jueves, 19 de noviembre de 2015

Aquellas entrevistas de antaño (II)

Aquellas entrevistas de  antaño (II)


Ajoblanco (nº 114 - Enero-1999)


UNA VOZ CRÍTICA FRENTE A 25 AÑOS DE LITERATURA ESPAÑOLA


Por José Ribas Campaña


A mediados de los 60 quiso ser psiquiatra, pero los preceptivos siete años de medicina le empujaron a cambiar de facultad y estudiar Filosofía, en Madrid. Allí se encontró con jóvenes que participaban de la revuelta política convertida en laboratorio de aprendizaje, aunque sin perder de vista el interés por la literatura. Bértolo escribió poemas, dos de los cuales se publicaron en la Antología de la joven poesía española y llegaron a ser cantados por el grupo de música Aguaviva. “Al salir de la facultad, año 72, decidí participar activamente en política. Hasta aquel momento fui lo que en la jerga se llamaba compañero de viaje. Cuando las conversaciones de café me agotaron y me fui a Londres, decidí militar en el PC. Estuve trabajando con un grupo de obreros emigrantes. Nunca olvidaré el día que llegó Sabina desterrado, diciendo que era de la ETA de Jaén. Su debut cantando canciones de Paco Ibáñez coincidió con la primera conferencia que di en mi vida”. En aquella época no existían fronteras entre los intereses políticos y los culturales.
Muchos años más tarde, Bértolo sigue apostando por una literatura que sitúe, que indague en el núcleo de los conflictos, que rasgue la autocomplacencia y que muestre la pugna de intereses con verdad y sin moralina sentimental de izquierdas. “El autoengaño forma parte de nuestras habilidades”. Pero, claro, en estos tiempos en los que el mercado es el único criterio, ¡qué difícil una literatura radical!

— ¿Te consideras perteneciente a esa generación que ha mandado durante los últimos años en casi todos los campos, que ha copado poltronas existentes o inventadas y que se ha convertido en el tapón que impide el relevo generacional?

— Coincidí en la facultad con gente como Gabriel Albiac, Juan José Millás, Juan Madrid, Rafael Chirles, Agustín Díaz Yáñez, Pablo Guerrero, Ricardo Cantalapiedra, Mauricio D’Ors o Manuel Rodríguez Rivero, que con el paso de los años se crearían un lugar destacado en distintos campos culturales, pero creo que la generación que se instaló en el poder no era exactamente la nuestra, sino aquella un poco mayor y que ya en el 68 ocupaba posiciones de mayor relieve. Gentes como Eugenio Triana, Pilar Bravo, Joaquín Estefanía o Enrique Curiel. Muchos de ellos habían militado en el FELIPE, luego pasaron al PCE y otros partidos de izquierda y, en plena transición, o recalaron el PSOE o se acomodaron profesionalmente según las diversas circunstancias. Para muchos de mi generación, la militancia en el PCE, en el PTE o la ORT supuso algo así como un máster para la clase media. Militar te obligaba a estudiar, a organizar tu discurso, a participar y analizar la dinámica de las discusiones, un adiestramiento en definitiva en las artes de la dialéctica. Hoy se caricaturiza y reniega de aquellos tiempos diciendo que la militancia era una especie de lavado de cerebro y que te cuadriculaban la cabeza. Yo creo que te ayudaban a amueblarla. Que aquellos muebles sean del gusto de unos u otros ya es otra cosa. Nuestra generación llegó a cuadros intermedios pero nunca a dirigentes. Aunque ahora todo el mundos se inventado su pasado. La falsificación de la propia biografía es uno de los asuntos más curiosos que han ocurrido. En Debate se han publicado, y quiero seguir publicando, libros que responden a las lecturas reales de mi generación durante la adolescencia. Libros como el El enamorado de la Osa Mayor, El filo de la navaja o La piedad peligrosa. Hoy, cuando preguntas: ¿Oye, tú qué leías?, todos responden que leían a Faulkner. Creo que el descubrimiento de la literatura de verdad se produjo a través de la lectura de los existencialistas: Sartre, Camus… Y luego, ya más tarde, de los sudamericanos. Pero ahora resulta que todo el mundo escuchaba jazz cuando desayunaba y al parecer al Dúo Dinámico, a los Brincos o a Karina no los oía nadie. Los más politizados de aquellas generaciones han falsificado sus señas de identidad. Creo que Vázquez Montalbán no tiene razón cuando dice que entre los sueños de aquella generación no estaba el poder. El que no estaba era el dinero, que curiosamente parece ser el único sueño que se está cumpliendo.

