3. La «libertad
de tendencias»
La segunda medalla
que a la novela española de las últimas dos décadas se le viene
colgando hace referencia a la «libertad de tendencias» ganada y
merecida —suponemos— en dura batalla contra las fuerzas
oscurantistas, autoritarias o totalitarias que la coartaban. El
efecto de dicha victoria lo expresan los estudiosos o los
protagonistas con enunciados del tipo «hoy ya no hay una tendencia
dominante» o «cada uno escribe cómo y sobre lo que quiera», al
tiempo que señalan como enemigo derrotado bien al llamado realismo
crítico en su versión más dura (realismo social y militante) o en
su variante más blanda (realismo objetivo y civil), bien al
experimentalismo formal que habría anatemizado, desde finales de los
sesenta hasta el comienzo de los ochenta, cualquier coqueteo con «la
narratividad».
Tampoco les falta
razón en este caso a los medallistas, aunque también aquí habría
que hablar de una razón astigmática puesto que —y retomo
brevemente lo dicho al hablar de la normalización— esta razón se
ajusta a la verdad si sólo se atiende al campo narrativo de lo que
hasta los años setenta u ochenta se consideraba el único y
verdadero campo literario de la novela, dejando fuera de sus límites
aquellas novelas que en mayor o menor grado se despreciaban por
pertenecer más a la «constelación industrial» que al firmamento
de lo que literariamente se tomaba en consideración. Cierto que en
ese territorio la tendencia del realismo crítico predominaba, pero
cierto también que a su lado coexistían diglósicamente otras
tendencias: la novela fantasiosa de un Perucho o un Cunqueiro —que
en los setenta subiría a los altares—, la novela metafísica de
García Viñó o Carlos Rojas (éstos no han conseguido llegar nunca
a los altares), la novela de costumbres de Torcuato Luca de Tena,
José Antonio Zunzunegui o Mercedes Salisachs, las novelas de
sentimiento «rosa» de Carmen de Icaza, las novelas de aventuras de
Bartolomé Soler o Sebastián Juan Arbó, la novela psicológica del
Mario Lacruz de La tarde, de la Elena Quiroga de La sangre o del
Ignacio Agustí de Mariona Rebull, y la novela de humor de Álvaro
de Laiglesia o Rafael Azcona. Por haber, había hasta la novela
policíaca del Tomás Salvador de Los atracadores o del
Francisco García Pavón de las Historias de Plinio o las
novelas históricas de Alejandro Núñez Alonso. Llegaría con echar
una ojeada a los catálogos de los años cincuenta, sesenta o setenta
de editoriales como Planeta, Plaza, Noguer, Destino o Luis de Caralt
para que la medalla de la libertad de tendencias apagase sus brillos.
Pero... a todo esto,
¿a qué estamos llamando tendencias? ¿no estaremos tomando por
tendencias lo que sólo son diferencias temáticas? Por «tendencia»
—dice nuestro diccionario en una de sus acepciones— habría que
entender la «fuerza por la cual un cuerpo se inclina hacia otro o
hacia alguna cosa» y, si entendemos que esa cosa fuere el tema hacia
el que nuestras novelas se inclinan, cabe pensar que en la novela
española de las dos últimas décadas han convivido y conviven,
libremente, diferentes tendencias. Pero si atendemos a la primera
acepción que el diccionario nos ofrece: «Propensión o inclinación
en los hombres y en las cosas hacia determinados fines», entonces
podríamos encontrarnos alguna sorpresa. Al respecto ofrezco la
opinión de Santos Sanz Villanueva cuando en su artículo «El
archipiélago de la ficción» comenta: “La variedad y la
fragmentación de la narrativa española al filo del milenio es la
consecuencia, ante todo, de la libertad de los creadores para
escribir de lo que quieran y como quieran. Así que el espectador
curioso y desapasionado, el que no se guía por ningún prejuicio
excluyente, comprueba las innumerables posibilidades que tiene a su
alcance. El escaparate de una librería en nuestros finales de siglo
refleja un panorama bien tentador e imposible será que nadie deje de
encontrar el tipo de texto del que gusta; al lado se alinean el
relato mimético y la fantasía sin corsé, la novela tradicional,
seguidora de los modelos de siempre, y el vanguardismo rupturista.
