lo que realmente
empujaba a la gente no sería tanto la miseria del campo como la
certeza de alcanzar en la ciudad un mejor nivel de vida y mayores
posibilidades de educación y formación para sus hijos.
Los hombres y
mujeres que protagonizaron este éxodo que es parte relevante de la
narración histórica de nuestro país, fueron y son sin duda un
testimonio vivo de ese proceso y una fuente de conocimiento de
primerísima fila para intentar dilucidar cómo ocurrieron las cosas
y qué efectos pudieran haber tenido sobre la construcción de las
subjetividades colectivas y personales todavía hoy presentes en
nuestra sociedad.
Pero no
es la Historia el único relato que construye nuestra realidad. Al
fin y al cabo, y como escribe Sohn-Rethel3,
“la narración realidad” vendría a ser el concreto resultado
de una síntesis de múltiples narraciones, cada una de las cuales
por separado serían a la vez falsas (por insuficientes) y necesarias
(por indispensables); y es desde ese entendimiento cuando la
literatura, las narraciones literarias, las novelas, aparecen como
instrumentos de elaboración de los imaginarios colectivos e
individuales mediante los cuales construimos realidad y la
enjuiciamos y valoramos. Y ahí, y desde ahí, la lectura de este
libro, El balcón en invierno,
del extremeño Luis Landero, se nos ofrece y promete como
posibilidad de entrar (o salir) de lo real que nos habita y
habitamos.
El
éxodo rural como espacio y motivo narrativo no es un tema
desatendido por nuestra narrativa; desde La
mina de
Armando López Salinas a Los príncipes
valientes de
Pérez Andujar pasando por Donde la
Ciudad cambia de nombre
de Francisco Candel o La larga marcha
de Rafael Chirbes entre otras muchas, la masiva migración interior
que tuvo lugar durante los años del franquismo está presente al
menos como telón de fondo y conforma un interesante y muy estimable
corpus narrativo para cualquier lector o lectora que más allá de
los datos y estadísticas quiera indagar sobre los “movimientos
geológicos” que durante esos años intervinieron en la
constitución de un paisaje social todavía hoy actuante en nuestra
personalidad colectiva. A este corpus narrativo que la emigración
agrupa viene hoy a sumarse esta novela de Landero que si bien, y
como toda novela que se precie, presenta perfiles y caracteres
propios que le otorgan su particular diferencia específica, no deja
por eso de poder situarse en ese territorio o constelación
literaria.
2.-DIFERENCIA ESPECÍFICA.
“Todo
esto, estos párrafos de sabor proustiano, es lo que he sabido desde
casi siempre”
Sabemos que la lectura de cualquier libro, de una
novela en este caso, tiene su comienzo bastante antes de que ese
libro llegue a manos del lector porque, cuando eso tiene lugar, hace
ya tiempo y circunstancias que un buen número de expectativas se han
puesto en marcha y que asumimos que esas expectativas – y
prejuicios-, de manera inevitable, construyen el preámbulo no
neutral desde el que nos asomamos al texto. Así, cuando llegamos a
este nuevo libro del autor de Los juegos de la edad tardía lo
hacemos ya sabiendo que vamos a encontrarnos con una narración
de clara raíz autobiográfica – hecho que entre otras razones nos
confirmará la presencia en el texto de un artículo aparecido
anteriormente en prensa con su expresa autoría-, en la que el autor
expropia la posición retórica del narrador para contarnos “la
narración emocionante de una infancia en una familia de labradores
en Alburquerque (Extremadura), y una adolescencia en el madrileño
barrio de la Prosperidad”, pero también con la expectativa
añadida de que, aún constituyéndose como una inequívoca narración
autobiográfica, dada su materia y alcance argumental podría
aportarnos claves y apreciaciones sobre la formación y asentamiento
de las subjetividades colectivas e individuales durante esa todavía
hoy oscura etapa de la vida española bajo el franquismo.