— En Barcelona nos educamos, a partir de 1970, con libros importados de editoriales sudamericanas que vendían con mucha discreción en la librería del Drugstore de Paseo de Gracia. ¿Llegaban estos libros a Madrid?

— Sí, lo que leíamos era básicamente de la Editorial Sudamericana, Losada o Emecé. Sin embargo, recuerdo cuando en la facultad hablábamos de un escritor de apellido Borgues. Se llamó Borgues durante mucho tiempo. Es en el 68 cuando se empieza a leer a Varga Llosa, Cortázar —Rayuela fue como una epidemia—, García Márquez… Algo más tarde a Onetti y Rulfo.

— Al volver de Londres, ¿a qué te dedicaste?

— Cuando vuelvo de Londres entro en la enseñanza y me sigo moviendo en el círculo de compañeros de la facultad. Amplío el campo de acción y milito en el PC hasta el 78. Me voy del partido tras las primeras elecciones democráticas. Y no me voy por el desencanto por los resultados del PC, sino por la reacción de la gente, que vivió el fracaso del PC como que no estaba puesto al día y con mucha envidia hacia la gente del PSOE. Se sintió como un fracaso generacional en el sentido de que había mucha gente preparada para la toma de los puestos de poder. La gente ve que ahí no hay mucho futuro y empieza el lento trasvase hacia lugares donde el poder se podrá practicar. En ese momento decido dedicarme sólo a la enseñanza y a la literatura. Es cuando me empieza a interesar la crítica literaria. Primero en periódicos de provincias, y también, curiosamente, a través de la Estafeta Literaria. Luego paso a Gaceta de los Libros, de Mariano Navarro. Escribo en la segunda época del Urogallo y acabo en El País. En mi época del periódico, participé en la creación de la Escuela de Letras, en la que estuve hasta hace dos años. Empiezo a colaborar en el mundo editorial, primero en Anaya, y luego en Debate hasta que, después de algunos años, me nombran Director Literario.

— Participaste activamente en El País literario que coordinaba Alejandro Gándara.

— Lo que definía a aquel grupo era cierta radicalidad, un nivel de exigencia en la elaboración crítica. Fue una etapa conflictiva porque los editores se quejaban. Intentábamos mantener criterios de rigor, resistir a la canalización del mercado que ya entonces se apuntaba. Queríamos permanecer atentos no sólo ante lo que publicaban los grandes grupos, sino a lo que ofrecían otras editoriales. No existía una coherencia ideológica o estética, pero sí una actitud de no complacencia con el mundo editorial que, claro está, no siempre se lograba. El hecho de que el coordinador fuese un escritor también producía distorsiones. Creo que aquel grupo fue depuesto por la presión de las editoriales de Barcelona, que no encontraban un interlocutor comprensivo. No fue extraño que la persona que sustituyó a Gándara viniese de Barcelona. En El País no tuve problema, salvo un comentario sobre las novelas de Juan Goytisolo que dio origen a una carta del Nobel Mahfuz y otros intelectuales para que me destituyeran, que no tuvo efecto. Decía que sus escritos estaban teñidos de un cierto paternalismo hacia el mundo árabe. También es verdad que estaba cansado del trabajo de reseñista. Pensé que era una vía agotada. La crítica literaria, o se convertía en crítica cultural o era una forma de publicidad de calidad. De todos modos, me sigo considerando crítico literario. Desde esa inocencia entré en el mundo editorial aportando criterios, que es lo que aporta un crítico. El editor puede hacer un trabajo más público que el crítico al determinar qué discursos entran y qué discursos no entran. Y ahí permanezco. ¿Qué posibilidades tiene un discurso literario en una sociedad dominada por el criterio de rentabilidad a corto plazo? Es lo más interesante de mi trabajo y también lo que me hace ser más pesimista. Pero es una tarea apasionante.

