martes, 14 de julio de 2015

Verosimilitudes encontradas



Ficción y mentira. Una crítica

Hace ya un tiempo el ensayista José Luis Pardo llamaba la atención, en una tribuna titulada BASADO EN HECHOS REALES, sobre la presunción de que el añadir a una ficción la coletilla de “basada en hechos reales” le confería un valor positivo, un plus, lo que a su entender debería entenderse como un signo de “el descrédito de la ficción” en tanto que esta requeriría de esos “hechos reales” para legitimarse. Pardo ve esto como una posible señal de que algunos narradores han decidido “tomar un atajo que les libere de las duras exigencias del oficio de construir narraciones creíbles” Para el ensayista el recurso a los “hechos reales” proviene del carácter intimidatorio que ostentan los sucesos históricos “por el miserable motivo de haber ocurrido de manera patente y fatal. En resumen Pardo venía a decir que este tipo de ficciones confirmarían lo que llamaríamos “el ya lo decía yo”, trasmitiendo así un mensaje conservador y autogratificante.
       Y traigo a colación esta cuestión no para discutir, discrepar o matizar las afirmaciones o sospechas del ensayista sino simplemente para situar ¿Quién mató a Rosendo? de Rodolfo Walhs, en un presente literario en el que voces con relevancia mediática – lo que no es decir mucho pero tampoco poco – han proclamado libros como Anatomía de un instante o El impostor de Javier Cercas como una de las cimas de esa literatura que se dice posmoderna y en la que las fronteras entre la ficción y la no ficción parecen desvanecerse. Una literatura que parece haber cuadrado el círculo y logrado estar en misa y repicando rompiendo así aquella clave aristotélica sobre Historia y Poesía, es decir, dando si hace falta al Cesar lo que es de Dios y a Dios lo que es del Cesar.
     Aun no aceptando la visión de Pardo sí confieso mi desconfianza ante una formula narrativa que permite saltarse la responsabilidad que a mi parecer exige tanto la escritura de ficción como la escritura de Historia. Porque lo que me parece mal es el recurrir a una u otra legitimidad según convenga: ¡oiga qué esto es ficción! ¡oiga que esto es historia!, evitando así cualquier respuesta discrepante, cualquier interlocución.
   Creo que de esta trampa, de esta comodidad, de esta patente de corso sólo se puede salir si el narrador acude a un imaginar honesto y renuncia a un fantasear agradecido. Tema este sobre el que Rafael Reig suele disertar con acierto. Y ¿a qué llamo imaginar honesto?: pues al que no nos vende gato por perro: si es gato el maullido es honesto pero si es perro los maullidos no vienen a cuento. Imaginar, como un deducir narrativo legitimado por las propias bases desde las que se trabaja narrativamente, es decir, una imaginación disciplinada.
    Esta es la virtud que se encuentra en la escritura de Rodolfo Walsh al igual por ejemplo que en las novelas del austriaco Erick Halk, autor que a mi entender pertenece y continua su estirpe. En estos casos la satisfacción del lector basada en “ya lo decía yo” no sólo no se cumple sino que se quiebra porque ese imaginar honesto lo que construye y al construir desvela no son “hechos reales” sino “hechos irreales”, aquellos que hasta el momento narrativo que los pone en evidencia no existían por permanecer ocultos, oscurecidos, soterrados. Sus libros convierten en verosímil lo que hasta ese momento era inverosímil.
   Lo que Walsh hace es ampliar la verosimilitud narrativa frente a la verosimilitud dominante. La verosimilitud no es un concepto literario en stricto sensu sino un desprendimiento ideológico que tienes sus reglas en el la realidad construida socialmente, en la correlación de fuerzas sociales, en la lucha de clases si me permiten. Y la narrativa interviene en la construcción de lo verosímil, es más, entiendo que esa es su función más destacada.
  Veamos por ejemplo que sucede con una novela que cabe entender como la contracara de este ¿Quién mató a Rosendo, publicada como recordarán 1977. Me refiero a ¿Quién mató a Palomino Molero? del ínclito Mario Vargas Llosa publicado en 1986. Entiendo que la coincidencia de los títulos no es mera casualidad. Vargas Llosa sabe bien al elegirlo que en el campo literario y político de Latinoamérica el libro de Walsh es una referencia común y si elige resituar el título es porque su novela se presenta como un ataque frontal a todo un sistema de verosimilitud proponiendo uno nuevo.
   La novela de Vargas Llosa como recordarán, cuenta la historia del cruel asesinato de un pobre cholo, soldado en una guarnición militar, cuya investigación recaerá sobre el escéptico pero honrado (el escepticismo como única honradez posible) teniente Silva y su Watson correspondiente: el soldado Lituma (paradigma de una mente popular, sana).
   Lo que Vargas Llosa propone es una verosimilitud que abandona lo político para asentarse en lo privado: donde ustedes ven política, yo veo psicología. No es que esto sea algo nuevo en la obra de Vargas Llosa: al fin y al cabo ya en Conversaciones en La Catedral lo psicológico en clave patología estaba presente aunque no de forma tan absoluta como en esta obra que, entendemos, marca el claro giro hacia la derecha de su autor.
  La verosimilitud de Walsh es otra, afincada en la constatación de que las relaciones sociales son la urdimbre donde se producen las relaciones personales, individuales, subjetivas. Toda Retórica, toda poética, toda verosimilitud se nutre y crece sobre una forma determinada de ser y estar en el mundo. La poética de Walsh no es hoy una poética dominante por lo que cabe preguntarse a qué se debe la buena recepción que han tenido ultimamente sus escritos y de manera especial Operación Masacre y este¿Quién mató a Rosendo?
     A esta cuestión se puede responder desde dos ángulos bien distintos. Uno optimista y otro pesimista. El pesimismo nos diría que la atención prestada a Walsh viene dada por un lado por el narcisismo del cuerpo periodístico que al celebrar a Walsh quizá pretenden legitimar lo que el periodismo ya no es en función de lo que el periodismo pudo o podría ser y por otro tal aceptación respondería además a esa tradición ideológica a la que le encanta celebrar como nostalgia el fracaso de las opciones revolucionarias: ese mecanismo que permite homologar al Ché derrotado y crucificado y expulsar al Ché que tomó el poder y lo hizo efectivo sobre los paredones de La Cabaña.


   Desde el optimismo se plantearía que el éxito de la recuperación de Walsh está indicando que el deseo de verdad sigue estando presente en la sociedad y que esta evidencia debería orientar el tono y las estrategias de aquellas fuerzas que siguen apostando por la transformación revolucionaria de los actuales parámetros socioeconómicos. Esta sería una lectura optimista aunque sin exceso pues no parece que sea verdad lo que falta sino saber el qué hacer con esa verdad. Lo que parece evidente que estamos en tiempos donde la verosimilitud de Walsh permite denunciar las patrañas de aquellas otras que defienden la necesidad del reformismo más prudente y huyen como del diablo de cualquier cosa que suene a ruptura.

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