La
novela española de los últimos veinte años: ¿una comedia ligera?
* (I)
Constantino Bértolo
1. Introducción
La
vida social es una lucha de poderes, la literatura
también,
pero la literatura, como todo, pide un arbitraje
según
unas reglas. Y hacer como que nos creemos este
panorama
literario que han ido dibujando es de cínicos.
Suso
de Toro,
Españoles todos
Los comentarios
sobre la novela española de los últimos veinte años vienen
descansando sobre tres lugares comunes que en la mayoría, cuando no
en la totalidad, de los estudios más o menos académicos se le
otorgan, reconocen y celebran: la «normalización» entre la novela
española y los lectores, la «pluralidad de tendencias», que se
desprendería del amplio abanico de temas y estilos que la
caracteriza, y la «alta calidad literaria» presente en un número
representativo de obras y autores tal que muchos hablan ya de «Edad
de Plata» de la novela española. Sobre el discernimiento de las
luces y sombras que contienen estos tres topoi se irá
desarrollando este texto.
Entiendo sin embargo
que conviene —a modo de contexto estadístico— apuntar algunos
aspectos cuantitativos, más con vocación de ofrecer un telón de
fondo que por aspiración sociológica. Podemos así constatar que en
1982, de entre los 30.127 títulos que se inscribieron en el ISBN,
6.073 correspondían a la rúbrica «Literatura» y, de ellos, 2.169
se clasificaban como «Literatura española e hispanoamericana», el
apartado que corresponde mayoritariamente a novela, por lo que no es
aventurado deducir que aquel año se publicaron aproximadamente unas
1.400 novelas. Para entendernos: tres novelas por día, incluidos
domingos y festivos. En 1992, diez años más tarde, las cifras
reflejan un considerable incremento en todos los apartados: 50.644
títulos, 3.064 de prosa española y latinoamericana, luego unas
1.750 novelas (cuatro por día). En 2002 el incremento se mantiene:
69.893 títulos en el ISBN, 3.725 libros en el apartado de prosa y,
por tanto, unas 2.000
novelas (cinco al
día). Añadiremos como dato comparativo curioso que en el apartado
de «Literaturas anglosajonas traducidas» los incrementos son
todavía más espectaculares: 1.016 en 1982, 2.084 en 1992 y 3.702 en
2002. Sin duda el «Imperio» nos invade.
Quisiera por último
y antes de bajar este telón estadístico hacer una referencia
meramente cuantitativa a uno de los fenómenos que caracteriza de
modo especial, y con claras repercusiones sobre el ser y el estar de
la novela, a nuestro «campo literario»: los premios literarios. En
la Guía de Concursos y Premios Literarios correspondiente al año
2003, editada por la editorial Fuentetaja, se contabilizaban nada
menos que 289 convocatorias correspondientes a novela (es decir, a
premio por día, excluidos domingos y festivos).
2. La
«normalización» de la novela española
La novela española
de los últimos veinte años coincide desde el punto de vista de lo
que llamamos historia literaria con la aparición y asentamiento del
fenómeno que suele denominarse «nueva narrativa española». Bajo
esta etiqueta se da cobijo a toda una nueva serie de obras y autores
que
ofrecen un cambio
significativo y reconocible en sus planteamientos narrativos respecto
a la novela española de décadas anteriores. La aparición, en los
primeros ochenta, de obras como Belver Yin de Jesús Ferrero,
La media distancia de Alejandro Gándara, La ternura del
dragón de Ignacio Martínez de Pisón, Luna de lobos de
Julio Llamazares, Las estaciones provinciales de Luis Mateo
Díez, El caldero de oro de José María Merino, o Beatus
Ille de Antonio Muñoz Molina fue prontamente valorada por la
crítica como un giro narrativo relevante que se constituyó como
corpus narrativo nuclear de una nueva forma de entender la razón y
el ser de la novela. Pronto el fenómeno de la nueva narrativa
descubrió su pertinencia y capacidad de significación al incorporar
no sólo a nuevos autores como Mercedes Soriano o Rafael Chirbes sino
a obras y autores que cronológicamente habían hecho su aparición
en años anteriores: Eduardo Mendoza, Juan José Millás, Javier
Marías, José María Guelbenzu, Álvaro Pombo, Javier Tomeo,
incluidos los autores de otras lenguas del Estado, como los gallegos
Carlos Casares y Alfredo Conde, los catalanes Quim Monzó y Sergi
Pàmies, y el vasco Bernardo Atxaga, que con su obra Obobakoak
lograría un sitio permanente en el mercado lector común. Hoy, en
efecto, la crítica ve en La verdad sobre el caso Savolta, la
primera novela de Eduardo Mendoza, el inicio de ese giro narrativo.
