jueves, 12 de noviembre de 2015

Literatura sin canon


Armando López Salinas: Una escritura al margen.

1.- Narrar lo que no es.

La Historia, aunque unas veces parezca acelerarse o impacientarse y otras retroceder o detenerse, tiene su propio ritmo y tempo que poco tienen que ver con la cronología del reloj o el calendario. Tiene su propia andadura y, como las palabras, sus propios dueños. Y lo mismo sucede con esa Historia de la Literatura que, inevitablemente, están construyendo entre el Capital y sus escribas y escribientes y que define, identifica y describe lo literario como una rama del árbol del humanismo asentada en una idea del hombre sustentada en la cómoda -y halagadora- comprensión de lo humano como un misterio incognoscible entendiendo, en consecuencia, que lo propio de esa condición humana, de la que la Literatura sería expresión, no es saber, razonar o entender sino intuir, sospechar, sugerir, atisbar relámpagos de luz en medio de un mar de sombras. La literatura como misterio. Los escritores como demiurgos, magos, poseídos, hierofantes. La literatura como religo, relación entre el ser de cada día y lo inefable. La literatura como sacralidad. Y el canon literario como libro de oraciones de lectura obligada para quien quiera sumergirse en el misterio y salvarse de la mediocridad, ese pecado estético que el humanismo no perdona.
Nada extraño es por tanto que el tempo de la literatura de Armando López Salinas aún no haya llegado. Ni el tempo, ni el tiempo, ni el espacio. Como bien señala el profesor David Becerra1 su obra “ha sido condenada al ostracismo, silenciada, borrada de los manuales de literatura, olvidada y desplazada de lo que se suele denominar la tradición literaria española”. Tal hecho es sin duda injusto pero no por eso deja de ser algo lógico: vivimos en una situación cultural en donde su literatura no puede encontrar ni acomodo académico ni acomodo comercial y de eso, más que lamentarse, habría que sacar lección, laudo y ejemplo. Dejemos de quejarnos del olvido o descrédito que la crítica “acreditada” le ha venido otorgando. Que su obra no entra en el canon literario, pues tan tranquilos: ni está ni se le espera. Afortunadamente. Su literatura está y es en otra situación, en otra dialéctica, en aquella en donde el pasado, el presente y el futuro se construyen y funden de manera inseparable. Porque pertenece a ese espacio y tiempo dialéctico que es Revolución, es decir, “acontecimiento en marcha” que no sucede al margen de esa Historia que hoy nos escribe el Capital, pero que tampoco le rinde servidumbre o pleitesía. Ese espacio y tiempo de Revolución y que es y no es porque es un estar siendo. Y la literatura revolucionaria es precisamente eso: alguien que cuenta lo que todavía no es y sin embargo acontece: dialéctica. Capacidad para mostrar los mecanismos que permiten que nuestras vidas están determinadas por el hecho de que, al tiempo que sabemos más, ese saber parece cada vez servir para menos porque saber es en definitiva aprender a conocer lo que no sabemos. El saber como escisión dialéctica y la narrativa revolucionaria como lugar en donde se integra esa escisión. De la consciencia desgraciada del existencialismo sentimental a la responsabilidad como horizonte y tarea. El no saber como esperanza. Esa esperanza con la que se cierra La mina y que no siempre ha sabido interpretarse: “La angustia se deshacía igual que un pedazo de hielo puesto al sol. Viendo a los pequeños sintió una gran paz y una tranquila serenidad. Una serenidad que le llegaba desde muy hondo, desde su esperanza.”2 La escritura de López Salinas como esa otra mirada, esa otra escritura, ese otro tempo que incomoda a las historias dominantes porque ilegitima el canon y rompe con la verosimilitud dominante, con la imaginación dominante, con la esperanza dominante. Dejemos pues de pedir o reclamar a quienes, desde la propiedad o usufructo de los mecanismos de “control de calidad literaria” gestionan el canon que tengan a bien concederle a Armando López Salinas el certificado de buenas costumbres literarias. No demos crédito a sus monedas ni a sus formalismos ni a sus economías estéticas. No caigamos en su lenguaje. Trabajemos simplemente para que un algún día logremos eliminar la propiedad privada de los medios de producción del canon y para que las condiciones de recepción permitan que la lectura de sus obras sea necesaria.

