Un trabajador de la cultura.
A la salida del franquismo, el Estado
español y los grandes grupos económicos tomaron la decisión
estratégica de ocupar un lugar de hegemonía en la industria
cultural en castellano (una de las primeras políticas consistió
precisamente en abolir cuanto se pudiera la palabra “castellano”
y reemplazarla por “español”). Ayudados por las sucesivas crisis
argentinas y por la pereza mexicana por disputar ese sitio y,
también, por una evidente capacidad propia para generar productos
culturales mediáticos y un nuevo estilo de consumidores
modernizados, hoy, cuarenta años después, nadie duda de que el
objetivo fue alcanzado. La industria editorial fue parte central de
ese proceso de reorganización capitalista, como también lo sabemos
bien. En algún momento, entrados ya los años 80, el mercado
editorial español percibió que no tenía best sellers propios,
grandes vendedores españoles, lo que significaba un problema. Pronto
entendieron que traducir a los Umberto Eco, Stephen King, John
Grisham o las sagas de policiales suecos o de libros porno soft para
mujeres no era suficiente para hacer funcionar la industria, y que
eran necesarios best sellers locales. Esa situación también hoy
está resuelta. Alcanza con ver las cifras de ventas de Carlos Ruiz
Zafón, Almudena Grandes o Arturo Pérez-Reverte, entre otros, para
confirmar el dato. Ninguna industria editorial vive sin grandes best
sellers propios, y el hecho de que la literatura argentina no los
tenga señala ya un rasgo de debilidad estructural del mercado local.
Precisamente, Pérez-Reverte pasó recientemente por Buenos Aires,
donde fue entrevistado por varios medios, en particular un reportaje
excelente en ADN, a cargo de Martín Rodríguez Yebra. En un momento
de la entrevista, ante la pregunta de si está “enojado con
España”, Pérez-Reverte aporta una aguda definición: “Estoy más
enojado con los 99 malos estúpidos que con el vil (…) los otros
son cobardes, estúpidos, acomodaticios, borregos que se dejan
arrastrar. Despreciando como desprecio a los nazis, desprecio más al
ciudadano común que quiere congraciarse con el nazi (…) la mayor
parte del daño lo hacen las ratas, no el verdugo”. Esa y otras
frases por el estilo, dichas a lo largo de la entrevista, me hicieron
entusiasmar. Si se presta atención, de alguna forma lo que está
haciendo Pérez-Reverte es poner en cuestión a sus propios lectores,
esa inmensa mayoría silenciosa, esa marea de clase media cotidiana
gris, esos “ciudadanos comunes” que compran sus libros.
¡Pérez-Reverte, el escritor que muerde la mano que le da de comer!
No pueden saber ustedes el entusiasmo, la curiosidad y, casi diría,
la alegría que sentí al leer esas frases. Luego continúa con una
serie de críticas también muy intensas al mundo del arte, hasta que
le preguntan si “pasa algo parecido (…) con la industria del
libro”. Pérez-Reverte contesta: “No. Son mundos muy distintos.
El arte moderno (…) son operaciones comerciales. En la literatura
es distinto (…) el mundo del libro es mucho más auténtico”. Y
de golpe, en un segundo, mi entusiasmo se deshizo. El mundo es una
porquería, pero el mercado editorial es bueno. Rápidamente recordé
de qué trabaja Pérez-Reverte, qué encarna, qué literatura escribe
y cómo funciona la moralina del intelectual progresista de mercado.
No, jamás Pérez-Reverte va a morder la mano que le da de comer.
Una pena. (Yo) también me había entusiasmado. Pero es mejor así porque no veo a Reverte dando dentelladas rotundas y no están los tiempos para mordisquitos.
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