Este nuevo movimiento narrativo iba a convivir con la presencia en el
mercado literario de novelistas de generaciones anteriores que en
muchos casos iban a producir sus mejores obras en estos mismos veinte
años, pero, sin duda, el eje narrativo de este período viene
determinado por el éxito del nuevo movimiento.
Parece oportuno por
tanto hacer referencia aun cuando sea brevemente a la situación de
la novela española en el tiempo inmediatamente anterior a su
aparición. Podemos diagnosticarla de manera un tanto expresiva:
desorientación. El agotamiento y abandono un tanto vergonzoso y
apresurado del realismo de corte crítico o social, la «comida de
moral» que supuso el éxito del boom latinoamericano y la
indigestión literaria que acarreó la necesidad de digerir «a toda
prisa» los nuevos modos de la novela europea, originó a nuestro
parecer un descolocamiento general. Parte de los antiguos realistas o
se callaron o fueron acallados: Antonio Férres, Armando López
Salinas, Jesús López Pacheco. Parte continuaron su evolución
propia y ajena a los vaivenes: Luis y Juan Goytisolo. Otra parte de
ellos intentaron ponerse al día como quien se hace perdonar los
pecados de leso realismo —valgan como ejemplos notables de esta
actitud títulos como Parábola del náufrago de Miguel
Delibes, Corte de corteza de Daniel Sueiro, Gramática
parda de Juan García Hortelano e incluso La saga/fuga de
JB de Torrente Ballester— y, al socaire de los aires cortazarianos
y experimentales que se respiraban, aparece una tímida y desigual
hornada de autores con vocación de «nueve novísimos narradores»,
que no encontraron el favor del público.
Son los años
dominados por la alta (e incómoda) estatura intelectual y literaria
de Juan Benet y por su propuesta de una novela que abandonase la
tradición castiza y real-costumbrista, que según él venía
caracterizando a la novela española, en aras de tradiciones
narrativas de mayor altura representadas por autores como Faulkner o
Robbe-Grillet. Un descolocamiento o desquiciamiento que en algún
grado era posible reflejo de una sociedad enfrentada a las
postrimerías del régimen dictatorial del general Franco, más
—y visto lo visto— desde una soterrada y conformista esperanza de
«no-anormalidad» que desde el explícito aunque clandestino deseo
de un horizonte de transformaciones revolucionarias que cierta
oposición política más activa venía proponiendo. Desde aquella
propuesta literaria que veía la novela como instrumento de cambio
social al paradigma experimental de los setenta —«la única
revolución es la revolución del lenguaje»—, la transustanciación
del rumbo literario había sido verdaderamente extremosa, aun cuando
la pretendida revolución del lenguaje no fuera en la práctica mucho
más allá del disloque en los signos de puntuación, los chorros de
conciencia a troche y moche, y una adjetivación que se quería
exuberante y que parecía haber llegado directamente a Churriguera
sin pasar por el Barroco.
Bien, ahí estaba la
novela española mientras Franco agonizaba: buscando su legitimación
todavía en la Revolución, aunque fuera en la revolución del
lenguaje —bastante menos comprometida, por cierto, esta última—.
