El
editor como crítico frustrado.
C.
B.
Introito
A
modo de captatio benevolentia quisiera adelantarles que a lo largo de
mi intervención van sin duda a escuchar conceptos y términos que
pueden chocar contra lenguajes y conciencias hoy hegemónicos.
Conceptos como el de hegemonía para no ir más lejos, o lucha de
clases o sistema de producción, estructura y superestructura,
responsabilidad, propiedad privada o aparatos ideológicos del
Estado. Hubiera podido intentar hacer caso de algunas sugerencias al
respecto y hablar mejor de complejidades en la formación de la
dinámica social, de parámetros de innovación en las intervenciones
del retorno mercantil, condiciones de emergencia o ruptura en la
autonomía cultural, esferas actuantes en la receptividad de los
destinatarios, de autopoiesis textual o de auto y heterodescripción
de observador observado. Si no lo he hecho así les confieso que no
es por ganas de molestar. Sinceramente, a mi edad y con mi sueldo
renovar mi vestimenta es algo que queda lejos de mis alcances. Como
decía el poeta: Yo también podría olvidar pero no me pagan lo
suficiente(*).
Conceptos
previos.
Siguiendo
la estela de Raymond Williams antes de entrar en el objeto de mi
ponencia pongo por delante alguna palabras o conceptos llave desde
los que armaré mi exposición.
Literatura:
entenderé por literatura en sentido global aquel conjunto de
discursos públicos a los que, en cada época y tiempo histórico
determinado, una comunidad otorga la condición de literarios y en el
que se agrupan aquellos textos mediante los cuales la propia
comunidad se narra y se muestra a si misma. Es decir la literatura
como “respiración semántica” de la vida social. En sentido
fuerte entiendo que la literatura es un acto de violencia, yo hablo,
tu escuchas, una invasión, el desembarco de una propuesta de
lenguaje, el elaborado por el autor, en el territorio del lenguaje de
lector y por lo tanto en su narración del yo. Como tal acto de
violencia su performatividad exige una legitimidad que sólo la
comunidad a la que se dirige puede otorgarle en cuanto que la
comunidad es la depositaria y dueña, en principio, del uso privado
de un bien común: la palabras e historias colectivas. La concesión
de esa legitimidad es una responsabilidad que concierne a la
comunidad que está, por tanto, obligada a exigir a su vez
responsabilidad a los productores de esos discursos, entendidos en su
sentido más amplio, a los que se confiere la capacidad del uso
público de la palabra. La literatura como un pacto de
responsabilidades. Habría que entender por comunidad el agrupamiento
de hombres y mujeres alrededor de una determinada idea del bien común
o al menos como un estado de convivencia caracterizado por el
consenso acerca del modo de producción de que haya de ser el bien
común. Ni que decir tiene que la comunidad teórica a la que nos
estamos refiriendo se ha venido traduciendo en la práctica histórica
en formaciones sociales distintas, variables y dinámicas, dentro de
las cuales grupos sociales concretos o clase sociales en el sentido
tradicional propio de tradición marxista, han venido acaparando y
usufructuando de modo violento la representación de la comunidad
toda, el control de los modos de legitimación y, por supuesto, la
construcción de la idea de bien común. Esto actualmente se traduce
en un escenario capitalista en el que los dueños de los medios de
producción son los que, bien directamente bien a través de sus
administradores, mayordomos, capataces, magos y sumos sacerdotes,
acaparan la representación, controlan el sistema de legitimidades y
la producción de ese imaginario colectivo que hemos llamado bien
común, mediante la utilización violenta de mercado capitalista
donde tiene lugar la producción de mercancías, su circulación, su
consumo y su modo de consumo. El mercado como modo de expresión
perfecto aunque acaso perfectible, quizá mejorable, pero ontológico,
definitivo, el fin de la historia puesto que la historia sería de
este modo, una criatura más del mercado. En estas condiciones el
pacto de responsabilidades, que desde mi punto es elemento
constituyente de lo que entiendo por literatura, si bien permanece a
modo de sombra ha sido sustituido por un pacto mercantil: el precio:
yo vendo y tu compras.
Critica:
entiendo por crítica la expresión manifiesta de esa responsabilidad
que la comunidad posee de modo irreductible acerca de lo que atañe
al uso de las palabras e historias colectivas. Sería por tanto la
puesta en práctica que la comunidad hace de aquella responsabilidad
que posee en origen para legitimar el uso legítimo o ilegítimo que
un texto literario contenga. La crítica sería el garante del pacto
de responsabilidades mencionado y su modo de expresión vendrá
evidentemente determinado por el escenario social donde la actividad
tenga lugar. La crítica hoy, en las condiciones actuales marcadas
por un capitalismo que tiende de manera acelerada a no admitir más
legitimidad que la del mercado ni más pacto que el precio, supone,
si se quiere seguir hablando de crítica, un acto de oposición desde
una legitimidad que es negada por el sistema contra la legitimidad
que el sistema propone y que tiene pretensión de única. El
enfrentamiento entre dos modos de entender la literatura: como pacto
entre responsabilidades, como pacto de mercaderes. La crítica como
tribuna de lo que queda de la comunidad. Alguien dirá que en las
sociedades actuales nada queda de esa teórica comunidad. A esto sólo
se puede responder de dos formas: pues si nada queda de comunidad la
crítica es imposible, o bien, la comunidad subsiste como metáfora y
por tanto la crítica sería una metáfora levantada sobre otra
metáfora. De estas dos salidas me quedo con la segunda: la crítica
como una metáfora al cuadrado.
