7.-
El narrador que no se lava las manos (en agua sucia)
Arderíus
es muy consciente de la compleja y complicada problemática que
supone la construcción de una literatura que se aparte de aquello
que la tradición humanista viene proponiendo como tal. Sabe que al
mismo tiempo que se opone a ese entendimiento abstracto de la
literatura como expresión de la perenne “condición humana”
la “nueva literatura” debe legitimarse en función de aquellos
criterios que la literatura de la clase dominante ha venido
imponiendo: función poética del lenguaje, autoreferencialidad,
polisemia, extrañamiento, sintaxis narrativa . Las lecciones de las
vanguardias literarias soviéticas y revolucionarias, literarias
pero también teatrales y cinematográficas le han proporcionado los
recursos expresivos necesarios para que la novela cumpla su intención
política sin renunciar a su entidad literaria. Del uso poético que
realiza del lenguaje en las descripciones de los paisajes como
correlatos objetivos de las tensiones de unos personajes atravesados
por una angustia más material que existencial ya hemos hecho
referencia. Valga ahora por tanto comentar el arte, - el buen oficio-
con que Arderíus ha construido ese desarrollo argumental que nos
obliga como lectores a tomar partido sobre la cuestión o dilema
“político literario” que la novela ha planteado. Una
construcción que está obligada a ofrecerle al lector las
condiciones narrativas necesarias para poder ejercer su juicio
libremente y sin que en el desarrollo de la novela este se manipule o
fuerce.
Sabemos
bien que uno de los mayores problemas a los que debe enfrentarse la
literatura que no se resigne a integrarse en la “sensibilidad
literaria dominante”1
reside en evitar – si fuera posible- el juicio, prejuicio más
bien, que sobre ella recae cuando se las acusa de parcialidad
manifiesta y dogmática propósito de la falta de libertad de unos
personajes al servicio de las tesis del autor y de la tergiversada
mirada con la que sus narradores presentan u omiten los hechos de
la acción narrativa. A los escritores que se enfrentan a esa
estética que define la elegancia en función de la propia crianza de
clase les ocurre algo semejante a lo que sucede con los miembros de
grupos tradicionalmente minorizados: han de presentar méritos dobles
para alcanzar el reconocimiento más simple. Un ejemplo de este
miope prejuicio lo encontramos en la opinión que evacua Domingo
Ródenas en el artículo ya citado cuando afirma, refiriéndose a
novela como Campesinos
o Los pobres contra los ricos
(1933) y Reparto de tierras(1934)
de Arconada, que “se trata
de novelas beligerantes contra la política agraria del gobierno
republicano, escritas desde la militancia en el Partido Comunista, en
las que los campesinos son tratados como héroes y la oligarquía
terrateniente como un cúmulo de perversiones”
porque si algo caracteriza a la novela de Arderíus es precisamente
el equilibrado tratamiento de todos los personajes y el la honestidad
narrativa con la que interviene el narrador. Una mínima lectura
atenta de la novela deja ver como las figuras de los jornaleros se
presentan desde distintos ángulos y reflejando muy distintas
opiniones ya no sólo políticas sino existenciales sin que pueda
destacarse en ninguno de ellos ese tratamiento de héroes del que
habla Ródenas. Sólo la lectura de la escena en la que Blas es
humillado por el sargento de la Guardia Civil desmontaría tan simple
apreciación y difícilmente puede hablarse de que la novela cargue
las tintas al caracterizar a los propietarios que no hacen sino
actuar de manera coherente con sus intereses. Lo que evidencia la
sesgada opinión de Ródenas es el dogmatismo teórico de una crítica
doctrinaria incapaz de comprender que la construcción de personajes
no pasa obligatoriamente por su psicologización ni por la medición
del nivel de “humanas contradicciones” que vehiculen. Cabría en
todo caso recordar que si de contradicciones se habla a la hora de
determinar la simpleza o complejidad de una novela, parecería lo
propio apoyarse en la presencia de todas las contradicciones de
clase que en obras como las citadas por Ródenas aparecen2.
