sábado, 15 de agosto de 2015

La Literatura como cadáver o aquellos veraneos de antaño.


La literatura como cadáver



Empecemos hablando del veraneo y las vacaciones.
El veraneo es un concepto y una realidad que pertenece al pasado que designa aquel tiempo de verano en el que la burguesía, alta y media, se dedicaba al “dolce far niente” ya en las playas, ya en los balnearios, ya en sus fincas de recreo. El largo y cálido verano. El veraneo tenía su propia cantidad: el transcurso del verano y su propia calidad: el ocio al alcance de unos pocos como prerrogativa que no todos podían disfrutar. Mucho tiempo libre, tiempo de ocio, tiempo ancho, tiempo pausado. Un ritual laico.
Playas con lugares reservados, casetas de baño, hamacas, guardianes del decoro en los bañadores. Olor a sal y a yodo. El ritmo lento de los balnearios, las comidas con larga sobremesa y reposo, las pequeñas excursiones, algún concierto al aire libre en los parques, vidas acomodadas. El paterfamilias que va y viene. La casa habitual recogida y en penumbra, con los muebles cubiertos de paréntesis blancos. El veraneo como seña de identidad, signo de estatus, una actividad personal, familiar y social.

Las vacaciones: son una realidad mucho más reciente. En España explotan en la década de los sesenta: Benidorm, la Costa Brava, Fuengirola, La Manga del Mar Menor. Las vacaciones como actividad de masas. Consumo de masas bajo el sol. Tiempo limitado, apretado, veloz, apremiante: quince días, veinte, largos viajes en familia, playas repletas, tumbonas de alquiler, aceites, nivea y protectores solares, colillas y plásticos en la arena. Vacaciones para todos, chiringuitos, vino con Casera, la tele encendida en el minúsculo salón con sofá cama y mesa con vajilla de duralex.

El veraneo ha muerto, las vacaciones son otra cosa. Está el mismo mar, las mismas playas, el mismo sol. Pero aquellos veraneos de antaño ya no volverán.
La clave que distingue a los veraneos de las vacaciones es lo escaso, el privilegio, lo minoritario y en ese sentido no cabe sino afirmar que su desaparición era inevitable y nadie puede negar que socialmente esto significó un avance en tanto que las vacaciones suponen la oportunidad para muchos de disfrutar de sol y playas y tiempo de ocio.

Pero que el acceso a las vacaciones sea algo valorable no significa que las vacaciones como fenómeno social no haya dado lugar a una realidad criticable o rechazable por muy distintas razones aún renunciando a elegir aquellos veraneos como canon del ocio deseable. El derecho general al disfrute no tenía porque dar lugar a la destrucción de los paisajes de la costa, a la suciedad de las playas, a los apartamentos-nicho de 40 metros cuadrados, a los rascacielos en primera línea de playa, a la comida grasienta, a las rabas congeladas, a las patatas fritas congeladas, a la música enlatada y estridente, a las excursiones del Inserso como promesa del paraíso perdido. Entre los veraneos y estas vacaciones de toma la toalla y corre ¿ no habría alguna alternativa intermedia?

Creo que la mayoría de los que frecuentan “el campo literario” dirían que sí. Yo no estoy tan seguro.

