Aproximaciones a la novela policíaca
c. bértolo
I. Introducción
Quizá no haya símbolo o emblema tan expresivo del mundo en que vivimos como ese instrumento urbano que continuamente encontramos nada más asomarnos a la calle, al exterior, al mundo: el semáforo. Rojo, verde, ámbar. Prohíbe, y reclama atención. Vivimos en un mundo de señales. Señales visuales como el semáforo, los rótulos, los pasos de cebra, la palabra escrita. “No tocar, peligro de muerte”. “No aparcar, avisamos grúa”. “Abierto de 9 a 2”. “Cerrado por defunción”. “Camino particular”. “Coto vedado”. “¡Cuidado con los perros!”. Señales acústicas como el timbre del teléfono, que suena o no suena. El aullido de la sirena de una ambulancia. Una alarma antirrobo. Las campanadas de un reloj. Señales y señales pueblan nuestra vida cotidiana. Cada una reparte o se enmarca dentro de un código que todos o padecemos o acabamos asumiendo. Diríase que en realidad la historia de la humanidad es un despliegue acelerado de señales. Una señal nos avisa, nos dice, nos prepara. Pero las otras señales que no están en ningún código y que también nos preparan, nos dicen, nos avisan, son los signos. Hay nubes oscuras. Las copas de los árboles se agitan intensamente. Signos que nos avisan: peligro de lluvia; nos dicen: hace viento; nos preparan: coger la prenda apropiada para salir a la calle. Las señales para significarnos algo nos obligan a conocer su código. Los signos nos llevan a razonar, a interpretar. Las señales son pocas, los signos incontables. Todo puede ser signo en cualquier momento. Todo es signo. Que actúe o no como tal, es decir, que signifique algo para alguien, depende de las circunstancias de ese alguien. Todo significa y de una concreta interpretación puede depender la existencia o la satisfacción de una necesidad. En relatos de naufragios hemos leído la angustia con que escrutan el horizonte, el afán con que investigan si aquel minúsculo retazo de blancura que asoma en el horizonte es la salvadora vela o simple nubecilla. Todos hemos escrutado la cara de nuestra madre o de nuestro padre, intentando conocer su estado de ánimo, antes de decidir plantearle tal o cual petición. ¿Estará de buen humor? Todos hemos buscado signos de aceptación en el rostro o gestos de aquella chica o chico que nos gusta. Sonrisas o ceños fruncidos. Miradas o indiferencias. Con razón se ha dicho que cuando uno está enamorado todo cobra otro significado. Todo es signo.
La literatura está hecha de signos y señales, de significantes y significados. Toda la literatura. Pero en la literatura policíaca ese espacio de signos se intensifica de modo espectacular. Todo puede ser una huella, todo puede ser una pista. Todo puede ser otra cosa. Todo es signo. Hasta la ausencia de signo puede ser un signo. Como diría Platón, todo es la sombra de otra cosa. Leer un relato policíaco es introducirse en una selva de signos que hay que desbrozar, atravesar y ordenar. Su lectura es una lectura peligrosa, en el sentido literario de la palabra. Si uno no lee bien corre el peligro de equivocarse. Una narración policíaca es como una tierra inexplorada que uno debe cruzar sin ayuda de mapas. La única brújula del lector será su capacidad de razonar, de relacionar signos, de descifrar señales. La literatura policíaca necesita que el lector se apasione, que el lector entre en el juego de los signos. Con la literatura policíaca no caben medias tintas: o gusta o no. O uno se apasiona con ella o la rechaza rabiosamente. En las páginas que siguen intentaremos dar cuenta de la geografía literaria que encontrarán los que en ella se aventuren y nunca gozarán aquellos que la rechazan.
II. Aproximaciones a una definición de la novela policíaca
La cuestión de los géneros
Aparentemente la cuestión de si la literatura policíaca constituye un género literario es una cuestión baladí y acaso inútil. En retórica literaria la cuestión ha consumido y consume miles de páginas de profesores y expertos en literatura. La teoría de los géneros, que se remonta a Aristóteles y a Horacio, permite dividir y agrupar el número ingente de obras literarias que la humanidad ha producido a lo largo de su historia. En este sentido sería una teoría funcional, con aplicaciones prácticas fácilmente comprobables. A poco que uno tenga en su casa una pequeña biblioteca, su ordenación le llevará, de forma empírica, a la cuestión de los géneros: Cómo colocar los libros. Puede uno decidirse por el orden alfabético de autores y así se libra de problemas, pero también cabe que quieran agruparse los libros en razón de otras utilidades.