Sin embargo, y a primera lectura, casi podría decirse
que la narración de Landero está expresamente construida para
defraudar este último tipo de expectativas porque, salvo alguna
frase que parece más obligada que otra cosa: “Sí, eran
tiempos sombríos, tiempos brutos, de infamia y de ignorancia”,
el franquismo y “lo político” brillan tanto por su ausencia que
inevitablemente, y frente a la atmósfera opresiva que se ofrece en
otras novelas de posguerra, cabría pensar si esa ausencia está, o
bien subrayando, aunque de modo tangencial, que el franquismo logró
revestirse, al menos en ciertas áreas de la sociedad, de un alto
grado de invisibilidad, es decir, de “normalidad”, de aceptación
más o menos resignada -Yo sabía, sí, que vivíamos en una
dictadura, pero a mí aquel dictador me parecía inofensivo e
irreal....- ,o bien, si más simplemente, esa omisión responde
a la voluntad implícita del autor de expulsar del relato aquellos
aspectos o hechos que pudieran interferir en la intención expresa de
centrar de manera acentuada la narración en el nacimiento y puesta
en marcha de su dedicación a lo literario. En cualquiera de ambos
casos estaríamos más ante una “memoria de interiores” que ante
una historia familiar o una novela de aprendizaje, aunque de ambas
categorías se nutre su desarrollo.
Y este carácter de “vida interior” haría a su vez más
coherente la sobreabundancia de digresiones, pensamientos y
reiteraciones sobre el ser o no ser de la escritura y el contar, o
sobre la literatura y sus placeres, con que en clave de una
predecible poética de corte romántico y humanista - Aquellas
palabras en el silencio oscuro de la noche brillaban como ascuas
celestes, eran pura magia.- se nos da cuenta del camino de dudas
y gozos por el que viaja ese narrador hasta encontrarse con su
identidad como escritor.
Sin embargo, y a pesar de esas ausencias casi totales de
los territorios de lo político y la política, tampoco el libro
defraudará la expectativas de quienes hayan entrado en la lectura
buscando señales que den aviso y cuenta de aquel franquismo pues
éste, como toda historia colectiva, no puede dejar de estar
presente, de un modo u otro, con una intensidad u otra, en una
narración que tiene como eje el cumplimiento de un destino personal.
Aun manteniendo una disposición segmentada en el
tratamiento del vector tiempo, el entramado de escenas otorgan una
clara sensación de continuidad al relato de una memoria que luego de
una introducción un tanto novelera donde el autor entona una especie
de meliflua captatio benevolentiae4,
y siguiendo el ritmo de un recordar más distraído que disciplinado,
se focaliza en la evocación de aquellos momentos que dan cuenta,
recuento y balance final de la infancia, la adolescencia y primera
juventud de un narrador que cuando comienza la narración ya empieza
a ver “las primeras sombras del crepúsculo al fondo del camino”
y que, “saturado de ficción” y llevado por un momentáneo estado
de ánimo que lo mueve entre el pesar y la nostalgia, decide
abandonar su oficio de escritor de novelas para escribir sus
reminiscencias en primera persona, pero con ocasionales y acertadas
irrupciones de una segunda que cumple y comparte el rol de
interlocutor - “algo de tu vida, quizá de cómo la fantasía y
el lenguaje fueron arraigando en tu alma hasta que, casi sin darte
cuenta, te convertiste en poeta, allá en la adolescencia”,
junto a la figura cálida y cómplice de la madre: “Así que
ahora, que ya sabes tocar la guitarra, resulta que tampoco te gusta y
que lo que quieres es volver a los libros. Eres como tu padre”.
3.-EL MANDATO.
Yo
había jurado ante el cadáver de mi padre que sería un hombre de
provecho.
El relato se estructura y desarrolla alrededor de
dos ejes argumentales fuertemente entrelazados cada uno de los cuales
gira alrededor de un personaje al que se concede especial relevancia:
el dislocamiento social (el padre) y el desclasamiento cultural (el
escritor, narrador y protagonista). Los dos responden conceptualmente
a un mismo impulso semántico: movimiento, distancia, trayecto,
camino. Y seguramente El balcón en invierno es eso: la
historia de un camino: “A veces me pregunto por qué caminos,
por qué atajos, por qué oscuros designios del azar he llegado yo a
ser escritor”.