En
lo que atañe al `papel del narrador como elemento estructural
decisivo – al fin y al cabo toda novela es la historia de alguien
que cuenta algo- y sobre el que descansa en buena parte el
equilibrio de ese juego de argumentaciones que en toda novela tiene
lugar, la voz narrativa de campesinos no deja de ser sorprendente por
la pertinencia con que se mantiene equidistante sin por ellos
intentar adoptar la imposible apariencia de un narrador neutral. El
narrador de Campesinos no
es un narrador imparcial no objetivo y sin embargo no interfiere en
la resolución del conflicto que hemos venido mencionando. Al
contrario de Pilatos no trata de lavarse las manos en agua sucia.
Desde el primer momento deja claro su posición personal y no tendrá
reparo en explicitar sus injerencias ni en dejarse delatar por el
uso de un lenguaje político concreto: “Montados
en sus jacas eran una pareja de buitres del fisco que merodeaba por
las chozas s de los labriegos para rapiñarles las reses, los muebles
y hasta jirones del pellejo”
Cap I “En la historia de la
explotación de la comarca no se había conocido robo semejante”
“La ley del capitalismo les parecía ya a los facinerosos estrecha,
benévola, y obedecían sólo a la voracidad antropógafa de sus
instintos”. Cap V. “¿Pero
qué hacer para moldearse en acción, en acción que tuviese una
eficacia revolucionaria?”
“Tenían germen
revolucionario…¡Pero era tan grande su ceguera! No tenían idea de
nada. La conciencia de clase iba afianzándose más y más en las
entrañas de ellos” Cap
XVI. Donde ese narrador parece poner todo su cuidado es en que las
partes que argumentan el dilema propuesto: ¿las insurrecciones
campesinas están condenadas al fracaso? estén equilibradas y
entiendo que con la mera lectura del esquema argumental que hemos
realizado tal cuidado queda ratificado. La figura de ese narrador
no neutral ni arbitrario, implicado pero libre del leso delito de
prevaricación narrativa3,
constituye uno de los grandes logros narrativos de esta novela y
condiciona en parte ese final con apariencia de “logos
interruptus” pero que no
hace sino confirmar la honestidad narrativa de la novela. Porque no
se trata tan solo de que con las palabras finales del tío Yesca:
”Diles a esos, que están en
la sala, que acaban de llegar los padres de la república, para
barrernos!” la acción
narrativa parece quedar suspendida y debiendo por tanto el lector
completarla a partir de las líneas de coherencia que la novela ha
venido marcando, es decir, en clave de un realismo que impedirá
cualquier fantasía triunfalista sino de algo con mucho más alcance
puesto que “ese final que falta” es el que asegura que los
lectores se vean obligados “a entrar en política” y dar
respuesta fuera del espacio de lo literario a la pregunta que el
conflicto narrativo puso en marcha. La novela rompe así sus propias
limitaciones saltando las fronteras entre el campo de lo literario y
el campo de lo político. La novela no ha hecho sino representar lo
que en la realidad de aquel momento histórico es y va a seguir
siendo persistente materia narrativa: huelgas y levantamientos de
campesinos en Sevilla, episodios de Castilblanco y Casas Viejas, etc
No es una novela escrita en la clave intemporal del “Erase una vez”
y aunque tampoco es una novela profética si es una novela que mira
el presente en clave de futuro, en clave de cómo leer lo que está
pasando, es decir, cómo valorar desde el objetivo de la revolución
la novela nuestra que cada día escribe el campesinado insurrecto.
Se erige así la novela en una “instrumento de distancia” capaz
de permitir el análisis político y en ese sentido su estética
recuerda la propia de las piezas didácticas de Bertold Brecht cuyo
“distanciamiento” como bien ha sabido observar Juan Carlos
Rodríguez4
no deja de mantener estrechas relaciones con las teorías sobre el
partido revolucionario elaboradas por Vladimir Ilich Lenin.
8.-
El lector implícito está sentado y discutiendo en la mesa.
El
narrador de Campesinos
rehuye con acierto adjudicarse el papel de “dar voz a los que no
tienen voz”. No es un narrador paternalista ni se siente moralmente
comprometido con la causa de “los desposeídos” ni
literariamente “baja” de ningún monte Sinaí
para llevar a los suyos a
la tierra prometida. Como ya se ha dicho, no oculta que es poseedor
de un lenguaje y unas referencias culturales muy alejadas de los
usos propios de jornaleros y pequeños arrendatarios y este dato
parece indicar con claridad que no es a esa masa de campesinos a los
que dirige esa pregunta que da a conocer a través de la novela.
