Armando López
Salinas: Una escritura al margen.
1.- Narrar lo que
no es.
La Historia, aunque unas veces parezca acelerarse o impacientarse y
otras retroceder o detenerse, tiene su propio ritmo y tempo que poco
tienen que ver con la cronología del reloj o el calendario. Tiene su
propia andadura y, como las palabras, sus propios dueños. Y lo mismo
sucede con esa Historia de la Literatura que, inevitablemente, están
construyendo entre el Capital y sus escribas y escribientes y que
define, identifica y describe lo literario como una rama del árbol
del humanismo asentada en una idea del hombre sustentada en la cómoda
-y halagadora- comprensión de lo humano como un misterio
incognoscible entendiendo, en consecuencia, que lo propio de esa
condición humana, de la que la Literatura sería expresión, no es
saber, razonar o entender sino intuir, sospechar, sugerir, atisbar
relámpagos de luz en medio de un mar de sombras. La literatura como
misterio. Los escritores como demiurgos, magos, poseídos,
hierofantes. La literatura como religo, relación entre el ser
de cada día y lo inefable. La literatura como sacralidad. Y el canon
literario como libro de oraciones de lectura obligada para quien
quiera sumergirse en el misterio y salvarse de la mediocridad, ese
pecado estético que el humanismo no perdona.
Nada
extraño es por tanto que el tempo de la literatura de Armando López
Salinas aún no haya llegado. Ni el tempo, ni el tiempo, ni el
espacio. Como bien señala el profesor David Becerra1
su obra “ha sido condenada al ostracismo, silenciada, borrada de
los manuales de literatura, olvidada y desplazada de lo que se suele
denominar la tradición literaria española”. Tal hecho es sin
duda injusto pero no por eso deja de ser algo lógico: vivimos en una
situación cultural en donde su literatura no puede encontrar ni
acomodo académico ni acomodo comercial y de eso, más que
lamentarse, habría que sacar lección, laudo y ejemplo. Dejemos de
quejarnos del olvido o descrédito que la crítica “acreditada”
le ha venido otorgando. Que su obra no entra en el canon literario,
pues tan tranquilos: ni está ni se le espera. Afortunadamente. Su
literatura está y es en otra situación, en otra dialéctica, en
aquella en donde el pasado, el presente y el futuro se construyen y
funden de manera inseparable. Porque pertenece a ese espacio y
tiempo dialéctico que es Revolución, es decir, “acontecimiento en
marcha” que no sucede al margen de esa Historia que hoy nos
escribe el Capital, pero que tampoco le rinde servidumbre o
pleitesía. Ese espacio y tiempo de Revolución y que es y no es
porque es un estar siendo. Y la literatura revolucionaria es
precisamente eso: alguien que cuenta lo que todavía no es y sin
embargo acontece: dialéctica. Capacidad para mostrar los mecanismos
que permiten que nuestras vidas están determinadas por el hecho de
que, al tiempo que sabemos más, ese saber parece cada vez servir
para menos porque saber es en definitiva aprender a conocer lo que no
sabemos. El saber como escisión dialéctica y la narrativa
revolucionaria como lugar en donde se integra esa escisión. De la
consciencia desgraciada del existencialismo sentimental a la
responsabilidad como horizonte y tarea. El no saber como esperanza.
Esa esperanza con la que se cierra La mina y que no siempre ha
sabido interpretarse: “La angustia se deshacía igual que un
pedazo de hielo puesto al sol. Viendo a los pequeños sintió una
gran paz y una tranquila serenidad. Una serenidad que le llegaba
desde muy hondo, desde su esperanza.”2
La escritura de López Salinas
como esa otra mirada, esa
otra escritura, ese otro tempo que incomoda a las historias
dominantes porque ilegitima el canon y rompe con la verosimilitud
dominante, con la imaginación dominante, con la esperanza dominante.
Dejemos pues de pedir o reclamar a quienes, desde la propiedad o
usufructo de los mecanismos de “control de calidad literaria”
gestionan el canon que tengan a bien concederle a Armando López
Salinas el certificado de buenas costumbres literarias. No demos
crédito a sus monedas ni a sus formalismos ni a sus economías
estéticas. No caigamos en su lenguaje. Trabajemos simplemente para
que un algún día logremos eliminar la propiedad privada de los
medios de producción del canon y para que las condiciones de
recepción permitan que la lectura de sus obras sea necesaria.
2.- Nostalgia y
protagonismo.