2.- Nostalgia y protagonismo.

El año, 1959, en que La mina queda finalista del Premio Nadal de novela es el mismo año en que tiene lugar el Plan de Estabilización Económica que el régimen franquista pone en marcha como medida de transición desde una economía autárquica hacía modelos de desarrollo de corte liberal que a medio plazo van a acentuar de manera intensa el paso desde una España marcadamente rural hacia una geografía urbana e industrial. Del campo a la ciudad. Un viaje colectivo y personal que al fin y al cabo es “la materia narrativa” de esta novela que bien podría señalarse como una de las últimas novelas española que tienen en donde el foco protagonista, a lo largo de todo el bloque inicial, recae sobre las vivencias de una familia campesina. Que la novela recoja con intención y precisión narrativa esa transformación es tema bien estudiado por quienes se han acercado a ella y no es momento ahora de detenerse en este aspecto. Peo creo sin embargo que sería bueno insistir en una circunstancia que el escritor Jesús Felipe Martínez ha destacado en un reciente artículo: la permanencia en el imaginario de Joaquín, el inolvidable protagonista de la novela, del espacio rural como “locus amoenus” a pesar de las privaciones y frustraciones que “la vida en el campo” ha supuesto para él. Este contraste entre el campo y la vida en el campo va a dar lugar a la presencia en el interior del personaje de una especie de nostalgia interior que es uno de los rasgos que le caracterizan como personaje: “Toda la vida de Joaquín había transcurrido en Sierra Harana. Aamaba a Tero, y a la llanura del valle donde el pueblo se asentaba, tanto como un hombre puede amar el hueco oscuro que le dio la vida”3. Y, en principio, parece raro que el protagonista de una novela de clara inserción en la poética de la literaturas revolucionarias acoja retóricamente y con singular relieve una marca sentimental, la nostalgia, propia de la formulas narrativas de corte romántico: ”el paraíso perdido continuamente añorado por el protagonista. Incluso cuando alquile su mísera casa en Puertollano, Joaquín va a tratar de plantar algún árbol y criar algún conejo en el patizuelo de la casucha como homenaje y recuerdo a los límpidos aires, a las fuentes y manantiales, a la vegetación y cultivos de aquella aldea de donde le han expulsado”4 Sería este un rasgo que, de aceptarse tal interpretación y parece imposible negarla, ubicaría a La mina más en la constelación del sentimental neorrealismo italiano de un Vittorini o un Pratolini que en el territorio de las narrativas revolucionarias correspondientes al llamado realismo socialista. Lo paradójico es que esta “desviación estética” hacia el sentimentalismo es para buena parte de la crítica literaria de izquierdas - víctima de los prejuicios antirealistas de la crítica burguesa- una “virtud” y un valor de la narrativa de López Salinas que se ofrece como prueba y confirmación del error de la crítica académica cuando acusa al realismo social español de los cincuenta de desidia y despreocupación por “lo específicamente literario”. Un ejemplo de esa crítica amistosa de izquierdas que para defenderte del enemigo no hace sino reproducir la escala de valores del enemigo. Y no. No hace falta defender la novela de ningún enemigo porque la novela si tuviera necesidad de hacerlo – que no lo tiene- se defiende sola contra la tentación de la nostalgia.
Porque La mina, frente a una primera apariencia parece revelar, no es una novela que tenga como protagonista a Joaquín García, el campesino nacido en los campos del valle granadino del Tero, emigrante por necesidad a las minas de Puertollano y “asesinado” por un derrumbe que la avaricia de los empresarios de la mina propicia. La novela cuenta esa vida, pero ese personaje, clave y principal, no es el verdadero protagonista, es decir, aquel sobre el que recae la lucha agónica contra las circunstancias que lo rodean. Ese personaje se llama Angustias y es la mujer de Joaquín García. Que no en balde es con ella con quien la novela, más allá de la muerte de Joaquín, se cierra y finaliza. Un final que funciona narrativamente como una especie de vuelta de tuerca que sitúa de manera adecuada su argumento, es decir, aquello que a través de la voz narrativa y de las acciones, pensamientos y palabras de los personajes , la novela argumenta y propone a consideración de lectores y lectoras. Quizá