Desde Aristóteles se ha venido aceptando, de modo más o menos general, según la época, que todas las obras literarias pueden clasificarse en tres grandes géneros: la lírica, la épica y la tragedia. No vamos a detenernos en explicar las características de cada uno de estos géneros. Partiremos de una cuestión más cotidiana. Si uno entra en una gran librería nunca encontrará una sección que diga lírica, otra épica y otra tragedia. Normalmente se encontrará con una sección de poesía, otra de novela, historia, geografía, derecho, etcétera. ¿Serían por tanto los géneros literarios un simple nombre o rótulo que sirva para colocar los libros? Evidentemente la teoría de los géneros facilita el ordenamiento de una biblioteca, pero detrás de esta función práctica se esconde un problema más hondo: ¿Qué es lo que debe tener un libro para poder ser incluido bajo un rótulo y no bajo otro? Resolver este problema no es ya una cuestión baladí, puesto que, si encontramos las razones que llevan a agrupar una obra con otras y a separarla de las restantes, estamos diciendo algo significativo de esa obra: la estamos conociendo, en resumidas cuentas, cuando decimos de una novela que es una novela policíaca no sólo le estamos encontrando un sitio, sino que estamos diciendo algo que hay en ella, valorándola, conociéndola, enjuiciándola.
René Wellek y Austin Warren plantearon en relación con los géneros literarios una pregunta sumamente interesante: “¿Va implícito en una teoría de los géneros literarios el supuesto de que toda obra pertenece a un género?”. Y de paso que respondieron de modo afirmativo a la pregunta con que se habían enfrentado, hicieron ver que los géneros no son algo fijo. Los rasgos del género evolucionan y siempre hay que considerar sus correlaciones con otros géneros. Cuando aparecen nuevas obras, las categorías antiguas se desplazan. Veremos cómo la aparición de los relatos policíacos de Edgar A. Poe supuso la aparición de un nuevo género, el policíaco, que alteró el existente género de misterio.
El género debe entenderse como conjunto de obras literarias que tienen en común tanto elementos externos: una estructura específica; como internos: actitud, tono, intención. La novela policíaca constituye un género según todos los criterios que René Wellek y Austin Warren invocan: presenta no solamente un asunto o temática, limitada o continua, sino también un repertorio recurrente de artificios. Además, hay en toda la novela policíaca, como luego veremos, una voluntad artística, un afán e intención estética de mantener en el lector una atención especial, jugando con sus ganas de descubrir la clave de la trama.
En cualquier caso, es conveniente considerar que los géneros no son algo automático ni algo estático. Sus rasgos evolucionan, en ocasiones de un género se desprende una pequeña rama que a su vez acaba por devenir un género propio y nodificar por tanto los contenidos del género madre. Es el caso, como veremos, de la literatura de misterio, de la que en su momento se desprende con fuerza lo policíaco. Claro está que este dinamismo permanente provoca que en determinado momento una obra sea difícil de ubicar o incluso que pueda hablarse de géneros frontera. Por otra parte y al menos desde el romanticismo, la mezcla en una misma obra de rasgos de dos o más géneros es casi una constante y hallar el común denominador de las características de un género es una tarea difícil y a veces inexplicable.
El género policíaco
Cabe decir que, al margen de la importancia teórica de la discusión sobre la existencia o no de los géneros, en la práctica pocos son los que dudan de la existencia válida de un género policíaco, con sus propias reglas, con sus propios temas, con sus propias formas. Todo lector sabe lo que le puede ofrecer o lo que puede encontrar cuando inicia la lectura de una novela policíaca. El placer que se extrae de una obra literaria está compuesto o basado fundamentalmente en dos sensaciones: la de novedad y la de reconocer algo. El buen escritor del género policíaco se acomoda en parte al género, a lo hecho, a la historia del género, y en parte se escapa de él, crea algo nuevo. El lector gusta de lo previsto y de lo imprevisto. En este sentido algunos autores hablan de la literatura policíaca como de una institución literaria, creada por un pacto entre el autor y sus lectores. El autor debe cumplir una regla y el lector o lectores deben aceptarla.
En todo género, en nuestro caso el policíaco, existe o existen pautas estructurales predecibles que el lector recorre a lo largo de la lectura. Una obra de género presupone la complicidad entre el lector y el autor, unas reglas fijas, y al tiempo, una libertad de movimientos. El reconocimiento por parte del lector de que se va a enfrentar a una novela policíaca es generalmente algo previo al acto de la lectura.
Hay que tener en cuenta que un libro es un artefacto cultural que lleva instrucciones implícitas para su uso. La literatura de género ofrece instrucciones para este uso. Como Frederick Jameson ha notado, los géneros son esencialmente contratos entre un autor y sus lectores, o como dice Claudio Guillén, en un sentido ya mencionado, son instituciones literarias, que como otras instituciones de la vida social están basadas en un tácito compromiso o contrato.
El lector no se llame a engaño. La lectura, insistimos, de una novela policíaca es una especie de juego entre el lector y el autor, y un juego con unas reglas fijadas por el propio género a lo largo de su evolución. Leo Spitzer afirmó que “leer es haber leído”, y su espíritu, su afirmación parece convenir de modo especial a lo policíaco. Ahora bien, ¿qué es lo que espera encontrar en esas obras un lector de literatura policíaca? Contestar a esta pregunta es uno de los objetivos de este libro.
