Efectivamente
al llegar a la cafetería Ramiro se despidió deseándome suerte con
una sonrisa socarrona. Nos sentamos en una mesa del fondo, lejos del
parloteo de cuatro señoras bien provistas de tazas de chocolate
humeante y mojicones dorados. Tras pedir dos cafés con leche, José
me preguntó si había oído hablar de “Las tertulias culturales”.
Cuando vio mi cara de desconcierto se echó a reír y me explicó que
no se refería a las estudiadas en Literatura ni a las reuniones de
viejos en un café, sino a reuniones de jóvenes con inquietudes
culturales y políticas, “vamos de muchachos de 6º de bachillerato
y Preu que quieren informarse y discutir de temas de actualidad como
hacemos en la Universidad… Sí, lo has dicho muy bien. Una especie
de Preuniversitario, pero cultural y político”. Luego me explicó
que, dada la falta de libertad en España, se corrían pequeños
riesgos por lo cual había que extremar las precauciones: No hablar
con nadie de estas reuniones, tener mucho cuidado de dónde nos
reuníamos, hablar bajo pero de forma natural para no levantar
sospechas, no apuntar ni nombres ni teléfonos ni nada que pudiera
servir para delatarnos a nosotros o a otros… Llegado este punto y
viendo alguna expresión de temor en mi cara, me tranquilizó
diciendo que no fuese a pensar que me podían meter en la cárcel ni
nada por el estilo, no cometíamos ningún delito, solo que estas
cosas no le hacían mucha gracia al Régimen y la Brigada Político
Social podría asustarnos pidiéndonos la documentación o con alguna
amenaza. Nada importante. Luego me dio una hoja mecanografiada
explicándome que se trataba de los estatutos de estas Tertulias,
que los leyera y estudiara con detenimiento y luego rompiera o
quemara la hoja y que si estaba de acuerdo con entrar en las
Tertulias llamase por teléfono al día siguiente a Leopoldo María
Panero, “sí, el hijo del poeta, busca el número en la guía, en
la calle Ibiza, él te informara de todo. Bueno, tengo que irme.
Encantado y piénsatelo bien, es una oportunidad importante para
formarte políticamente y conocer gente interesante.”
Se
levantó sin darme opción a acompañarle, pagó los cafés y se
marchó dejándome bastante confuso. Con un poco más de experiencia
habría comprendido que este joven supuestamente llamado José
correspondía al arquetipo de militante, en este caso de las
Juventudes Comunistas. Pero entonces nada de esto sabía ni muchos
menos que las “tertulias” no eran sino la manera de plasmar en
el bachillerato la consigna de extender la influencia del Partido a
sectores cada vez más amplios de la sociedad, de utilizar _o crear_
plataformas legales o semilegales donde formar demócratas o futuros
militantes.
No
mucha más información de la que me había dado José se desprendía
de la lectura de los estatutos. Se insistía en los fines de ampliar
los horizontes culturales, del debate democrático y libre, en
compromisos de seriedad, respeto de las opiniones contrarias,
precauciones necesarias… Así que rompí la hoja, tiré los
pedacitos al retrete y salí de la cafetería con la decisión de
buscar el teléfono en la guía nada más llegar a casa para llamar
a Leopoldo Panero. Este era otro hecho que me desconcertaba de mi
experiencia en Madrid: de los tres chicos comprometidos que había
conocido hasta ahora, dos eran hijos de personas de derechas: Luis
Emilio de un policía, y este tertuliano de un famoso poeta
falangista…
Como
el chirimiri se iba volviendo en lluvia y no llevaba paraguas, hoy no
podría llegar andando hasta Bilbao para, en la confitería de la
plaza, comprar la deliciosa bamba de nata para mi merienda y coger
allí el metro directo hasta Estrecho.
Las
tertulias
Leopoldo
me había citado el domingo a la salida del metro de Ventura
Rodríguez diciéndome que lo reconocería fácilmente porque
vestiría un traje negro y llevaría el
Ya en la mano en
forma de cucurucho.
Y
allí estaba a las seis de la tarde. Perfectamente atildado con su
traje, corbata y chaleco incluidos. Ignoro qué le movía a vestir
de oscuro a pesar de ser muy delgado, incluso más que yo. Su sonrisa
era de las más acogedoras que he conocido, y hasta sus palabras
burlonas referidas a mi aspecto infantil adquirían un sentido
cariñoso. Además de sus continuas gesticulaciones con la mano
derecha armada con el Ya
me sorprendió el tono de su voz, entre gangoso, engolado y
amanerado, como si necesitase silabear las palabras, siendo una
persona sencilla y sin recovecos.
Todo
el camino hasta el lugar de la cita fue interrogándome sobre mi vida
y milagros sin perder la ocasión de hacer afables bromas a mi costa
y con esa peculiar característica de su personalidad: el contraste
entre el tono burlón de sus palabras y la tristeza desasosegada y
profunda de su mirada. En todo el tiempo que traté a Panero siempre
tuve la impresión de que culpaba a la vida de algo de lo cual no
estaba muy seguro.
El
lugar de ésta y de la mayoría de nuestras citas se situaba en el
café Viena, en la calle de Luisa Fernanda, uno de esos cafés
creados al rebufo del Modernismo en todas las ciudades importantes
europeas, donde se seguirían sentando las siguientes generaciones de
aspirantes a escritores, artistas o políticos.
Los
nuestros, los de nuestra tertulia ya aposentados detrás de sus cafés
con leche, eran tres, obviamente sin contarnos a Leopoldo y a mí.