En
la practica cotidiana sea metáfora sea la nada, sombra o fantasma de
algo que nunca existió, la crítica se expresa a través de los
mecanismos de expresión propios de las sociedades capitalistas, es
decir, a través del capital. Dado que quien en primera instancia
edita los textos literarios y los propone como tales es el capital y
dado que la crítica toma cuerpo en los medios de expresión que
posee el capital, sería conveniente dejar de considerar la critica
como lugar de encuentro entre el texto y el crítico puesto que,
materialmente, lo que se produce es un diálogo entre capitales y si
bien en esencia el capital es único, bien sabemos que existen
capitales distintos en razón de sus diferentes estrategias para
llevar a cabo su inexorable destino: su reproducción ampliada. Dicho
de otro modo: la crítica como enfrentamiento entre diferentes
estrategias del capital en sus luchas por usurpar y rentabilizar los
imaginarios y las subjetividades colectivas que la reproducción
ampliada requiere. Evidentemente esto no niega que en un nivel más
superficial la crítica aparezca como diálogo entre texto y crítico
pero determina, y debería ser consideración a retener, que el texto
que el crítico lee no es un texto privado o personal ni lo es
tampoco el texto de la crítica. Cabe finalmente señalar que la
aparición del llamado ciberespacio ha alterado al menos en
apariencia estas condiciones de producción y será necesario
detenerse en las alteraciones que este fenómeno está provocando o
puede originar. Dejaré esta cuestión y sus efectos colaterales como
propuesta para la discusión posterior a mi exposición.
Editar.
Editar es hacer públicos, publicar, determinados textos privados. De
esta simple definición se concluyen los dos movimientos propios de
la edición: la selección o determinación acerca de qué textos
privados pasan a ser públicos, y el hacer público en su doble
sentido: hacer llegar al público los textos y hacer público en el
sentido de agrupar a un determinado número de lectores alrededor de
una propuesta literaria que otorga al grupo una identidad compartida:
el público de Aira, el público de Fogwill, el público de
Vila-Matas, por ejemplo. Dejo también para el coloquio lo que atañe
a la edición virtual vía internet, para volver a señalar que quien
en realidad edita es el que tiene medios de producción que le
permitan efectuar los dos movimientos indicados, es decir, quien en
realidad edita es el Capital y para no recaer en simplificaciones
retromarxistas les recuerdo que el Capital no es un monolito uniforme
libre de contradicciones y enfrentamientos.
El
editor literario, entendiendo por tal al dueño del capital
necesario, selecciona personalmente, en pocos casos, o a través del
criterio que compra en el mercado de fuerzas de trabajo: Directores
Literarios, Directores Editoriales, Directores de Colección,
Agencias Literarias, scouts…., aquellos textos privados que va a
proponer como textos literarios. ¿Y qué es un texto literario?,
pues en principio aquel que la edición literaria propone como tal.
La edición por tanto sería razón necesaria aunque no suficiente
para su caracterización como tal, pues la capacidad de homologación
de un texto como texto literario recae también y en un grado
relevante sobre las otras instancias o instituciones a las que el
conjunto social ha legitimado para tal función: la crítica, el
sistema educativo en todos sus grados, el mercado. Valga también
comentar dos cualidades que la edición, desde su aparición en el
mundo clásico, confiere de modo inherente a los textos: la capacidad
de romper las barreras temporales y espaciales, transportar las
palabras más allá en el tiempo del momento en que son elaboradas y
más allá del espacio donde se producen. Dos cualidades que
aplicamos a la condición divina en cuanto omnipresencia. Esta
condición por ósmosis ha venido tradicionalmente tiñendo de un
cierto aura sacra tanto a la literatura, entendida como transporte de
almas, como a los autores, a los que la escritura torna inmortales,
como a la edición literaria, el editor como sacerdote o hierofante
sin aparente contradicción con su condición más terrestre: la
mercantil. Y así Cicerón encomendaba a Gelio, su editor y dueño
del taller de copistas, el respeto por sus palabras, “a tus
copistas encomiendo mi espíritu” mientras que Marcial reclamaba al
suyo el pago pronto de los beneficios que a él como autor le
correspondían.
En
cualquier caso entiendo que el editor literario es un crítico en
tanto que critica, criba y enjuicia acerca de la cualidad literaria
de un texto. Lo de crítico frustrado lo abordaremos a continuación
una vez delimitados estos tres términos llave, literatura, crítica,
editor, sobre los que seguiremos reflexionando.
La
Bella y la Bestia.
El
Diccionario de la Real Academia define la frustración como acción o
efecto de frustrar o frustrarse y aporta tres acepciones para el
verbo frustrar: Privar a uno de lo que esperaba// Dejar sin efecto,
malograr un intento y Dejar sin efecto un propósito contra la
intención del que procura realizarlo. Frustración por tanto como
consecuencia de una circunstancia ajena al sujeto frustrado y
frustración como causa imputable al propio sujeto. Más allá de la
Real Academia en el lenguaje ordinario aplicamos al concepto
frustrado connotaciones que remiten a humillación, rencor,
resentimiento o impotencia y como editor literario todas ellas las
asumo.
No
comparto la grata imagen del editor como creador que se expresa a
través de su catálogo, entre otras razones porque siempre me ha
parecido un acto ante natura que un editor se edite a si mismo. Pero
voy a acudir a una propuesta de corte semejante para intentar,
recurriendo a la narración, explicar algunos rasgos que en mi propia
práctica como editor he ido encontrando. Narrar es un procedimiento
de lenguaje que permite decir lo que no se sabe decir, ya saben ese
modo de enfrentarse a una resistencia dando un rodeo y que en la
charla coloquial se utiliza con frecuencia: “Mira no sé como
decirlo, mejor te pongo un ejemplo”. El eixemplo como raíz
de la narración. Pues bueno, la tarea de un editor consiste en
intentar reescribir con éxito la historia de la Bella y La Bestia
encontrando un final feliz, y fueron felices y editaron perdices, sin
tener que acudir a la magia o al encantamiento. En nuestra historia
la Bella es la Literatura, una de las Bellas Artes, la Bestia es el
Mercado: frío, huraño y dominado por la rentabilidad. Si siguiera
la narración tradicional le adjudicaría a la Bestia el origen y la
causa de todas las dificultades. Les adelanto que no va a ser así,
que será a la Bella a la que achaque parte relevante de las causas y
orígenes de mi frustración y desgracias como editor, pero aun
siendo así me parece necesario detenerme en el retrato de la Bestia.