El año, 1959,
en que La mina queda finalista del Premio Nadal de novela es
el mismo año en que tiene lugar el Plan de Estabilización Económica
que el régimen franquista pone en marcha como medida de transición
desde una economía autárquica hacía modelos de desarrollo de corte
liberal que a medio plazo van a acentuar de manera intensa el paso
desde una España marcadamente rural hacia una geografía urbana e
industrial. Del campo a la ciudad. Un viaje colectivo y personal que
al fin y al cabo es “la materia narrativa” de esta novela que
bien podría señalarse como una de las últimas novelas española
que tienen en donde el foco protagonista, a lo largo de todo el
bloque inicial, recae sobre las vivencias de una familia campesina.
Que la novela recoja con intención y precisión narrativa esa
transformación es tema bien estudiado por quienes se han acercado a
ella y no es momento ahora de detenerse en este aspecto. Peo creo sin
embargo que sería bueno insistir en una circunstancia que el
escritor Jesús Felipe Martínez ha destacado en un reciente
artículo: la permanencia en el imaginario de Joaquín, el
inolvidable protagonista de la novela, del espacio rural como “locus
amoenus” a pesar de las privaciones y frustraciones que “la
vida en el campo” ha supuesto para él. Este contraste entre el
campo y la vida en el campo va a dar lugar a la presencia en el
interior del personaje de una especie de nostalgia interior que es
uno de los rasgos que le caracterizan como personaje: “Toda la
vida de Joaquín había transcurrido en Sierra Harana. Aamaba a Tero,
y a la llanura del valle donde el pueblo se asentaba, tanto como un
hombre puede amar el hueco oscuro que le dio la vida”3.
Y, en principio, parece raro
que el protagonista de una novela de clara inserción en la poética
de la literaturas revolucionarias acoja retóricamente y con singular
relieve una marca sentimental, la nostalgia, propia de la formulas
narrativas de corte romántico: ”el paraíso perdido
continuamente añorado por el protagonista. Incluso cuando alquile su
mísera casa en Puertollano, Joaquín va a tratar de plantar algún
árbol y criar algún conejo en el patizuelo de la casucha como
homenaje y recuerdo a los límpidos aires, a las fuentes y
manantiales, a la vegetación y cultivos de aquella aldea de donde le
han expulsado”4
Sería este un rasgo que, de
aceptarse tal interpretación y parece imposible negarla, ubicaría a
La mina más en la
constelación del sentimental neorrealismo italiano de un Vittorini o
un Pratolini que en el territorio de las narrativas revolucionarias
correspondientes al llamado realismo socialista. Lo paradójico es
que esta “desviación estética” hacia el sentimentalismo es para
buena parte de la crítica literaria de izquierdas - víctima de los
prejuicios antirealistas de la crítica burguesa- una “virtud” y
un valor de la narrativa de López Salinas que se ofrece como prueba
y confirmación del error de la crítica académica cuando acusa al
realismo social español de los cincuenta de desidia y
despreocupación por “lo específicamente literario”. Un ejemplo
de esa crítica amistosa de izquierdas que para defenderte del
enemigo no hace sino reproducir la escala de valores del enemigo. Y
no. No hace falta defender la novela de ningún enemigo porque la
novela si tuviera necesidad de hacerlo – que no lo tiene- se
defiende sola contra la tentación de la nostalgia.
Porque La mina, frente
a una primera apariencia parece revelar, no es una novela que tenga
como protagonista a Joaquín García, el campesino nacido en los
campos del valle granadino del Tero, emigrante por necesidad a las
minas de Puertollano y “asesinado” por un derrumbe que la
avaricia de los empresarios de la mina propicia. La novela cuenta
esa vida, pero ese personaje, clave y principal, no es el verdadero
protagonista, es decir, aquel sobre el que recae la lucha agónica
contra las circunstancias que lo rodean. Ese personaje se llama
Angustias y es la mujer de Joaquín García. Que no en balde es con
ella con quien la novela, más allá de la muerte de Joaquín, se
cierra y finaliza. Un final que funciona narrativamente como una
especie de vuelta de tuerca que sitúa de manera adecuada su
argumento, es decir, aquello que a través de la voz narrativa y de
las acciones, pensamientos y palabras de los personajes , la novela
argumenta y propone a consideración de lectores y lectoras. Quizá
sea conveniente recordar ahora que en una novela tan reconocida desde
los ámbitos académicos como es Madame Bovary
de Gustave Flaubert ocurre también que los árboles y el bosque no
dejan ver lo importante: la tierra sobre la que el bosque- el
entramado- y los árboles- los personajes- crecen. Porque tampoco la
novela de Flaubert termina cuando Emma Bovary muere sino que, como
discurso que ordena una intención comunicativa, “sobrevive” ya
no solo en la figura de Charles Bovary, el verdadero protagonista de
la tragedia sino que “se prolonga” en la figura de esa hija a la
que la historia familiar, la irresponsabilidad de Emma Y Charles,
“condenan” a entrar en el infierno: en las filas del
proletariado.