Entiendo que poder determinar quién o quiénes son los destinatarios
de un texto ayuda a entender su sentido y significado. Cuando la
academia bienpensante se enfrenta a la narrativa social de los años
treinta o de los años cincuenta gusta sobremanera de recordar que
esa novela parece estar destinada a un segmento de lectores que por
su condición social o bien no lee o no lee esa clase de novelas que
“los escritores comprometidos” redactan. Hay en este comentario
mucho de ignorancia clasista pero no deja de apuntar algunos
problemas reales a los que debió enfrentarse la literatura
militante. Y militante es sin duda una novela que como Campesinos
pone sobre la mesa una
cuestión política palpitante cuando menos en los momentos en que se
elaboró y publicó. Conviene recordar por consiguiente que en ese
tiempo histórico las condiciones de recepción para la “literatura
de avanzada” no resultaban tan desfavorables o negativas como, por
ejemplo, las que hubo de sufrir bastante más tarde la llamada
novela social de los años cincuenta. Ciertamente que el grado de
analfabetismo entre la población campesina y obrera era muy alta,
pero cierto también que las tareas de propaganda- en el sentido
político del término, es decir, como propagación de una
“pedagogía” revolucionaria- llevadas a cabo tanto por el
anarquismo y el socialismo, habían asentado plataformas culturales –
ateneos obreros, casas de cultura, escuelas nocturnas,
etc-cuantitativamente muy significativas. Conviene además no
olvidar que la literatura de avanzada no solo contaba con una nómina
destacada de autores sino también y de manera especialmente
relevante, con unos medios de producción y difusión a su alrededor
que dejaban sentir su relevancia: editoriales, revistas, teatros,
etc.
No
pretendemos con esto argumentar que una novela como Campesinos
contaba con unas condiciones de recepción válidas para poder
afirmar que su “mensaje” iba a ser recibido y asimilado por las
masas de jornaleros que protagonizaban el conflicto planteado, aun
siendo esas masas, en principio, las que estaría más interesadas en
resolver la cuestión de estrategia política que la novela
presenta. Creo que si esa fuera la intención con la que se construye
la novela, si ese fuera el destinatario que la constituye, la novela
sería una novela fracasada y fallida: una mala novela. Nos parece
verificable, aunque no recurramos ahora a comentario de texto
justificativo que avale la afirmación, que la novela de Arderíus
está reclamando un destinatario con una intendencia política
notable, con un conocimiento de la realidad social considerable y con
un alto grado de implicación en el conflicto social y político que
la novela expone. Entiendo por tanto que ese lector implícito que en
la novela puede detectarse se corresponde precisamente con aquellos
que - dice el tío Yesca- hay que poner en sobreaviso: “Diles a
esos, que están en la mesa, que acaban de llegar los padres
de la república, para barrernos!”. Los que están en la mesa.
Para
apoyar la hipótesis de que los destinatarios implícitos son “los
que están en la mesa”, es decir, aquellos que están militando en
aquellos partidos que deben de proponer estrategias que den
respuestas a las preguntas que “la realidad como novela que no
cesa” genera, me parece válido recurrir a consideraciones que
podrían parecer extraliterarias pero que en ningún caso deberían
ser tomadas por extratextuales dado que en el propio texto de la
novela se hacen presentes. Entiendo en consecuencia que es
necesario, legítimo y conveniente hacer referencia a las tensiones y
conflictos políticos que en esos momentos se estaban produciendo en
el interior de la organización política, el partido comunista, al
que la novela nombra y concede protagonismo relevante a través de
las figuras del propagandista Venancio y del agitador Blas y en la
que autor se encontraba militando. El grupo dirigente comunista,
establecido en Francia y encabezado por Bullejos, venía entendiendo
que el desarrollo del proletariado en España permitía pasar
directamente a una revolución socialista sin necesidad de pasar por
una etapa previa democrático-burguesa y de ahí que recibiesen la
llegada de la Republica con consignas como ”¡Abajo
la República! ”, ”Todo el poder a los soviets” y ”Dictadura
del proletariado”, proponiendo como alternativa una República
Obrera y Campesina para cuya consecución establecieron una
estrategia de Frente Único buscando posibles alianzas con el
anarquismo y aquellos sectores más radicales del partido socialista
Sin embargo esta estrategia de enfrentamiento radical encontraría
una fuerte oposición en el interior del Partido Comunista donde se
empieza a plantear, con la supervisión de la III Internacional, un
cambio hacia una estrategia más moderada que va a cuestionar por
inoportunas e ineficaces las prácticas insurrecciónales. Con el
triunfo de esta nueva estrategia del comunismo español a partir de
su IV Congreso (Sevilla 1932) que significa la entrada en el núcleo
dirigente de José Díaz y Dolores Ibarruri, el Partido Comunista
parece dar respuesta al dilema que Campesinos proponía y este
hecho vendría, sino a corroborar, al menos a permitir que le
adjudiquemos la condición de destinatarios a esos cuadros y
militantes de estos partidos que conforman en parte el publico
objetivo de la novela política de la generación de la II
República.. Un año más tarde Joaquín Arderíus abandonaría su
militancia en el PCE.