Definir la novela policíaca o las narraciones policíacas es una labor extremadamente difícil. Muchos expertos y críticos se han arriesgado a lanzar la suya. Así, por ejemplo, Régis Messac indica que: “la novela policíaca es un relato consagrado, ante todo, al descubrimiento metódico y gradual –por medio de instrumentos racionales y de circunstancias exactas- de un acontecimiento misterioso”. Paul Morand, en día novelista francés de enorme popularidad, señala que sería aquella novela “cuyo propósito no es sondear los misterios del alma sino hacer actuar a los mozos, a las marionetas con el movimiento impecable de un reloj”; mientras que para François Forca se podría en forma sintética definir la novela policíaca como la narración de una caza del hombre, pero –y esto es lo fundamental- de una caza en la que se utiliza un tipo de razonamiento que interpreta hechos en apariencia insignificantes para extraer de ellos una conclusión.
Aun cuando estas definiciones algo dicen sobre el “qué” es la novela policíaca o la literatura policíaca, sería ilusorio pretender encontrar una definición buena, bonita y barata, es decir, concisa y exacta. Tal dificultad arranca de un hecho primordial: la literatura policíaca, a pesar de la permanencia de su estructura básica, no es un género ni muerto ni estático. Aunque históricamente reciente, a lo largo de su vida ha sufrido variaciones importantes, ha desarrollado estilos distintos y se ha configurado en formas muy varias. La propia diversidad de nombres con que es conocida: literatura de intriga, literatura de enigma, literatura de detectives, literatura policial, policíaca, criminal, novela negra, etcétera, nos avisan de cualquier intento simplificador. Ello no opta, sin embargo para que pueda encontrarse ese denominador común que debe existir entre distintas obras para que, a pesar de sus diferencias, puedan ser agrupadas bajo un mismo género.
En este sentido existe un cierto consenso sobre la afirmación de que la literatura policíaca agrupa aquellas obras de ficción en las que se produce un hecho criminal, es decir, una ruptura del orden cotidiano, un quebrantamiento de la ley, lo que da lugar a una investigación sobre quién ha sido el responsable del hecho; todo lo cual se resume en la fórmula vulgar de ¿quién lo hizo?. Para el gran poeta inglés W. H. Auden, la fórmula básica es ésta: “un asesinato ocurre; se sospecha de muchos; todos, a excepción de un sospechoso, el asesino, son eliminados como posibles culpables; el asesino es arrestado o muere”, y señala que la fórmula se puede diagramar de la siguiente manera:
Estado pacífico
antes del asesinato
Falsas pistas
asesinato secundario
Solución
Arresto del asesino
Estado pacífico
después del arresto
Claro está que este esquema básico puede ser roto en alguna ocasión y así existen novelas en las que el hecho criminal resultará ser una apariencia y nadie en definitiva resulte ser el criminal. Pero ésta u otras rupturas no significan que el paradigma básico no sea válido, en realidad, aun los intentos de alterar el esquema se mueven dentro del esquema dominante. El elemento que nunca podrá faltar es la investigación, de ahí que algunos autores propongan como nombre para situar el género los de novelas o narraciones de investigación.
Una posible vía para acercarnos al concepto de literatura policíaca consiste en intentar deslindar lo policíaco de aquellas obras literarias o géneros que le son afines. Así, el profesor Pedro Laín Entralgo, en un apreciable trabajo publicado hace bastantes años, hacía ver que la literatura policíaca formaba parte, junto con la de aventuras y la terrorífica o de miedo, de lo que él, de modo gráfico a nuestro entender, denomina “la literatura de emociones”, caracterizada por dos notas íntimamente entretejidas: la intensidad y el motivo. La emoción que este tipo de literatura intenta provocar en el ánimo del lector se distinguiría de la emoción que sin duda existe en toda literatura, por su inmediatez y su violencia, resultado que se procuraría merced al uso de lo imprevisto y lo grave. Un suceso alcanzaría la cualidad de grave cuando comprometa la vida o amenace los intereses verdaderamente vitales. La emoción con sobresalto sería, por tanto, el denominador común de estos tres tipos de literatura. Ahora bien, ¿cuáles serían los rasgos pertinentes o diferentes de cada una de ellas?
Para la resolución de nuestro problema estudiaremos los hechos en sí, los textos, analizaremos sus ingredientes, sus unidades, las relaciones entre estos ingredientes y su estructuración partiendo de los resultados obtenidos, construir una hipótesis que habrá de ser contrastada con la realidad de la literatura policíaca, con su historia.
Antes de iniciar este análisis debemos advertir que los ingredientes que a continuación trataremos de forma individualizada y autónoma, en el relato, en la actuación literaria, funcionan no en razón de los predicamentos que de cada uno de ellos pueda exponerse sino por su relación con el todo, es decir, en relación con el texto global. Desde Saussure sabemos que los componentes o ingredientes de un sistema, y un texto literario es un sistema, no se definen tanto en razón de sí mismos como por su relación con el resto de los componentes del sistema, al tiempo es bueno recordar que todo sistema puede descomponerse a su vez en subsistemas más reducidos. La interrelación de los ingredientes y de los subsistemas es lo que conforma el sistema global o texto. Ello no obstante, es necesario enfocar su estudio, pues de su conocimiento pueden deducirse sus potenciales funciones, sus posibilidades.
