Ajoblanco (nº
114 - Enero-1999)
UNA VOZ CRÍTICA
FRENTE A 25 AÑOS DE LITERATURA ESPAÑOLA
Por José Ribas
Campaña
A mediados de los 60
quiso ser psiquiatra, pero los preceptivos siete años de medicina le
empujaron a cambiar de facultad y estudiar Filosofía, en Madrid.
Allí se encontró con jóvenes que participaban de la revuelta
política convertida en laboratorio de aprendizaje, aunque sin perder
de vista el interés por la literatura. Bértolo escribió poemas,
dos de los cuales se publicaron en la Antología de la joven poesía
española y llegaron a ser cantados por el grupo de música Aguaviva.
“Al salir de la facultad, año 72, decidí participar activamente
en política. Hasta aquel momento fui lo que en la jerga se llamaba
compañero de viaje. Cuando las conversaciones de café me agotaron y
me fui a Londres, decidí militar en el PC. Estuve trabajando con un
grupo de obreros emigrantes. Nunca olvidaré el día que llegó
Sabina desterrado, diciendo que era de la ETA de Jaén. Su debut
cantando canciones de Paco Ibáñez coincidió con la primera
conferencia que di en mi vida”. En aquella época no existían
fronteras entre los intereses políticos y los culturales.
Muchos años más
tarde, Bértolo sigue apostando por una literatura que sitúe, que
indague en el núcleo de los conflictos, que rasgue la
autocomplacencia y que muestre la pugna de intereses con verdad y sin
moralina sentimental de izquierdas. “El autoengaño forma parte de
nuestras habilidades”. Pero, claro, en estos tiempos en los que el
mercado es el único criterio, ¡qué difícil una literatura
radical!
— ¿Te consideras
perteneciente a esa generación que ha mandado durante los últimos
años en casi todos los campos, que ha copado poltronas existentes o
inventadas y que se ha convertido en el tapón que impide el relevo
generacional?
— Coincidí en la
facultad con gente como Gabriel Albiac, Juan José Millás, Juan
Madrid, Rafael Chirles, Agustín Díaz Yáñez, Pablo Guerrero,
Ricardo Cantalapiedra, Mauricio D’Ors o Manuel Rodríguez Rivero,
que con el paso de los años se crearían un lugar destacado en
distintos campos culturales, pero creo que la generación que se
instaló en el poder no era exactamente la nuestra, sino aquella un
poco mayor y que ya en el 68 ocupaba posiciones de mayor relieve.
Gentes como Eugenio Triana, Pilar Bravo, Joaquín Estefanía o
Enrique Curiel. Muchos de ellos habían militado en el FELIPE, luego
pasaron al PCE y otros partidos de izquierda y, en plena transición,
o recalaron el PSOE o se acomodaron profesionalmente según las
diversas circunstancias. Para muchos de mi generación, la militancia
en el PCE, en el PTE o la ORT supuso algo así como un máster para
la clase media. Militar te obligaba a estudiar, a organizar tu
discurso, a participar y analizar la dinámica de las discusiones, un
adiestramiento en definitiva en las artes de la dialéctica. Hoy se
caricaturiza y reniega de aquellos tiempos diciendo que la militancia
era una especie de lavado de cerebro y que te cuadriculaban la
cabeza. Yo creo que te ayudaban a amueblarla. Que aquellos muebles
sean del gusto de unos u otros ya es otra cosa. Nuestra generación
llegó a cuadros intermedios pero nunca a dirigentes. Aunque ahora
todo el mundos se inventado su pasado. La falsificación de la propia
biografía es uno de los asuntos más curiosos que han ocurrido. En
Debate se han publicado, y quiero seguir publicando, libros que
responden a las lecturas reales de mi generación durante la
adolescencia. Libros como el El enamorado de la Osa Mayor, El filo de
la navaja o La piedad peligrosa. Hoy, cuando preguntas: ¿Oye, tú
qué leías?, todos responden que leían a Faulkner. Creo que el
descubrimiento de la literatura de verdad se produjo a través de la
lectura de los existencialistas: Sartre, Camus… Y luego, ya más
tarde, de los sudamericanos. Pero ahora resulta que todo el mundo
escuchaba jazz cuando desayunaba y al parecer al Dúo Dinámico, a
los Brincos o a Karina no los oía nadie. Los más politizados de
aquellas generaciones han falsificado sus señas de identidad. Creo
que Vázquez Montalbán no tiene razón cuando dice que entre los
sueños de aquella generación no estaba el poder. El que no estaba
era el dinero, que curiosamente parece ser el único sueño que se
está cumpliendo.