Resulta, sin
embargo, que esa variedad tiene algo de espejismo porque la limita el
auge arrasador de un puñado de subgéneros que, en última
instancia, son los que predominan en una sociedad de consumo que
obliga al escritor a inclinarse de manera más o menos consciente por
las formas de mayor aceptación. Por qué o cómo surgen no es
cuestión que podamos dilucidar, pero a ojos vistas se halla la
preponderancia de un número tan limitado de esquemas narrativos que
se cuentan con los dedos de la mano”.7
La larga cita me
parece oportuna porque avisa bien de que no es oro todo lo que reluce
en la variedad del hipermercado de la novela española de estas
décadas. Sin embargo sería simplificador determinar que la mayoría
de los autores y novelas significativas de este período pueden ser
expedidos con la mera remisión a la cuestión de los géneros. Es
evidente que elementos correspondientes a la estructura de la novela
negra, policíaca o de investigación tienen fuerte presencia en La
verdad sobre el caso Savolta o en El laberinto de las
aceitunas de Eduardo Mendoza; en Visión del ahogado o en
Papel mojado de Juan José Millás; en El bandido
doblemente armado o Queda la noche de Soledad Puértolas;
en Belver Yin de Jesús Ferrero; en Luna de lobos de
Julio Llamazares; en La noche en casa de José María
Guelbenzu o en Beatus Ille y El invierno en Lisboa de Antonio
Muñoz Molina, pero de esto a concluir en una etiqueta de género hay
distancias literarias insalvables. Y algo semejante podría decirse
respecto a la presencia de ingredientes y estructuras
correspondientes a los géneros de misterio, novela histórica o
novela de aventuras con relación a textos como Mi hermana Elba
de Cristina Fernández Cubas, El bobo ilustrado de José
Antonio Gabriel y Galán o en El caldero de oro de José María
Merino.
Pero sería también
un acto de miopía dejar de ver que la famosa «narratividad» denota
una relevancia manifiesta en el uso de recursos novelescos y en un
predominio de las estructuras narrativas de género, con especial eco
de la novela policíaca o de investigación, aunque haya que plantear
a su vez que esa concepción de la «narratividad» apenas asoma, o
no lo hace en absoluto, en obras que acompañan de modo decisivo la
constitución y consolidación de la llamada «nueva narrativa»,
como son Punto de fuga o La sombra del arquero de
Alejandro Gándara, Antofagasta de Ignacio Martínez de Pisón,
Amado monstruo de Javier Tomeo, El hijo adoptivo de
Álvaro Pombo, Mimoum de Rafael Chirbes o Historia de no
de Mercedes Soriano, o haya que poner de manifiesto que ya en obras
de otros autores se empezaba a perfilar un especial gusto y tendencia
hacia modos de composición narrativa en los que lo metaliterario
como tema y el juego con simetrías y contigüidades en la estructura
cumplían funciones señaladas y reconocibles: El desorden de tu
nombre de Millás, Breve historia de la literatura portátil
de Enrique Vila-Matas, Corazón tan blanco de Javier
Marías. Una tendencia —yo diría de raíz borgiana— que iría en
progresión en los años siguientes hasta alcanzar grados de
«manierismo de la trama» próximos al «virtuosismo» más o menos
exhibicionista, y que cuestionaba y cuestiona la secuencia
causa-efecto sobre la que descansa el grueso de la novela moderna
desde Balzac hasta hoy.
Otros aspectos que
conciernen a la presunción de libertad de tendencias y que, aunque
con brevedad, deben tomarse en consideración, se relacionan con el
telón ideológico dominante y con las cuestiones de voz o estilo.
Sobre el fondo político «que toda literatura, lo quiera o no,
posee» quisiera tan sólo abundar en el predominio casi exclusivo de
un humanismo de buenas intenciones y de un sentimentalismo de
solidaridades convencionales (el compromiso con «lo conveniente»).
Sobre lo segundo apuntar que, aunque difícilmente pueden encontrarse
semejanzas entre el «sonido» de la prosa de Gándara y el fraseo de
Muñoz Molina, el lenguaje dominante de la «nueva narrativa» fue
delimitando una tendencia hegemónica marcada sintácticamente por el
cultivo de un especial gusto hacia la frase redonda, «bonita», con
«vibrato», en punta de sentenciosa, con inclinación hacia los
tonos «pastel», que Marsé denunciaría con la afortunada expresión
de «prosa de sonajero» aun sin lograr poner aduana a ese estilo de
redacción de niño aplicado que tantos dulces ecos va a producir en
aquellos nuevos autores que ya en los noventa, con más bríos de
epifanía, se engancharán al carro del preciosismo vacuo que todavía
parte de nuestra crítica identifica con la buena escritura.
