lunes, 25 de enero de 2016

Una comedia ligera o la novela española hacia el 2004. y (II)



3. La «libertad de tendencias»

La segunda medalla que a la novela española de las últimas dos décadas se le viene colgando hace referencia a la «libertad de tendencias» ganada y merecida —suponemos— en dura batalla contra las fuerzas oscurantistas, autoritarias o totalitarias que la coartaban. El efecto de dicha victoria lo expresan los estudiosos o los protagonistas con enunciados del tipo «hoy ya no hay una tendencia dominante» o «cada uno escribe cómo y sobre lo que quiera», al tiempo que señalan como enemigo derrotado bien al llamado realismo crítico en su versión más dura (realismo social y militante) o en su variante más blanda (realismo objetivo y civil), bien al experimentalismo formal que habría anatemizado, desde finales de los sesenta hasta el comienzo de los ochenta, cualquier coqueteo con «la narratividad».
Tampoco les falta razón en este caso a los medallistas, aunque también aquí habría que hablar de una razón astigmática puesto que —y retomo brevemente lo dicho al hablar de la normalización— esta razón se ajusta a la verdad si sólo se atiende al campo narrativo de lo que hasta los años setenta u ochenta se consideraba el único y verdadero campo literario de la novela, dejando fuera de sus límites aquellas novelas que en mayor o menor grado se despreciaban por pertenecer más a la «constelación industrial» que al firmamento de lo que literariamente se tomaba en consideración. Cierto que en ese territorio la tendencia del realismo crítico predominaba, pero cierto también que a su lado coexistían diglósicamente otras tendencias: la novela fantasiosa de un Perucho o un Cunqueiro —que en los setenta subiría a los altares—, la novela metafísica de García Viñó o Carlos Rojas (éstos no han conseguido llegar nunca a los altares), la novela de costumbres de Torcuato Luca de Tena, José Antonio Zunzunegui o Mercedes Salisachs, las novelas de sentimiento «rosa» de Carmen de Icaza, las novelas de aventuras de Bartolomé Soler o Sebastián Juan Arbó, la novela psicológica del Mario Lacruz de La tarde, de la Elena Quiroga de La sangre o del Ignacio Agustí de Mariona Rebull, y la novela de humor de Álvaro de Laiglesia o Rafael Azcona. Por haber, había hasta la novela policíaca del Tomás Salvador de Los atracadores o del Francisco García Pavón de las Historias de Plinio o las novelas históricas de Alejandro Núñez Alonso. Llegaría con echar una ojeada a los catálogos de los años cincuenta, sesenta o setenta de editoriales como Planeta, Plaza, Noguer, Destino o Luis de Caralt para que la medalla de la libertad de tendencias apagase sus brillos.
Pero... a todo esto, ¿a qué estamos llamando tendencias? ¿no estaremos tomando por tendencias lo que sólo son diferencias temáticas? Por «tendencia» —dice nuestro diccionario en una de sus acepciones— habría que entender la «fuerza por la cual un cuerpo se inclina hacia otro o hacia alguna cosa» y, si entendemos que esa cosa fuere el tema hacia el que nuestras novelas se inclinan, cabe pensar que en la novela española de las dos últimas décadas han convivido y conviven, libremente, diferentes tendencias. Pero si atendemos a la primera acepción que el diccionario nos ofrece: «Propensión o inclinación en los hombres y en las cosas hacia determinados fines», entonces podríamos encontrarnos alguna sorpresa. Al respecto ofrezco la opinión de Santos Sanz Villanueva cuando en su artículo «El archipiélago de la ficción» comenta: “La variedad y la fragmentación de la narrativa española al filo del milenio es la consecuencia, ante todo, de la libertad de los creadores para escribir de lo que quieran y como quieran. Así que el espectador curioso y desapasionado, el que no se guía por ningún prejuicio excluyente, comprueba las innumerables posibilidades que tiene a su alcance. El escaparate de una librería en nuestros finales de siglo refleja un panorama bien tentador e imposible será que nadie deje de encontrar el tipo de texto del que gusta; al lado se alinean el relato mimético y la fantasía sin corsé, la novela tradicional, seguidora de los modelos de siempre, y el vanguardismo rupturista.