Con uno de ellos coincidí pocas veces. Creo que se llamaba Diego y
sólo recuerdo que participaba poco en las discusiones, salvo cuando
salía algo relacionado con el cine, tema en el que era un verdadero
pozo de sabiduría. ( Más adelante aprendería que podía haber dos
personas más documentadas en todo lo relacionado con el Séptimo
arte: mi hermano Antonio y Carlos Álvarez). Al finalizar una de las
sesiones en que coincidimos Diego y yo fuimos andando hasta Sol para
tomar allí el metro. Durante el camino le conté que yo también era
socio de la filmoteca e iba al teatro Beatriz con mis hermanos
algunas noches. Y nos enredamos _sobre todo él_ en las maravillas
que habíamos visto del expresionismo alemán, por no hablar de El
acorazado Potenkin, o
de Octubre…
Menos acordes estuvimos en la valoración de El
nacimiento de una nación
de Griffith. Mis acusaciones de racismo y antesala del nazismo pronto
naufragaron ante la marea de datos técnicos sobre planos, encuadres,
montajes paralelos, profundidades de campo, retrospectivas y no
recuerdo cuántas virtudes más que habían sentado las bases del
cine moderno. De lo que sí me acuerdo es de la comparación que hizo
con la Ilíada y
la Odisea,
de lo absurdo que sería condenar estas obras por clasistas o
machistas. Como habíamos llegado a la Puerta del Sol y yo tampoco
estaba muy seguro de mis argumentos, no hablé de ideologías de
clase, dominantes o exclusivas. Creo que después de esta charla no
volví a coincidir con este compañero tan interesante.
Con
quienes sí tuve más contacto tanto en otras tertulias como en mi
posterior faceta universitaria fue con la pareja que acompañaba a
nuestro crítico cinematográfico. Con Leopoldo Lovelace muy
ocasionalmente después del Preu, por cuanto él estudió Económicas.
En dos o tres ocasiones coincidimos en casa de unos amigos comunes,
Esther Manzano y Juan José Aparicio, a quienes luego me referiré y
creo que también en alguna reunión política. Más significativa
fue mi relación con Susana López, porque ella sí estudio Filosofía
y Letras y, sobre todo, porque era la responsable política del PCE
de esta facultad y nos encontrábamaos tanto en reuniones de célula
como de comité.
Volviendo
a mi toma de contacto con la tertulia del café Viena, mi recuerdo
más nítido es el de sentirme como gallina en corral ajeno hasta el
punto de que, a los cinco minutos, estuve a punto de levantarme y
despedirme con cualquier excusa para no volver más. Creo que Panero
se percató de ello, me sonrió y nos hizo reparar en un par de
señores con sombrero, sentados en la mesa de enfrente planteándonos
cuál de los dos suponía la reencarnación de don Antonio Machado.
Y la verdad es que ambos se parecían bastante a la foto del poeta
sevillano del libro de Literatura de este año.
Seguramente
esta broma me relajó y me hizo abstraerme un poco de la discusión
sobre no sé qué resolución de las Naciones Unidas, y reparar en el
establecimiento. Todo aquel ambiente me causaba una sensación de
admiración, respeto y melancolía que me hacía recordar la
experimentada años atrás en la catedral de Jaén cuando fui a
examinarme de la beca. Tal vez porque ahora también me estaba
examinando de algo mucho más inconcreto. Los mármoles jaspeados de
las mesas, la blancura de las paredes a juego con las chaquetillas de
los camareros, los biombos y alacenas con celosías separando
ambientes, los espejos, las vitrinas repletas de licores exóticos
en botellas de fantasía, las conversaciones casi reducidas a
susurros hasta el punto que, a veces, llegaba la voz lejana de la
radio dando cuenta de algún partido de fútbol, todo ello me
acoquinaba tanto como estos chicos tan sabios, especialmente
Lovelace, que intercalaba continuamente citas en su discurso. Quien
no tuvo muchos reparos para levantarse fue Diego, saludándonos
educadamente y excusando su partida con algún pretexto vulgar.
Susana
López y Leopoldo Lovelace discutían sobre algo de lo que yo tenía
tan poca idea como interés: la conveniencia o no de la independencia
de Rhodesia. Leopoldo se mostraba apasionado defensor de los
ingleses leyendo datos y cifras de una revista que esgrimía como la
Biblia. Susana escuchaba en silencio estas parrafadas que el otro iba
leyendo no muy fluidamente y lo miraba desde la claridad acerada de
sus ojos, fría y burlonamente. Las réplicas sentenciosas de
Susana a quien años después sería su marido estaban llenas de
ironía: “Los ingleses, líderes del antirracismo. Todos lo
sabemos. La historia también”.
Panero
parecía entretenido con minucias relacionadas con colocar la
cucharilla sobre la taza en distintos equilibrios o con los
parroquianos que entraban y salían. En un momento determinado debió
de enfadarse porque dijo con voz profunda que eso no era sino las
contradicciones del capitalismo, las mismas por las cuales venían
dándose de hostias desde el Renacimiento. Luego se puso a hablar
conmigo de algo y, de improviso, nos interrumpió un personaje
entrañable.
Retrato con fondo rojo. Jesús Felipe Martínez. Edit Caballo de Troya 2013
Voy a comprar este libro. Realmente, te transporta a los viejos tiempos. Y, además, me interesa la figura de Leopoldo María Panero, de quien hace poco leí el prólogo que le regaló a Diego Medrano en "Dejemos el pesimismo para tiempos mejores".
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