viernes, 15 de mayo de 2015

UNANOVELA LENINISTA (3)


7.- El narrador que no se lava las manos (en agua sucia)

Arderíus es muy consciente de la compleja y complicada problemática que supone la construcción de una literatura que se aparte de aquello que la tradición humanista viene proponiendo como tal. Sabe que al mismo tiempo que se opone a ese entendimiento abstracto de la literatura como expresión de la perenne “condición humana” la “nueva literatura” debe legitimarse en función de aquellos criterios que la literatura de la clase dominante ha venido imponiendo: función poética del lenguaje, autoreferencialidad, polisemia, extrañamiento, sintaxis narrativa . Las lecciones de las vanguardias literarias soviéticas y revolucionarias, literarias pero también teatrales y cinematográficas le han proporcionado los recursos expresivos necesarios para que la novela cumpla su intención política sin renunciar a su entidad literaria. Del uso poético que realiza del lenguaje en las descripciones de los paisajes como correlatos objetivos de las tensiones de unos personajes atravesados por una angustia más material que existencial ya hemos hecho referencia. Valga ahora por tanto comentar el arte, - el buen oficio- con que Arderíus ha construido ese desarrollo argumental que nos obliga como lectores a tomar partido sobre la cuestión o dilema “político literario” que la novela ha planteado. Una construcción que está obligada a ofrecerle al lector las condiciones narrativas necesarias para poder ejercer su juicio libremente y sin que en el desarrollo de la novela este se manipule o fuerce.
Sabemos bien que uno de los mayores problemas a los que debe enfrentarse la literatura que no se resigne a integrarse en la “sensibilidad literaria dominante”1 reside en evitar – si fuera posible- el juicio, prejuicio más bien, que sobre ella recae cuando se las acusa de parcialidad manifiesta y dogmática propósito de la falta de libertad de unos personajes al servicio de las tesis del autor y de la tergiversada mirada con la que sus narradores presentan u omiten los hechos de la acción narrativa. A los escritores que se enfrentan a esa estética que define la elegancia en función de la propia crianza de clase les ocurre algo semejante a lo que sucede con los miembros de grupos tradicionalmente minorizados: han de presentar méritos dobles para alcanzar el reconocimiento más simple. Un ejemplo de este miope prejuicio lo encontramos en la opinión que evacua Domingo Ródenas en el artículo ya citado cuando afirma, refiriéndose a novela como Campesinos o Los pobres contra los ricos (1933) y Reparto de tierras(1934) de Arconada, que “se trata de novelas beligerantes contra la política agraria del gobierno republicano, escritas desde la militancia en el Partido Comunista, en las que los campesinos son tratados como héroes y la oligarquía terrateniente como un cúmulo de perversiones” porque si algo caracteriza a la novela de Arderíus es precisamente el equilibrado tratamiento de todos los personajes y el la honestidad narrativa con la que interviene el narrador. Una mínima lectura atenta de la novela deja ver como las figuras de los jornaleros se presentan desde distintos ángulos y reflejando muy distintas opiniones ya no sólo políticas sino existenciales sin que pueda destacarse en ninguno de ellos ese tratamiento de héroes del que habla Ródenas. Sólo la lectura de la escena en la que Blas es humillado por el sargento de la Guardia Civil desmontaría tan simple apreciación y difícilmente puede hablarse de que la novela cargue las tintas al caracterizar a los propietarios que no hacen sino actuar de manera coherente con sus intereses. Lo que evidencia la sesgada opinión de Ródenas es el dogmatismo teórico de una crítica doctrinaria incapaz de comprender que la construcción de personajes no pasa obligatoriamente por su psicologización ni por la medición del nivel de “humanas contradicciones” que vehiculen. Cabría en todo caso recordar que si de contradicciones se habla a la hora de determinar la simpleza o complejidad de una novela, parecería lo propio apoyarse en la presencia de todas las contradicciones de clase que en obras como las citadas por Ródenas aparecen2.