III. Los ingredientes
Dos son a nuestro entender los elementos e ingredientes básicos de todo relato policíaco: el crimen y la investigación. Si uno de ellos falta no puede hablarse de literatura policíaca en sentido estricto. Puede suceder, eso sí, que el crimen sea tan sólo una apariencia de crimen, el ejemplo podría ser el relato El jorobado de Conan Doyle, pero aparente o real el crimen es una pieza básica. Su presencia es necesaria. El segundo elemento o ingrediente fundamental es la investigación y, en verdad, hay que considerar que, si bien su sola presencia en una narración no es suficiente para poder hablar de literatura policíaca, sí podemos afirmar que el elemento primordial es la investigación, puesto que sobre él descansará todo el edificio narrativo.
Alrededor de estos dos elementos centrales aparecen en lo policíaco otros ingredientes que se desprenden de aquellos. En la órbita del crimen se encuentran: la víctima, el criminal, el lugar del crimen, el modo del crimen y los sospechosos. Alrededor del ingrediente mayor, investigación, se encontrará: la técnica de investigación, el detective, el desenmascaramiento del criminal y los sospechosos.
Como puede observarse en cada una de estas dos constelaciones hay un elemento que se repite: los sospechosos. Es el elemento que pone en relación los núcleos centrales: el crimen y la investigación. Y no sin razón se ha podido decir que el relato policíaco es una especie de juego de cartas en el que sucesivamente se van descartando posibilidades hasta quedarse con una sola: la del criminal. Podemos por tanto plasmar de modo gráfico el inventario de ingredientes primarios que configuran un texto policíaco, no sin antes notar que el elemento criminal, aunque excluido en un primer momento, forma parte de forma literaria del ingrediente los sospechosos.
Motivos Víctima
Lugar CRIMEN SOSPECHOSOS INVESTIGACIÓN
Modo Criminal Detective
Una vez configurados los materiales o ingredientes de la narración policíaca podemos pasar a un análisis detallado de los mismos.
El crimen
Desde el punto de vista jurídico, crimen es la comisión u omisión de un acto prohibido por la ley. Un acto no constituirá crimen si el derecho no lo define como tal, por monstruoso que parezca a los ojos del individuo; de ahí aquel principio nullum crimen, nulla poena sine praevia lege, ningún crimen, ninguna pena sin previa ley. El derecho considera el crimen como una conducta tan nociva para el bienestar social que su castigo ha de correr a cargo de la sociedad organizada de conformidad con sistemas legales. La ciencia jurídica distingue en el crimen dos elementos: el acto u omisión criminales y el factor mental denominado intención criminal.
En la literatura policíaca, el elemento crimen puede ser cualquier tipo de acto dañino: un robo, un secuestro, una amenaza..., pero en la inmensa mayoría de los casos es un crimen en el sentido coloquial del término, es decir, un asesinato, y esto no es circunstancial.
El asesinato, como dice Juan de Rosal, eminente figura del Derecho Penal español y un experto conocedor y estudioso de la novela policíaca, “es una lesión del orden de consistencia social”. W. H. Auden distingue entre tres clases de crímenes:
-
Ofensas contra Dios y el prójimo o prójimos.
-
Ofensas contra Dios y la sociedad.
-
Ofensas contra Dios.
Y entiende que “el asesinato es único, pues destruye a los que agravia, de manera que la sociedad tiene que tomar el lugar de la víctima y, por consideración a ésta, demandar restitución o concederle perdón: es el único crimen en que la sociedad tiene interés directo”. El asesinato supone una ruptura de la convivencia. El significado social de un asesinato, de la destrucción de un miembro de la sociedad, es diáfano. Como agudamente apunta Wellershoff, “es el regreso sangriento de lo desplazado” y perturba de modo intenso las reglas del juego sobra las que reposa la coexistencia social y por eso cree que “la novela detectivesca tematiza esa ruptura de la confianza. Crea, por medio del asesinato sin aclarar, una atmósfera de sospecha recíproca. Se extiende la idea, ruinosa para la convivencia, de que cada uno personalmente podía haber sido, de que ninguno es digno de confianza”. Si el culpable o los culpables, están entre las personas normales, incluso entre aquellos que parecen estar más libres de cualquier sospecha, pueden agrietarse las constantes de la experiencia social. El crimen se desplaza, en detrimento de la cultura, al núcleo de la sociedad. El asesinato abre una herida, resquebraja unos cimientos del edificio social, erosiona los valores sociales.
El asesinato es efecto de una voluntad que ha actuado. Desear la muerte de alguien puede ser un pecado moral, pero ese deseo hecho acto, hecho muerte, convierte lo que fue pecado moral en crimen social. Es por tanto un hecho social y a la vez un hecho personal, tremendamente personal. El asesinato es una manifestación, una expresión, una creación de su autor: el criminal, y por tanto encierra o soporta su estilo, su sello, su carácter. Y si es estilo, inevitablemente nos acordaremos de la frase de Buffon: “el estilo es el hombre”.