La
Bestia: el Mercado
Quisiera
en primer lugar señalar que a esta bestia no le confiero
personalidad humana sino de monstruo y me suscita profundo rechazo el
proceso de personificación con que nos solemos referir a él. No
existe el Sr. Mercado así que es inútil disparar contra él. El
mercado es, sigue siendo, un lugar de encuentro entre la oferta y la
demanda, entre productores de bienes ( o males) y necesitados de
bienes ( o males) y es el mercado como lugar sin duda una de las
invenciones más relevantes de la historia de la humanidad. El
mercado como solución técnica a un problema que atañe al tiempo
humano: un espacio que resuelve problemas de temporalidad: concentrar
en un espacio tiempo una oferta que tiene su propio ritmo de
producción y unas necesidades que se generan a su vez obedeciendo a
su propio calendario. El mercado como medio y lugar donde se produce
información necesaria para que la actividad productiva humana y la
actividad destructiva humana, el consumo o satisfacción de
necesidades, “se comuniquen, lo que en palabras de Niklas Luhman se
traduce en “se pongan precio”. No creo que haga falta recordarles
que todo lo hasta ahora dicho es falso si hablamos del mercado
capitalista y máxime del mercado capitalista realmente existente. No
voy a ponerme en plan marxista – aunque una buena dosis de marxismo
vulgar no le vendría mal a nadie- para recordarles que hoy es casi
imposible encontrar productores directos en el mercado o que las
necesidades llegan al mercado luego de ser elaboradas
fundamentalmente en el mercado acaparado por los productores de
necesidades. De aquel mercado arcaico, idílico y medieval, con sus
tenderetes, saltimbanquis y recitadores de cuentos o cantares de
ciego ya no queda nada. Hoy el mercado no es lugar de encuentro de
oferta y demanda sino el medio de producción tanto de la oferta como
de la demanda. Hoy no se produce para el mercado sino en el mercado.
Como ven la Bestia tiene hoy más aspecto de Manga japonés que de
Walt Disney. Y su velocidad se ha acelerado cuantitativamente y sus
modales también: expulsa la rentabilidad a largo plazo, presiona
contra la rentabilidad a medio y exige rentabilidad a corto o
cortísimo plazo. Su música viene marcada por el precio
internacional del dinero. Les podría poner algún ejemplo de cómo
una subida del precio de interés monetario actúa casi directamente
sobre la programación editorial. No lo he hecho nunca pero veces
ganas he tenido de explicar en la carta de rechazo de algún
manuscrito que, si bien en las condiciones del momento no puedo
editar tal libro, en caso de que el precio del dinero descienda quizá
pueda aceptar su publicación. Vivimos al son de un mercado que
muchos llaman globalizado, yo preferiría llamarle imperializado o
dolarizado, pero quisiera hacer hincapié en que aparte de
globalizarse internacionalmente el mercado se ha vuelto global en los
territorios nacionales. Quiero decir con esto que ha expulsado de los
mercados nacionales a aquellos competidores internos que también
participaban en mayor o menor grado en la modelación, construcción
o socialización de imaginarios colectivos, modelos de conducta o
mecanismos de auto y heterodescripción, por ejemplo puede afirmarse
que, en lo que atañe al consumo de libros, casi, subrayo el casi, se
ha hecho con el monopolio de la producción de necesidades. Muchos de
ustedes recordaran , pues no han pasado tantos años desde entonces y
supongo que en la Argentina pasaba lago semejante a lo que sucedía
en España al respecto, que en las necesidades de leer intervenían
de modo sobresaliente la institución educativa, la Iglesia,
determinados movimientos políticos de izquierda más o menos
marxista y la propia Institución Literatura a través de los medios
literarios propios: prestigios, revistas, celebraciones y cada una de
estas instancias, Educación, Iglesia, Política, Literatura
generaban por decir así su propia lista de los libros que el lector
literario necesitaba leer mientras que el mercado, si bien ya era
determinante a la hora de fijar que necesitaban leer los lectores no
literarios, respecto a lo literario actuaba de modo subalterno. A
finales de los años sesenta y principios de los setenta los
escaparates de las librerías literarias se conformaban en función
de parámetros en los que intervenían instancias políticas ligadas
a la resistencia cultural antifranquista que contaban con sus propios
medios de expresión y formación de necesidades: revistas como
Triunfo o El Viejo Topo o Ajoblanco y suplementos
culturales como Informaciones de las Artes y las Letras del
periódico tímidamente liberal Informaciones. Es decir el mercado,
que ocupaba sin competencia lo que llamaríamos el espacio de la
literatura industrial o comercial competía con otras instancias a la
hora de crear y modelar las necesidades de lectura. Hoy ya casi no
encuentra competencia, vuelvo a subrayar el casi, y a la vista de los
suplementos culturales de los periódicos más importantes y en
ausencia de revistas con peso relevante cabe decir que es el mercado,
a través del marketing editorial, el que diseña sus contenidos.
Recordaran por ejemplo que la última nueva etapa del suplemento
Babelia se estrenaba con una portada a todo trapo sobre Jonatthan
Liddel, el autor de Las Benévolas, con un despliegue interior
hiperbólico dedicado a un libro y a un autor que en gran parte el
marketing editorial había alimentado.
La
Bella: la Literatura
He
subrayado el casi, y de ese casi, de la Bella, de la Literatura como
institución y de las frustraciones que ella me origina en tanto
editor, pasamos a hablar ahora. No veo necesario abundar en las
frustraciones que me aporta el mercado pues creo que se deducen de
todo lo dicho y son además el pan nuestro de cada día en la queja
editorial.
La
Literatura, así escrita con mayúsculas, además de alimento, puede
ser también, para un editor literario, una forma de censura. Y no
debería ser esto algo sorprendente puesto que la Estética, fuente
en la que mana y de la que se reclama, nació al fin y al cabo como
una forma de aduana, como un territorio protegido que la burguesía
en su despliegue construyó frente a las ansias intervencionistas de
los poderes a los que se enfrentaba: el absolutismo político y el
absolutismo religioso, la monarquía y el altar. La abducción y
ampliación que la Estética efectúa respecto a las Bellas Artes que
el Renacimiento humanista propusiera significa la aparición de una
nueva forma de legitimidad: la sensibilidad, el buen gusto y sobre
esta legitimidad la Literatura levanta el territorio de su autonomía
y la frontera entre lo que es y no es literatura, entre lo que es y
no es buena o mala literatura. Es entonces, sabemos, cuando nace la
crítica como cuerpo de inspectores literarios. Y nacen también las
Literaturas nacionales como alma y expresión de las comunidades
políticas al tiempo que se integran en el gran corpus doctrinal que
el eurocentrismo propone como alta expresión de la Humanidad. La
sensibilidad estética de filiación romántica como fundamento de
una nueva elite y el humanismo de corte ilustrado como bien común
abstracto e incuestionable. Y la Literatura como eje de esta renovada
situación aristocrática. Y la lectura como ese momento sagrado en
el que lo individual entra en contacto con lo universal. En su
entorno, desalojado del sistema, expulsado hacia el grosero espacio
de lo laico, el mal gusto del populacho que la incipiente industria
editorial alimenta. De la revolución francesa que, no olvidemos,
desembocó históricamente en una restauración parcial, no económica
pero si cultural, del guillotinado espíritu aristocrático y del
desamortizado poder eclesiástico, salió la trinidad de poderes:
legislativo, judicial y ejecutivo con que el único poder verdadero,
el económico asentaba la llegada al mundo de la clase burguesa y de
su proyecto de convertirse en clase universal.
