Experiencia,
literatura e impaciencia.
Martín López Navia
escribe que la novela es “la comprensión de una experiencia” y
creo que acierta en su calado pero al mismo tiempo, así enunciado,
sin más, su afirmación puede resultar demasiado “celebratoria”
del poder y la potencia de la literatura en general y de la novela
más en concreto.
Parece evidente que
una novela, una buena novela, es decir, aquella que es capaz de
encajar la totalidad de un suceder dentro de ese largo instante
narrativo que la novela proyecta, tiene la capacidad de introducirnos
en un escenario dinámico de vidas para permitirnos su comprensión
en la doble dirección semántica de la palabra: comprender como
abarcar y comprensión, como entendimiento que conlleva cercanía.
Ahora bien, lo que
ese enunciado no “comprende” es el hecho de que toda experiencia,
todo ese equipaje de lectura, ya leve, hondo o consistente, se
asienta tanto en el instrumental conceptual que precede a la
percepción como en el lugar social desde el que ese abarcamiento o
lectura se realiza. López Navia parece olvidarse, o dar por
supuesto, de este suceder que, en cuanto que es acto de percepción,
pasa a ser elemento constituyente de la narración. Es decir, toda
experiencia es “paciente” de una ideología previa al hecho que
se experimenta, tanto en el sentido clínico del concepto: “el que
está pendiente, de preferencia con anticipación a la aparición de
los síntomas, a toda sensación de cambio”, como en el sentido más
cotidiano: “el que sufre con inquietud el paso del tiempo”. La
ideología como motor de la impaciencia.
De ahí cabe deducir
como hipótesis que toda experiencia, y con mayor causa aquella que
“nos acontece” en el interior de una novela, requiere paciencia,
examen de conciencia y si la novela- el Quijote por ejemplo, da de sí
toda su potencia-, propósito de enmienda.
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