Ficción
y mentira. Una crítica
Hace
ya un tiempo el ensayista José Luis Pardo llamaba la atención, en
una tribuna titulada BASADO EN HECHOS REALES, sobre la presunción
de que el añadir a una ficción la coletilla de “basada en hechos
reales” le confería un valor positivo, un plus, lo que a su
entender debería entenderse como un signo de “el descrédito de la
ficción” en tanto que esta requeriría de esos “hechos reales”
para legitimarse. Pardo ve esto como una posible señal de que
algunos narradores han decidido “tomar un atajo que les libere de
las duras exigencias del oficio de construir narraciones creíbles”
Para el ensayista el recurso a los “hechos reales” proviene del
carácter intimidatorio que ostentan los sucesos históricos “por
el miserable motivo de haber ocurrido de manera patente y fatal. En
resumen Pardo venía a decir que este tipo de ficciones confirmarían
lo que llamaríamos “el ya lo decía yo”, trasmitiendo así un
mensaje conservador y autogratificante.
Y traigo a colación esta
cuestión no para discutir, discrepar o matizar las afirmaciones o
sospechas del ensayista sino simplemente para situar ¿Quién
mató a Rosendo? de Rodolfo Walhs, en un presente literario
en el que voces con relevancia mediática – lo que no es decir
mucho pero tampoco poco – han proclamado libros como Anatomía
de un instante o El impostor de Javier Cercas como una de
las cimas de esa literatura que se dice posmoderna y en la que las
fronteras entre la ficción y la no ficción parecen desvanecerse.
Una literatura que parece haber cuadrado el círculo y logrado estar
en misa y repicando rompiendo así aquella clave aristotélica sobre
Historia y Poesía, es decir, dando si hace falta al Cesar lo que es
de Dios y a Dios lo que es del Cesar.
Aun no aceptando la visión
de Pardo sí confieso mi desconfianza ante una formula narrativa que
permite saltarse la responsabilidad que a mi parecer exige tanto la
escritura de ficción como la escritura de Historia. Porque lo que me
parece mal es el recurrir a una u otra legitimidad según convenga:
¡oiga qué esto es ficción! ¡oiga que esto es historia!, evitando
así cualquier respuesta discrepante, cualquier interlocución.
Creo
que de esta trampa, de esta comodidad, de esta patente de corso sólo
se puede salir si el narrador acude a un imaginar honesto y renuncia
a un fantasear agradecido. Tema este sobre el que Rafael Reig suele
disertar con acierto. Y ¿a qué llamo imaginar honesto?: pues al que
no nos vende gato por perro: si es gato el maullido es honesto pero
si es perro los maullidos no vienen a cuento. Imaginar, como un
deducir narrativo legitimado por las propias bases desde las que se
trabaja narrativamente, es decir, una imaginación disciplinada.
Esta es la virtud que se
encuentra en la escritura de Rodolfo Walsh al igual por ejemplo que
en las novelas del austriaco Erick Halk, autor que a mi entender
pertenece y continua su estirpe. En estos casos la satisfacción
del lector basada en “ya lo decía yo” no sólo no se cumple sino
que se quiebra porque ese imaginar honesto lo que construye y al
construir desvela no son “hechos reales” sino “hechos
irreales”, aquellos que hasta el momento narrativo que los pone en
evidencia no existían por permanecer ocultos, oscurecidos,
soterrados. Sus libros convierten en verosímil lo que hasta ese
momento era inverosímil.
Lo que Walsh hace es ampliar
la verosimilitud narrativa frente a la verosimilitud dominante. La
verosimilitud no es un concepto literario en stricto sensu sino
un desprendimiento ideológico que tienes sus reglas en el la
realidad construida socialmente, en la correlación de fuerzas
sociales, en la lucha de clases si me permiten. Y la narrativa
interviene en la construcción de lo verosímil, es más, entiendo
que esa es su función más destacada.
Veamos por ejemplo que
sucede con una novela que cabe entender como la contracara de este
¿Quién mató a Rosendo,
publicada como recordarán 1977. Me refiero a ¿Quién
mató a Palomino Molero? del ínclito Mario Vargas
Llosa publicado en 1986. Entiendo que la coincidencia de los títulos
no es mera casualidad. Vargas Llosa sabe bien al elegirlo que en el
campo literario y político de Latinoamérica el libro de Walsh es
una referencia común y si elige resituar el título es porque su
novela se presenta como un ataque frontal a todo un sistema de
verosimilitud proponiendo uno nuevo.
La
novela de Vargas Llosa como recordarán, cuenta la historia del
cruel asesinato de un pobre cholo, soldado en una guarnición
militar, cuya investigación recaerá sobre el escéptico pero
honrado (el escepticismo como única honradez posible) teniente Silva
y su Watson correspondiente: el soldado Lituma (paradigma de una
mente popular, sana).
Lo que Vargas Llosa propone es
una verosimilitud que abandona lo político para asentarse en lo
privado: donde ustedes ven política, yo veo psicología. No es que
esto sea algo nuevo en la obra de Vargas Llosa: al fin y al cabo ya
en Conversaciones en La Catedral lo psicológico
en clave patología estaba presente aunque no de forma tan absoluta
como en esta obra que, entendemos, marca el claro giro hacia la
derecha de su autor.
La verosimilitud de Walsh es
otra, afincada en la constatación de que las relaciones sociales son
la urdimbre donde se producen las relaciones personales,
individuales, subjetivas. Toda Retórica, toda poética,
toda verosimilitud se nutre y crece sobre una forma determinada de
ser y estar en el mundo. La poética de Walsh no es hoy una poética
dominante por lo que cabe preguntarse a qué se debe la buena
recepción que han tenido ultimamente sus escritos y de manera
especial Operación Masacre y este¿Quién mató
a Rosendo?
A esta cuestión se puede
responder desde dos ángulos bien distintos. Uno optimista y otro
pesimista. El pesimismo nos diría que la atención prestada a Walsh
viene dada por un lado por el narcisismo del cuerpo periodístico que
al celebrar a Walsh quizá pretenden legitimar lo que el periodismo
ya no es en función de lo que el periodismo pudo o podría ser y por
otro tal aceptación respondería además a esa tradición ideológica
a la que le encanta celebrar como nostalgia el fracaso de las
opciones revolucionarias: ese mecanismo que permite homologar al Ché
derrotado y crucificado y expulsar al Ché que tomó el poder y lo
hizo efectivo sobre los paredones de La Cabaña.
Desde el optimismo se
plantearía que el éxito de la recuperación de Walsh está
indicando que el deseo de verdad sigue estando presente en la
sociedad y que esta evidencia debería orientar el tono y las
estrategias de aquellas fuerzas que siguen apostando por la
transformación revolucionaria de los actuales parámetros
socioeconómicos. Esta sería una lectura optimista aunque sin exceso
pues no parece que sea verdad lo que falta sino saber el qué hacer
con esa verdad. Lo que parece evidente que estamos en tiempos donde
la verosimilitud de Walsh permite denunciar las patrañas de
aquellas otras que defienden la necesidad del reformismo más
prudente y huyen como del diablo de cualquier cosa que suene a
ruptura.
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