Resulta, sin embargo, que esa variedad tiene algo de espejismo porque la limita el auge arrasador de un puñado de subgéneros que, en última instancia, son los que predominan en una sociedad de consumo que obliga al escritor a inclinarse de manera más o menos consciente por las formas de mayor aceptación. Por qué o cómo surgen no es cuestión que podamos dilucidar, pero a ojos vistas se halla la preponderancia de un número tan limitado de esquemas narrativos que se cuentan con los dedos de la mano”.7
La larga cita me parece oportuna porque avisa bien de que no es oro todo lo que reluce en la variedad del hipermercado de la novela española de estas décadas. Sin embargo sería simplificador determinar que la mayoría de los autores y novelas significativas de este período pueden ser expedidos con la mera remisión a la cuestión de los géneros. Es evidente que elementos correspondientes a la estructura de la novela negra, policíaca o de investigación tienen fuerte presencia en La verdad sobre el caso Savolta o en El laberinto de las aceitunas de Eduardo Mendoza; en Visión del ahogado o en Papel mojado de Juan José Millás; en El bandido doblemente armado o Queda la noche de Soledad Puértolas; en Belver Yin de Jesús Ferrero; en Luna de lobos de Julio Llamazares; en La noche en casa de José María Guelbenzu o en Beatus Ille y El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina, pero de esto a concluir en una etiqueta de género hay distancias literarias insalvables. Y algo semejante podría decirse respecto a la presencia de ingredientes y estructuras correspondientes a los géneros de misterio, novela histórica o novela de aventuras con relación a textos como Mi hermana Elba de Cristina Fernández Cubas, El bobo ilustrado de José Antonio Gabriel y Galán o en El caldero de oro de José María Merino.
Pero sería también un acto de miopía dejar de ver que la famosa «narratividad» denota una relevancia manifiesta en el uso de recursos novelescos y en un predominio de las estructuras narrativas de género, con especial eco de la novela policíaca o de investigación, aunque haya que plantear a su vez que esa concepción de la «narratividad» apenas asoma, o no lo hace en absoluto, en obras que acompañan de modo decisivo la constitución y consolidación de la llamada «nueva narrativa», como son Punto de fuga o La sombra del arquero de Alejandro Gándara, Antofagasta de Ignacio Martínez de Pisón, Amado monstruo de Javier Tomeo, El hijo adoptivo de Álvaro Pombo, Mimoum de Rafael Chirbes o Historia de no de Mercedes Soriano, o haya que poner de manifiesto que ya en obras de otros autores se empezaba a perfilar un especial gusto y tendencia hacia modos de composición narrativa en los que lo metaliterario como tema y el juego con simetrías y contigüidades en la estructura cumplían funciones señaladas y reconocibles: El desorden de tu nombre de Millás, Breve historia de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas, Corazón tan blanco de Javier Marías. Una tendencia —yo diría de raíz borgiana— que iría en progresión en los años siguientes hasta alcanzar grados de «manierismo de la trama» próximos al «virtuosismo» más o menos exhibicionista, y que cuestionaba y cuestiona la secuencia causa-efecto sobre la que descansa el grueso de la novela moderna desde Balzac hasta hoy.
Otros aspectos que conciernen a la presunción de libertad de tendencias y que, aunque con brevedad, deben tomarse en consideración, se relacionan con el telón ideológico dominante y con las cuestiones de voz o estilo. Sobre el fondo político «que toda literatura, lo quiera o no, posee» quisiera tan sólo abundar en el predominio casi exclusivo de un humanismo de buenas intenciones y de un sentimentalismo de solidaridades convencionales (el compromiso con «lo conveniente»). Sobre lo segundo apuntar que, aunque difícilmente pueden encontrarse semejanzas entre el «sonido» de la prosa de Gándara y el fraseo de Muñoz Molina, el lenguaje dominante de la «nueva narrativa» fue delimitando una tendencia hegemónica marcada sintácticamente por el cultivo de un especial gusto hacia la frase redonda, «bonita», con «vibrato», en punta de sentenciosa, con inclinación hacia los tonos «pastel», que Marsé denunciaría con la afortunada expresión de «prosa de sonajero» aun sin lograr poner aduana a ese estilo de redacción de niño aplicado que tantos dulces ecos va a producir en aquellos nuevos autores que ya en los noventa, con más bríos de epifanía, se engancharán al carro del preciosismo vacuo que todavía parte de nuestra crítica identifica con la buena escritura.