Un hecho criminal, un asesinato, es por tanto el acto final de un largo y, suponemos, tortuoso proceso individual, que desemboca en la decisión ejecutada de matar, y a la vez es el acto inicial de un proceso social que sigue, sin solución de continuidad, al anterior, y al término del cual la sociedad cerrará la herida social que el asesino ha abierto al descubrir y castigar al culpable. Puede decirse por tanto que el crimen es al tiempo un misterio y un problema. El misterio vendría dado, son palabras de Fernando Savater, por el hecho de que alguien sea capaz de matar. El problema provendrá del desconocimiento de su autor, de ese ¿quién lo hizo? que resume la materia propiamente pertinente de la literatura policíaca. Ese conglomerado de fuerza y pulsión individual y social que el asesinato desata, su fuerza expansiva, explica suficientemente que sea el asesinato, frente a otro tipo de crímenes, el delito preferido de las narraciones policíacas. Su sola presencia desata todo un mundo de interrogantes, de inquietudes, de sombras y por tanto de expectativas (en el lector), que garantiza, a poco que luego no se malogre la apretura, el interés de la trama. Esta misma razón nos ayuda a entender también la situación del elemento crimen dentro de la línea de secuencias que constituye la trama. En el modo clásico, tradicional, el crimen ocupa la apretura, la secuencia inicial y más que el crimen en sí, es decir como hecho que se lleva a cabo, su efecto: la muerte. El descubrimiento de un cadáver es estadísticamente la secuencia inicial preferida por los cultivadores del género. El cadáver es lo que queda de un ser, su resto. Un cadáver no es ya un individuo Es más una presencia social que una cualidad individual, y es lo social –la sociedad contra- lo que ocupa la zona central de todo relato policíaco. Se ahí que Salvador Vázquez de Parga haya visto que “el crimen se examina como un hecho más o menos aséptico en cuanto a impacto terrorífico se refiere”.
El cambio de ubicación del elemento o ingrediente crimen dentro de la secuencia narrativa alterará profundamente el carácter del relato policíaco en el que se inserte. Una ubicación media provocará que la zona del relato anterior al crimen ha de estar ocupada por las circunstancias y personajes, lo que llevará a la narración a discurrir por vertientes próximas a la novela de costumbres o la novela psicológica, y decimos novela porque la ubicación intermedia del crimen obliga de modo casi absoluto a elegir una forma de desarrollo amplio, más propio de la novela que del cuento o relato breve. Vemos por tanto que la ubicación representa incluso sobre el modo literario de enseñar la narración.
La ubicación del crimen como elemento en la secuencia final de la trama es teóricamente imposible en un relato policíaco en sentido estricto, es decir, en un relato donde aparezca la investigación, elemento que como hemos señalado anteriormente es necesario para poder hablar propiamente de novela policíaca. pero a pesar de la teoría, existen novelas policíacas donde el crimen está situado en los tramos finales de la trama. Es el caso de las novelas Malice Aforethought (Premeditación) y Before The Fact (Sospecha) del famoso Anthony Berkeley, también conocido con el nombre de Francis Iles, y que como veremos al abordar el estudio de la evolución del género policíaco supusieron un salto cualitativo de enorme relevancia. En cualquier caso esta ubicación final necesariamente arrastra el relato hacia lo que denominamos literatura psicológica, ya centrada en la psicología del criminal, ya centrada en la psicología de la víctima, perdiendo así el marco social que, como hemos indicado, era un ingrediente o característica básica del género.
IV. Estructura
Hemos separado las características de aquellos ingredientes que conforman los textos de la literatura policíaca. Hemos efectuado su descripción, repasando dentro de cada uno de ellos, la función, el rol que desempeñan. Pero estos ingredientes no aparecen en un texto de modo aislado, no tienen entidad literaria propia. En la realidad literaria, en el cuento, relato o novela policíaca aparecen unos junto a otros formando un todo global; son las piezas de una estructura, de un todo complejo que en cada caso, en cada obra concreta, les dará un sentido propio. Por así decir, los ingredientes son los materiales a partir de los cuales, cada autor levanta su propio edificio, su texto y en un texto una estructura la función de cada elemento o ingrediente dependerá tanto de las posibilidades que sus características le otorgan como de su relación con el resto de ingredientes que junto con él confluyen en una obra.
Los ingredientes son los materiales básicos que el autor utilizará para crear su obra personal. Algunos ingredientes, como la investigación, son constantes pues su ausencia convertiría el texto en un texto no policíaco, otros permiten mayor flexibilidad, hay ejemplos de relatos o novelas en los que no existe criminal –La celda número 12, de Jacques Futurelle-, y parecería lógico pensar que donde no hay criminal no puede existir víctima, sin embargo la víctima puede funcionaren el plano de apariencia –El jorobado, de Conan Doyle-.