— En Barcelona nos
educamos, a partir de 1970, con libros importados de editoriales
sudamericanas que vendían con mucha discreción en la librería del
Drugstore de Paseo de Gracia. ¿Llegaban estos libros a Madrid?
— Sí, lo que
leíamos era básicamente de la Editorial Sudamericana, Losada o
Emecé. Sin embargo, recuerdo cuando en la facultad hablábamos de un
escritor de apellido Borgues. Se llamó Borgues durante mucho tiempo.
Es en el 68 cuando se empieza a leer a Varga Llosa, Cortázar
—Rayuela fue como una epidemia—, García Márquez… Algo más
tarde a Onetti y Rulfo.
— Al volver de
Londres, ¿a qué te dedicaste?
— Cuando vuelvo de
Londres entro en la enseñanza y me sigo moviendo en el círculo de
compañeros de la facultad. Amplío el campo de acción y milito en
el PC hasta el 78. Me voy del partido tras las primeras elecciones
democráticas. Y no me voy por el desencanto por los resultados del
PC, sino por la reacción de la gente, que vivió el fracaso del PC
como que no estaba puesto al día y con mucha envidia hacia la gente
del PSOE. Se sintió como un fracaso generacional en el sentido de
que había mucha gente preparada para la toma de los puestos de
poder. La gente ve que ahí no hay mucho futuro y empieza el lento
trasvase hacia lugares donde el poder se podrá practicar. En ese
momento decido dedicarme sólo a la enseñanza y a la literatura. Es
cuando me empieza a interesar la crítica literaria. Primero en
periódicos de provincias, y también, curiosamente, a través de la
Estafeta Literaria. Luego paso a Gaceta de los Libros, de Mariano
Navarro. Escribo en la segunda época del Urogallo y acabo en El
País. En mi época del periódico, participé en la creación de la
Escuela de Letras, en la que estuve hasta hace dos años. Empiezo a
colaborar en el mundo editorial, primero en Anaya, y luego en Debate
hasta que, después de algunos años, me nombran Director Literario.
— Participaste
activamente en El País literario que coordinaba Alejandro Gándara.
— Lo que definía
a aquel grupo era cierta radicalidad, un nivel de exigencia en la
elaboración crítica. Fue una etapa conflictiva porque los editores
se quejaban. Intentábamos mantener criterios de rigor, resistir a la
canalización del mercado que ya entonces se apuntaba. Queríamos
permanecer atentos no sólo ante lo que publicaban los grandes
grupos, sino a lo que ofrecían otras editoriales. No existía una
coherencia ideológica o estética, pero sí una actitud de no
complacencia con el mundo editorial que, claro está, no siempre se
lograba. El hecho de que el coordinador fuese un escritor también
producía distorsiones. Creo que aquel grupo fue depuesto por la
presión de las editoriales de Barcelona, que no encontraban un
interlocutor comprensivo. No fue extraño que la persona que
sustituyó a Gándara viniese de Barcelona. En El País no tuve
problema, salvo un comentario sobre las novelas de Juan Goytisolo que
dio origen a una carta del Nobel Mahfuz y otros intelectuales para
que me destituyeran, que no tuvo efecto. Decía que sus escritos
estaban teñidos de un cierto paternalismo hacia el mundo árabe.
También es verdad que estaba cansado del trabajo de reseñista.
Pensé que era una vía agotada. La crítica literaria, o se
convertía en crítica cultural o era una forma de publicidad de
calidad. De todos modos, me sigo considerando crítico literario.
Desde esa inocencia entré en el mundo editorial aportando criterios,
que es lo que aporta un crítico. El editor puede hacer un trabajo
más público que el crítico al determinar qué discursos entran y
qué discursos no entran. Y ahí permanezco. ¿Qué posibilidades
tiene un discurso literario en una sociedad dominada por el criterio
de rentabilidad a corto plazo? Es lo más interesante de mi trabajo y
también lo que me hace ser más pesimista. Pero es una tarea
apasionante.