4. La «Edad de Plata» de la novela española

El último de los lugares comunes que se saca a procesión a propósito de esta novela española de las dos últimas décadas de la que venimos hablando se desprende de modo casi natural de los dos anteriores ya comentados hace referencia a la alta calidad literaria de la media o, al menos, de un número muy estimable de títulos y firmas. Desde este entendimiento se concelebra la coexistencia de un amplio conjunto de novelistas de talento que con sus obras han dado lugar a uno de los períodos más fecundos en la historia de la novelística española, de ahí el calificativo de «Edad de Plata» con que se pretende designar este tiempo.
Si uno repasa los estudios de conjunto que durante estos últimos tiempos han ido apareciendo, y salvo excepciones escasas y reparos más bien parciales que en todo caso parecen provenir de personales juegos de preferencias o fobias, cabe pensar que, cuando se formula la larga nómina de narradores presentes en nuestra novela al tiempo que se describe o ubica, se certifica la valía literaria de todos (o casi todos) y cada uno de los autores recogidos y de todas (o casi todas) y cada una de las obras comentadas, aun cuando nadie se atreva a explicitar francamente una jerarquía de rangos. Labor que el lector debe deducir (y deduce inevitablemente) en función de la estadística: a mayor número de citas mayor calidad, o de la geometría literaria: a mayor extensión del comentario mayor reconocimiento. En cualquier caso nuestros animosos historiadores de la literatura reciente parecen dejar en manos del tiempo (ese «impersonal» que al parecer tiene la llave de las calidades literarias) la formulación de una valoración al respecto.
Esta escurridiza cuestión de las calidades, en los tiempos postmodernos en que habitamos, parece ser para muchos tema innecesario ya por molesto ya por estéril. Quizá tengan razón los que a tal opinión se acogen, salvo que olvidan que en ausencia de vertebración ad hoc la única jerarquización real será la del mercado. Dado el incumplimiento real de esa función por parte de la crítica, si efectuáramos un repaso detallado de sus aportaciones, nos podríamos encontrar con la paradoja de que si, por una parte, en el transcurso de semana a semana o de mes a mes las valoraciones de «obra maestra», «cima», «cumbre» y similares servirían para llenar la guía de teléfonos de una mediana ciudad de provincias, por otra, en los resúmenes anuales la mayoría de las menciones desaparecen por arte de magia y olvido, y no digamos la anchura de tal fosa del olvido cuando se trata de síntesis de lustro, siglo o cuarto de siglo (en un número reciente de la revista Quimera, a propósito de una consulta o encuesta sobre las diez mejores novelas españolas del siglo XX, creo recordar que sólo encontraban acomodo dos publicadas con posterioridad a 1975).
No falta quien quiere ver en el dato de las traducciones a otras lenguas el elemento de objetividad que evidenciaría o al menos aclararía tan delicado tema. Y llevados por ese criterio hacen ver que nunca como en estos años que nos ocupan tantas novelas han logrado pasar las fronteras de la traducción. Y no les falta, otra vez, razón. Salvo el breve tiempo en que el mundo editorial francés de los años cincuenta (y con la intervención muy concreta en esa labor de promoción generosa de Juan Goytisolo, asesor editorial en aquellos momentos para la Editorial Gallimard) fijó su atención sobre la novela realista, nunca un número tan copioso de autores españoles ha visto sus obras traducidas a todas las lenguas comunitarias, a muchas