El detective es un ingrediente estrictamente ligado a la investigación y, como profesional, como agente o como simple personaje que se ve envuelto en una historia policíaca, una narración que se envuelve en el género requerirá necesariamente su presencia.
Las combinaciones que se pueden efectuar partiendo de esos ingredientes son, por simple ley matemática, múltiples. Kipling afirma de modo irónico que “hay noventa maneras de construir un relato criminal y todas son acertadas”. A lo largo de la historia del género parecen haberse ensayado todas. Se ha dicho que existen ejemplos de criminal para todos los gustos, desde el ancianito desvalido hasta el narrador. Las víctimas han padecido su triste destino desempeñando papeles para todos los gustos; en uno de los mayores relatos de la literatura policíaca , No vuelvas la cabeza de Fredrric Brown, pareció haberse llegado al colmo de la sutileza: la víctima era el lector. El modo y el lugar del crimen presentan todo un interminable abanico de artes y paisajes. Y sin embargo el género continúa deparando sorpresas y es cierto que ha evolucionado de modo patente desde su no tan lejana aparición. Pero algo permanece: una estructura común.
Del término estructura se ha abusado tanto que corre el riego de convertirse en una de esas palabras que por abuso terminan por no significar nada. Entendemos por estructura una combinación organizada de elementos. Combinación que no es una mera reunión, suma de elementos, sino algo distinto, organizado, porque esa combinación está dirigida o encaminada a algo, a un algo que es tanto interno –resolver el problema planteado- como externo –mantener el interés del lector-. La combinación de estos elementos presupone que existen ciertas unidades y que por tanto es descomponible.
Una vez delimitado el valor con el que usaremos la palabra estructura, podemos ver cuál es la estructura de una narración policíaca. Consiste ésta en la combinación de ingredientes propios de la literatura policíaca organizada, ya en relato, cuento o novela, con el fin de resolver los problemas planteados -¿quién lo hizo?, ¿cómo?, ¿por qué?- y mantener en vilo y en ignorancia sobre ellos al lector hasta el final.
El doble fin de la estructura literaria de lo policíaco es su cualidad más singular. Esta dualidad pesa en todo autor a la hora de crear, elaborar y destribuir sus materiales, y es causa de su peculiar construcción. Karl Kraus, un escritor austríacode principios de siglo manifestó en cierta ocasión que “la meta es el origen” y esta máxima le cuadra perfectamente a lo policíaco. La construcción parte el punto de llegada y retrocede hasta el punto de partida. El autor construye el relato de delante hacia atrás; la narración se muestra a partir de un final. La trama interna está orientada toda ella con la finalidad de demostrar como posible un hecho aparentemente imposible de explicar. Es la dictadura del final que obliga a no salirse del esquema necesario. Esa exigencia es lo que le da al género ese aire de género algebraico, de criptograma, de teorema y, en consecuencia, produce que todo lo demás sea accesorio en la estructura del texto. Como dice Victor Imegac, un claro de luna dentro de un relato policial será tan sólo un efecto escénico para mostrar un cadáver en medio de un charco de sangre pero nunca será un ingrediente descriptor con entidad propia. Ni el paisaje, ni el tratamiento humano de las figuras, ni los toques de ambiente interesan en una estructura tan puramente finalista. Al menos en lo que ser refiere a la literatura policíaca clásica o de detectives.
Este carácter rígido de la literatura policíaca y la presencia de sus dos finalidades: resolver un problema, y despistar y atraer al lector, ha dado lugar a la proliferación de reglas explícitas que, aunque como toda regla se han creado para transgredirlas, forman parte de la herencia estructural de los relatos policíacos. El código más amplio de estas reglas que buscan la garantía del fair play con el lector y una cierta solidez en la trama sería el dictado por el escritor S. S. Van Dine.
Por supuesto que estas reglas no pasan de ser un inventario de intenciones. El mismo Van Dine no las respetó en sus obras, pero tienen un valor importante porque encierran en sí mismas un código que limita el campo posible sobre el que debe levantarse una estructura policíaca. Si como hemos indicado ésta se organiza en razón de resolver con corrección un enigma o una serie de ellos, las normas de Van Dine constituyen una especie de código de circulación ue autores y lectores aceptan como propio del género. Lo de menos es que por cada regla pueda encontrarse un ejemplo, un relato, un cuento o una novela que la eche por tierra; lo válido es que transparente un hecho: la presencia de unas normas internas, normas que varían continuamente pero que ejemplifican un fenómeno peculiar de lo policíaco que es la mezcla de aceptación del género y de trasgresión. Una mezcla que tendrá su reflejo en la actitud general del lector típico, de los fans de lo policíaco, quienes buscan reconocer los rasgos y al mismo tiempo, sorprenderse.