— En los últimos
veinte años ha habido cambios importantes en las políticas
editoriales, y ha cambiado también la relación de las editoriales
con el escritor y con el público.
— Es no es nuevo.
Desde el siglo XIX, las editoriales han sido empresas comerciales.
Pero sucedía que, frente al poder del mercado, coexistían en la
sociedad otros poderes que las editoriales también tenían en
cuenta. Tenían peso lo que llamaríamos el campo del prestigio, el
de la política y el de la resistencia. El aparato editorial, que
llamábamos cultural, estaba identificado con la resistencia, y eso
marcaba lo que se entendía por literatura, que no era mero
entretenimiento, sino una seña de identidad, una forma de
conocimiento o una forma de intervención en un mundo en el que había
tensiones de todo tipo. Hace veinte años las editoriales que no
tenían esta vocación de intervención, o la tenían pero de una
forma conservadora, pasiva, no formaban parte del mundo cultural. La
Editorial Planeta, por ejemplo, no era un referente cultural:
pertenecía a la industria cultural. ¿Qué es lo que está
sucediendo ahora? Pues que los contrapoderes al mercado se van
diluyendo. El campo político desaparece, el campo cultural se
debilita. Me refiero al campo cultural con proyecto, porque el que no
lo tiene sólo es consumo. Hoy la hegemonía del mercado es casi
total. Eso hace que varíen absolutamente las relaciones de los
editores tanto con los escritores como con el público, y la de los
propios escritores con la literatura. Un hecho importante y
sintomático fue el que ocurrió en 1982, cuando Benet se presenta al
Premio Planeta. Él siempre dijo que era una broma pero, aunque lo
fuera, era significativa. En el Planeta, un representante de la
literatura no se metía.
— Marsé lo había
ganado antes, aunque que creo que fue como pago por la liquidación
de la revista Por favor, que pertenecía al grupo.
— El paso decisivo
fue el de Benet. Marsé siempre fue el menos exquisito de su grupo y,
curiosamente, por ese lado popular se entendía su acercamiento hacia
un público más amplio. En ese momento la gente empezó a perder la
vergüenza a lo que le convenía económicamente. Hasta entonces todo
el mundo se resistía, pero como no había, y no hay, otra
legitimidad diferente que no sea la del mercado, los criterios no
están en ningún sitio. Y se necesitan. A pesar de que el éxito es
lo que garantiza la legitimidad, todo el mundo intuye que la
literatura se construye sobre una legitimidad distinta. Incluso al
que más vende le molesta no ser reconocido como escritor, quiere que
alguien le dé el certificado, y no es sólo el caso de Carmen
Posadas, que dice que está harta de que no la consideren escritora.
Las posibilidades culturales subsisten porque la legitimidad no la da
totalmente el mercado. Definir qué es la calidad es bastante
complicado. Lo único que tenemos es el peso de la tradición y la
experiencia sobre cómo se han construido los discursos literarios.
— ... O lo que
realmente emociona.
— La emoción es
un concepto absolutamente variable. La emoción es un valor estético
desde el romanticismo. ¿Por qué se enfrenta la emoción a la
inteligencia? ¿Qué tipo de emoción? ¿La de los culebrones? ¿La
emoción de quién? Aquí siempre se ha dicho que la emoción de los
exquisitos, la emoción que llamamos vida interior. Es un concepto
completamente subjetivo y difícil. Implica una forma complaciente de
estar en el mundo, con algún riesgo para que sea más entretenido:
disquisiciones o malestares de clase acomodada, en la que no incluyo
sólo a la clase social, sino también a la profesional. Éste es un
país donde el nivel de autocomplacencia en las capas que tienen
posibilidades de hablar es muy alto. No olvidemos que aquella
generación que quería otro discurso es hoy una generación bastante
bien instalada desde el punto de vista material. Todavía me
sorprende que hayas tantas novelas de perdedores. Porque nadie ha
contado la historia de esta generación que, se quiera o no, es de
ganadores. Hay muchos escritores que han normalizado su relación con
el mercado y por lo tanto están cobrando cantidades muy importantes,
y sin embargo siguen fomentando en sus novelas la estética del
perdedor, la estética tópica y típica, arquetípica y nostálgica.