En lo que atañe al `papel del narrador como elemento estructural decisivo – al fin y al cabo toda novela es la historia de alguien que cuenta algo- y sobre el que descansa en buena parte el equilibrio de ese juego de argumentaciones que en toda novela tiene lugar, la voz narrativa de campesinos no deja de ser sorprendente por la pertinencia con que se mantiene equidistante sin por ellos intentar adoptar la imposible apariencia de un narrador neutral. El narrador de Campesinos no es un narrador imparcial no objetivo y sin embargo no interfiere en la resolución del conflicto que hemos venido mencionando. Al contrario de Pilatos no trata de lavarse las manos en agua sucia. Desde el primer momento deja claro su posición personal y no tendrá reparo en explicitar sus injerencias ni en dejarse delatar por el uso de un lenguaje político concreto: “Montados en sus jacas eran una pareja de buitres del fisco que merodeaba por las chozas s de los labriegos para rapiñarles las reses, los muebles y hasta jirones del pellejo” Cap I “En la historia de la explotación de la comarca no se había conocido robo semejante” “La ley del capitalismo les parecía ya a los facinerosos estrecha, benévola, y obedecían sólo a la voracidad antropógafa de sus instintos”. Cap V. “¿Pero qué hacer para moldearse en acción, en acción que tuviese una eficacia revolucionaria?”Tenían germen revolucionario…¡Pero era tan grande su ceguera! No tenían idea de nada. La conciencia de clase iba afianzándose más y más en las entrañas de ellos” Cap XVI. Donde ese narrador parece poner todo su cuidado es en que las partes que argumentan el dilema propuesto: ¿las insurrecciones campesinas están condenadas al fracaso? estén equilibradas y entiendo que con la mera lectura del esquema argumental que hemos realizado tal cuidado queda ratificado. La figura de ese narrador no neutral ni arbitrario, implicado pero libre del leso delito de prevaricación narrativa3, constituye uno de los grandes logros narrativos de esta novela y condiciona en parte ese final con apariencia de “logos interruptus” pero que no hace sino confirmar la honestidad narrativa de la novela. Porque no se trata tan solo de que con las palabras finales del tío Yesca: ”Diles a esos, que están en la sala, que acaban de llegar los padres de la república, para barrernos!” la acción narrativa parece quedar suspendida y debiendo por tanto el lector completarla a partir de las líneas de coherencia que la novela ha venido marcando, es decir, en clave de un realismo que impedirá cualquier fantasía triunfalista sino de algo con mucho más alcance puesto que “ese final que falta” es el que asegura que los lectores se vean obligados “a entrar en política” y dar respuesta fuera del espacio de lo literario a la pregunta que el conflicto narrativo puso en marcha. La novela rompe así sus propias limitaciones saltando las fronteras entre el campo de lo literario y el campo de lo político. La novela no ha hecho sino representar lo que en la realidad de aquel momento histórico es y va a seguir siendo persistente materia narrativa: huelgas y levantamientos de campesinos en Sevilla, episodios de Castilblanco y Casas Viejas, etc No es una novela escrita en la clave intemporal del “Erase una vez” y aunque tampoco es una novela profética si es una novela que mira el presente en clave de futuro, en clave de cómo leer lo que está pasando, es decir, cómo valorar desde el objetivo de la revolución la novela nuestra que cada día escribe el campesinado insurrecto. Se erige así la novela en una “instrumento de distancia” capaz de permitir el análisis político y en ese sentido su estética recuerda la propia de las piezas didácticas de Bertold Brecht cuyo “distanciamiento” como bien ha sabido observar Juan Carlos Rodríguez4 no deja de mantener estrechas relaciones con las teorías sobre el partido revolucionario elaboradas por Vladimir Ilich Lenin.