de un entorno cultural menos esperable y, aunque en cifras significativamente más restringidas, no faltan tampoco algunos asaltos felices al duro fortín del mundo editorial anglosajón. Y en casos muy concretos pero muy llamativos, libros de autores y autoras españoles se han convertido en verdaderos éxitos de crítica y venta absolutamente irrefutables. Desde el éxito de Corazón tan blanco que convirtió a Javier Marias en escritor estrella en Alemania, hasta la acogida de Soldados de Salamina de Javier Cercas en Francia, pasando por los buenos recibimientos de Chirbes o Ruiz Zafón también en Alemania, por la atenta acogida en Estados Unidos a las obras de Pérez-Reverte, por el interés despertado en ese mismo país por la traducción de Sefarad de Muñoz Molina o por la atención constante y entregada hacia la obra de Vila-Matas en esa Francia donde Vázquez Montalbán es al tiempo succès d'estime y comercial.
La existencia constatable de estas y muchas otras traducciones no deja de indicar hasta cierto punto un grado de receptividad muy estimable en nuestra novela actual, si bien resulta aventurado ponderar si tal evidencia proviene de una mera cuestión de calidades o si responde a la acertada política de difusión de la cultura española en general (y muy en concreto de la literatura), que diversas instituciones estatales han venido llevando a cabo en estas últimas décadas, con decidido apoyo a la política de subvenciones a la traducción o con el buen servicio de promoción cultural que están suponiendo las tareas que lleva a cabo la dinámica red de los centros con que el Instituto Cervantes teje su labor cultural y pedagógica y cuyos frutos a medio y largo plazo todavía estamos lejos de poder recoger en toda su extensión.
Curioso y oportuno me parece también hacer ver que en el amplio campo de la literatura española y muy concretamente en la parcela que da límites a la novela no hay posiciones intermedias: en nuestra novela o se es cumbre o mero llano, o genio o un manta, o bueno o malo. En nuestro paisaje narrativo nadie se resigna a ser colina ni hay lugar para esa categoría de novelas y novelistas —de calidad media y digna— que en otras cordilleras constituyen precisamente el basamento fundamental de la vida editorial y literaria. La ausencia de tal espacio dificulta extraordinariamente cualquier intento de poner orden (que no es exactamente un poner en orden) en el territorio de la novela.
He de confesar que mi vocación por la topografía literaria no es tan alocada como para conducirme al matadero. Ni deseo que este comentario, propuesto más como inicio de conversación que como síntesis ya cerrada, devenga la carta al señor juez que se encuentra siempre al lado del cuerpo del suicida. Y no tanto por razones de prudencia (que también) como por cuestiones de oportunidad. Ni éste es el espacio ni éste es el momento ni seguramente soy la persona más capacitada para poner en marcha uno de esos debates que agradecen los responsables de las secciones de sucesos literarios. Pero tampoco sería honesto no tratar de trasladar, con la mayor de las humildades por delante, una interpretación personal de la cuestión, no con voluntad de imponer criterios o cánones sino con el deseo de que a la vista del mapa propuesto cada quien trace el suyo propio, pues no sin razón afirmaba Benjamin que bajo el infinito cielo estrellado alguien debía someterse a la humilde tarea de poner nombre y figura a las vías, estrellas y constelaciones. Pero antes de «limpiar la plata», o a un mismo tiempo, acerquemos nuestra conversación a tiempos todavía más cercanos.