4. La «Edad de
Plata» de la novela española
El último de los
lugares comunes que se saca a procesión a propósito de esta novela
española de las dos últimas décadas de la que venimos hablando se
desprende de modo casi natural de los dos anteriores ya comentados
hace referencia a la alta calidad literaria de la media o, al menos,
de un número muy estimable de títulos y firmas. Desde este
entendimiento se concelebra la coexistencia de un amplio conjunto de
novelistas de talento que con sus obras han dado lugar a uno de los
períodos más fecundos en la historia de la novelística española,
de ahí el calificativo de «Edad de Plata» con que se pretende
designar este tiempo.
Si uno repasa los
estudios de conjunto que durante estos últimos tiempos han ido
apareciendo, y salvo excepciones escasas y reparos más bien
parciales que en todo caso parecen provenir de personales juegos de
preferencias o fobias, cabe pensar que, cuando se formula la larga
nómina de narradores presentes en nuestra novela al tiempo que se
describe o ubica, se certifica la valía literaria de todos (o casi
todos) y cada uno de los autores recogidos y de todas (o casi todas)
y cada una de las obras comentadas, aun cuando nadie se atreva a
explicitar francamente una jerarquía de rangos. Labor que el lector
debe deducir (y deduce inevitablemente) en función de la
estadística: a mayor número de citas mayor calidad, o de la
geometría literaria: a mayor extensión del comentario mayor
reconocimiento. En cualquier caso nuestros animosos historiadores de
la literatura reciente parecen dejar en manos del tiempo (ese
«impersonal» que al parecer tiene la llave de las calidades
literarias) la formulación de una valoración al respecto.
Esta escurridiza
cuestión de las calidades, en los tiempos postmodernos en que
habitamos, parece ser para muchos tema innecesario ya por molesto ya
por estéril. Quizá tengan razón los que a tal opinión se acogen,
salvo que olvidan que en ausencia de vertebración ad hoc la única
jerarquización real será la del mercado. Dado el incumplimiento
real de esa función por parte de la crítica, si efectuáramos un
repaso detallado de sus aportaciones, nos podríamos encontrar con la
paradoja de que si, por una parte, en el transcurso de semana a
semana o de mes a mes las valoraciones de «obra maestra», «cima»,
«cumbre» y similares servirían para llenar la guía de teléfonos
de una mediana ciudad de provincias, por otra, en los resúmenes
anuales la mayoría de las menciones desaparecen por arte de magia y
olvido, y no digamos la anchura de tal fosa del olvido cuando se
trata de síntesis de lustro, siglo o cuarto de siglo (en un número
reciente de la revista Quimera, a propósito de una consulta o
encuesta sobre las diez mejores novelas españolas del siglo XX, creo
recordar que sólo encontraban acomodo dos publicadas con
posterioridad a 1975).
No falta quien
quiere ver en el dato de las traducciones a otras lenguas el elemento
de objetividad que evidenciaría o al menos aclararía tan delicado
tema. Y llevados por ese criterio hacen ver que nunca como en estos
años que nos ocupan tantas novelas han logrado pasar las fronteras
de la traducción. Y no les falta, otra vez, razón. Salvo el breve
tiempo en que el mundo editorial francés de los años cincuenta (y
con la intervención muy concreta en esa labor de promoción generosa
de Juan Goytisolo, asesor editorial en aquellos momentos para la
Editorial Gallimard) fijó su atención sobre la novela realista,
nunca un número tan copioso de autores españoles ha visto sus obras
traducidas a todas las lenguas comunitarias, a muchas de un entorno
cultural menos esperable y, aunque en cifras significativamente más
restringidas, no faltan tampoco algunos asaltos felices al duro
fortín del mundo editorial anglosajón. Y en casos muy concretos
pero muy llamativos, libros de autores y autoras españoles se han
convertido en verdaderos éxitos de crítica y venta absolutamente
irrefutables. Desde el éxito de Corazón tan blanco que
convirtió a Javier Marias en escritor estrella en Alemania, hasta la
acogida de Soldados de Salamina de Javier Cercas en Francia,
pasando por los buenos recibimientos de Chirbes o Ruiz Zafón también
en Alemania, por la atenta acogida en Estados Unidos a las obras de
Pérez-Reverte, por el interés despertado en ese mismo país por la
traducción de Sefarad de Muñoz Molina o por la atención
constante y entregada hacia la obra de Vila-Matas en esa Francia
donde Vázquez Montalbán es al tiempo succès d'estime y
comercial.