Yo soy de los que piensan que la literatura, como el veraneo, ha muerto. Pero no cabe preocuparse: nos queda su cadáver y con el cadáver hay negocio suficiente. Un buen cadáver da mucho de si y puede generar actividades muy lucrativas y prestigiosas: el proceso de momificación por ejemplo, que requiere tiempo y da trabajo a muchos especialistas: catedráticos, profesores adjuntos, doctorandos, tesinandos, licenciados, estudiantes de humanidades, directores de Cursos de Verano, talleres de escritura. O la redacción de necrológicas a cargo de escribidores de contracubiertas, escribientes de boletines de novedades, periodistas culturales, coordinadores de suplementos culturales, directores de revistas culturales, reseñistas, becarios que recopilan el trabajo de los anteriores. Por no hablar del tráfico de reliquias, de la venta de coronas y flores naturales, de la organización del entierro o de la cremación. Hay tajo a destajo para los sepultureros, marmolistas, esculpidores de lápidas. Hay funerales, aniversarios, cuarentenas, centenarios, cumpleaños editoriales. Sólo la redacción del epitafio definitivo tiene entretenidos a más de un millón de expertos en Teoría Literaria, a sueldo de las más sólidas instituciones públicas o privadas.
La literatura ha muerto pero el cadáver todavía goza de buena salud y hasta permite que unos amigos, o socios o conocidos del difunto se intercambien comentarios y glosas, emitan pésames, pergeñen biografía póstumas y se reúnan física o virtualmente alrededor del ataúd. Hay cadáver para rato así que no nos pongamos nerviosos ni creamos que la invasión anunciada de los libros electrónicos encarna la firma de su certificado de defunción o dan señal de la llegada de los bárbaros, los heraldos negros que profetizan la desaparición de nuestro mundo de letras, tinta y papel. A estas alturas ya deberíamos saber que los bárbaros hace ya tiempo que invadieron las plazas públicas. No empecemos a pelearnos por la herencia: las postrimerías nos mantendrán ocupados durante mucho tiempo.
No quiero hacer Teoría Literaria. Doy por hecho que por la Literatura hemos venido entendiendo fundamentalmente algo parecido al veraneo: un lugar para el disfrute de aquellos privilegiados que por educación y sensibilidad estaban capacitados para pasearse con gozo y aprovechamiento por los más altos y bellos jardines que el humanismo ha ido construyendo, letra a letra, libro a libro, desde que el hombre empezó a hacer uso de la palabra.
Me dirán que no siempre ni únicamente ha existido este tipo de literatura, que se puede hablar de las literaturas populares, de la literatura como entretenimiento, los folletines, que el Quijote fue un best-seller. Vale, de acuerdo, también antes del consumo de las vacaciones “los económicamente débiles” tenían sol, botijo, charca o el Jarama (el de Rafael Sánchez Ferlosio) para refrescarse los sofocos, pero no nos engañemos: la literatura en el sentido fuerte ha sido siempre una actividad elitista y dirigida a las élites. A la inmensa minoría si ustedes quieren, pero minoría.
Y precisamente en su naturaleza minoritaria residía su cáncer fatal: desaparecida en el interior de la sociedad de consumo de masas la legitimidad de las elites, la literatura como lugar de lo superior ha muerto.
La literatura como aura que decía Benjamin o la Literatura como distinción de la que hablaba Bourdieu. La literatura como religión en definitiva con sus sacerdotes, obispos, santos, monaguillos, beatos, pecadores y creyentes. Recién llegados y arrepentidos, estables y precarios, cínicos e ilusos. Ozú qué lío (J. Hierro): los literatos.
La literatura como inscripción de lo memorable, de lo que puede y debe pasar por encima de las fronteras del tiempo y del espacio. En un ahora donde el tiempo es la simultaneidad y el mundo es global ¿qué lugar queda para lo memorable?
En los países del capitalismo real el proceso de descomposición del cadáver se ha acelerado en las últimas décadas y si no fuese por el uso de colonias, formoles y perfumes el ambiente sería un poco insoportable para alguien que conservase algo del sentido del los veraneos de antaño. Para alguien que, por ejemplo, todavía leyese con deleite a Racine, a Montaigne, a Garcilaso, Valery, Proust, Stendhal, Gil Albert o Juan Benet.
La edición literaria se había venido identificando, tampoco conviene engañarse al respecto, como actividad dirigida por una economía de demanda: las elites demandaban los productos que su “alta” posición social requería: exquisitos, distintivos, con los necesarios dividendos culturales necesarios para mantener o incrementar su capital simbólico. La literatura como un “telón de papel” para mantenerse a salvo de las intemperancias estéticas de “los otros”, la cultura como mecanismo de distanciamiento social. La edición literaria como “diferencia” frente a la industria editorial, regida por la oferta, encaminada a satisfacer las necesidades “bajas” – entretenimiento, diversión, morbosidad, cursilería- que la propia oferta estimulaba cuando no creaba. Hasta hace bien poco podía hablarse de un mercado para la literatura literaria y un mercado para la literatura comercial. Mercado en definitiva en ambos casos. Y de los cambios en el interior de esos mercados hay que hablar para entender ese proceso de descomposición del que venimos hablando. Por mercado se viene entendiendo ese momento y ese espacio en que compradores y vendedores intercambian sus necesidades pero tal entendimiento no deja de ser simplista si no lo ampliamos espacial y temporalmente para poder incluir las gestación de las necesidades pues .aunque estas no sean bienes materiales. tienen sus propios productores, de tal modo que la producción de necesidades es un elemento constituyente de ese momento/espacio y de manera más intensa si, como es el caso, estamos hablando de un mercado regido hegemónicamente por la oferta ya que, como ya se ha consignado, hemos pasado de una literatura de demanda a una literatura de oferta, del mercado de la alta costura al mercado del pret-a-porter y los grandes almacenes