5. La novela española en la bisagra de dos siglos

A principios de la década de los noventa parecía palparse un agotamiento de la nueva legitimidad que la narrativa de los ochenta había encontrado en la narratividad al servicio del lector y en aquella normalización de las relaciones con el mercado (el arte es el mercado) y con el poder propias de una sociedad que se narraba a sí misma desde una autosatisfecha y cómoda mirada. Eran los tiempos de la socialdemocracia en Moncloa, de la caída del muro en Berlín y del desarme ideológico en aras de aquel sacralizado pragmatismo del «qué más da que el gato sea negro o blanco, lo importante es que cace ratones». Como datos de aquel aparente desfallecimiento de las fórmulas, reglas, clichés y servidumbres de la «narratividad» se recibieron las primeras obras de un grupo de escritores jóvenes que parecía plantearse un retorno hacia una concepción de la narrativa como forma de conocimiento más allá de la consideración imperante que parecería exigir tan sólo que cumpliese con su condición de instrumento de entretenimiento más o menos refinado. De esta guisa libros como El triunfo de Francisco Casavella, Lo peor de todo de Ray Loriga, La escala de los mapas de Belén Gopegui, Los aéreos de Luis Magrinyà o Velocidad de los jardines de Eloy Tizón parecieron anunciar un cambio de legitimación que, sin embargo, no terminaría por construirse o asentarse alrededor de ellos a causa, sin duda entre otras, de la aparición en el escenario (y nunca mejor dicho) literario de un nuevo grupo generacional, «los jóvenes narradores» que, como señala Ignacio Echevarría (el crítico que va a acompañar de modo más continuo y desde posiciones de exigencia el desarrollo de la novela española en esa década), iban a encontrar en «lo joven» seña, tema y bandera, prosiguiendo la estela abierta por Ray Loriga tras el éxito mediático de su segunda novela Héroes. La joven narrativa española de los noventa se va a construir como «fenómeno más editorial que literario» alrededor de novelas neocostumbristas como Historias del Kronen, de José Ángel Mañas, o Amor, curiosidad, Prozac y dudas, de Lucía Etxebarría, que con la fuerza de su inesperado y estrepitoso éxito comercial atraen a su órbita o etiqueta generacional («Generación X» sería otro intento fracasado de dar marca al grupo) a una constelación de nuevos autores, como Marta Sanz, Paula Izquierdo, Félix Romeo, Ismael Grasa, Ignacio García Valiño, Josan Hatero, Nicolás Casariego, José Machado... entre los que quizá haya que esperar todavía un decantamiento un poco más optimista del que diagnostica Ignacio Echevarría: «Los nombres de muchos de los autores por entonces catapultados, incluido el del propio Mañas, han sucumbido, en menos de una década, en un olvido más o menos discreto, más o menos piadoso, que conviene no remover».8
Fuera de la vorágine de lo joven mantienen su andadura narrativa inusual —frente al eclecticismo dominante— aquellos autores ya mencionados como Luis Magrinyà (Los dos luises), Belén Gopegui (La conquista del aire) o Casavella (El día del Watusi); cumple también tomar cuenta de otras obras de autores que durante esos años noventa lograron añadir sus voces narrativas al ya largo corpus de la novela española de fin de siglo: Las bailarinas muertas de Antonio Soler, El palacio varado de Clara Sánchez, La música del mundo de Andrés Ibáñez, Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada o el propio Luis Landero, aun cuando su novela más significativa, Juegos de la edad tardía, se encuadre mejor en los modos de las novelas de los ochenta, de manera semejante a lo que ocurre con la obra en su conjunto de Almudena Grandes o Arturo Pérez-Reverte, que han visto como la década de los noventa les situaba en la cimas de lo que Francisco Rico llamó «la pleamar de los nuevos narradores». Sin olvidar la integración de nuevos escritores de las otras lenguas estatales como el vasco Unai Elorriaga, los gallegos Manuel Rivas y Suso de Toro o el mismo Xuan Bello, representante de una literatura en lengua asturiana de la que casi no había constancia. Apenas se inicia el siglo y ya por el horizonte narrativo aparece una nueva órbita de escritores que ven en la novela más reciente norteamericana una línea de propuesta: Xavi Calvo, Germán Sierra, Eloy Fernández Porta, entre otros.
Por otro lado, si bien la novela española de estos últimos veinte años está fuertemente caracterizada por la «toma de posesión» de la nueva narrativa de los ochenta y en menor grado por el desembarco de los nuevos y jóvenes narradores de los noventa, hay que tener presente que durante este tiempo autores ya asentados en años y generaciones anteriores continuaron interviniendo en la escena narrativa con especial relieve y ofreciendo títulos imprescindibles dentro del conjunto de su obra. A modo de simple recordatorio y a fin de no convertir, en lo posible, esta propuesta de conversación en un nomenclátor, quisiera señalar la aparición de títulos como El embrujo de Shangai de Juan Marsé, La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro, Nubosidad variable o Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite, El testimonio de Yarfóz de Sánchez Ferlosio, Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute, El hereje de Miguel Delibes, El reloj de Luis Goytisolo, La saga de los Marx de Juan Goytisolo o Madera de boj de Camilo José Cela, y el redescubrimiento de autores como Juan Eduardo Zúñiga, que con Largo noviembre de Madrid y Madrid, capital de la gloria se ha convertido en uno de los referentes necesarios de la mejor narrativa de hoy.