La existencia
constatable de estas y muchas otras traducciones no deja de indicar
hasta cierto punto un grado de receptividad muy estimable en nuestra
novela actual, si bien resulta aventurado ponderar si tal evidencia
proviene de una mera cuestión de calidades o si responde a la
acertada política de difusión de la cultura española en general (y
muy en concreto de la literatura), que diversas instituciones
estatales han venido llevando a cabo en estas últimas décadas, con
decidido apoyo a la política de subvenciones a la traducción o con
el buen servicio de promoción cultural que están suponiendo las
tareas que lleva a cabo la dinámica red de los centros con que el
Instituto Cervantes teje su labor cultural y pedagógica y cuyos
frutos a medio y largo plazo todavía estamos lejos de poder recoger
en toda su extensión.
Curioso y oportuno
me parece también hacer ver que en el amplio campo de la literatura
española y muy concretamente en la parcela que da límites a la
novela no hay posiciones intermedias: en nuestra novela o se es
cumbre o mero llano, o genio o un manta, o bueno o malo. En nuestro
paisaje narrativo nadie se resigna a ser colina ni hay lugar para esa
categoría de novelas y novelistas —de calidad media y digna— que
en otras cordilleras constituyen precisamente el basamento
fundamental de la vida editorial y literaria. La ausencia de tal
espacio dificulta extraordinariamente cualquier intento de poner
orden (que no es exactamente un poner en orden) en el territorio de
la novela.
He de confesar que
mi vocación por la topografía literaria no es tan alocada como para
conducirme al matadero. Ni deseo que este comentario, propuesto más
como inicio de conversación que como síntesis ya cerrada, devenga
la carta al señor juez que se encuentra siempre al lado del cuerpo
del suicida. Y no tanto por razones de prudencia (que también) como
por cuestiones de oportunidad. Ni éste es el espacio ni éste es el
momento ni seguramente soy la persona más capacitada para poner en
marcha uno de esos debates que agradecen los responsables de las
secciones de sucesos literarios. Pero tampoco sería honesto no
tratar de trasladar, con la mayor de las humildades por delante, una
interpretación personal de la cuestión, no con voluntad de imponer
criterios o cánones sino con el deseo de que a la vista del mapa
propuesto cada quien trace el suyo propio, pues no sin razón
afirmaba Benjamin que bajo el infinito cielo estrellado alguien debía
someterse a la humilde tarea de poner nombre y figura a las vías,
estrellas y constelaciones. Pero antes de «limpiar la plata», o a
un mismo tiempo, acerquemos nuestra conversación a tiempos todavía
más cercanos.
5.