— En los últimos veinte años ha habido cambios importantes en las políticas editoriales, y ha cambiado también la relación de las editoriales con el escritor y con el público.

— Es no es nuevo. Desde el siglo XIX, las editoriales han sido empresas comerciales. Pero sucedía que, frente al poder del mercado, coexistían en la sociedad otros poderes que las editoriales también tenían en cuenta. Tenían peso lo que llamaríamos el campo del prestigio, el de la política y el de la resistencia. El aparato editorial, que llamábamos cultural, estaba identificado con la resistencia, y eso marcaba lo que se entendía por literatura, que no era mero entretenimiento, sino una seña de identidad, una forma de conocimiento o una forma de intervención en un mundo en el que había tensiones de todo tipo. Hace veinte años las editoriales que no tenían esta vocación de intervención, o la tenían pero de una forma conservadora, pasiva, no formaban parte del mundo cultural. La Editorial Planeta, por ejemplo, no era un referente cultural: pertenecía a la industria cultural. ¿Qué es lo que está sucediendo ahora? Pues que los contrapoderes al mercado se van diluyendo. El campo político desaparece, el campo cultural se debilita. Me refiero al campo cultural con proyecto, porque el que no lo tiene sólo es consumo. Hoy la hegemonía del mercado es casi total. Eso hace que varíen absolutamente las relaciones de los editores tanto con los escritores como con el público, y la de los propios escritores con la literatura. Un hecho importante y sintomático fue el que ocurrió en 1982, cuando Benet se presenta al Premio Planeta. Él siempre dijo que era una broma pero, aunque lo fuera, era significativa. En el Planeta, un representante de la literatura no se metía.

— Marsé lo había ganado antes, aunque que creo que fue como pago por la liquidación de la revista Por favor, que pertenecía al grupo.

— El paso decisivo fue el de Benet. Marsé siempre fue el menos exquisito de su grupo y, curiosamente, por ese lado popular se entendía su acercamiento hacia un público más amplio. En ese momento la gente empezó a perder la vergüenza a lo que le convenía económicamente. Hasta entonces todo el mundo se resistía, pero como no había, y no hay, otra legitimidad diferente que no sea la del mercado, los criterios no están en ningún sitio. Y se necesitan. A pesar de que el éxito es lo que garantiza la legitimidad, todo el mundo intuye que la literatura se construye sobre una legitimidad distinta. Incluso al que más vende le molesta no ser reconocido como escritor, quiere que alguien le dé el certificado, y no es sólo el caso de Carmen Posadas, que dice que está harta de que no la consideren escritora. Las posibilidades culturales subsisten porque la legitimidad no la da totalmente el mercado. Definir qué es la calidad es bastante complicado. Lo único que tenemos es el peso de la tradición y la experiencia sobre cómo se han construido los discursos literarios.


— ... O lo que realmente emociona.

— La emoción es un concepto absolutamente variable. La emoción es un valor estético desde el romanticismo. ¿Por qué se enfrenta la emoción a la inteligencia? ¿Qué tipo de emoción? ¿La de los culebrones? ¿La emoción de quién? Aquí siempre se ha dicho que la emoción de los exquisitos, la emoción que llamamos vida interior. Es un concepto completamente subjetivo y difícil. Implica una forma complaciente de estar en el mundo, con algún riesgo para que sea más entretenido: disquisiciones o malestares de clase acomodada, en la que no incluyo sólo a la clase social, sino también a la profesional. Éste es un país donde el nivel de autocomplacencia en las capas que tienen posibilidades de hablar es muy alto. No olvidemos que aquella generación que quería otro discurso es hoy una generación bastante bien instalada desde el punto de vista material. Todavía me sorprende que hayas tantas novelas de perdedores. Porque nadie ha contado la historia de esta generación que, se quiera o no, es de ganadores. Hay muchos escritores que han normalizado su relación con el mercado y por lo tanto están cobrando cantidades muy importantes, y sin embargo siguen fomentando en sus novelas la estética del perdedor, la estética tópica y típica, arquetípica y nostálgica. Curiosamente, esta generación quiere perder y ganar al mismo tiempo. Desde casa propia, y si puede ser con chimenea mejor, gozar de lo exquisito que es sentirse unido a los fracasados.