6. A modo de conclusión: una comedia ligera.

Apenas acaba de terminar el siglo XX (recuerden: aquel que denigró toda la novela del siglo anterior bajo el despectivo rótulo de «novela decimonónica») y, a la tentación de balance hacia el que la fecha de fin de milenio parece inclinarnos, se suma la propensión, semejante, hacia la profecía que el inicio de otro suscita. Tratando de evitar ambas tentaciones me van a permitir que proponga dos conclusiones si no divergentes no fácilmente casables. Una de cal y otra de arena (y final).
No sabemos cómo leerán la historia literaria de la novela española de estas dos décadas los estudiosos futuros, porque no sabemos desde qué parámetros ideológicos y estéticos la leerán, ni estamos muy seguros de que lo que hoy llamamos literatura y novela mantenga una identidad reconocible en un futuro más o menos lejano. Pero podemos arriesgar la opinión de que, si en su mirada se mantienen registros parejos en algún grado a los que hoy nos hacen valorar los textos literarios —tanto en razón a su valor significativo respecto al tiempo social en que aparecen, como en razón a la exigencia interna de rigor y oficio que cualquier actividad humana conlleva, y más si atañe a ese tipo de actividades de alta complejidad que llamamos artísticas—, cabe pensar que no dejarán de ponderar en su recuento la presencia de algunas novelas o autores que nos parecen difícilmente desechables. Obras como El testamento de Yarfóz, de Sánchez Ferlosio, Herrumbrosas lanzas, de Juan Benet, Antagonía, de Luis Goytisolo, Un día volveré, de Juan Marsé o Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga. Cabe también pensar que sopesarán la «nueva narrativa» y acaso la integren en un más amplio título de «narrativa de la democracia» como un momento de giro narrativo en el que una sociedad que elige un nuevo y menos heroico proyecto colectivo necesita construir un espejo narrativo más autogratificante que riguroso. Y ahí cabe a su vez esperar que por su significación o relevancia hagan mención de obras como La ciudad de los prodigios, Belver Yin, El jardín vacío, Los mares del Sur, El expediente del náufrago, Los aires difíciles, Amado monstruo, Corazón tan blanco, Cristales, Obabakoak, El metro de platino iridiado, La buena letra, Lo peor de todo, El mal de Montano, La casa del padre, Lo real, Belinda y el monstruo, El Sur, Mi hermana Elba... Acaso alguna más porque la onda narrativa que nace en los ochenta aún no ha finalizado. Seguramente alguna menos porque el paso del tiempo si no garantiza mejor criterio sí promete mejor perspectiva. En todo caso ejemplos suficientes del dinamismo (más o menos lábil) de nuestra novela actual, de su salud (al menos editorial y mediática), de su papel activo (¿la actividad de lo ecléctico?) en nuestra escena (escaparate) cultural.
Para la conclusión de arena (y final) necesito hablar de una novela que sentiría no reclamase la atención de esos imaginarios lectores del futuro. Me refiero a Una comedia ligera de Eduardo Mendoza. Como recordarán la novela se inicia con una descripción irónica de la sociedad española de posguerra que refleja un mundo autosatisfecho:
Tampoco faltaban infortunados que, no habiendo conseguido trabajo y no pudiendo permitirse ni siquiera una de aquellas barracas cochambrosas, merodeaban por las calles practicando la mendicidad y dormían bajo los bancos públicos o en el interior de los camiones estacionados en las afueras. Pero estos pequeños contratiempos no bastaban para alterar la buena marcha de la ciudad, ni la callada conformidad de sus gentes, dispuestas a comprar el reposo a cualquier precio.9