La estructura dispositiva
La forma concreta en que se realice la continuación de los elementos da como resultado una estructura dispositiva. En realidad, en cada novela, cuanto o relato, existe una estructura dispositiva concreta, la que corresponde a esa novela, cuanto o relato, pero puede afirmarse que existe una estructura dispositiva profunda en todo el género. Esta estructura vendría dada por la secuencia narrativa siguiente:
Crimen (perturbación) ----> investigación ----> solución
En la historia del género podrá comprobarse que esta estructura común es constante sin que sea un obstáculo que el crimen sea tan solo una apariencia de crimen o la solución entre el acuerdo con la norma según la cual la solución pasa por la entrega a la ley del culpable. Ya hemos visto cómo el sentimiento de justicia parece estar por encima del estricto cumplimiento de la ley
En un momento determinado esta estructura sufrió una alteración importante cuando autores como Freeman, Roy Vickers y, sobre todo, Frances Iles, saltándose las normas, iniciaron sus relatos contando quién era el criminal. Ese salto de la norma, sin embargo, no afectaba a la estructura sino a la posición del lector con respecto a ella. Con la “inversión” técnica que estos autores introdujeron, la secuencia básica continuaba, puesto que lo que el lector sabía era desconocido por el detective que es el testaferro de la sociedad perturbada por el crimen. Es más, aún en el caso de que el detective conociese al culpable, la estructura seguirá manteniéndose ya que la investigación repararía sobre la necesidad de encontrar la prueba que demostrará explícitamente la culpabilidad.
Quizás el mayor ataque que esta estructura común ha sufrido sea el originado por las obras del suizo Dürrenmatt puesto que en sus novelas desaparecería un término clave de la secuencia dispositiva: la solución. La introducción del elemento azar, piedra de toque de su narrativa, impediría la solución del caso, de ahí que subtitulase su segunda novela La promesa, con el enunciado de Réquiem por la novela policíaca. Pero aún en este caso la estructura demuestra que es más exigente que la intención del autor puesto que éste está obligado a explicar, en la novela, cómo actúa el actor para impedir que la solución se alcance. Es decir, el azar, un ingrediente no tradicional, interfiere la lógica necesaria para que el detective cumpla su tarea pero al lector se le darán los datos, en este caso, que explican la lógica del fallo o del error. Dürrenmat no acabó, por tanto, con la novela policíaca sino que hizo patente la necesidad de que en un mundo problemático como es el contemporáneo, la literatura policíaca se hiciese problemática y se cuestionase, desde dentro, su supervivencia.
La estructura en marcha: la lectura
La importancia de la lectura como actividad inherente de la literatura no ha sido valorada hasta tiempos muy recientes. El estudio de la vida del autor, de sus circunstancias y pensamientos o ideología, o bien del texto literario en sí, ha ocupado hasta tiempos muy recientes el lugar hegemónico dentro de los estudios de teoría literaria. Hoy, sin embargo, la lectura es un fenómeno que recibe múltiple atención y toda una nueva forma de crítica literaria, la de deconstrucción, la ha tomado como objeto central.
Aparentemente la lectura es un proceso lineal como lineal es la presentación del texto, pero esta apariencia es sólo eso, apariencia. Ciertamente que en la lectura hay un proceso de captación de información que sigue la rígida formación de palabra tras palabra, línea tras línea y párrafo tras párrafo a que obliga la configuración física de la escritura.
Ahora bien, durante la lectura según se avanza el lector adquiere, por así decir, una bolsa de información que no representa tan solo un elemento acumulativo pasivo sino que se manifiesta profundamente activo, es decir, actúa sobre lo que se está leyendo o se va a leer e incluso sobre lo ya leído. Es decir, la lectura modifica una novela. Es una experiencia común que, mientras leemos una novela, una información que hallamos en el capítulo 3 nos sirve para comprender tal actitud de un personaje que apareció en el 2 o en el 1 y ello hace que reacomodemos nuestra memoria sobre lo leído, igualmente ocurre hacia adelante. Si un personaje nos dice que él conoce que uno del os otros personajes x, y o z, puede ser un anciano nosotros leeremos lo concerniente a ese personaje con una actitud que no sería la misma si no tuviéramos esa información.
En la novela policíaca, esta puesta en marcha de la estructura literaria que toda lectura supone es fundamental. Hay que tener en cuenta además que una obra que pertenece a un género presupone que el lector que se acerque a ella lo hace condicionado por lo que espera encontrar y esa idea de lo esperable depende de las lecturas que haya hecho anteriormente de otras obras del mismo género. Por supuesto que ninguna lectura de ningún libro es inocente, en el sentido de que toda lectura condiciona las siguientes, pero dentro de un género este fenómeno se identifica.
En la literatura policíaca el lector orienta su lectura hacia una meta: el descubrimiento del criminal y toda la información que recibe la procesa –valga el vocablo informático- con esa intención. Ahora bien, esta información dependerá de la estructura concreta que el autor haya redactado. El autor programa –valga otra vez el vocablo informático- su información con los objetivos que el detective aclare el misterio y que el lector no lo aclare. En el caso de la novela con técnica de inversión lo programará con el segundo objetivo de que el lector no sepa como el detective llegará a conocer lo que él ya sabe: el nombre el culpable.
