La
literatura como cadáver
Empecemos hablando
del veraneo y las vacaciones.
El veraneo es un
concepto y una realidad que pertenece al pasado que designa aquel
tiempo de verano en el que la burguesía, alta y media, se dedicaba
al “dolce far niente” ya en las playas, ya en los
balnearios, ya en sus fincas de recreo. El largo y cálido verano. El
veraneo tenía su propia cantidad: el transcurso del verano y su
propia calidad: el ocio al alcance de unos pocos como prerrogativa
que no todos podían disfrutar. Mucho tiempo libre, tiempo de ocio,
tiempo ancho, tiempo pausado. Un ritual laico.
Playas con lugares
reservados, casetas de baño, hamacas, guardianes del decoro en los
bañadores. Olor a sal y a yodo. El ritmo lento de los balnearios,
las comidas con larga sobremesa y reposo, las pequeñas excursiones,
algún concierto al aire libre en los parques, vidas acomodadas. El
paterfamilias que va y viene. La casa habitual recogida y en
penumbra, con los muebles cubiertos de paréntesis blancos. El
veraneo como seña de identidad, signo de estatus, una actividad
personal, familiar y social.
Las vacaciones: son una
realidad mucho más reciente. En España explotan en la década de
los sesenta: Benidorm, la Costa Brava, Fuengirola, La Manga del Mar
Menor. Las vacaciones como actividad de masas. Consumo de masas bajo
el sol. Tiempo limitado, apretado, veloz, apremiante: quince días,
veinte, largos viajes en familia, playas repletas, tumbonas de
alquiler, aceites, nivea y protectores solares, colillas y plásticos
en la arena. Vacaciones para todos, chiringuitos, vino con Casera, la
tele encendida en el minúsculo salón con sofá cama y mesa con
vajilla de duralex.
El veraneo ha muerto,
las vacaciones son otra cosa. Está el mismo mar, las mismas playas,
el mismo sol. Pero aquellos veraneos de antaño ya no volverán.
La clave que distingue
a los veraneos de las vacaciones es lo escaso, el privilegio, lo
minoritario y en ese sentido no cabe sino afirmar que su desaparición
era inevitable y nadie puede negar que socialmente esto significó un
avance en tanto que las vacaciones suponen la oportunidad para muchos
de disfrutar de sol y playas y tiempo de ocio.
Pero que el acceso a
las vacaciones sea algo valorable no significa que las vacaciones
como fenómeno social no haya dado lugar a una realidad criticable o
rechazable por muy distintas razones aún renunciando a elegir
aquellos veraneos como canon del ocio deseable. El derecho general al
disfrute no tenía porque dar lugar a la destrucción de los paisajes
de la costa, a la suciedad de las playas, a los apartamentos-nicho de
40 metros cuadrados, a los rascacielos en primera línea de playa, a
la comida grasienta, a las rabas congeladas, a las patatas fritas
congeladas, a la música enlatada y estridente, a las excursiones del
Inserso como promesa del paraíso perdido. Entre los veraneos y estas
vacaciones de toma la toalla y corre ¿ no habría alguna alternativa
intermedia?
Creo que la mayoría
de los que frecuentan “el campo literario” dirían que sí. Yo no
estoy tan seguro.
Yo soy de los que
piensan que la literatura, como el veraneo, ha muerto. Pero no cabe
preocuparse: nos queda su cadáver y con el cadáver hay negocio
suficiente. Un buen cadáver da mucho de si y puede generar
actividades muy lucrativas y prestigiosas: el proceso de momificación
por ejemplo, que requiere tiempo y da trabajo a muchos especialistas:
catedráticos, profesores adjuntos, doctorandos, tesinandos,
licenciados, estudiantes de humanidades, directores de Cursos de
Verano, talleres de escritura. O la redacción de necrológicas a
cargo de escribidores de contracubiertas, escribientes de boletines
de novedades, periodistas culturales, coordinadores de suplementos
culturales, directores de revistas culturales, reseñistas, becarios
que recopilan el trabajo de los anteriores. Por no hablar del tráfico
de reliquias, de la venta de coronas y flores naturales, de la
organización del entierro o de la cremación. Hay tajo a destajo
para los sepultureros, marmolistas, esculpidores de lápidas. Hay
funerales, aniversarios, cuarentenas, centenarios, cumpleaños
editoriales. Sólo la redacción del epitafio definitivo tiene
entretenidos a más de un millón de expertos en Teoría Literaria, a
sueldo de las más sólidas instituciones públicas o privadas.