Si
he sentido como necesario este pequeño excursus que nos remite a
cualquiera de los denigrados manuales de historia social es para
poder acercarme al tema que hoy nos reúne: el poder estético
alrededor del cual sigue girando la crítica y la literatura. Ese
poder que la Revolución no constitucionaliza y que ha de luchar por
su cuenta para poder institucionalizarse como poder con autonomía
siempre amenazada por los restos del poder eclesiástico –religioso,
por el poder político que o bien lo abraza para legitimarse o bien
lo censura para defenderse, y por el poder económico siempre ansioso
de romper cualquier tipo de aduanas. Creo que lo que llamamos
modernidad, y que en literatura representarían Baudelaire, Rimbaud y
Flaubert, es el resultado de ese mapa de poderes en tensión, siempre
con la amenaza al fondo de un proletariado emergente que exige no
sólo formar parte del repertorio sino dinamitar el escenario. Y creo
que fueron las Vanguardias las que mejor expresaron el papel de crema
lubrificante que cumple la Estética en momentos de crisis de
legitimidad. Las vanguardias que se atrevieron a decir no sólo que
el Rey estaba denudo sino que la reina, la Estética, también. La
Vanguardias… ese momento crítico que la crítica no debería
olvidar.
De
esa crisis la Estética saldrá y saldrá reforzada, con la ayuda,
paradojas de la vida de quien parecía estar llamada a requisar sus
privilegios: la Revolución Soviética en su momento estalinista y
entiendo por estalinismo las consecuencias derivadas de la
institucionalización de la doctrina del Socialismo en un solo país.
Y digo que vino en su ayuda porque con la aparición de la estética
estalinista, una vez asfixiadas las propuestas del Prolkult, el
contructivismo o el rayonismo la Estética Estética, la de toda la
vida para entendernos, encontró el enemigo sobre el que refundar su
legitimidad: frente a una Estética antiestética en cuanto que
negaba la autonomía del Arte ella se presentaba como la verdadera y
necesaria Estética, autónoma y al servicio del hombre, el hombre
como portador de valores estéticos. La Estética condición superior
de lo humano. Lo humano como condición suprahistórica, navegando
por encima o entre las clases como los detectives de Hammet o
Chandler. La Estética al servicio del hombre (y digo hombre y no
hombre y mujer, porque la mujer en esos tiempos todavía era una
imaginación estética, una violada ensoñación patriarcal, aunque
ciertamente ya empezaba a despertarse) y el hombre ya se sabe: una
pasión inútil, un muñeco lleno de ruido y de furia, un ser para la
muerte, un muerto en vacaciones, sin atributos ni cualidades, una
cucaracha inválida, un lenguaje sin sujeto, un absurdo biológico,
máquina de follar, un juguete rabioso, años de penitencia mientras
se dirige la editorial que fundó papa, llamando ironía a la
autocomplicidad narcisista, rentistas sensibles bebiendo exquisitas
historias de perdedores bien acomodados en la Biela de la Recoleta,(
esperando a Godot supongo), tiempo perdido que sólo la Estética
puede revertir en tiempo recobrado. La Estética como autoayuda. La
Literatura como manual de autoayuda para gentes que viven y se viven
como excedente, gentes a las que no les pasa nada. La crítica
vigilando que los personajes sean redondos, complejos, con mucha vida
interior y merecedores de al menos dos visitas semanales al
psiquiatra. Gran parte de la literatura moderna con la que muchos
hemos crecido ha jugado a eso. La literatura que nos hizo y nos
deshizo. Nuestra educación sentimental. Recuerden:
“-Esa
fue nuestra mejor aventura – dijo Frédèric.
-Sí,
quizá sea nuestra mejor aventura - repuso Deslauriers.”
La
postmodernidad.
Pero
ya llegamos, no se impacienten, a la postmodernidad, es decir, a
1973, el año de los desacuerdos de Bretton Woods, a ese momento en
que el capitalismo abandona el patrón oro, toda una metáfora, y se
ve obligado para sobrevivir a abandonar cualquier fuente de
legitimidad que no sea la propia: el beneficio económico. Las
necesidades financieras que provoca el gran déficit comercial USA y
del que se nutren el resto de las economías mundiales, exigen que el
dinero se vea libre de cualquier sujeción a lo real. Desde entonces
el dinero será sólo eso: dinero fiduciario, un acto de fe y la fe
ya se sabe que si hace falta se impone a golpe de poder militar.
Cualquier otra legitimidad queda a corto, medio o largo plazo
derrocada. La postmodernidad inicia su avance y maquiavélicamente va
a presentarse como una liberación: todas la legitimidades son
válidas proclama en plan las mil flores de Mao, ¿Mao-Tse-Tung,
recuerdan?, como si el capitalismo desatado no supusiera su
destronamiento final por larga que estén resultando sus
postrimerías. ¿Recuerdan a Milton Friedman haciendo ingeniería
neoliberal sobre el cadáver de Allende? La ruptura con el oro,
simbólica y materialmente, conlleva el destierro de cualquier valor
intrínseco, el abandono de aquellos ropajes con que las democracias
capitalistas habían venido vistiendo su labor civilizatoria; adiós
al brillo, la distinción, a lo permanente, al aprecio de lo escaso,
a los valores sólidos, palpables, conmensurables, cuantificables,
eternos, a los valores en los que venía asentando su prestigio y
autoritas la Bella humanista de nuestra historia.