La novela española en la bisagra de dos siglos
A principios de la
década de los noventa parecía palparse un agotamiento de la nueva
legitimidad que la narrativa de los ochenta había encontrado en la
narratividad al servicio del lector y en aquella normalización de
las relaciones con el mercado (el arte es el mercado) y con el poder
propias de una sociedad que se narraba a sí misma desde una
autosatisfecha y cómoda mirada. Eran los tiempos de la
socialdemocracia en Moncloa, de la caída del muro en Berlín y del
desarme ideológico en aras de aquel sacralizado pragmatismo del «qué
más da que el gato sea negro o blanco, lo importante es que cace
ratones». Como datos de aquel aparente desfallecimiento de las
fórmulas, reglas, clichés y servidumbres de la «narratividad» se
recibieron las primeras obras de un grupo de escritores jóvenes que
parecía plantearse un retorno hacia una concepción de la narrativa
como forma de conocimiento más allá de la consideración imperante
que parecería exigir tan sólo que cumpliese con su condición de
instrumento de entretenimiento más o menos refinado. De esta guisa
libros como El triunfo de Francisco Casavella, Lo peor de
todo de Ray Loriga, La escala de los mapas de Belén
Gopegui, Los aéreos de Luis Magrinyà o Velocidad de los
jardines de Eloy Tizón parecieron anunciar un cambio de
legitimación que, sin embargo, no terminaría por construirse o
asentarse alrededor de ellos a causa, sin duda entre otras, de la
aparición en el escenario (y nunca mejor dicho) literario de un
nuevo grupo generacional, «los jóvenes narradores» que, como
señala Ignacio Echevarría (el crítico que va a acompañar de modo
más continuo y desde posiciones de exigencia el desarrollo de la
novela española en esa década), iban a encontrar en «lo joven»
seña, tema y bandera, prosiguiendo la estela abierta por Ray Loriga
tras el éxito mediático de su segunda novela Héroes. La
joven narrativa española de los noventa se va a construir como
«fenómeno más editorial que literario» alrededor de novelas
neocostumbristas como Historias del Kronen, de José Ángel
Mañas, o Amor, curiosidad, Prozac y dudas, de Lucía
Etxebarría, que con la fuerza de su inesperado y estrepitoso éxito
comercial atraen a su órbita o etiqueta generacional («Generación
X» sería otro intento fracasado de dar marca al grupo) a una
constelación de nuevos autores, como Marta Sanz, Paula Izquierdo,
Félix Romeo, Ismael Grasa, Ignacio García Valiño, Josan Hatero,
Nicolás Casariego, José Machado... entre los que quizá haya que
esperar todavía un decantamiento un poco más optimista del que
diagnostica Ignacio Echevarría: «Los nombres de muchos de los
autores por entonces catapultados, incluido el del propio Mañas, han
sucumbido, en menos de una década, en un olvido más o menos
discreto, más o menos piadoso, que conviene no remover».8
Fuera de la vorágine
de lo joven mantienen su andadura narrativa inusual —frente al
eclecticismo dominante— aquellos autores ya mencionados como Luis
Magrinyà (Los dos luises), Belén Gopegui (La conquista
del aire) o Casavella (El día del Watusi); cumple también
tomar cuenta de otras obras de autores que durante esos años noventa
lograron añadir sus voces narrativas al ya largo corpus de la
novela española de fin de siglo: Las bailarinas muertas
de Antonio Soler, El palacio varado de Clara Sánchez, La música
del mundo de Andrés Ibáñez, Las máscaras del héroe de
Juan Manuel de Prada o el propio Luis Landero, aun cuando su novela
más significativa, Juegos de la edad tardía, se encuadre
mejor en los modos de las novelas de los ochenta, de manera semejante
a lo que ocurre con la obra en su conjunto de Almudena Grandes o
Arturo Pérez-Reverte, que han visto como la década de los noventa
les situaba en la cimas de lo que Francisco Rico llamó «la pleamar
de los nuevos narradores». Sin olvidar la integración de nuevos
escritores de las otras lenguas estatales como el vasco Unai
Elorriaga, los gallegos Manuel Rivas y Suso de Toro o el mismo Xuan
Bello, representante de una literatura en lengua asturiana de la que
casi no había constancia. Apenas se inicia el siglo y ya por el
horizonte narrativo aparece una nueva órbita de escritores que ven
en la novela más reciente norteamericana una línea de propuesta:
Xavi Calvo, Germán Sierra, Eloy Fernández Porta, entre otros.
Por otro lado, si
bien la novela española de estos últimos veinte años está
fuertemente caracterizada por la «toma de posesión» de la nueva
narrativa de los ochenta y en menor grado por el desembarco de los
nuevos y jóvenes narradores de los noventa, hay que tener presente
que durante este tiempo autores ya asentados en años y generaciones
anteriores continuaron interviniendo en la escena narrativa con
especial relieve y ofreciendo títulos imprescindibles dentro del
conjunto de su obra. A modo de simple recordatorio y a fin de no
convertir, en lo posible, esta propuesta de conversación en un
nomenclátor, quisiera señalar la aparición de títulos como El
embrujo de Shangai de Juan Marsé, La sonrisa etrusca de
José Luis Sampedro, Nubosidad variable o Caperucita en Manhattan
de Carmen Martín Gaite, El testimonio de Yarfóz de Sánchez
Ferlosio, Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute, El
hereje de Miguel Delibes, El reloj de Luis Goytisolo, La
saga de los Marx de Juan Goytisolo o Madera de boj de
Camilo José Cela, y el redescubrimiento de autores como Juan Eduardo
Zúñiga, que con Largo noviembre de Madrid y Madrid, capital de
la gloria se ha convertido en uno de los referentes necesarios de
la mejor narrativa de hoy.