El protagonista es un escritor dramático, Prullás, que ha escrito una nueva obra, Arrivederci, pollo, que se está ensayando para su estreno. Es una obra ligera con estructura policíaca, con mucho suspense, y el autor es consciente de que, aun no siendo la obra muy buena, con un buen montaje se puede arreglar: «con el material más deleznable hemos acabado levantando un éxito». Defiende su obra porque la trama es ingeniosa, el desenlace es sorprendente y utiliza para lograr la amenidad las infalibles gracias clásicas de las figuras estereotipadas, la de un tartamudo y semejantes.
El comienzo de la acción coincide —lo sabemos a través de las noticias que aparecen en los periódicos que ojea el protagonista— con el inicio de los juicios de Núremberg, y en concreto con el proceso entablado contra el industrial Krupp por haber puesto su colosal industria, sus dotes y su ingente fortuna al servicio de una mala causa. También sabemos que el autor protagonista lee con fruición novelas policíacas y muy especialmente novelas de Simenon.
Prullás se ve cuestionado por su habitual director de escena, que está un poco harto de los bodrios teatrales que aquél escribe, y piensa que es necesario cambiar, hacer otro tipo de teatro, más ligado a los problemas reales de la gente. Nuestro «héroe», el escritor de comedias de enredo y crimen, no está de acuerdo. Él no quiere ni manipular los sentimientos ni alterar la visión de la realidad que tenga el público: «que la perciban como les dé la gana».
La novela nos cuenta también que Prullás lleva una doble vida. Por un lado, familia burguesa acomodada, casado e hijos, suegro empresario, vacaciones en la Costa Brava. Por otro, vida de «escritor», vida social, ligues y canas al aire. Todo parece estar controlado. De pronto se comete un crimen y Prullás, que conoce a la víctima, se ve involucrado. Su posición está en peligro. No voy a resumirles toda la historia. Si la obra de Prullás es una comedia policíaca con tono de humor, la novela de Mendoza es, a otra escala, un calco de esa misma obra: trama policíaca, enredos de vodevil, encuentros inesperados, gracias manidas, personajes arquetípicos. Un excelente ejemplo de autoironía literaria.
En mi opinión el interés de esta novela reside en que al mismo tiempo que encarna —en otro registro— una reproducción crítica del vodevil que escribe Prullás, ofrece, a su vez, una caricatura certera de eso que se viene llamando «nueva narrativa española» y que, como se ha comentado, representa el núcleo hegemónico de la novela española de las dos últimas décadas. De ahí que me parezca oportuno indicar algunos de los rasgos presentes en la novela de Mendoza: estructura policíaca, predominio del suspense, entramado virtuoso, ironía cómplice, conflicto en clave de misterio, argumento blando, personajes arquetípicos, mirada costumbrista, utilización de los clichés del cine, mezcla de géneros... y de este modo concluir que Una comedia ligera deviene juicio y maliciosa metáfora, personal sin duda pero con voluntad de objetiva, de ese paisaje narrativo del que nos hemos venido ocupando.

(7) Santos Sanz Villanueva, «El archipiélago de la ficción», en Ínsula, 589-590, enero-febrero de 1996, págs. 3-4.
(8) Ignacio Echevarría, «El fugitivo de una generación», en Babelia, 31 de enero de 2004, págs. 2-3.
(9) Eduardo Mendoza, Una comedia ligera, Barcelona, Seix Barral, 1996, pág. 5.


7. Bibliografía

  1. Cercas, Javier, Una buena temporada, Badajoz, Edición de la Junta de Extremadura, 1998.
  2. Echevarría, Ignacio, «El fugitivo de una generación», en Babelia, 31 de enero de 2004, 2-3.
  3. Gracia, Jordi (), Historia y Crítica de la Literatura Española, Los nuevos nombres: 1975-2000, 9/1 (colección dirigida por Francisco Rico), Barcelona, Crítica, 2000.
  4. Mendoza, Eduardo, Una comedia ligera, Barcelona, Seix Barral, 1996.
  5. Sanz Villanueva, Santos, «El archipiélago de la ficción», en Ínsula, 589-590, enero-febrero de 1996, 3-4.
  6. Villanueva, Darío, Letras españolas 1976-1986, Madrid, Editorial Castalia-Ministerio de Cultura, 1987.

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