Curiosamente, esta generación quiere perder y ganar al mismo tiempo.
Desde casa propia, y si puede ser con chimenea mejor, gozar de lo
exquisito que es sentirse unido a los fracasados.
— ¿No crees que
derrota o victoria también se pueden considerar desde criterios que
no sólo sean económicos?
— Sí, claro, pero
sin olvidarlos, porque ésta era una generación que se decía
materialista. No vaya a ser que ahora la derrota sea un lujo, un
espacio espiritual. La derrota como espacio espiritual me parece una
concepción de un cinismo profundo. Derrotados, pero con una buena
chaqueta. ¿Qué existen otro tipo de derrotas? Sí, es verdad, son
aquellas que nos gustan mucho una vez que tenemos garantizado el
acomodo material. Es desde ese acomodo que leemos todas las novelas
negras del mundo, uno de los filones predominantes de la narrativa
española en este momento. Mala, desde mi punto de vista. El otro es
la pérdida de pudor que se presenta como un acto de valor cuando no
deja de ser puro exhibicionismo comercial. Cuento lo mucho o poco que
fornico, bebo, me drogo, me opongo a mis padres, me desgarro, me
siento triste o alegre…
— ¿La novela,
como dijo Mendoza, perece?
— Mendoza no ha
hablado de la muerte de la novela. Lo que vino a decir es que el tipo
de novela dominante en los últimos tiempos, el thriller costumbrista
o metaliterario que uno lee cómodamente en el sofá, está agotado.
Este tipo de novela lo hemos leído setecientas veces. Unos la hacen
de una forma y otros de otra: desde crímenes en plan dramático,
incluso en plan televisivo en plan Nieves Herrero, a novelas
intelectuales, con vida interior, de alguien que va a Venecia, se
encuentra con un crimen, investiga… Es algo que leo continuamente.
Esto no sólo pasa en España. A la editorial llegan continuamente
informes americanos o ingleses que todo lo que proponen son
thrillers, o autores de origen hispanoamericano que te cuentan la
tragedia de su vida. Son los dos discursos dominantes que llegan como
propuestas narrativas del extranjero. Me parece bastante triste.
Volviendo al tema de
la calidad, una novela debe construirse con rigor, que yo equiparo a
honestidad. Que no falsifique. Si sale un personaje, que nos den los
datos suficientes para poder juzgarlo. Si se habla de una relación
de pareja, que nos den los datos para poder juzgarla. Si se habla de
corrupción, que nos digan, por ejemplo, cómo la gente se corrompe
por llegar a tener una casa. Que no me seduzcan, que me den los datos
para opinar y convencerme. Toda novela lleva una pretensión de
verdad, pero la narrativa es un arma delicada porque no hay forma de
contrastarla. Por otra parte, sería bueno que la narrativa intentara
modificar la autocomplacencia en que ha caído la sociedad y mostrara
la pugna de intereses que hoy están dulcificados, no que lo lamente
o que haga moralina sentimental de izquierdas. Me gustaría que la
literatura me explicara las tensiones que están el núcleo de los
conflictos, no en los márgenes. No obstante, la impresión global
que se tiene es que la literatura española va muy bien porque hay
veinte autores que venden mucho y viven de ello. ¿Es esto un
criterio para delimitar si esto va bien? Que alguien se pregunte
cuántas novelas considera imprescindibles de las que han salido en
los últimos 25 años, y que intente buscar seis.
— ¿Cuáles serían
esas seis novelas?
— Si tuviera que
nombrarlas, más que de novelas imprescindibles hablaría de novelas
significativas y empezaría con La verdad del caso Savolta, novela
importante por lo que estaba demostrando de síntoma. Cuando salió
todo el mundo pensó que era una renovación de la novela social, y
lo que sucedía era que la estética de novela social venía dada por
la presencia en el foco de anarquistas, empresarios, trabajadores…
Pero aquella no era una novela construida para preguntarse por
aquella historia sino para disfrutar con ella en el sentido de la
intriga, en el sentido policíaco. Era una novela con clara
estructura de investigación. Y representó el anuncio de lo que iban
a hacer los autores españoles: novelas narrativas, en las que la
intriga, o incluso el suspense, invita a los lectores a descubrir un
misterio. Por el hecho de ser la primera con fuerza, y por recoger
tantos elementos de aquel campo anterior llamado realista, es una
novela imprescindible.