6. A modo de
conclusión: una comedia ligera.
Apenas acaba de
terminar el siglo XX (recuerden: aquel que denigró toda la novela
del siglo anterior bajo el despectivo rótulo de «novela
decimonónica») y, a la tentación de balance hacia el que la fecha
de fin de milenio parece inclinarnos, se suma la propensión,
semejante, hacia la profecía que el inicio de otro suscita. Tratando
de evitar ambas tentaciones me van a permitir que proponga dos
conclusiones si no divergentes no fácilmente casables. Una de cal y
otra de arena (y final).
No sabemos cómo
leerán la historia literaria de la novela española de estas dos
décadas los estudiosos futuros, porque no sabemos desde qué
parámetros ideológicos y estéticos la leerán, ni estamos muy
seguros de que lo que hoy llamamos literatura y novela mantenga una
identidad reconocible en un futuro más o menos lejano. Pero podemos
arriesgar la opinión de que, si en su mirada se mantienen registros
parejos en algún grado a los que hoy nos hacen valorar los textos
literarios —tanto en razón a su valor significativo respecto al
tiempo social en que aparecen, como en razón a la exigencia interna
de rigor y oficio que cualquier actividad humana conlleva, y más si
atañe a ese tipo de actividades de alta complejidad que llamamos
artísticas—, cabe pensar que no dejarán de ponderar en su
recuento la presencia de algunas novelas o autores que nos parecen
difícilmente desechables. Obras como El testamento de Yarfóz, de
Sánchez Ferlosio, Herrumbrosas lanzas, de Juan Benet, Antagonía,
de Luis Goytisolo, Un día volveré, de Juan Marsé o Largo
noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga. Cabe también
pensar que sopesarán la «nueva narrativa» y acaso la integren en
un más amplio título de «narrativa de la democracia» como un
momento de giro narrativo en el que una sociedad que elige un nuevo y
menos heroico proyecto colectivo necesita construir un espejo
narrativo más autogratificante que riguroso. Y ahí cabe a su vez
esperar que por su significación o relevancia hagan mención de
obras como La ciudad de los prodigios, Belver Yin, El jardín
vacío, Los mares del Sur, El expediente del náufrago, Los aires
difíciles, Amado monstruo, Corazón tan blanco, Cristales,
Obabakoak, El metro de platino iridiado, La buena letra, Lo peor de
todo, El mal de Montano, La casa del padre, Lo real, Belinda y el
monstruo, El Sur, Mi hermana Elba... Acaso alguna más porque la
onda narrativa que nace en los ochenta aún no ha finalizado.
Seguramente alguna menos porque el paso del tiempo si no garantiza
mejor criterio sí promete mejor perspectiva. En todo caso ejemplos
suficientes del dinamismo (más o menos lábil) de nuestra novela
actual, de su salud (al menos editorial y mediática), de su papel
activo (¿la actividad de lo ecléctico?) en nuestra escena
(escaparate) cultural.
Para la conclusión
de arena (y final) necesito hablar de una novela que sentiría no
reclamase la atención de esos imaginarios lectores del futuro. Me
refiero a Una comedia ligera de Eduardo Mendoza. Como
recordarán la novela se inicia con una descripción irónica de la
sociedad española de posguerra que refleja un mundo autosatisfecho:
Tampoco
faltaban infortunados que, no habiendo conseguido trabajo y no
pudiendo permitirse ni siquiera una de aquellas barracas
cochambrosas, merodeaban por las calles practicando la mendicidad y
dormían bajo los bancos públicos o en el interior de los camiones
estacionados en las afueras. Pero estos pequeños contratiempos no
bastaban para alterar la buena marcha de la ciudad, ni la callada
conformidad de sus gentes, dispuestas a comprar el reposo a cualquier
precio.9
El protagonista es
un escritor dramático, Prullás, que ha escrito una nueva obra,
Arrivederci, pollo, que se está ensayando para su estreno. Es
una obra ligera con estructura policíaca, con mucho suspense, y el
autor es consciente de que, aun no siendo la obra muy buena, con un
buen montaje se puede arreglar: «con el material más deleznable
hemos acabado levantando un éxito». Defiende su obra porque la
trama es ingeniosa, el desenlace es sorprendente y utiliza para
lograr la amenidad las infalibles gracias clásicas de las figuras
estereotipadas, la de un tartamudo y semejantes.