Si
vamos hasta el bloque el final de La mina podremos
verificar esta hipótesis: Ha muerto Joaquín y Angustias su mujer
recuerda y nos dice que “La batalla le había endurecido
y amargado, mas en el fondo seguía siendo el mismo hombre lleno de
amor por las cosas:
–Eso es lo
que él quiso siempre, sembrar y cultivar la tierra. Nunca de verdad
quiso arrancarse de allí, yo a veces pienso que la culpa es mía por
haberle empujado. Pero, después, me digo también que no es verdad,
que a pesar de todo hicimos bien viniendo aquí; no teníamos otro
remedio.”5
Angustias
certifica que la nostalgia del pasado rural habitaba en el interior
de su marido y que si bien la batalla- la lucha de clases -lo ha
convertido acaso en un héroe Joaquín no dejaba de ser un héroe
amargado, en clara contraposición vital y política con el perfil
del heŕoe tradicional del realismo revolucionario. Si la novela
finalizase con ese párrafo su interpretación en clave de relato
existencial sería posible pero la novela prosigue recogiendo en
estilo indirecto libre los pensamientos de Angustias:
“Ahora amaba a
Joaquín como un recuerdo por el que se siente un gran cariño, un
afecto que desgarra las entrañas. Mas cuando miraba hacia adelante
la vida tomaba un significado distinto. Tero, allí estaría el
pueblo; la plata del río, la llanura y los olivos. Recorrió con el
pensamiento todos los lugares queridos. Ir allí – se dijo- y
esperar a que los hijos crezcan, se hagan mozos y emprendan el camino
de todos, el exilio de la propia tierra. De pronto notó el abismo
que la separaba de todo aquello. No, no volvería a Tero. La vida y
el porvenir había que ganarlos día a día pues los hijos esperaban.
Y ella tenía que ser un huero de esperanza.
Una oleada de
calor se expandió por su pecho. La angustia se deshacía igual que
un pedazo de hielo puesto al sol. Viendo a los pequeños sintió una
gran paz y una tranquila serenidad. Una serenidad que le llegaba
desde muy hondo, desde su esperanza.”
Y
no deja de ser curioso comprobar como la crítica humanista siempre
tan atenta a lo formal no advierte el peso estructural que su
posición en el texto le otorga a este final. Interesada en ponderar
“el peso de lo humano” que pueda existir en la novela, esta
crítica, aun aquella que trata de mostrarse favorable a la novela,
- como la última e inteligente nota a pié de página de la edición
de David Becerra pone de manifiesto-, no sopesa la ruptura que
Angustias “protagoniza” contra el peso del pasado, contra la
nostalgia y contra la amargura como destino fatalista. Una mirada
crítica que se muestra imposibilitada ideológicamente para situar
narrativamente la ruptura que representa ese final con respecto al
aparente sentido de la historia que se nos ha venido contando - “el
abismo que la separaba de aquello”-
y no logran conjeturar que el Joaquín que parece asumir la
condición del héroe de la historia cede su lugar a la auténtica
heroína: Angustias, la viuda que abandona su papel pasivo para
asumir la responsabilidad de protagonizar el porvenir que no está
escrito. Es entonces cuando la novela abandona la dimensión propia
de la novela social sentimental que tanto gusta a nuestros humanistas
de izquierdas para entrar en el campo de la narrativa política
revolucionaria que tantos recelos y anatemas cosecha. De la clase en
si a la clase para sí.
Porque esa es la transformación
que en la novela se argumenta y Angustias protagoniza.
1 La
mina.. Edición de David Becerra- Akal Literaria. Madrid 2013
2 Ibid,
pag 311.
3 Ibid,
pag 118
4 Jesuś
Felipe Martínez.La mina. Revista República de las Letras, nº 132.
Marzo 2014.
5 La
mina. Edición citada, pad 310
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