Estamos
asistiendo al siglo de oro de una burguesía que fin ha conseguido
librarse de las rémoras aristocráticas que otrora le sirvieron para
legitimarse. Ahora sí, ahora el contrato es el único código de
relación social, cultural, político y está mandando a la estética
al baúl de los recuerdos, donde habitan los quejumbrosos de la
alternativa y de la noble autonomía del arte. Tanto hablar de la
muerte del arte y de la desaparición del autor, y ahora resulta que
el capitalismo se ha convertido en el más radical de los movimientos
antiarte. En pleno despliegue global la burguesía ha decidido que ya
no necesita vestirse con valores ajenos y que su propia ley, la
lógica del beneficio, soy lo que compro, soy lo que vendo, es la
única palabra legítima. Le llega con su propio cuerpo y ha decidido
vender hasta su alma. Alma que por otra parte, no nos engañemos,
siempre ha despreciado. La legitimidad burguesa empezó por entonces
a decir adiós a sus compañeros de viaje: la política, la religión,
el humanismo, la Estética. No sé en Argentina si sucedió algo
semejante pero en España el Bretton Woods de la Estética, de la
Literatura como alto patrimonio de la Humanidad y de la crítica como
guardiana del nivel de exigencia formal se puede fechar:
personalmente entiendo que la presentación del escritor Juan Benet
al premio Planeta de 1980, con una novela, Aire de un crimen, que
quedaría finalista, es el momento simbólico en que la Literatura se
quita, gozosa e hipócrita, los tapones de cera de los oídos y se
arroja en brazos de las sirenas del mercado, vendiendo su autonomía
por un plato de lentejas y una buena cantidad de dineros. He visto a
los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura,/
voraces, histéricos, desnudos,/ arrastrándose por las noches, en
busca de algún premio literario. Aullido.
Lo
de Benet no fue un hecho aislado: en los mismos años participan y
legitiman el Planeta, paradigma hasta entonces de la Literatura no
literaria, autores como Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán o
Jorge Semprúm. Son los años en que la narrativa española “se
normaliza” es decir se pone al servicio del mercado: historias muy
narrativas, es decir, con crimen, investigación y desenlace, prosa
bonita color pastel, narrador escéptico, sustitución borgiana del
argumento por la simetría y del conflicto por el misterio, gotas de
metaliteratura y un existencialismo cursi – no se si esto es una
redundancia- como fondo ideológico. Y la crítica aplaudiendo la
buena nueva: al fin Stevenson habitó entre nosotros. Resumiendo y
para no cansarles sólo decir que el existencialismo cursi sigue
siendo el tono dominante desde entonces y el proceso de entrega al
mercado se irá acelerando: la Vanguardia es el mercado; los premios
literarios reinan en total impunidad (decir manipulados sería a
volver a caer en la redundancia); la primera obligación de la
literatura es divertir a los lectores, las fronteras entre la
industria editorial y la literatura se diluyen, el marketing forma
parte de la poética, el que no sale en la foto no existe. Es decir,
la tan celebrada autonomía relativa de la Literatura no evita su
entrada en la Industria del Ocio y Entretenimiento. Al tiempo los
ideologemas postmodernos van empapando todo el territorio cultural:
todas las legitimidades son legítimas, el pasado es un armario donde
se puede entrar a saco, glosa, plagio y poco más; pensar en futuro
es caer en el dogmatismo, el presente es un hipermercado y además
puede entrarse en el sin moverse de casa; la cultura es lo fugaz;
Internet es, al fin, la democracia; la precariedad es libertad; nadie
tiene derecho a hablar en nombre de otros y por tanto el narrador en
tercera es un narrador estalinista; el canon real es la lista de
libros más vendidos; tener criterio es una forma de resentimiento,
cuanto más sólido señal de mayor resentimiento.
La
crítica.
Y
a todo esto, ¿qué pasa con la crítica? me pregunto, se preguntaba
Lucien de Rubemprè, el protagonista de Las ilusiones perdidas,
-“¡Dios mío!, pero ¿y la crítica?, ¡la sacrosanta crítica!-,
y sin duda se preguntaran todos ustedes a estas alturas de mi
intervención. Pues, como diría Humberto Eco, entre apocalíptica e
integrada.
En
alguna ocasión he hablado de tres tipos de crítica y críticos: los
catadores, los guardianes y los tribunos. Los catadores serían
aquellos que asientan y legitiman sus juicios en su propio gusto o
paladar literario. Esto me gusta, esto no me gusta y sus argumentos
lógicamente nos remiten a sus sensaciones e impresiones. Para este
tipo de críticos la literatura se reduce a un simple intercambio de
privacidades y su mera función consiste en animar o frenar el
consumo. Como el gusto suele ser bastante menos personal que lo que
el narcisismo nos hace creer, el gusto de estos críticos coincide
casi siempre con el gusto dominante. Abundan y sobreviven bien en el
mercado, sobre todo si logran - tarea no muy fácil - construirse un
tono radical en la expresión de su gusto que al mismo tiempo no
cuestione el gusto hegemónico. Se delatan a si mismo por la
frecuencia con que sentencian que en las novelas ya no puede haber
descripción porque con la tele y el cine ya hemos visto todo.
Los
guardianes son más escasos. La fuente de legitimidad de la que se
reclaman es la Literatura con mayúsculas de la que hemos venido
hablando, que tienden a identificar con la historia de la literatura,
con el canon más o menos explícito o con una inaprensible cualidad
del discurso que vive su vida más allá de los hechos y situaciones
sociales en los que tiene lugar la producción y recepción de esa
clase de discursos. En frase de Musil se sienten los custodios de esa
cualidad y en su nombre miden, calibran y homologan. Alcanzar la
categoría de "guardián de la pureza" requiere
conocimiento del campo, de la historia de la literatura, y un cierto
bagaje técnico - vía estilística, estructuralismo o teoría
literaria - para ofrecer un instrumental "sacerdotal" a la
altura del empeño. La reunión de estas cualidades hace que su
número sea escaso y aún cuando su escasez los hace deseables, sus
conflictos con los medios (su sentido de la exigencia suele chocar
con la conveniencia informativa) los convierten en una especie en
vías de extinción. Se les reconoce fácilmente por su recurso a un
lenguaje objetivo, rotundo, opaco por veces y un tanto categórico,
en el que aparecen, a modo de certificados de autoridad, citas y
referencias de autores, obras y críticos contrastados.