El padre del protagonista y narrador es un campesino
extremeño de posición económica desahogada - “Labradores,
como se decía entonces, para diferenciarlos de los grandes
propietarios y de los jornaleros. Porque en tu familia no había
nadie que fuese rico, pero tampoco había pobres. Todos tenían
algunas tierras, o como se decía también entonces, algo de
capital.”- , de carácter soñador y fantasioso, al que la
guerra civil, además de hacerle víctima de alguna confusa vicisitud
novelesca, va a proporcionarle el descubrimiento de que existe otro
mundo más allá del horizonte rural: “Descubrió el ancho
mundo, y con él el progreso, los prodigios de la modernidad, las
complejidades, el brillo de la vida urbana..”., “ Así que la
guerra inoculó en él el germen de un afán sin objeto, que sería
ya fuente inagotable de frustración y de melancolía, y de una
hiriente conciencia de fracaso”
Un fracaso personal que lo desacomoda existencial y socialmente y
lo transforma en un extranjero dentro de su propio entorno– es el
único que lee el periódico- y que si en lo personal lo convierte en
ser huraño, solitario y malhumorado, como pater familias le
va a hacer volcar sus frustradas ambiciones, su venganza social,
sobre el deseo obsesivo de un futuro de éxito para ese hijo que
protagoniza y narra la historia y sobre el que va a depositar todas
sus esperanzas de redención: “El gran sueño de mi padre, su
mayor imposible, era que yo fuese abogado, y que entonces volviera
al pueblo en plan triunfador”. Movido por esa ambición, el
padre hará el esfuerzo económico de enviar el hijo con solo ocho
años a estudiar como interno a un colegio de curas en Madrid y pocos
años después dispondrá la venta de parte de la finca familiar para
trasladarse con toda la familia a Madrid: ”y solo cuando
empezaron a llegar los primeros ecos del turismo, y de la emigración,
y del boom urbano e industrial, encontró al fin una empresa digna de
su ambición. Era el momento de ponerse de nuevo hacia la gran
ciudad, la tierra prometida”. La figura del padre representa
sin duda uno de los núcleos narrativos del relato. La obsesión por
lograr a través del hijo el éxito que la vida, a su entender, le ha
arrebatado, al tiempo que lo convierte en una sombra dictatorial y
opresiva, establece el marco singular de unas relaciones paterno
filiales que, indudablemente, inciden sobre la contextura interior y
exterior de ese hijo emplazado a cumplir con un mandato que lo
sobrecoge y, al menos en principio, rechaza. Se abre así en la
narración un ángulo hamlethtiano inesperado que dota a toda la
historia de un aliento simbólico que va más allá de lo personal
para tomar visos de ideológico y subterráneo cimiento sobre el que
crecerían todas las generaciones que durante el franquismo
edificaron sus horizontes bajo el impulso de un verdadero
desclasamiento colectivo edificado sobre el esfuerzo de la generación
de sus progenitores: “y lo sacrificaron todo para que sus hijos
corrieran mejor suerte que ellos y cuya obra, no sé si humilde o
grande, es esa, el bienestar de los suyos”.
4.-EL DESCLASAMIENTO CULTURAL DE UN HAMLETH EXTREMEÑO.
El
mundo objetivo palidecía y se desvanecía ante la vívida realidad
de los libros y de la escritura.
