lunes, 4 de enero de 2016

La novela como propósito de enmienda.


Experiencia, literatura e impaciencia.

Martín López Navia escribe que la novela es “la comprensión de una experiencia” y creo que acierta en su calado pero al mismo tiempo, así enunciado, sin más, su afirmación puede resultar demasiado “celebratoria” del poder y la potencia de la literatura en general y de la novela más en concreto.
Parece evidente que una novela, una buena novela, es decir, aquella que es capaz de encajar la totalidad de un suceder dentro de ese largo instante narrativo que la novela proyecta, tiene la capacidad de introducirnos en un escenario dinámico de vidas para permitirnos su comprensión en la doble dirección semántica de la palabra: comprender como abarcar y comprensión, como entendimiento que conlleva cercanía.
Ahora bien, lo que ese enunciado no “comprende” es el hecho de que toda experiencia, todo ese equipaje de lectura, ya leve, hondo o consistente, se asienta tanto en el instrumental conceptual que precede a la percepción como en el lugar social desde el que ese abarcamiento o lectura se realiza. López Navia parece olvidarse, o dar por supuesto, de este suceder que, en cuanto que es acto de percepción, pasa a ser elemento constituyente de la narración. Es decir, toda experiencia es “paciente” de una ideología previa al hecho que se experimenta, tanto en el sentido clínico del concepto: “el que está pendiente, de preferencia con anticipación a la aparición de los síntomas, a toda sensación de cambio”, como en el sentido más cotidiano: “el que sufre con inquietud el paso del tiempo”. La ideología como motor de la impaciencia.
De ahí cabe deducir como hipótesis que toda experiencia, y con mayor causa aquella que “nos acontece” en el interior de una novela, requiere paciencia, examen de conciencia y si la novela- el Quijote por ejemplo, da de sí toda su potencia-, propósito de enmienda.

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