8.- El lector implícito está sentado y discutiendo en la mesa.

El narrador de Campesinos rehuye con acierto adjudicarse el papel de “dar voz a los que no tienen voz”. No es un narrador paternalista ni se siente moralmente comprometido con la causa de “los desposeídos” ni literariamente “baja” de ningún monte Sinaí para llevar a los suyos a la tierra prometida. Como ya se ha dicho, no oculta que es poseedor de un lenguaje y unas referencias culturales muy alejadas de los usos propios de jornaleros y pequeños arrendatarios y este dato parece indicar con claridad que no es a esa masa de campesinos a los que dirige esa pregunta que da a conocer a través de la novela. Entiendo que poder determinar quién o quiénes son los destinatarios de un texto ayuda a entender su sentido y significado. Cuando la academia bienpensante se enfrenta a la narrativa social de los años treinta o de los años cincuenta gusta sobremanera de recordar que esa novela parece estar destinada a un segmento de lectores que por su condición social o bien no lee o no lee esa clase de novelas que “los escritores comprometidos” redactan. Hay en este comentario mucho de ignorancia clasista pero no deja de apuntar algunos problemas reales a los que debió enfrentarse la literatura militante. Y militante es sin duda una novela que como Campesinos pone sobre la mesa una cuestión política palpitante cuando menos en los momentos en que se elaboró y publicó. Conviene recordar por consiguiente que en ese tiempo histórico las condiciones de recepción para la “literatura de avanzada” no resultaban tan desfavorables o negativas como, por ejemplo, las que hubo de sufrir bastante más tarde la llamada novela social de los años cincuenta. Ciertamente que el grado de analfabetismo entre la población campesina y obrera era muy alta, pero cierto también que las tareas de propaganda- en el sentido político del término, es decir, como propagación de una “pedagogía” revolucionaria- llevadas a cabo tanto por el anarquismo y el socialismo, habían asentado plataformas culturales – ateneos obreros, casas de cultura, escuelas nocturnas, etc-cuantitativamente muy significativas. Conviene además no olvidar que la literatura de avanzada no solo contaba con una nómina destacada de autores sino también y de manera especialmente relevante, con unos medios de producción y difusión a su alrededor que dejaban sentir su relevancia: editoriales, revistas, teatros, etc.
No pretendemos con esto argumentar que una novela como Campesinos contaba con unas condiciones de recepción válidas para poder afirmar que su “mensaje” iba a ser recibido y asimilado por las masas de jornaleros que protagonizaban el conflicto planteado, aun siendo esas masas, en principio, las que estaría más interesadas en resolver la cuestión de estrategia política que la novela presenta. Creo que si esa fuera la intención con la que se construye la novela, si ese fuera el destinatario que la constituye, la novela sería una novela fracasada y fallida: una mala novela. Nos parece verificable, aunque no recurramos ahora a comentario de texto justificativo que avale la afirmación, que la novela de Arderíus está reclamando un destinatario con una intendencia política notable, con un conocimiento de la realidad social considerable y con un alto grado de implicación en el conflicto social y político que la novela expone. Entiendo por tanto que ese lector implícito que en la novela puede detectarse se corresponde precisamente con aquellos que - dice el tío Yesca- hay que poner en sobreaviso: “Diles a esos, que están en la mesa, que acaban de llegar los padres de la república, para barrernos!”. Los que están en la mesa.
Para apoyar la hipótesis de que los destinatarios implícitos son “los que están en la mesa”, es decir, aquellos que están militando en aquellos partidos que deben de proponer estrategias que den respuestas a las preguntas que “la realidad como novela que no cesa” genera, me parece válido recurrir a consideraciones que podrían parecer extraliterarias pero que en ningún caso deberían ser tomadas por extratextuales dado que en el propio texto de la novela se hacen presentes. Entiendo en consecuencia que es necesario, legítimo y conveniente hacer referencia a las tensiones y conflictos políticos que en esos momentos se estaban produciendo en el interior de la organización política, el partido comunista, al que la novela nombra y concede protagonismo relevante a través de las figuras del propagandista Venancio y del agitador Blas y en la que autor se encontraba militando. El grupo dirigente comunista, establecido en Francia y encabezado por Bullejos, venía entendiendo que el desarrollo del proletariado en España permitía pasar directamente a una revolución socialista sin necesidad de pasar por una etapa previa democrático-burguesa y de ahí que recibiesen la llegada de la Republica con consignas como ”¡Abajo la República! ”, ”Todo el poder a los soviets” y ”Dictadura del proletariado”, proponiendo como alternativa una República Obrera y Campesina para cuya consecución establecieron una estrategia de Frente Único buscando posibles alianzas con el anarquismo y aquellos sectores más radicales del partido socialista Sin embargo esta estrategia de enfrentamiento radical encontraría una fuerte oposición en el interior del Partido Comunista donde se empieza a plantear, con la supervisión de la III Internacional, un cambio hacia una estrategia más moderada que va a cuestionar por inoportunas e ineficaces las prácticas insurrecciónales. Con el triunfo de esta nueva estrategia del comunismo español a partir de su IV Congreso (Sevilla 1932) que significa la entrada en el núcleo dirigente de José Díaz y Dolores Ibarruri, el Partido Comunista parece dar respuesta al dilema que Campesinos proponía y este hecho vendría, sino a corroborar, al menos a permitir que le adjudiquemos la condición de destinatarios a esos cuadros y militantes de estos partidos que conforman en parte el publico objetivo de la novela política de la generación de la II República.. Un año más tarde Joaquín Arderíus abandonaría su militancia en el PCE.