El drama de una herencia no deseada pero al tiempo imposible de
rechazar, parece sobrecargar y atormentar la personalidad del joven
de apenas dieciséis años que es el protagonista cuando el padre
fallece. La muerte incide además sobre una identidad adolescente que
se está desarrollando en un contexto de fuertes contradicciones
sociales y existenciales: “nunca tuve claro si yo pertenecía al
colegio o al taller, a la ciudad o al pueblo, al mundo moderno o al
mundo antiguo, a la clase media o a las clases humildes”. Miembro
de una familia de campesinos relativamente acomodados, el
adolescente ya se ha asomado, aunque fuera incidentalmente, al abismo
del descenso social: “me vi caminando por el barrio con el mono
y con las alpargatas......Yo creo que nunca he sentido tanta
vergüenza, tanta humillación”. Hijo de una familia de
emigrantes que se instalan en el madrileño barrio de Prosperidad,
pero “con capital y piso en propiedad” y habiendo
estudiado en un colegio con compañeros de más alto estatus
económico, el futuro escritor parece moverse entre la envidia y el
rencor social: “Pero a quienes yo admiraba secretamente de
verdad, y envidiaba y odiaba en secreto, era a ciertas pandillas de
muchachos que tenían más o menos mi edad y cuyos modos urbanos me
intimidaban y me producían un sentimiento de inferioridad cuyos
rescoldos aún humean....los vástagos de la gente gorda... cuya
realidad fantasmagórica había grabado a fuego en mi corazón la
autoridad paterna” , “jamás podría pertenecer a aquella casta
dominante y feliz”.
Alojado en ese desgarro social y en la necesidad
de aportar ingresos para un hogar familiar al que la muerte del padre
deja en condiciones preocupantes a pesar de las rentas del campo y
el duro desempeño que, como trabajadores textiles autónomas, llevan
a cabo las mujeres de la familia, nuestro héroe fluctúa entre el
mediocre empleo de oficinista de pro, la aventura de la farándula o
el retorno al provecho y afán de los estudios regulares. Pero será
en esos mientras tantos cuando la salvación salga a su encuentro
casi por casualidad y en forma de dos libros que si esta historia
fuera un libro de fantasía – y algo de eso sin duda tiene-
habríamos de tomar más como objetos mágicos que como regalos de
ese dúo tan presente en toda vida que conforman el azar y la
necesidad: Las mil mejores poesías de la lengua castellana y
El criterio de Balmes. El primero de ellos supone el
descubrimiento de la poesía como Amada, “Aquel libro era mi
amada y yo su amado, el libro y yo, los dos juntos, inseparables,
viviendo no importa cómo ni donde, y condenados a ser dichosos para
siempre.” y como instrumento de liberación: “La poesía
me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo.... un pequeño
reino que ya no era del todo de este mundo... ahora mi papel de
poeta me concedía un rango aparte en la escala jerárquica, supongo
que el de hechicero o cosa así” . El segundo le va revelar
algo más material: el valor de la cultura como moneda que se puede
acumular como capital simbólico: la cultura como valor de uso y como
valor de cambio: “aquel libro era la llave que abriría mi
futuro hacia una nueva edad”. Es por entonces el año 1969,
cuando el escritor encuentra en la literatura el refugio necesario
contra las injurias de la vida y asegura la vocación por la
escritura que acabará proporcionándole el ascenso en la jerarquía
social, hará de él “un hombre de provecho”, fuerte,
orgulloso, soberbio y feliz. Señor de mí mismo. Mendigo que al
tomar la pluma-varita mágica- despierta hecho rey”, y le
concederá aquel futuro espléndido y aquel lugar en ese mundo al que
el padre aspiraba: “porque no sería solo el capital sino la
cultura, la mundanía, el saber, el verbo poderoso y fluido, de forma
que allí donde tú hables callarán todos, también la gente gorda,
viajes por todas las grandes ciudades del mundo, y muchas otras
variantes del gozo y del placer”.
5.-EL TRIUNFO NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA.
Parece
que todo ocurrió hace ya mucho tiempo y en un país lejano.
El
éxito literario, la fama , el triunfo literario del autor no forman
explícitamente parte de esta narración. El presente se aborda desde
una mirada escéptica más llena de melancolía o nostalgia que de
orgullo o recuento. Lo conquistado apenas se deja vislumbrar en
negativo cuando el escritor se imagina o ve amenazado por la
inseguridad frente a lo alcanzado: “En
mi oratorio de eremita, a estas alturas tan escépticas de la vida,
todavía alguna vez me recorre la espalda un escalo frío de pánico.
Son los sucios, los ridículos espantajos que vienen a tentarme con
la promesa de la gloria póstuma o la amenaza de un olvido atroz”.