La literatura ha muerto
pero el cadáver todavía goza de buena salud y hasta permite que
unos amigos, o socios o conocidos del difunto se intercambien
comentarios y glosas, emitan pésames, pergeñen biografía póstumas
y se reúnan física o virtualmente alrededor del ataúd. Hay
cadáver para rato así que no nos pongamos nerviosos ni creamos que
la invasión anunciada de los libros electrónicos encarna la firma
de su certificado de defunción o dan señal de la llegada de los
bárbaros, los heraldos negros que profetizan la desaparición de
nuestro mundo de letras, tinta y papel. A estas alturas ya deberíamos
saber que los bárbaros hace ya tiempo que invadieron las plazas
públicas. No empecemos a pelearnos por la herencia: las postrimerías
nos mantendrán ocupados durante mucho tiempo.
No quiero hacer Teoría
Literaria. Doy por hecho que por la Literatura hemos venido
entendiendo fundamentalmente algo parecido al veraneo: un lugar para
el disfrute de aquellos privilegiados que por educación y
sensibilidad estaban capacitados para pasearse con gozo y
aprovechamiento por los más altos y bellos jardines que el humanismo
ha ido construyendo, letra a letra, libro a libro, desde que el
hombre empezó a hacer uso de la palabra.
Me dirán que no
siempre ni únicamente ha existido este tipo de literatura, que se
puede hablar de las literaturas populares, de la literatura como
entretenimiento, los folletines, que el Quijote fue un best-seller.
Vale, de acuerdo, también antes del consumo de las vacaciones “los
económicamente débiles” tenían sol, botijo, charca o el Jarama
(el de Rafael Sánchez Ferlosio) para refrescarse los sofocos, pero
no nos engañemos: la literatura en el sentido fuerte ha sido siempre
una actividad elitista y dirigida a las élites. A la inmensa minoría
si ustedes quieren, pero minoría.
Y precisamente en su
naturaleza minoritaria residía su cáncer fatal: desaparecida en el
interior de la sociedad de consumo de masas la legitimidad de las
elites, la literatura como lugar de lo superior ha muerto.
La literatura como aura
que decía Benjamin o la Literatura como distinción de la que
hablaba Bourdieu. La literatura como religión en definitiva con sus
sacerdotes, obispos, santos, monaguillos, beatos, pecadores y
creyentes. Recién llegados y arrepentidos, estables y precarios,
cínicos e ilusos. Ozú qué lío (J. Hierro): los
literatos.
La literatura como
inscripción de lo memorable, de lo que puede y debe pasar por encima
de las fronteras del tiempo y del espacio. En un ahora donde el
tiempo es la simultaneidad y el mundo es global ¿qué lugar queda
para lo memorable?
En los países del
capitalismo real el proceso de descomposición del cadáver se ha
acelerado en las últimas décadas y si no fuese por el uso de
colonias, formoles y perfumes el ambiente sería un poco insoportable
para alguien que conservase algo del sentido del los veraneos de
antaño. Para alguien que, por ejemplo, todavía leyese con deleite a
Racine, a Montaigne, a Garcilaso, Valery, Proust, Stendhal, Gil
Albert o Juan Benet.
La edición literaria
se había venido identificando, tampoco conviene engañarse al
respecto, como actividad dirigida por una economía de demanda: las
elites demandaban los productos que su “alta” posición social
requería: exquisitos, distintivos, con los necesarios dividendos
culturales necesarios para mantener o incrementar su capital
simbólico. La literatura como un “telón de papel” para
mantenerse a salvo de las intemperancias estéticas de “los otros”,
la cultura como mecanismo de distanciamiento social. La edición
literaria como “diferencia” frente a la industria editorial,
regida por la oferta, encaminada a satisfacer las necesidades “bajas”
– entretenimiento, diversión, morbosidad, cursilería- que la
propia oferta estimulaba cuando no creaba. Hasta hace bien poco
podía hablarse de un mercado para la literatura literaria y un
mercado para la literatura comercial. Mercado en definitiva en ambos
casos. Y de los cambios en el interior de esos mercados hay que
hablar para entender ese proceso de descomposición del que venimos
hablando. Por mercado se viene entendiendo ese momento y ese espacio
en que compradores y vendedores intercambian sus necesidades pero tal
entendimiento no deja de ser simplista si no lo ampliamos espacial y
temporalmente para poder incluir las gestación de las necesidades
pues .aunque estas no sean bienes materiales. tienen sus propios
productores, de tal modo que la producción de necesidades es un
elemento constituyente de ese momento/espacio y de manera más
intensa si, como es el caso, estamos hablando de un mercado regido
hegemónicamente por la oferta ya que, como ya se ha consignado,
hemos pasado de una literatura de demanda a una literatura de oferta,
del mercado de la alta costura al mercado del pret-a-porter y los
grandes almacenes
No hace todavía mucho
tiempo que en ese mercado intervenían productores de necesidades
literarias, necesidades de lectura, que no estaban constreñidos en
su actividad por las leyes del beneficio monetario. Todavía cabe
recordar un tiempo mercantil, efectivamente, pero en el que
instituciones como la iglesia, la educación o la propia literatura
intervenían en la producción del qué leer. Hoy el peso de tales
instituciones, dejando aparte el segmento de libros escolares en su
sentido amplio, han perdido su peso relativo en la conformación de
las lecturas necesarias. Es el propio sistema mercantil orientado en
exclusiva por la búsqueda del mayor beneficio en el más corto plazo
y con el menor coste posible, el que monopoliza de modo cuasi
totalitario la poética de las lecturas dominantes.
