Los
signos de la derrota
Los
disparos del cazador
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Rafael
Chirbes
Anagrama
Barcelona,
1994
140
págs.
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Ignacio
Echevarría
Con
discreción y parsimonia, como conviene a la calidad de su empeño,
Rafael Chirbes ha ido sondeando en sus tres últimas novelas la
historia íntima de la España reciente. Su tarea, animada por una
resuelta intención crítica, constituye una rigurosa apelación a la
memoria, y apunta a señalar el sustrato de sufrimiento, de
infelicidad y de miserias sobre el que prosperaron los nuevos dueños
del poder. Del calibre literario de esta operación da cuenta el
hecho de que Chirbes consiga establecer un eficaz juego de
correspondencias entre el presente actual y el inmediato pasado, y
que lo haga de tal modo que la lectura trascienda el horizonte
estrictamente histórico para incidir en una reflexión de orden más
amplio sobre la desgarradura que conlleva todo cambio social.
En
buena medida, y sin que ello implique dependencia ninguna, cabe leer
Los disparos del cazador
como una indirecta continuación de La
buena letra (1991),
la anterior novela de Chirbes. Extremando el celo asociativo, cabría
leerla también como la pieza que, junto con En
la lucha final (1990),
completa un tríptico sobre el derrotero moral de la España
posterior a la guerra civil vista a través de tres generaciones
sucesivas. Algo que seguramente no forma parte de un proyecto
deliberado pero que, a la postre, viene a destacar la consecuente
inspiración de Rafael Chirbes a la hora de ilustrar narrativamente
la idea de que la historia muda de España, bajo el franquismo lo
mismo que en la democracia, es la de una repetida traición a la
memoria, una reiterada negación de los propios orígenes que sin
embargo actúa como germen corruptor.
El
recuento del pasado que, en la soledad de su mansión, asistido por
un fiel y enigmático mayordomo, hace el narrador —un viejo
plutócrata enfrentado a la derrota del tiempo—, evidencia el
precio altísimo que tuvo que pagar toda una casta de advenedizos
para auparse a la tarima del poder y de la riqueza. Es un desordenado
recuento de malentendidos, de infidelidades, de abandonos, que hablan
del extravío de sí mismo en el laberinto de las propias y ajenas
ambiciones, de la pérdida inexplicable del amor, de la felicidad, de
la propia estima, a lo largo de una vida en la que, perplejo, el
protagonista ve cómo, al tiempo que su prosperidad aumenta, sus
padres, su mujer, sus amantes, sus amigos, sus hijos y hasta sus
propios sueños se convierten en extraños, se alejan
irreparablemente de él.
Como
Artemio Cruz en la célebre novela de Carlos Fuentes, el protagonista
de Los
disparos del cazador
aparece como inconforme víctima del destino que él mismo ha forjado
y como ejemplo de la tragedia interior que tan a menudo esconde la
dorada máscara del poder. La evidencia tardía que de esta tragedia
alcanza el personaje es la que lo empuja a admitir que, «por más
que quiera, que escriba, es el rencor el que da origen a estos
papeles, o no, no sé, tal vez sea el deseo de piedad para todos
nosotros».
De
nuevo aquí —como ya antes en La
buena letra —
es esta compleja cifra de rencor y de piedad la que presta a la
novela su acorde más eficaz y duradero. Y como allí, este acorde
vibra en virtud de un sabio empleo de la voz narradora, de un
cuidadoso trabajo del tono justo, obtenido, una vez más, a fuerza de
contención y de sobriedad, a través de un estilo transparente y
sereno, sencillo y sugerente: clásico, en definitiva.
Chirbes
sabe bien cómo introducir en el texto —redactado todo en primera
persona— una implícita dialogía, haciendo que el recuento del
personaje sea reacción al hallazgo de un cuaderno de notas de su
propio hijo, del cual se espigan en el texto algunas citas aisladas.
En ellas, el narrador aparece contemplado bajo una luz muy otra a
aquella con la que él mismo se muestra, lo cual, a pesar de las
refutaciones, no deja de volcar sobre su testimonio la sombra de la
duda.
El
recurso, por otro lado, insinúa la naturaleza testamentaria del
relato, que es tanto balance como legado de toda una vida. Legado que
pretende restituir, a través de la memoria (pero es «como si sólo
el dolor tuviese memoria»), la porción de inocencia que cupo a
quienes tocó vivir en una época culpable. Pero también la culpa de
quienes, reclamándose inocentes de esa época, prefirieron ignorar
hasta qué punto ellos mismos eran herederos de la misma.
Lograr
esta doble lección con escueta hondura y sin abdicar del singular
dramatismo de un personaje que se impone por sí mismo en su
solitaria humanidad, es mérito que debe ponerse a cuenta de un
talento no demasiado común: la adecuación de Rafael Chirbes a sus
más propias dotes como novelista, de las que otra vez obtiene en
esta novela un excelente provecho.
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