La actitud del lector es conocer por tanto la solución y por eso quiere avanzar rápidamente con la lectura –de ahí que los malos lectores lean antes las últimas páginas- y el autor juegue con este deseo retardándolo y atusándolo según su habilidad. Que una obra policíaca sea de calidad dependerá precisamente de la capacidad del autor para jugar con los elementos dilatorios.
El elemento o elementos dilatorios deben integrarse de forma no gratuita en la secuencia del texto. Un ejemplo clásico de elemento dilatorio es la multiplicación de sospechas, ahora bien, si algún sospechoso apareciese solo con el fin de retardar el desenlace, es decir su presencia no fuera una exigencia del propio relato, sería un fraude y un fraude que sin duda el lector rechaza. El lector acepta que se le esté intentando engañar pero no que se le tome el pelo.
La lectura de una novela policíaca permite que la estructura de un texto se multiplique por tres y esa es, a nuestro entender, una de las causas del éxito de género. Explicaremos esto. Durante la lectura el lector camina mentalmente por tres estructuras: una la que recorre el detective; otra la que el culpable intenta que recorra el detective y una última que el lector sigue tras los pasos del detective.
El detective, el héroe, sigue un trayecto: crimen-datos-hipótesis-comprobación-solución, y el lector le acompaña en esta trayectoria o estructura. El autor sabe que conviene que el lector acompañe al detective, se identifiue con él o se proyecte en su figura pues así mantendrá su interés pero también sabe que no debe estar muy cerca del detective pues sino sabrá lo mismo que él y descubrirá, con él, la solución. De ahí que introduzca entre ambos una distancia, distancia que en muchos casos será la que produzca la presencia de un narrador intermedio: el famoso acompañante del detective. El lector sabrá si lo que sabe el Watson de turno y habrá perdido por tanto cercanía con el héroe.
Por otra parte y como ya hemos indicado, una historia de detección consiste en descifrar una historia oculta debajo de una apariencia. Esa apariencia es la que el culpable ha organizado con el fin de no ser descubierto; de ahí las falsas pistas, las falsas coartadas, las mentiras, etcétera. El lector irá viendo como esa estructura de apariencias se va derrumbando, irá comprobando como el culpable “ha escrito mal” su novela, esa segunda estructura que la lectura despierta.
Por último el lector lee o recorre una tercera estructura tras la pista del detective. El lector de novelas policíacas sabe que en estas el fin es el tiempo, la resolución y la no resolución de un misterio que en las novelas policíacas se basan en que el héroe resuelva la solución y, esto es lo importante, en que el lector no lo resuelva. Por eso el lector desconfía de la novela y sabe que él, como el detective, ha de procurar encontrar la verdad de las apariencias que el texto es en sí. El lector vigila al detective, vigila la novela. Pero la situación es realmente excitante. Es una auténtica y apasionante presencia. El detective persigue al asesino y va tras sus pasos. El lector sigue al detective intentando adelantarse y descubrir al asesino. Si el detective se para y se oculta detrás de un árbol, el lector supone que el culpable se ha parado y ha mirado hacia atrás pero ha de tener en cuenta que el detective ha podido cometer esta acción con el fin de hacerle creer que el asesino es aquél que se ha parado.
No es extraña, por tanto, la poderosa atracción que la novela policíaca despierta en los lectores. Ser al mismo tiempo detective (por identificación con el héroe), culpable (por ver cómo poco a poco el montaje de éste se desmorona) y detective supremo (investiga la investigación del detective) es una aventura intelectual gratificante.
Es ahora el momento, después de estudiar los materiales que conforman la literatura policíaca, de pasar a estudiar las diferentes construcciones concretas que diversos autores, en diversas épocas históricas, han realizado. Dar cuenta de cómo el género se ha ido conformando, autor a autor, obra a obra, hasta cristalizar en una institución literaria, el género policíaco, que el público reconoce y acepta.
Nota sobre Novela negra
La novela negra (Hammet y Chandler) y la obra de Simenon significan el abandono de la novela clásica, fundamentada en lo intelectual, y la incorporación del realismo. En la narración clásica los actores eran soportes funcionales, marionetas que recitaban su papel según reglas determinadas. En las novelas realistas son personajes con entidad real. Sus libros están hechos con los materiales de la realidad cotidiana, con tabaco, con alcohol, con dinero. Ciertamente la actitud de los nuevos héroes es de carácter populista radical y por tanto demagógico. Los malos son los poderosos, los jueces, los intelectuales. Los buenos son las gentes sencillas. Pero en cualquier caso, su literatura se acerca más a la realidad del tiempo de hoy, y a pesar de los cambios radicales que incorporan la estructura básica del género permanece: hay un crimen, un héroe, una investigación y una conclusión o solución final. Por muy alejado que suene el lenguaje de la novela, la visión del hombre de Doyle de la de Maigret, sus obras comportan una estructura común y en ese sentido no conviene valorar en abstracto una más que otra, cada una responde a una época, a un estudio de la evolución del género.
Estas aproximaciones forman parte de un ensayo sobre la novela policíaca que el editor José Cubero, entonces en la editorial Hyspamérica, me encargó a finales del siglo pasado. No llegó a publicarse
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