Y como industria de
oferta que es su producción está orientada hacia aquellos productos
que contengan la mayor capacidad de admitir amplios elementos
adecuados al marketing, es decir, capacidad para generar noticias,
para ser noticia. Una característica que se adecua convenientemente
con las transformaciones que se han venido produciendo en el ámbito
de la crítica o la divulgación de literatura. La cultura literaria
de los medios de comunicación, el llamado periodismo cultural,
inclinado de manera pronunciada hacia lo periodístico, es decir y de
nuevo, lo noticiable, responden más a lo que llamaremos prensa del
corazón cultural que a lo que en tiempos anteriores representaba en
tanto defensa del sistema cultural de raíz humanista. Hoy la crítica
es publicidad y ni quiere ni se atreve a ser otra cosa, en aras a la
libertad de gusto y criterios. La crítica necesita criterio y tener
criterio se ha vuelto hoy, sospechoso y poco recomendable. En tiempos
de precariedad la flexibilidad es la virtud más recomendable. Ser
noticia es la consigna que las editoriales, y los autores, han ido
interiorizando, lenta pero pertinazmente. Esa exigencia explica en
buena parte la inflación de premios literarios que soporta el
sistema literario en España. No es la manipulación de su fallo, con
ser grave muestra de la normalizada corrupción que nuestra sociedad
viene aceptando, lo mayor perversión que los premios introducen. Más
preocupante parece que el sistema de premios refleje esta necesidad
de ser noticia para que un libro se haga visible en el mercado
literario, ese en donde ahora resulta casi imposible distinguir
fronteras entre lo literario y lo comercial.
La literatura ha muerto
y su cadáver reposa en ese cementerio que hoy llamamos industrias
del ocio y el entretenimiento. Pero lo dicho: nos quedan las
reliquias. Y eso parece satisfacer a un mundo cultural como el
español que más que crecer engorda.
Y entre relicario de
papel, estampitas de invitación al funeral y devocionarios de la fe
perdida, he aquí que aparecen, acogidos con prudencia pero con
recelo, los libros electrónicos.
He hojeado últimamente
diversas revistas de decoración del hogar, arquitectura de
interiores y repertorios de la arquitectura más actual. En muy pocas
ocasiones se encuentra en sus páginas imágenes de ese espacio
habitacional que fue el icono paradigmático de la cultura
humanística en el que la literatura se integraba: la biblioteca, la
librería personal, ese espacio donde el proyecto de vida burgués
mostraba su interés por “lo inapreciable”. Heredado de una
visión aristocratizante, ese espacio: libros, mesa, silla, lámpara,
ha desaparecido. El ordenador, nuevo eje de la vivienda, rechaza la
mesa y la pared alicatada de sabiduría en papel. La literatura era
“eso” con lo que construíamos nuestra biblioteca. La librería
personal como signo y símbolo, como capital y como herramienta, como
algo imprescindible en cualquier proyecto de “vida buena”. La
biblioteca privada como una muralla que nos protege del mundo, santa
santorum de la vida “verdadera”, refugio de nuestro amado yo
íntimo contra las patrañas del materialismo cotidiano. El resumen
de todo un estilo de vida que tenía al libro y a la literatura como
centro y eje. Sospecho que su desaparición es la muerte de la
literatura en tanto aquel espacio donde reencontrarse u olvidarse de
uno mismo. Sin duda la actividad literaria encontrará sendas
todavía hoy inimaginables para la trasmigración y la reencarnación
de su alma pero mucho me temo, o no, que los días de la idolatrada
cultura que el libro en papel encarna están contados.
Seguirá existiendo mas
no estaría tan seguro de que no sea sino una mera nostalgia de
aquellos veraneos que nada tenían que ver con el turismo de masas.
También la música ha muerto. Se nos está muriendo todo. También nosotros moriremos. Pero seguro que habrá renacimiento. Lástima: no lo veremos... Aunque sí podemos escribirlo...
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