La
categoría que denominamos tribunos, en clara relación con los
"tribunos de la plebe" de la antigua Roma, ha desaparecido
de nuestro espacio literario. El tribuno se siente legitimado y
responsable ante la "polís" y por eso su crítica es, en
el sentido aristotélico del término, una crítica política. No es
que el tribuno trasvase lo político a la literatura sino que
encuadra los textos literarios en ese contexto inevitable y general
que es la vida en común. El tribuno juzga aquello que se hace
público y lo relaciona con el bien común, con lo que es o sería
bueno para la salud de la sociedad y por lo tanto evalúa y juzga la
salud literaria de las obras que se ofertan desde esa perspectiva.
En
sociedades complejas como las nuestras, en donde el bien común es un
concepto en disputa, el tribuno opta por uno u otro entendimiento y
desde esa elección opera, critica. Su peligro reside en menospreciar
lo que la literatura tiene de patrimonio de interés común en cuanto
modo material de conocimiento específico. El crítico como tribuno
requiere, como todos, una tribuna y por tanto precisa que en el
dinamismo social coexistan con relevancia, es decir, poder, opciones
distintas sobre el qué sea el bien común. Cuando determinadas
instancias secuestran de manera hegemónica una determinada idea
sobre el bien común o bien monopolizan los medios de producción y
expresión que concurren para su construcción, el tribuno no tiene
espacio, es decir, no puede existir. Y eso es exactamente lo que está
ocurriendo en estos tiempos en que reina no tanto el pensamiento
único - concepto peligroso en mi opinión - sino un pensamiento
hegemónico que niega cualquier idea de bien común que rebase la
mera suma de los bienes individuales y en los que los medios de
producción y expresión de este pensamiento casi monopolizan la voz
de la polis, si es que algo queda de ella.
Ni
que decir hay que estas tres categorías, en la práctica cotidiana,
es decir, en el mundo de las revistas y suplementos literarios, no
siempre aparecen con perfiles nítidos o bien definidos Rasgos de
cada uno de ellos se cruzan y entrecruzan y no falta ejemplos del
catador que cita a Steiner a troche y moche, ni del guardián que se
deja llevar por la exaltación lírica ni de falsos tribunos que
confunden lo político con las buenas intenciones pero, con todo,
creo que es tarea bastante fácil ir constatando, caso por caso, el
nicho categorial en el que se acomodan. Los más válidos son los que
tienen vocación de guardianes y alguna dosis de tribunos.
¿Qué
pasa con ellos en estas circunstancias históricas y culturales
concretas en las que el mercado derrumba los muros de la famosa
autonomía de la literatura? Los tribunos, como ya he dicho no
existen, al menos en España. Los impresionistas están tan
impresionados de que les dejen publicar que se han integrado feliz y
plenamente: si toca hablar bien de Vila Matas pues se habla bien, si
toca hablar mal de Benet pues se habla bien. Sufren un poco cuando no
saben que toca decir ¿de este Aira qué digo?, a ver en Google qué
sale. ¿Y de esta novela de un nuevo autor? A ver qué editorial la
publica. Su terror es que haya un cambio de tendencia y les coja con
el pié cambiado, por eso procuran andar siempre de puntillas. Dicho
esto no voy a decir que los desprecio. Los editores sabemos que la
crítica es publicidad y por tanto los necesitamos y les otorgamos el
respeto que como publicistas nos merecen: mucho.
Pero
los editores literarios necesitamos también a la crítica como
brújula y mapa, como eco de retorno, y evidentemente para eso la
crítica más imprescindible es la de los guardianes del templo, el
coro de admiradores de la Bella ¿Y qué ha pasado con ellos o ellas?
Son, a falta de tribunos, los mejores, saben que el significado no
reside ya hecho en el texto o en el lector, sino que sucede durante
la transacción entre el lector y el texto* y reúnen al menos una de
las dos exigencias mínimas que debe tener un crítico de relieve: la
capacidad para leer su lectura; la otra es tener valor y ¿qué pasa
al respecto ahora cuando la Bestia amenaza con violar a la Bella?:
pues que tienen miedo, sienten que algo está pasando que desborda su
estatus, su posición, incluso su instrumental teórico y tienden a
efectuar un doble movimiento defensivo: uno, el más fuerte y
característico, en la línea apocalíptica: agarrarse al canon, a la
Estética como Dios manda, a la jerga teórica más novedosa y a la
afirmación de la Literatura como exigencia espiritual y como
distinción jerarquizada, y otro, en la línea de los integrados: el
canon sí pero es necesario ponerlo al día y si hay que meter a
Pérez- Reverte pues se le mete, hay que dar a dios lo que es de dios
pero voy a leerme unos comics no vaya a ser que…, Sí, sigamos
hablando de Henry James y Benet y Borges pero de vez en cuando alguna
reseñita sobre este escritor que emerge (normalmente llevan más de
cinco novelas emergiendo) o sobre este que empieza, que para mantener
el cetro a veces hay que mojarse los pantalones y pactar con el
diablo. O sea, un claro movimiento conservador con coqueteos hacia el
diluvio que viene con el pretexto de separar las aguas menores de las
aguas mayores. Hay también guardianes, los menos listos todo hay que
decirlo, que han optado por permanecer en sus cátedras confiando en
que las aguas volverán a su cauce, y los hay que arriesgando el
prestigio que nunca llegaron a tener, se trasmutan en santones de
cualquier tendencia afterpostmoderna que empiece a hacer ruido. Eso
sí, unos y otros, sintiéndose depositarios y albaceas de la
Literatura, adoradores de la Bella de nuestro cuento.