— ¿No crees que derrota o victoria también se pueden considerar desde criterios que no sólo sean económicos?

— Sí, claro, pero sin olvidarlos, porque ésta era una generación que se decía materialista. No vaya a ser que ahora la derrota sea un lujo, un espacio espiritual. La derrota como espacio espiritual me parece una concepción de un cinismo profundo. Derrotados, pero con una buena chaqueta. ¿Qué existen otro tipo de derrotas? Sí, es verdad, son aquellas que nos gustan mucho una vez que tenemos garantizado el acomodo material. Es desde ese acomodo que leemos todas las novelas negras del mundo, uno de los filones predominantes de la narrativa española en este momento. Mala, desde mi punto de vista. El otro es la pérdida de pudor que se presenta como un acto de valor cuando no deja de ser puro exhibicionismo comercial. Cuento lo mucho o poco que fornico, bebo, me drogo, me opongo a mis padres, me desgarro, me siento triste o alegre…

— ¿La novela, como dijo Mendoza, perece?

— Mendoza no ha hablado de la muerte de la novela. Lo que vino a decir es que el tipo de novela dominante en los últimos tiempos, el thriller costumbrista o metaliterario que uno lee cómodamente en el sofá, está agotado. Este tipo de novela lo hemos leído setecientas veces. Unos la hacen de una forma y otros de otra: desde crímenes en plan dramático, incluso en plan televisivo en plan Nieves Herrero, a novelas intelectuales, con vida interior, de alguien que va a Venecia, se encuentra con un crimen, investiga… Es algo que leo continuamente. Esto no sólo pasa en España. A la editorial llegan continuamente informes americanos o ingleses que todo lo que proponen son thrillers, o autores de origen hispanoamericano que te cuentan la tragedia de su vida. Son los dos discursos dominantes que llegan como propuestas narrativas del extranjero. Me parece bastante triste.
Volviendo al tema de la calidad, una novela debe construirse con rigor, que yo equiparo a honestidad. Que no falsifique. Si sale un personaje, que nos den los datos suficientes para poder juzgarlo. Si se habla de una relación de pareja, que nos den los datos para poder juzgarla. Si se habla de corrupción, que nos digan, por ejemplo, cómo la gente se corrompe por llegar a tener una casa. Que no me seduzcan, que me den los datos para opinar y convencerme. Toda novela lleva una pretensión de verdad, pero la narrativa es un arma delicada porque no hay forma de contrastarla. Por otra parte, sería bueno que la narrativa intentara modificar la autocomplacencia en que ha caído la sociedad y mostrara la pugna de intereses que hoy están dulcificados, no que lo lamente o que haga moralina sentimental de izquierdas. Me gustaría que la literatura me explicara las tensiones que están el núcleo de los conflictos, no en los márgenes. No obstante, la impresión global que se tiene es que la literatura española va muy bien porque hay veinte autores que venden mucho y viven de ello. ¿Es esto un criterio para delimitar si esto va bien? Que alguien se pregunte cuántas novelas considera imprescindibles de las que han salido en los últimos 25 años, y que intente buscar seis.

— ¿Cuáles serían esas seis novelas?