El comienzo de la
acción coincide —lo sabemos a través de las noticias que aparecen
en los periódicos que ojea el protagonista— con el inicio de los
juicios de Núremberg, y en concreto con el proceso entablado contra
el industrial Krupp por haber puesto su colosal industria, sus dotes
y su ingente fortuna al servicio de una mala causa. También sabemos
que el autor protagonista lee con fruición novelas policíacas y muy
especialmente novelas de Simenon.
Prullás se ve
cuestionado por su habitual director de escena, que está un poco
harto de los bodrios teatrales que aquél escribe, y piensa que es
necesario cambiar, hacer otro tipo de teatro, más ligado a los
problemas reales de la gente. Nuestro «héroe», el escritor de
comedias de enredo y crimen, no está de acuerdo. Él no quiere ni
manipular los sentimientos ni alterar la visión de la realidad que
tenga el público: «que la perciban como les dé la gana».
La novela nos cuenta
también que Prullás lleva una doble vida. Por un lado, familia
burguesa acomodada, casado e hijos, suegro empresario, vacaciones en
la Costa Brava. Por otro, vida de «escritor», vida social, ligues y
canas al aire. Todo parece estar controlado. De pronto se comete un
crimen y Prullás, que conoce a la víctima, se ve involucrado. Su
posición está en peligro. No voy a resumirles toda la historia. Si
la obra de Prullás es una comedia policíaca con tono de humor, la
novela de Mendoza es, a otra escala, un calco de esa misma obra:
trama policíaca, enredos de vodevil, encuentros inesperados, gracias
manidas, personajes arquetípicos. Un excelente ejemplo de autoironía
literaria.
En mi opinión el
interés de esta novela reside en que al mismo tiempo que encarna —en
otro registro— una reproducción crítica del vodevil que escribe
Prullás, ofrece, a su vez, una caricatura certera de eso que se
viene llamando «nueva narrativa española» y que, como se ha
comentado, representa el núcleo hegemónico de la novela española
de las dos últimas décadas. De ahí que me parezca oportuno indicar
algunos de los rasgos presentes en la novela de Mendoza: estructura
policíaca, predominio del suspense, entramado virtuoso, ironía
cómplice, conflicto en clave de misterio, argumento blando,
personajes arquetípicos, mirada costumbrista, utilización de los
clichés del cine, mezcla de géneros... y de este modo concluir que
Una comedia ligera deviene juicio y maliciosa metáfora,
personal sin duda pero con voluntad de objetiva, de ese paisaje
narrativo del que nos hemos venido ocupando.
(7)
Santos Sanz Villanueva, «El archipiélago de la ficción», en
Ínsula, 589-590, enero-febrero de 1996, págs. 3-4.
(8)
Ignacio Echevarría, «El fugitivo de una generación», en Babelia,
31 de enero de 2004, págs. 2-3.
(9)
Eduardo Mendoza, Una comedia ligera, Barcelona, Seix Barral, 1996,
pág. 5.
7. Bibliografía
- Cercas, Javier, Una buena temporada, Badajoz, Edición de la Junta de Extremadura, 1998.
- Echevarría, Ignacio, «El fugitivo de una generación», en Babelia, 31 de enero de 2004, 2-3.
- Gracia, Jordi (), Historia y Crítica de la Literatura Española, Los nuevos nombres: 1975-2000, 9/1 (colección dirigida por Francisco Rico), Barcelona, Crítica, 2000.
- Mendoza, Eduardo, Una comedia ligera, Barcelona, Seix Barral, 1996.
- Sanz Villanueva, Santos, «El archipiélago de la ficción», en Ínsula, 589-590, enero-febrero de 1996, 3-4.
- Villanueva, Darío, Letras españolas 1976-1986, Madrid, Editorial Castalia-Ministerio de Cultura, 1987.
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