También me parece
significativa Bélver Yin, más allá de que uno juzgue si es buena o
no. Bélver Yin decía: salgamos de la angustia de la derrota y
divirtámonos un poco, veamos que el mundo puede ser un lugar
agradable donde pasan historias bonitas, interesantes y
cinematográficas.
Beatus Ille es otra
referencia porque recoge una sensibilidad que se está produciendo, y
es que las Guerra Civil deja de ser el lugar del antagonismo para
convertirse en mito cultural recuperable como paisaje estético, con
crimen por el medio, claro está. Tampoco en este caso hablo de
calidades, aunque me parece la mejor novela de Muñoz Molina.
Otra novela
importante es El desorden de tu nombre, de Millás. En esa novela, el
protagonista ya no quiere ser alguien dentro de la comunidad, ya no
quiere un proyecto público, sino uno privado. Ya no quiere
establecerse en el mundo a través de su trabajo, sino de la
escritura, una escritura de pasión en que la novela se escribe sola.
La novela termina con este personaje que vuelve a casa y oye al
obrero cantando La Internacional. La Internacional ya forma parte de
un paisaje que nada tiene que ver con nosotros. La privacidad de
aquel grupo ya es la privacidad del éxito individual.
El núcleo
referencial de la nueva narrativa se cierra cuando se publica Una
comedia ligera, de Mendoza. Se puede decir: Nueva Narrativa Española,
1975-1996: Una comedia ligera. Ahí están todos los referentes. La
novela pastiche, la novela con trama, la novela de género, la novela
de zarzuela. Hay autores que se han mantenido al margen, como
Guelbenzu, Gándara y sobre todo Álvaro Pombo, que ha estado en ese
grupo y sin embargo ha tenido un proyecto personal y de investigación
de palabras importantes, que es una de las funciones de la
literatura, investigar cuál es el contenido real de las palabras con
las que nos engañamos, como lealtad, amor, familia, bondad…
— Hace poco, en
esta revista, Casavella, Silva y Perejil se quejaban de la debilidad
de la tradición narrativa española.
— La tradición
española no es muy brillante. Si uno se va hacia atrás encuentra
parte de Galdós, una obra de Clarín, otra de Valera y poco más.
También es cierto que algunas veces se carece de maestros por pereza
o por ignorancia. El problema añadido es que todo un cuerpo de la
narrativa española anterior, el realismo social, fue absolutamente
despreciado bajo el rótulo Generación de la Berza. En los años 50
existió un proyecto colectivo de literatura como voz que quería
hablar a una comunidad. El proyecto fracasó pero es de las pocas
veces que en la literatura española se produce una conexión entre
los escritores y el público, entendiendo por éste a aquellos que
leen con cierta sensación de que forman parte de algo. Eso también
ocurrió con la generación de Galdós, que hablaba para aquellos que
tenían un proyecto liberal de España. El único proyecto actual es
el del plan de pensiones privado. Y mientras, gozar lo más posible.
— ¿Dónde sitúas
a Juan Benet?
— Es un personaje
clave, porque es el que rompe la conexión entre los escritores
realistas y el público. Lo que él viene a decir es: “Estáis
escribiendo para alguien que no os oye”. Esta generación realista
partía de un presupuesto arriesgado al intentar dar voz a los que no
podían hablar debido a la Guerra Civil, con lo que podía caer
fácilmente en el paternalismo. Sin embargo, la sociedad española se
estaba despolitizando y transformando. La gente ya no vivía con una
sensación de sojuzgamiento porque se había abierto otra dinámica a
partir del desarrollismo. Y llega Benet y dice: “¿Con qué
legitimidad estáis hablando?” Estoy absolutamente en contra de la
propuesta que él hace de la visión del mundo, pero acierta al
decir: esto lo voy a contar tocando bien la Guerra Civil, el núcleo
de lo que ha pasado. Reconvierte el enfrentamiento de clases en una
lucha entre Caín y Abel. Despolitiza la guerra, acaba con una
legitimidad pero no consigue instalar una nueva. Él dice que la
única fuente de legitimidad del autor es la propia literatura, la
define y dice que ya no es Galdós, es James y Faulkner. Y su
discurso prevaleció frente al de Isaac Montero.