9.-
Más allá de la literatura también está la literatura.
Aunque como fruto de cualquier actividad
humana la Literatura es un espacio en construcción continua, no deja
de ser constatable que la institución literaria aparece como un
espacio bastante cerrado que con celo académico vigila una amplia y
prestigiosa corte de sacerdotes, monaguillos y sacristanes. La
institución, que no olvidemos nace ligada a la actividad de unas
elites que monopolizan las artes de la escritura, la lectura y la
interpretación, no sólo ha tratado de poner aduanas y fronteras
sino que tiende además a legitimar los lenguajes y las buenas
maneras literarias creando así un entorno alrededor de la literatura
en la que no faltan ni cinturones de sanidad ni zonas de exclusión.
Surge entonces LA LITERATURA con mayúsculas como un discurso que se
quiere específico y que va a ser definido en cada momento histórico
por aquellas clases o grupos sociales que tienen capacidad y medios
para imponer a la semántica a los significados colectivos más
acordes con su interés e ideología. A las clases oprimidas que
pretenden utilizar la literatura como recurso de expresión y
comunicación se le hace por estas razones difícil resistirse,
apoderarse o enfrentarse a las claves y códigos que la cultura
literaria hegemónica ha establecido y difundido. Entendiendo como
cultura, con Stuart Hall, "todo un proceso por el que se
construye socialmente y se transforma históricamente significados y
definiciones” es fácil comprender que en la ya larga tradición
que la llamada cultura proletaria ha venido forjando, la literatura
de resistencia, de denuncia, de combate conforma un contracanon
memorable (para los que se sientan insertos en ella) pero que ocupa
lugar subalterno o nulo o “exótico” en la memoria global de una
sociedad que dice apoyarse en una cultura humanista que sobrevuela
ajena, magnífica y superior por encima de la lucha de clases. Al fin
y al cabo esa cultura de resistencia y combate está obligada a
romper aduanas y saltarse anatemas y ha de hacerlo luchando a un
mismo tiempo en dos campos diferentes en apariencia pero
estrechamente interrelacionados: el campo literario y el campo
político. De ahí procede el extraordinario valor de esta obra de
Joaquín Arderíus: de su capacidad para hacer transparente que el
lenguaje literario es exactamente el mismo lenguaje que el lenguaje
de la política y que ambas actividades, política y literatura,
comparten un mismo objetivo: construir sentido, romper alambradas,
transformar definiciones, expropiar y socializar los significados.
1
No se olvide que como señala Martín López Guerra “el canon más
que un repertorio es una sensibilidad, una pedagogía del qué y el
cómo sentir”. Canon y poder. Ediciones Penalufre. Lugo 2008.
2
Contradicciones que también tienen lugar en el interior de una
militancia comunista no tan monolítica como Ródenas parece
aventurar.
3
Parece así cumplir con la exigencia que Engels expone en su carta
de 1885 a Minna Kautsky al afirmar que " el autor no debe
servirle al lector en bandeja de plata la futura resolución
histórica de los conflictos sociales que describe".
4
Juan Carlos Rodríguez. Algunas claves de lectura para el Diario
de Trabajo. Mayo 1978
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