No
deja de ser sorprendente que quien tanto teme la pérdida de lo
conquistado no se autoobserve o describa como el triunfador que ha
llegado a ser, subiendo desde aquella casa sin libros hasta una
generación de escritores que en opinión del mismo Landero “empieza
a mostrar su perfil histórico”. De la nada a la Historia. Cierto
que el desclasamiento de nuestro autor, que por sus orígenes
podríamos situar en la clase media rural, es más un desclasamiento
cultural que económico, pero sin duda la historia de quien pasa de
una casa con un solo libro a una casa con miles de libros, de una
familia sin estudios a una carrera universitaria, de un entorno de
trabajos físicos al espacio del trabajo intelectual, se corresponde
en verdad más a la imagen de un desclasado triunfador que a la
figura de un perdedor que no duda en sentirse hermano de Julián
Sorel o el Gran Gatsby: “esos
dos grandes desclasados a cuya causa yo me adhiero
incondicionalmente”.
Curioso que, como ocurre en tantas obras de tantos otros narradores
de la generación de la Transición, con la excepción acaso de
Eduardo Mendoza, también aquí la pérdida y los perdedores se
conviertan en la materia narrativa privilegiada. Es ahí, en ese
acomodamiento moral que se disfraza de estética, donde el libro
decepciona y se convierte en otra narración narcisista más,
literatura sobre literatura, incapaz de asomarse al exterior desde la
responsabilidad propia de quien interviene en la construcción de
los imaginarios colectivos. Deviene así una narración “encerrada
en un solo juguete”: la literatura, porque el narrador oculta la
relación entre ese yo actual desde el que habla con ese pasado de
sometimiento a los sistemas de autoridad que tanto la figura del
padre como el canon literario representan. La única conclusión que
el memorial parece querer contar, atreverse a expresar, es más un
sentimiento: “un
presente sin alma”
que un juicio, y sin juicio la memoria deja de ser un arma cargada de
futuro para quedarse en mero juego de la edad tardía: nostalgias
predecibles. Un mal, la nostalgia vergonzante, más presente de lo
que parece en las generaciones salidas del franquismo. Al fin y al
cabo y como no escribió el poeta: “España es hoy un país con más
de treinta millones de desclasados”. Y no estaría mal que esa
generación de narradores que han visto cómo sus trayectorias les
han aupado a posiciones sociales de clara distinción y rango social,
abandonasen las exitosa estéticas del perdedor para ayudarnos
narrativamente a desentrañar las claves y materiales del triunfo
utilizando los recursos que tan a mano tienen. Mientras, estamos
donde estamos, en ese balcón literario donde el éxito no se nombra
y se mira hacia atrás con melancolía, ambigüedad y escepticismo,
como si solo erigida sobre esos tres pilares la literatura pueda ser
ese aplaudido y bonito “pájaro
que canta a su libérrimo albedrío en la silenciosa profundidad de
un bosque”.
1Texto
editado en Revista de Letras, Enero 2015.
2Miguel
Siguán. Psicología de la emigración. Madrid 1965.
3
Trabajo intelectual y trabajo manual.
Crítica de la
epistemología.
Bogotá: Ediciones El viejo topo, 1980.
4No
deja de ser llamativo y sin duda algo aclara sobre la actitud de los
narradores de la Transición la curiosa coincidencia entre las
captatio benovolentiae en plan de automodestia que se
encuentran en las primeras páginas de El balcón en invierno
de Luis Landero: “Por lo demás, yo siempre he sido, y esto no
parece que tenga ya remedio, un tipo inseguro, que descree de sus
cualidades y tiende a pensar que sus éxitos (un notable en la
escuela, una muchacha que lo quiere, un premio literario) son solo
un equívoco, y que ya aparecerá alguien que lo desenmascare y lo
muestre ante el público como lo que es: un impostor”, y,
precisamente, en la última y reciente novela así titulada, El
impostor, de Javier Cercas: “que yo era un tipo que iba de
novelista y daba el pego y engañaba al personal, pero en realidad
no era más que un impostor.”
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