¿Quien
habla en la crítica? se preguntaba Ignacio Echevarria; a sus
respuestas sumo una: pues el guardián esquizofrénico de una casa
con dos puertas. Y ya se sabe que casa con dos puertas es mala de
guardar y más cuando la situación no permite saber cual es la
puerta principal y cual es la puerta de servicio. Y más cuando no
dejas de ser un empleado del dueño de la casa que te deja ejercer su
papel según le venga o no venga a conveniencia o capricho. Y más
cuando el mercado ya ha inventado los porteros automáticos. Y a mi
como editor lo que más miedo me da son precisamente los porteros
automáticos. En el mundo editorial los porteros automáticos se
llaman escandallos: una técnica de evaluación que incorpora como
baremo las expectativas de venta y determina la edición o no de una
propuesta de publicación. No me queda más remedio que preferir que
siga habiendo guardianes de la sagrada Literatura. Y aunque esta sea
para mi como editor una forma de frustración y de censura. Que no en
vano, decía el escritor Armando López Salinas, la censura no deja
de ser un interlocutor.
El
editor.
Caballo
de Troya, la editorial en la que trabajo como Director Literario, es
una editorial peculiar, se define como “una editorial con perfil de
editorial independiente dentro de un gran grupo editorial, Random
House Mondadori, que como saben agrupa a distintas editoriales
relevantes a este y al otro lado del Atlántico y que a su vez esta
participada por la Multinacional Berstelsman y Mondadori Italia. Algo
así como la República de Andorra, aprisionada entre los Pirineos de
Francia y España. Su nacimiento proviene de circunstancias que no
vienen al caso pero como iniciativa empresarial responde a una
estrategia bastante clara: funcionar como editorial cantera,
invernadero, laboratorio, trampolín, campo de exploración y
reclutamiento de nuevo autores, nuevas propuestas, nuevas voces,
retornos imprescindibles o nuevas literaturas. Como fácilmente
comprenderán lo de perfil independiente traducido al castellano
quiere decir de mínimo presupuesto. Jorge Herralde que reclama para
si celosamente el rótulo de independiente me definió un día como
editor consentido, y no le falta razón.
Como
editor pobre que soy no soy ni podría ser un editor conservador. Los
pobres no tienen nada que conservar. En teoría las editoriales más
pobres, que ahora se llaman independientes, no deberían ser
conservadoras sino osadas y arriesgadas. A pesar de mi escaso
conocimiento del mundo editorial argentino tengo la sensación de que
aquí esta ecuación funciona. Veo el trabajo de editoriales como
Interzona, Entropía, Beatriz Viterbo, El cuenco de plata, por citar
algunas y confirmo esta impresión. En España curiosamente la
mayoría de las llamadas editoriales independientes son
conservadoras, apenas algunas como Lengua de Trapo, Periférica o DVD
incorporan a sus catálogos nuevas voces o propuestas; el resto
reeditan clásicos o traducen autores ya homologados literariamente
en su lengua de origen. Supongo que esta diferencia se debe a que los
pobres españoles son menos pobres que los pobres argentinos.
Recuerden:
-
Ernest, he descubierto que los ricos son diferentes.
-
Sí Scott, son ricos.
Esta
inclinación hacia la Literatura homologada es un rasgo pertinente de
la edición independiente española y la crítica les presta no
escasa atención; a los editores siempre nos parece poca pero en mi
opinión esta atención, aunque discreta por ubicación y espacio,
sería incluso sorprendente si no entendiéramos que la crítica
española es a su vez, como hemos dicho, conservadora, amante por
tanto de la literatura que se viste, reviste o disfraza de
literatura, en el sentido no muy favorable en que he venido hablando
de ella. La literatura como humanismo en definitiva.
Mi
problema como editor literario y pobre sería por tanto cómo entrar
en esa casa que custodian los críticos guardianes bajo la atenta
mirada escrutadora de la Bella. Esto ya sería un problema pero a
esto se suma otro más: como crítico, en la parte de crítico que
todo editor aporta, creo que esa casa, la casa de la literatura, es
una casa más muerta que viva, una casa en ruinas, espléndidas
ruinas acaso, pero ruinas. La literatura como humanismo, es decir la
literatura tal y como la hemos venido entendiendo está agonizando,
resistiéndose, lo que la convierte en un animal peligros, pero
agonizante. Joseph Brodsky, quizá uno de los últimos y más
extraordinarios habitantes de esa casa, pensaba que la amenaza de
demolición venía del Este, de lo que veía como deshumanización
que surgió del frío, algo incompatible en efecto, con la
Literatura. Lo que no se esperaba es que pasara lo que está pasando:
que la demolición viniera del Oeste, del carácter depredador que el
mercado capitalista, ya sin frenos, que como el caballo de Atila allá
por donde prisa la única hierba que vuelve a brotar es la mercancía.
(perdón, he escrito prisa en lugar de pisa pero debe ser una errata,
no se lo tomen como lapsus o acto fallido). Qué sorpresa se estará
llevando Brodsky allá en los cielos literarios, él, que sabía con
precisión que la Estética, de ser, es precisamente ese plus que
ninguna mercancía alcanza. Y quizá se inquietaría profundamente al
ver como la proliferación masiva de la palabra escrita en el
ciberespacio le está arrebatando a la escritura su condición de
privilegiado vehículo de lo memorable. Claro que, con perdón de
nuevo, lo mío es peor: necesito entrar en una casa que está en
llamas. No sin motivo busqué como slogan para la editorial una frase
esquizofrénica: Caballo de Troya. Para entrar o salir de la ciudad
sitiada, rindiendo así también un pequeño homenaje a la obra de
Ángel Rama.
Entrar
en una casa en ruinas porque aunque el Arte se esté desmoronando,
entre la ruinas permanecerán las artes y materiales con que
construir una nueva casa que nos cobije; una casa que quizá ya no se
llame Literatura con mayúscula en la que no habrá salones que
atemoricen, ni suelos encerados para que resbalen los advenedizos ni
cuarto de servicio, donde habrá habitaciones propias pero la
biblioteca no será de disfrute privado y la lectura será lectura
compartida. Una casa habitable aunque su fachada no respete las
proporciones áureas. Lo malo es que para construir esa casa se
requiere un solar, se necesitaría primero construir ese solar,
nacionalizar el suelo, acabar con la propiedad privada de las
empresas inmobiliarias y, con sinceridad y queja, no veo fuerzas
sociales que empujen en esa dirección. Más bien todos preferimos
sufrir la hipoteca y cultivar el jardín para sentarnos a la sombra
de las muchachas en flor que la Bella nos aporte como dote. Pero
personalmente, editorialmente quiero decir, no me resigno, al menos
todavía, a la dulce vida de jubilado, al último paraíso que el
capitalismo nos promete. Estéticamente, como diría la Bella, sigo
prefiriendo el sentido del rencor al sentido de humor.
