martes, 19 de mayo de 2015

UN PRINCIPE DEL COMUNISMO



Un príncipe del comunismo.

El idiota. Fedor Dostoiewski.

                Evidentemente no se trata de reivindicar la estatura literaria de esta novela sino de intentar resituarla fuera las habituales hornacinas interpretativas en las que se la suele encajonar. Si la etiqueta de “realismo de almas” persiste todavía hoy cuando se habla del corpus narrativo de Dostoiewski, en el caso de El idiota esta clave hermenéutica se ve acentuada hasta el extremo. El eje de la reflexión sobre su significación ha venido gravitando en la tradición humanista alrededor de la figura de su protagonista, el principe Myshkin, predominando en su entendimiento dos constelaciones interpretativas de signo semejante aún cuando se propongan desde campos semánticos diversos. Por un lado aparece una ubicación simbólica de matriz religiosa en donde la comparación entre el príncipe y el Cristo da lugar a conclusiones apresuradas sobre los obstáculos que la santidad encuentra en su devenir dentro de una sociedad egoísta, pecadora. Por otro, surge toda una estirpe de comentaristas que ven en Myshkin un correlato de Don Quijote, loco pero cuerdo, inteligente pero idiota, “caballero pobre” que en su defensa de los ofendidos provoca más estragos que beneficios. El propio Dostoiewski hizo ver que las cualidades del hidalgo podrían causar más daño que bien a la humanidad.
             En resumen ambas líneas de comentario confluyen en una conclusión pareja: el idiota como un idealista que con su bondad, aún sin querer, siembra el mal. Justamente el tipo de lectura que Félix de Azúa retoma con inteligencia en su novela Historia de un idiota contada por si mismo y que, con grosería reaccionaria, Carlos Alberto Muntaner, Apuleyo Soto y Mario Vargas junior, ofrecían como guiño para titular su Manual del perfecto idiota latinoamericano. He de confesar que agradezco tal oportunismo pues fue precisamente ese uso el que me llevó a preguntarme qué podía haber detrás de ese idiota para que tanto molestase a esta trinidad de mayordomos al servicio de las clases dirigentes.
La crítica humanista aborda al personaje de Myshkin como paradigma de esa complejidad eterna, “misterio del ser” que encierra la condición humana, así en abstracto, como esencia. Quizá por eso sería bueno fijarnos en la sustancia, las circunstancias concretas, que subyacen en “la idiotez” del protagonista. Al hilo del biografismo la personalidad narrativa de Myshkin se suele achacar a la epilepsia que padece el origen de su “idoecia”, entendida como especie de retraso mental que lo convierte para el resto de los personajes de la novela, obligados a reconocer también su inteligencia, en un “peculiar inocente. Un personaje ungido por su “ajenidad”: en un mundo egoísta es solidario, en un mundo de depredadores es un manso, en un mundo patriarcal respeta como iguales a las mujeres. En la novela su “singularidad” no resulta fruto directo de su enfermedad pues se insiste en su curación, sino del ambiente social donde, hasta su regreso a Rusia, desarrolló sus facultades: en un sanatorio “abierto” dirigido por una especie de mentor que, a caballo entre Freire y Battaglia, ha propiciado un entorno regido por “la economía del don”. Un espacio ajeno a la lógica del interés particular, ajeno a la lógica del capitalismo.
          Desde esta consideración nos permitimos aventurar otra interpretación de la figura del príncipe y proponer una lectura partiendo de la idea de que narrativamente Myshkin encarna la marca de un ciudadano que ha vivido y crecido en “lo común”, en una sociedad donde se han hecho realidad, en su pequeña escala, los valores comunistas y que, en su retorno a la Rusia capitalista, no “entiende” las reglas de conducta de una sociedad caracterizada por la insolidaridad y en la que la agotadora elección entre el ser y el deber ser resulta una trampa autodestructiva imposible de evitar. Desde esta óptica la inadaptación de Myshkin no vendría originada por ninguna alteración psicomédica sino por la incompatibilidad radical entre el imaginado “hombre nuevo” prometido por el proyecto socialista y “la idiotez” generalizada de la sociedad burguesa. Ya ven, yo quitaría esta novela del estante donde encontramos Nazarín de Galdós y la pondría en vecindad con Teorema de Pasolini, esa historia de otro “ángel” que habitó entre nosotros.



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