jueves, 3 de septiembre de 2015

En folio y medio


Los signos de la derrota

Los disparos del cazador
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Rafael Chirbes
Anagrama
Barcelona, 1994
140 págs.
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Ignacio Echevarría

Con discreción y parsimonia, como conviene a la calidad de su empeño, Rafael Chirbes ha ido sondeando en sus tres últimas novelas la historia íntima de la España reciente. Su tarea, animada por una resuelta intención crítica, constituye una rigurosa apelación a la memoria, y apunta a señalar el sustrato de sufrimiento, de infelicidad y de miserias sobre el que prosperaron los nuevos dueños del poder. Del calibre literario de esta operación da cuenta el hecho de que Chirbes consiga establecer un eficaz juego de correspondencias entre el presente actual y el inmediato pasado, y que lo haga de tal modo que la lectura trascienda el horizonte estrictamente histórico para incidir en una reflexión de orden más amplio sobre la desgarradura que conlleva todo cambio social.
En buena medida, y sin que ello implique dependencia ninguna, cabe leer Los disparos del cazador como una indirecta continuación de La buena letra (1991), la anterior novela de Chirbes. Extremando el celo asociativo, cabría leerla también como la pieza que, junto con En la lucha final (1990), completa un tríptico sobre el derrotero moral de la España posterior a la guerra civil vista a través de tres generaciones sucesivas. Algo que seguramente no forma parte de un proyecto deliberado pero que, a la postre, viene a destacar la consecuente inspiración de Rafael Chirbes a la hora de ilustrar narrativamente la idea de que la historia muda de España, bajo el franquismo lo mismo que en la democracia, es la de una repetida traición a la memoria, una reiterada negación de los propios orígenes que sin embargo actúa como germen corruptor.
El recuento del pasado que, en la soledad de su mansión, asistido por un fiel y enigmático mayordomo, hace el narrador —un viejo plutócrata enfrentado a la derrota del tiempo—, evidencia el precio altísimo que tuvo que pagar toda una casta de advenedizos para auparse a la tarima del poder y de la riqueza. Es un desordenado recuento de malentendidos, de infidelidades, de abandonos, que hablan del extravío de sí mismo en el laberinto de las propias y ajenas ambiciones, de la pérdida inexplicable del amor, de la felicidad, de la propia estima, a lo largo de una vida en la que, perplejo, el protagonista ve cómo, al tiempo que su prosperidad aumenta, sus padres, su mujer, sus amantes, sus amigos, sus hijos y hasta sus propios sueños se convierten en extraños, se alejan irreparablemente de él.
Como Artemio Cruz en la célebre novela de Carlos Fuentes, el protagonista de Los disparos del cazador aparece como inconforme víctima del destino que él mismo ha forjado y como ejemplo de la tragedia interior que tan a menudo esconde la dorada máscara del poder. La evidencia tardía que de esta tragedia alcanza el personaje es la que lo empuja a admitir que, «por más que quiera, que escriba, es el rencor el que da origen a estos papeles, o no, no sé, tal vez sea el deseo de piedad para todos nosotros».
De nuevo aquí —como ya antes en La buena letra — es esta compleja cifra de rencor y de piedad la que presta a la novela su acorde más eficaz y duradero. Y como allí, este acorde vibra en virtud de un sabio empleo de la voz narradora, de un cuidadoso trabajo del tono justo, obtenido, una vez más, a fuerza de contención y de sobriedad, a través de un estilo transparente y sereno, sencillo y sugerente: clásico, en definitiva.
Chirbes sabe bien cómo introducir en el texto —redactado todo en primera persona— una implícita dialogía, haciendo que el recuento del personaje sea reacción al hallazgo de un cuaderno de notas de su propio hijo, del cual se espigan en el texto algunas citas aisladas. En ellas, el narrador aparece contemplado bajo una luz muy otra a aquella con la que él mismo se muestra, lo cual, a pesar de las refutaciones, no deja de volcar sobre su testimonio la sombra de la duda.
El recurso, por otro lado, insinúa la naturaleza testamentaria del relato, que es tanto balance como legado de toda una vida. Legado que pretende restituir, a través de la memoria (pero es «como si sólo el dolor tuviese memoria»), la porción de inocencia que cupo a quienes tocó vivir en una época culpable. Pero también la culpa de quienes, reclamándose inocentes de esa época, prefirieron ignorar hasta qué punto ellos mismos eran herederos de la misma.
Lograr esta doble lección con escueta hondura y sin abdicar del singular dramatismo de un personaje que se impone por sí mismo en su solitaria humanidad, es mérito que debe ponerse a cuenta de un talento no demasiado común: la adecuación de Rafael Chirbes a sus más propias dotes como novelista, de las que otra vez obtiene en esta novela un excelente provecho.

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