Por
eso me interesan las novelas dislocadas, la literatura rota, la
literatura postautónoma de la que habla Josefina Ludmer, la
postliteratura de Aira, la osadía de Fogwill, la preliteratura del
Chitarroni de Propiedades del no, las hipérboles disparatadas de
Guebel o Sergio Bizzio, Eloisa, el personaje posthumano y sin vida
interior de Opendoor de Iosi Havilio, o esos personajes de Tabarovsky
que hacen saltar por los buenos aires aquella sentencia de Sartre:
“una cosa es lo que hacen con nosotros y otra cosa es lo que
nosotros hacemos con lo que han hecho con nosotros”. Una sentencia
en la que humanismo de izquierdas quiso encontrar su último refugio.
Y
por eso me interesa muy especialmente la mala literatura. Porque la
mala literatura permite decir cosas que la buena literatura censura.
Les pongo un ejemplo: en Madame Bovary ustedes recordarán que
cuando el pobre Charles Bovary presenta al padre de Emma su deseo de
contraer matrimonio, este le dice que aguarde delante de una ventana
de la casa mientras él le traslada la proposición a su hija.
Durante veintisiete minutos, precisa Flaubert, Charles esperó hasta
que se abre la ventana como señal de aceptación. En una novela en
la que la cuestión del matrimonio es fundamental ¿cómo puede ser
que se nos hurte esa larga conversación de veintisiete minutos entre
Emma y su padre?, pues porque Flaubert sabe que la buena literatura
no le permite contarla, pues si lo hiciera parte del misterio
romántico de Emma se vendría abajo y la crítica hablaría de
escena discursiva, demostrativa, prosaica, que impide al lector
participar creativamente o que rompe la sagrada regla del punto de
vista. A mí sin embargo me gustaría leer esa escena y por eso me
interesa la mala literatura, la no literatura.
Final.
Termino
contándoles un dilema que hace poco se me presentó como editor:
Cuando puse en marcha Caballo de Troya decidí leer personalmente
todos los originales que me llegasen. Leer un original como
comprenderán no es leer todo el texto de cabo a rabo, a veces con
leer la dedicatoria es suficiente. Recibo unos cuatrocientos
ejemplares al año. Hace unos meses me llegó uno que me llamó la
atención. Empecé a leerlo y me di cuenta pronto de que no estaba
muy bien escrito, no es tuviera problemas de sintaxis u ortografía
pero la adjetivación era bastante tópica, los personajes,
predecibles, estaban construidos con alfileres y el tonillo era un
poco sentimentaloide, pero contaba una historia: cómo el deseo de
ser felices es un peligro que siempre nos acecha, y entendí, más
como tribuno que como guardián, que esa historia merecía y debía
hacerse pública. Me preocupaba la censura, la mirada de los
guardianes sobre un texto débil desde su óptica. Caballo de Troya
no es una editorial a la que se le exija vender mucho pero necesita
por su propio perfil tener una buena recepción crítica. Me
imaginaba a los críticos diciéndose: pero cómo Constantino que fue
el primer editor de Sebald en castellano ha podido publicar esta
novela tan inane. Sebald, ya saben, el Arte como duelo*, la nostalgia
del desaparecido tono alto, la cultura como complicidad; pero cómo
Constantino, el editor de Cormac McCarthy, publica esta historia de
sentimientos tan banales. McCarthy, ya saben, desgarro y aspereza, la
nostalgia por el paraíso machista perdido, el paisaje de Bonanza con
la caligrafía de Grupo salvaje. No sabía que decisión tomar,
cierto que en la novela había algunas referencias al jazz, lo que
siempre queda fino, algún pequeño misterio pero sin ninguna
simetría deslumbrante, y por demás tenía un argumento que
argumentaba – me van a acusar de publicar una novela de tesis, me
decía-, había más intriga, qué esta pasando, que suspense, qué
va a pasar – les va a parecer aburrida, calibraba-, y no era una
novela que halagase las altas pasiones cursis del lector, en plan El
último encuentro de Sandor Marai, ni que le permitiese, como las
novelas de Javier Marías, sentirse especialmente inteligente. No
era, en definitiva, una novela que fuese a gustar a esos críticos a
los que lo que más les gusta de la literatura es que les guste la
literatura ¿Qué hacer?(Recuerden:Vladimir Ulianov Lenin. Editorial
Progreso. Moscú, 1964). Finalmente encontré una solución para que
la novela pudiese entrar, aunque fuera de contrabando, en la ciudad
sitiada. Le propuse al autor que la novela se abriese con una cita de
Rainer María Rilke. No me llamen cínico. Si hay que alimentar a la
Bella no es mi culpa, para bien o para mal agoniza pero sigue viva y
su rostro nos sigue atrayendo. No me delaten, por favor. Sólo soy un
crítico frustrado. Si fuera un editor argentino le hubiera propuesto
una cita de Juan José Saer. A veces una cita funciona como las
ristras de ajos con los vampiros. La publiqué y ya ven, hasta ha
tenido buenas críticas.
Bueno,
espero no haber ofendido a ningún creyente, sacerdote, sacerdotisa,
monagillo, beata o beato. Soy ateo pero yo también quiero ir al
cielo. Ocurre sin embargo que allí la Bella y la Bestia ocupan tanto
espacio que apenas dejan sitio para nadie. Habría que desalojarlos
para que el lugar fuera un lugar habitable. Quisiera una crítica que
me ayudase a echarlos. Non serviam ¿Recuerdan a Satanás? Lo
expulsaron del cielo. Non serviam. Muchas gracias.
(*)
Martín López Navia. “Campo de batalla” Edit Furafumos.
Lugo 1986.
(*)
Rosenblatt, L, “Writing and reading: The transactional theory”.
Illinois Unv. 1988.
(*)
Hordelin.
Captatio benevolentia, maestro. Sonaría a falsa modestia y erudicción, y sabemos que no es así. Perdón por la corrección pedante.
ResponderEliminarGracias por la corrección, mi secretario de latines no andaba ese día muy católico.Corrijo.
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