Un príncipe del comunismo.
El idiota. Fedor Dostoiewski.
Evidentemente no se trata de reivindicar la estatura literaria de
esta novela sino de intentar resituarla fuera las habituales
hornacinas interpretativas en las que se la suele encajonar. Si la
etiqueta de “realismo de almas” persiste todavía hoy cuando se
habla del corpus narrativo de Dostoiewski, en el caso de El
idiota esta clave hermenéutica se ve acentuada hasta el
extremo. El eje de la reflexión sobre su significación ha venido
gravitando en la tradición humanista alrededor de la figura de su
protagonista, el principe Myshkin, predominando en su entendimiento
dos constelaciones interpretativas de signo semejante aún cuando se
propongan desde campos semánticos diversos. Por un lado aparece una
ubicación simbólica de matriz religiosa en donde la comparación
entre el príncipe y el Cristo da lugar a conclusiones apresuradas
sobre los obstáculos que la santidad encuentra en su devenir dentro
de una sociedad egoísta, pecadora. Por otro, surge toda una estirpe
de comentaristas que ven en Myshkin un correlato de Don Quijote, loco
pero cuerdo, inteligente pero idiota, “caballero pobre” que en su
defensa de los ofendidos provoca más estragos que beneficios. El
propio Dostoiewski hizo ver que las cualidades del hidalgo podrían
causar más daño que bien a la humanidad.
En resumen ambas líneas de comentario confluyen en una conclusión
pareja: el idiota como un idealista que con su bondad, aún sin
querer, siembra el mal. Justamente el tipo de lectura que Félix de
Azúa retoma con inteligencia en su novela Historia
de un idiota contada por si mismo y que, con
grosería reaccionaria, Carlos Alberto Muntaner, Apuleyo Soto y Mario
Vargas junior, ofrecían como guiño para titular su Manual
del perfecto idiota latinoamericano. He de confesar que
agradezco tal oportunismo pues fue precisamente ese uso el que me
llevó a preguntarme qué podía haber detrás de ese idiota para que
tanto molestase a esta trinidad de mayordomos al servicio de las
clases dirigentes.
La crítica humanista aborda al personaje de Myshkin como paradigma
de esa complejidad eterna, “misterio del ser” que encierra la
condición humana, así en abstracto, como esencia. Quizá por eso
sería bueno fijarnos en la sustancia, las circunstancias concretas,
que subyacen en “la idiotez” del protagonista. Al hilo del
biografismo la personalidad narrativa de Myshkin se suele achacar a
la epilepsia que padece el origen de su “idoecia”, entendida como
especie de retraso mental que lo convierte para el resto de los
personajes de la novela, obligados a reconocer también su
inteligencia, en un “peculiar inocente. Un personaje ungido por su
“ajenidad”: en un mundo egoísta es solidario, en un mundo de
depredadores es un manso, en un mundo patriarcal respeta como iguales
a las mujeres. En la novela su “singularidad” no resulta fruto
directo de su enfermedad pues se insiste en su curación, sino del
ambiente social donde, hasta su regreso a Rusia, desarrolló sus
facultades: en un sanatorio “abierto” dirigido por una especie de
mentor que, a caballo entre Freire y Battaglia, ha propiciado un
entorno regido por “la economía del don”. Un espacio ajeno a la
lógica del interés particular, ajeno a la lógica del capitalismo.
Desde esta consideración nos permitimos aventurar otra
interpretación de la figura del príncipe y proponer una lectura
partiendo de la idea de que narrativamente Myshkin encarna la marca
de un ciudadano que ha vivido y crecido en “lo común”, en una
sociedad donde se han hecho realidad, en su pequeña escala, los
valores comunistas y que, en su retorno a la Rusia capitalista, no
“entiende” las reglas de conducta de una sociedad caracterizada
por la insolidaridad y en la que la agotadora elección entre el ser
y el deber ser resulta una trampa autodestructiva imposible de
evitar. Desde esta óptica la inadaptación de Myshkin no vendría
originada por ninguna alteración psicomédica sino por la
incompatibilidad radical entre el imaginado “hombre nuevo”
prometido por el proyecto socialista y “la idiotez” generalizada
de la sociedad burguesa. Ya ven, yo quitaría esta novela del estante
donde encontramos Nazarín
de Galdós y la pondría en vecindad con Teorema
de Pasolini, esa historia de otro “ángel” que habitó entre
nosotros.
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