9.- Más allá de la literatura también está la literatura.
Aunque como fruto de cualquier actividad humana la Literatura es un espacio en construcción continua, no deja de ser constatable que la institución literaria aparece como un espacio bastante cerrado que con celo académico vigila una amplia y prestigiosa corte de sacerdotes, monaguillos y sacristanes. La institución, que no olvidemos nace ligada a la actividad de unas elites que monopolizan las artes de la escritura, la lectura y la interpretación, no sólo ha tratado de poner aduanas y fronteras sino que tiende además a legitimar los lenguajes y las buenas maneras literarias creando así un entorno alrededor de la literatura en la que no faltan ni cinturones de sanidad ni zonas de exclusión. Surge entonces LA LITERATURA con mayúsculas como un discurso que se quiere específico y que va a ser definido en cada momento histórico por aquellas clases o grupos sociales que tienen capacidad y medios para imponer a la semántica a los significados colectivos más acordes con su interés e ideología. A las clases oprimidas que pretenden utilizar la literatura como recurso de expresión y comunicación se le hace por estas razones difícil resistirse, apoderarse o enfrentarse a las claves y códigos que la cultura literaria hegemónica ha establecido y difundido. Entendiendo como cultura, con Stuart Hall, "todo un proceso por el que se construye socialmente y se transforma históricamente significados y definiciones” es fácil comprender que en la ya larga tradición que la llamada cultura proletaria ha venido forjando, la literatura de resistencia, de denuncia, de combate conforma un contracanon memorable (para los que se sientan insertos en ella) pero que ocupa lugar subalterno o nulo o “exótico” en la memoria global de una sociedad que dice apoyarse en una cultura humanista que sobrevuela ajena, magnífica y superior por encima de la lucha de clases. Al fin y al cabo esa cultura de resistencia y combate está obligada a romper aduanas y saltarse anatemas y ha de hacerlo luchando a un mismo tiempo en dos campos diferentes en apariencia pero estrechamente interrelacionados: el campo literario y el campo político. De ahí procede el extraordinario valor de esta obra de Joaquín Arderíus: de su capacidad para hacer transparente que el lenguaje literario es exactamente el mismo lenguaje que el lenguaje de la política y que ambas actividades, política y literatura, comparten un mismo objetivo: construir sentido, romper alambradas, transformar definiciones, expropiar y socializar los significados.

1 No se olvide que como señala Martín López Guerra “el canon más que un repertorio es una sensibilidad, una pedagogía del qué y el cómo sentir”. Canon y poder. Ediciones Penalufre. Lugo 2008.
2 Contradicciones que también tienen lugar en el interior de una militancia comunista no tan monolítica como Ródenas parece aventurar.
3 Parece así cumplir con la exigencia que Engels expone en su carta de 1885 a Minna Kautsky al afirmar que " el autor no debe servirle al lector en bandeja de plata la futura resolución histórica de los conflictos sociales que describe".
4 Juan Carlos Rodríguez. Algunas claves de lectura para el Diario de Trabajo. Mayo 1978

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