sea conveniente recordar ahora que en una novela tan reconocida desde los ámbitos académicos como es Madame Bovary de Gustave Flaubert ocurre también que los árboles y el bosque no dejan ver lo importante: la tierra sobre la que el bosque- el entramado- y los árboles- los personajes- crecen. Porque tampoco la novela de Flaubert termina cuando Emma Bovary muere sino que, como discurso que ordena una intención comunicativa, “sobrevive” ya no solo en la figura de Charles Bovary, el verdadero protagonista de la tragedia sino que “se prolonga” en la figura de esa hija a la que la historia familiar, la irresponsabilidad de Emma Y Charles, “condenan” a entrar en el infierno: en las filas del proletariado.
Si vamos hasta el bloque el final de La mina podremos verificar esta hipótesis: Ha muerto Joaquín y Angustias su mujer recuerda y nos dice que “La batalla le había endurecido y amargado, mas en el fondo seguía siendo el mismo hombre lleno de amor por las cosas:
Eso es lo que él quiso siempre, sembrar y cultivar la tierra. Nunca de verdad quiso arrancarse de allí, yo a veces pienso que la culpa es mía por haberle empujado. Pero, después, me digo también que no es verdad, que a pesar de todo hicimos bien viniendo aquí; no teníamos otro remedio.5
Angustias certifica que la nostalgia del pasado rural habitaba en el interior de su marido y que si bien la batalla- la lucha de clases -lo ha convertido acaso en un héroe Joaquín no dejaba de ser un héroe amargado, en clara contraposición vital y política con el perfil del heŕoe tradicional del realismo revolucionario. Si la novela finalizase con ese párrafo su interpretación en clave de relato existencial sería posible pero la novela prosigue recogiendo en estilo indirecto libre los pensamientos de Angustias:
Ahora amaba a Joaquín como un recuerdo por el que se siente un gran cariño, un afecto que desgarra las entrañas. Mas cuando miraba hacia adelante la vida tomaba un significado distinto. Tero, allí estaría el pueblo; la plata del río, la llanura y los olivos. Recorrió con el pensamiento todos los lugares queridos. Ir allí – se dijo- y esperar a que los hijos crezcan, se hagan mozos y emprendan el camino de todos, el exilio de la propia tierra. De pronto notó el abismo que la separaba de todo aquello. No, no volvería a Tero. La vida y el porvenir había que ganarlos día a día pues los hijos esperaban. Y ella tenía que ser un huero de esperanza.
Una oleada de calor se expandió por su pecho. La angustia se deshacía igual que un pedazo de hielo puesto al sol. Viendo a los pequeños sintió una gran paz y una tranquila serenidad. Una serenidad que le llegaba desde muy hondo, desde su esperanza.”
Y no deja de ser curioso comprobar como la crítica humanista siempre tan atenta a lo formal no advierte el peso estructural que su posición en el texto le otorga a este final. Interesada en ponderar “el peso de lo humano” que pueda existir en la novela, esta crítica, aun aquella que trata de mostrarse favorable a la novela, - como la última e inteligente nota a pié de página de la edición de David Becerra pone de manifiesto-, no sopesa la ruptura que Angustias “protagoniza” contra el peso del pasado, contra la nostalgia y contra la amargura como destino fatalista. Una mirada crítica que se muestra imposibilitada ideológicamente para situar narrativamente la ruptura que representa ese final con respecto al aparente sentido de la historia que se nos ha venido contando - “el abismo que la separaba de aquello”- y no logran conjeturar que el Joaquín que parece asumir la condición del héroe de la historia cede su lugar a la auténtica heroína: Angustias, la viuda que abandona su papel pasivo para asumir la responsabilidad de protagonizar el porvenir que no está escrito. Es entonces cuando la novela abandona la dimensión propia de la novela social sentimental que tanto gusta a nuestros humanistas de izquierdas para entrar en el campo de la narrativa política revolucionaria que tantos recelos y anatemas cosecha. De la clase en si a la clase para sí. Porque esa es la transformación que en la novela se argumenta y Angustias protagoniza.




1 La mina.. Edición de David Becerra- Akal Literaria. Madrid 2013
2 Ibid, pag 311.
3 Ibid, pag 118
4 Jesuś Felipe Martínez.La mina. Revista República de las Letras, nº 132. Marzo 2014.
5 La mina. Edición citada, pad 310

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