— Fuiste el primer
editor de Ray Loriga en una colección de jóvenes narradores. ¿Cómo
evalúas la generación de Loriga?
— Cuando me llegó
el manuscrito aprecié dos cosas: una, el valor del discurso
literario. Era una novela que acertaba en la descripción del
narrador protagonista. Un narrador que podía tener entre 16 y 22
años, que rozaba el retraso mental pero que se enfrentaba a la
realidad desde esta distorsión. Y lo más relevante: por primera vez
tomaba la palabra una juventud que no era la del 68 y cuyo discurso
ya no tenía los mismos imaginarios ni las mismas preocupaciones.
Esta generación empieza a tomar la palabra y curiosamente interesa.
Detrás de Loriga viene Mañas, que consiguió un éxito comercial
muy importante, y después Pedro Maestre. Pienso también que esta
generación nos ha dado muy poco, nos han contado el costumbrismo de
lo que hacen, una especie de existencialismo costumbrista, pero no
han tratado de explicar por qué hacen lo que hacen o quién hace que
hagamos esto. Está la habilidad pero no la inteligencia narrativa. A
su lado hay otro grupo de jóvenes que sí han abordado el tema
narrativo con una entidad lingüística mayor. No me refiero a Prada,
porque lo suyo es una entidad lingüística diferente, que entronca
con el casticismo español. Me refiero a autores como Miñana,
González Sáinz y otros que por decoro personal prefiero no nombrar
y que como no están trabajando discursos directamente consumibles,
no forman parte de los noticiarios publicitarios que hoy llamamos
suplementos culturales.
— No hace mucho
Vargas Llosa acusó a periódicos, suplementos y revistas de ser
meros canales terminales de las editoriales. ¿Puedes ahondar en eso?
— Los responsables
de los periódicos dicen: hay que estar al día, hay que seguir la
actualidad, hay que hacer periodismo. Los medios son los responsables
de los discursos críticos y han aceptado el discurso dominante, que
es lo que más vende. No es verdad que los suplementos estén
provocando el éxito de algunos y el fracaso de otros. Los
suplementos hablan de lo que antes ha hablado ya el mercado, que está
interferido por el marketing. Un ejemplo: hace diez años una
librería armaba su escaparate el lunes según el suplemento
literario de El País o del ABC. Hoy, los suplementos literarios
arman su índice según las columnas de ventas de las librerías.
Ahora el crítico ya no interviene, sólo constata, no vigila el
discurso que se consume. Hace un tiempo alguien me llamó para
hablarme de la paliza que La Vanguardia daba a la última novela de
Lucía Etxebarría. Lo leo, y lo primero que veo es que está
colocada en página impar a toda página y con una gran foto.
Entonces me pregunto: ¿pero es que aquí la gente ya no sabe leer?
Hay que volver a leer entre líneas, y en ese sentido estamos como en
el franquismo. ¿Por qué pasa esto? Porque hay cosas que no se
pueden decir; si las dices, no sales en el colorín. El problema de
la autocensura sigue funcionando y muy fuertemente. Hay que ver
siempre con quién se mete uno, con quién no se puede meter y a qué
se arriesga. Habría que volver al compromiso entendido no como una
solidaridad complaciente sino como aquello que “compromete” tus
intereses económicos o profesionales, en el sentido en que
entendemos la frase de “no me comprometas”.
— ¿Los autores
tienen poder?
— Lo que suele
ocurrir es que ciertos autores suelen estar asociados con un poder
importante. Conozco algún caso en que un autor de éxito se ha
negado a que tal persona trabaje en tal empresa con la amenaza de
abandonar la editorial. En la relación de la literatura y los grupos
mediáticos en España hay dos asuntos excepcionales: la licencia de
los premios y la existencia de una editorial ligada a un grupo
hegemónico de comunicación. Eso hace que la lucha por el espacio
comunicativo tenga un eco en el mundo editorial y literario.
— ¿Los libros que
salen de los premios distorsionan el mundo literario?
— Una sociedad que
necesita de los premios para que el público lea es una sociedad que
tiene problemas de identidad graves. Es una sociedad que necesita del
espectáculo, del escándalo o de la pompa para hacer algo que
debería ser normal.
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