— Si tuviera que nombrarlas, más que de novelas imprescindibles hablaría de novelas significativas y empezaría con La verdad del caso Savolta, novela importante por lo que estaba demostrando de síntoma. Cuando salió todo el mundo pensó que era una renovación de la novela social, y lo que sucedía era que la estética de novela social venía dada por la presencia en el foco de anarquistas, empresarios, trabajadores… Pero aquella no era una novela construida para preguntarse por aquella historia sino para disfrutar con ella en el sentido de la intriga, en el sentido policíaco. Era una novela con clara estructura de investigación. Y representó el anuncio de lo que iban a hacer los autores españoles: novelas narrativas, en las que la intriga, o incluso el suspense, invita a los lectores a descubrir un misterio. Por el hecho de ser la primera con fuerza, y por recoger tantos elementos de aquel campo anterior llamado realista, es una novela imprescindible.
También me parece significativa Bélver Yin, más allá de que uno juzgue si es buena o no. Bélver Yin decía: salgamos de la angustia de la derrota y divirtámonos un poco, veamos que el mundo puede ser un lugar agradable donde pasan historias bonitas, interesantes y cinematográficas.
Beatus Ille es otra referencia porque recoge una sensibilidad que se está produciendo, y es que las Guerra Civil deja de ser el lugar del antagonismo para convertirse en mito cultural recuperable como paisaje estético, con crimen por el medio, claro está. Tampoco en este caso hablo de calidades, aunque me parece la mejor novela de Muñoz Molina.
Otra novela importante es El desorden de tu nombre, de Millás. En esa novela, el protagonista ya no quiere ser alguien dentro de la comunidad, ya no quiere un proyecto público, sino uno privado. Ya no quiere establecerse en el mundo a través de su trabajo, sino de la escritura, una escritura de pasión en que la novela se escribe sola. La novela termina con este personaje que vuelve a casa y oye al obrero cantando La Internacional. La Internacional ya forma parte de un paisaje que nada tiene que ver con nosotros. La privacidad de aquel grupo ya es la privacidad del éxito individual.
El núcleo referencial de la nueva narrativa se cierra cuando se publica Una comedia ligera, de Mendoza. Se puede decir: Nueva Narrativa Española, 1975-1996: Una comedia ligera. Ahí están todos los referentes. La novela pastiche, la novela con trama, la novela de género, la novela de zarzuela. Hay autores que se han mantenido al margen, como Guelbenzu, Gándara y sobre todo Álvaro Pombo, que ha estado en ese grupo y sin embargo ha tenido un proyecto personal y de investigación de palabras importantes, que es una de las funciones de la literatura, investigar cuál es el contenido real de las palabras con las que nos engañamos, como lealtad, amor, familia, bondad…

— Hace poco, en esta revista, Casavella, Silva y Perejil se quejaban de la debilidad de la tradición narrativa española.

— La tradición española no es muy brillante. Si uno se va hacia atrás encuentra parte de Galdós, una obra de Clarín, otra de Valera y poco más. También es cierto que algunas veces se carece de maestros por pereza o por ignorancia. El problema añadido es que todo un cuerpo de la narrativa española anterior, el realismo social, fue absolutamente despreciado bajo el rótulo Generación de la Berza. En los años 50 existió un proyecto colectivo de literatura como voz que quería hablar a una comunidad. El proyecto fracasó pero es de las pocas veces que en la literatura española se produce una conexión entre los escritores y el público, entendiendo por éste a aquellos que leen con cierta sensación de que forman parte de algo. Eso también ocurrió con la generación de Galdós, que hablaba para aquellos que tenían un proyecto liberal de España. El único proyecto actual es el del plan de pensiones privado. Y mientras, gozar lo más posible.

— ¿Dónde sitúas a Juan Benet?

— Es un personaje clave, porque es el que rompe la conexión entre los escritores realistas y el público. Lo que él viene a decir es: “Estáis escribiendo para alguien que no os oye”. Esta generación realista partía de un presupuesto arriesgado al intentar dar voz a los que no podían hablar debido a la Guerra Civil, con lo que podía caer fácilmente en el paternalismo. Sin embargo, la sociedad española se estaba despolitizando y transformando. La gente ya no vivía con una sensación de sojuzgamiento porque se había abierto otra dinámica a partir del desarrollismo. Y llega Benet y dice: “¿Con qué legitimidad estáis hablando?” Estoy absolutamente en contra de la propuesta que él hace de la visión del mundo, pero acierta al decir: esto lo voy a contar tocando bien la Guerra Civil, el núcleo de lo que ha pasado. Reconvierte el enfrentamiento de clases en una lucha entre Caín y Abel. Despolitiza la guerra, acaba con una legitimidad pero no consigue instalar una nueva. Él dice que la única fuente de legitimidad del autor es la propia literatura, la define y dice que ya no es Galdós, es James y Faulkner. Y su discurso prevaleció frente al de Isaac Montero.