No hace todavía mucho tiempo que en ese mercado intervenían productores de necesidades literarias, necesidades de lectura, que no estaban constreñidos en su actividad por las leyes del beneficio monetario. Todavía cabe recordar un tiempo mercantil, efectivamente, pero en el que instituciones como la iglesia, la educación o la propia literatura intervenían en la producción del qué leer. Hoy el peso de tales instituciones, dejando aparte el segmento de libros escolares en su sentido amplio, han perdido su peso relativo en la conformación de las lecturas necesarias. Es el propio sistema mercantil orientado en exclusiva por la búsqueda del mayor beneficio en el más corto plazo y con el menor coste posible, el que monopoliza de modo cuasi totalitario la poética de las lecturas dominantes.
Y como industria de oferta que es su producción está orientada hacia aquellos productos que contengan la mayor capacidad de admitir amplios elementos adecuados al marketing, es decir, capacidad para generar noticias, para ser noticia. Una característica que se adecua convenientemente con las transformaciones que se han venido produciendo en el ámbito de la crítica o la divulgación de literatura. La cultura literaria de los medios de comunicación, el llamado periodismo cultural, inclinado de manera pronunciada hacia lo periodístico, es decir y de nuevo, lo noticiable, responden más a lo que llamaremos prensa del corazón cultural que a lo que en tiempos anteriores representaba en tanto defensa del sistema cultural de raíz humanista. Hoy la crítica es publicidad y ni quiere ni se atreve a ser otra cosa, en aras a la libertad de gusto y criterios. La crítica necesita criterio y tener criterio se ha vuelto hoy, sospechoso y poco recomendable. En tiempos de precariedad la flexibilidad es la virtud más recomendable. Ser noticia es la consigna que las editoriales, y los autores, han ido interiorizando, lenta pero pertinazmente. Esa exigencia explica en buena parte la inflación de premios literarios que soporta el sistema literario en España. No es la manipulación de su fallo, con ser grave muestra de la normalizada corrupción que nuestra sociedad viene aceptando, lo mayor perversión que los premios introducen. Más preocupante parece que el sistema de premios refleje esta necesidad de ser noticia para que un libro se haga visible en el mercado literario, ese en donde ahora resulta casi imposible distinguir fronteras entre lo literario y lo comercial.
La literatura ha muerto y su cadáver reposa en ese cementerio que hoy llamamos industrias del ocio y el entretenimiento. Pero lo dicho: nos quedan las reliquias. Y eso parece satisfacer a un mundo cultural como el español que más que crecer engorda.
Y entre relicario de papel, estampitas de invitación al funeral y devocionarios de la fe perdida, he aquí que aparecen, acogidos con prudencia pero con recelo, los libros electrónicos.
He hojeado últimamente diversas revistas de decoración del hogar, arquitectura de interiores y repertorios de la arquitectura más actual. En muy pocas ocasiones se encuentra en sus páginas imágenes de ese espacio habitacional que fue el icono paradigmático de la cultura humanística en el que la literatura se integraba: la biblioteca, la librería personal, ese espacio donde el proyecto de vida burgués mostraba su interés por “lo inapreciable”. Heredado de una visión aristocratizante, ese espacio: libros, mesa, silla, lámpara, ha desaparecido. El ordenador, nuevo eje de la vivienda, rechaza la mesa y la pared alicatada de sabiduría en papel. La literatura era “eso” con lo que construíamos nuestra biblioteca. La librería personal como signo y símbolo, como capital y como herramienta, como algo imprescindible en cualquier proyecto de “vida buena”. La biblioteca privada como una muralla que nos protege del mundo, santa santorum de la vida “verdadera”, refugio de nuestro amado yo íntimo contra las patrañas del materialismo cotidiano. El resumen de todo un estilo de vida que tenía al libro y a la literatura como centro y eje. Sospecho que su desaparición es la muerte de la literatura en tanto aquel espacio donde reencontrarse u olvidarse de uno mismo. Sin duda la actividad literaria encontrará sendas todavía hoy inimaginables para la trasmigración y la reencarnación de su alma pero mucho me temo, o no, que los días de la idolatrada cultura que el libro en papel encarna están contados.
Seguirá existiendo mas no estaría tan seguro de que no sea sino una mera nostalgia de aquellos veraneos que nada tenían que ver con el turismo de masas.

1 comentario:

  1. También la música ha muerto. Se nos está muriendo todo. También nosotros moriremos. Pero seguro que habrá renacimiento. Lástima: no lo veremos... Aunque sí podemos escribirlo...

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