— Fuiste el primer editor de Ray Loriga en una colección de jóvenes narradores. ¿Cómo evalúas la generación de Loriga?

— Cuando me llegó el manuscrito aprecié dos cosas: una, el valor del discurso literario. Era una novela que acertaba en la descripción del narrador protagonista. Un narrador que podía tener entre 16 y 22 años, que rozaba el retraso mental pero que se enfrentaba a la realidad desde esta distorsión. Y lo más relevante: por primera vez tomaba la palabra una juventud que no era la del 68 y cuyo discurso ya no tenía los mismos imaginarios ni las mismas preocupaciones. Esta generación empieza a tomar la palabra y curiosamente interesa. Detrás de Loriga viene Mañas, que consiguió un éxito comercial muy importante, y después Pedro Maestre. Pienso también que esta generación nos ha dado muy poco, nos han contado el costumbrismo de lo que hacen, una especie de existencialismo costumbrista, pero no han tratado de explicar por qué hacen lo que hacen o quién hace que hagamos esto. Está la habilidad pero no la inteligencia narrativa. A su lado hay otro grupo de jóvenes que sí han abordado el tema narrativo con una entidad lingüística mayor. No me refiero a Prada, porque lo suyo es una entidad lingüística diferente, que entronca con el casticismo español. Me refiero a autores como Miñana, González Sáinz y otros que por decoro personal prefiero no nombrar y que como no están trabajando discursos directamente consumibles, no forman parte de los noticiarios publicitarios que hoy llamamos suplementos culturales.

— No hace mucho Vargas Llosa acusó a periódicos, suplementos y revistas de ser meros canales terminales de las editoriales. ¿Puedes ahondar en eso?

— Los responsables de los periódicos dicen: hay que estar al día, hay que seguir la actualidad, hay que hacer periodismo. Los medios son los responsables de los discursos críticos y han aceptado el discurso dominante, que es lo que más vende. No es verdad que los suplementos estén provocando el éxito de algunos y el fracaso de otros. Los suplementos hablan de lo que antes ha hablado ya el mercado, que está interferido por el marketing. Un ejemplo: hace diez años una librería armaba su escaparate el lunes según el suplemento literario de El País o del ABC. Hoy, los suplementos literarios arman su índice según las columnas de ventas de las librerías. Ahora el crítico ya no interviene, sólo constata, no vigila el discurso que se consume. Hace un tiempo alguien me llamó para hablarme de la paliza que La Vanguardia daba a la última novela de Lucía Etxebarría. Lo leo, y lo primero que veo es que está colocada en página impar a toda página y con una gran foto. Entonces me pregunto: ¿pero es que aquí la gente ya no sabe leer? Hay que volver a leer entre líneas, y en ese sentido estamos como en el franquismo. ¿Por qué pasa esto? Porque hay cosas que no se pueden decir; si las dices, no sales en el colorín. El problema de la autocensura sigue funcionando y muy fuertemente. Hay que ver siempre con quién se mete uno, con quién no se puede meter y a qué se arriesga. Habría que volver al compromiso entendido no como una solidaridad complaciente sino como aquello que “compromete” tus intereses económicos o profesionales, en el sentido en que entendemos la frase de “no me comprometas”.

— ¿Los autores tienen poder?

— Lo que suele ocurrir es que ciertos autores suelen estar asociados con un poder importante. Conozco algún caso en que un autor de éxito se ha negado a que tal persona trabaje en tal empresa con la amenaza de abandonar la editorial. En la relación de la literatura y los grupos mediáticos en España hay dos asuntos excepcionales: la licencia de los premios y la existencia de una editorial ligada a un grupo hegemónico de comunicación. Eso hace que la lucha por el espacio comunicativo tenga un eco en el mundo editorial y literario.

— ¿Los libros que salen de los premios distorsionan el mundo literario?

— Una sociedad que necesita de los premios para que el público lea es una sociedad que tiene problemas de identidad graves. Es una sociedad que necesita del espectáculo, del escándalo o de la pompa para hacer algo que debería ser normal.

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