Pero es también por estas fechas cuando empiezan a aparecer los
primeros síntomas de esa «normalización» que la nueva narrativa
asentará definitivamente en la década de los ochenta. Ya en 1972
Javier Marías había dado a imprenta su Travesía del horizonte,
escrita en clave antiexperimentalista, Torrente Ballester se situaba
con La saga/fuga de JB en la onda de fantasía e imaginación
que el realismo mágico del boom latinoamericano había abierto con
relevante éxito comercial, la narratividad del «romance»
encontraba en 1976 fuerte respaldo en el ensayo de Savater La
infancia recuperada y Manuel Vázquez Montalbán lograba
interesar a un amplio número de lectores con La soledad del
manager (1977), apoyándose en las posibilidades y atractivos del
género policíaco, donde, según sus palabras, «se subsumían los
contenidos de crítica social» de los defenestrados realismos.
Bajo el concepto de
«normalización» parecen convivir o esconderse tres procesos. El
más explícito hace referencia a las celebradas buenas relaciones
entre la novela, los novelistas y los lectores, es decir, la novela
española felizmente se encuentra (o reencuentra) con un mercado que
la acoge positivamente: «No es fácil identificar un tramo
cronológico de veinte años que haya dado quizá no novelas de
referencia indiscutida —las de los planes de estudio— pero sí
una más que sólida base de narradores y prosistas capaces de
persuadir a un editor, captar a un público y conservarlo».1
Sutilmente el concepto expresa la constatación de que, al fin, la
novela española vuelve a ser «novela» merced a su retorno hacia
una «narratividad» al servicio del lector-consumidor: «Y es ese
sutil acomodamiento del horizonte de expectativas del lector y el
impulso creativo del autor lo que dará lugar a la restauración de
un nuevo pacto novelesco en plenitud. Se trataba, simplemente, de
recuperar la narratividad».2
Y más sutilmente todavía, en mi opinión, lo que el concepto
celebraba como «buena nueva» era la despolitización de la novela,
el abandono por parte de lo literario de cualquier tipo de
responsabilidad política, la transfiguración de su entendimiento
como discurso público a mero discurso privado destinado por tanto a
divertir, cautivar y conmover, como pedía Sánchez-Dragó, las
subjetividades: “Ante tal estado de cosas, el escritor se vio
a menudo impulsado —por convicción, por generosidad, por
oportunismo, por tantos otros motivos— a poner su literatura al
servicio de una causa política, con resultados escasamente
satisfactorios para quienes acataron sin más las urgencias del
momento, pues ya se sabe que la literatura es una amante excluyente.
Es evidente que, más o menos a partir de mediados de los ochenta —es
decir, más o menos a partir del momento en que mi generación empezó
a publicar—, las cosas han cambiado bastante. Para empezar, la
presión de la política sobre la literatura se ha relajado...”
3
El entusiasmo con
que fue recibida la «normalidad» sólo es comparable, en otro plano
diferente pero no ajeno al literario, al que produjo el éxito de la
celebrada transición española hacia la democracia y, como sucedería
también en los balances publicados sobre ésta, dicho entusiasmo
facilitaba una mirada un tanto triunfalista que encerraba ciertas
dosis de astigmatismo cuando no de miopía. Porque el tan
reiteradamente afirmado feliz encuentro entre la novela española y
el mercado no deja de ser una verdad a medias. Bastaría con estudiar
las estadísticas de producción y ventas de los años setenta o con
consultar las listas de libros más vendidos que en aquellos años
publicaba la revista del Instituto Nacional del Libro Español
(iniciativa de hit-parade que pronto asumirían, también con
entusiasmo, las publicaciones culturales) para comprobar que no
faltaba en esas listas la presencia frecuente de autores y novelas de
la patria. Autores como Vicente Soto, Juan José Benítez, Vizcaíno
Casas, Ángel María de Lera, Luis Romero, Alberto Gironella, Luis de
Castresana, Inés Palou, Concha Alós, Domingo García Badell,
Salvador García de Pruneda, Ángel Palomino, Vallejo-Nájera, Xavier
Berenguer o Mercedes Salisachs (de esta última llegaron a venderse
400.000 ejemplares de su novela La gangrena, Premio Planeta de
1975). No respondería por tanto a la realidad esta «buena nueva»
ni esta alegría de «niño con zapatos nuevos» y, sin embargo, tal
visión equivocada, paradójicamente, no deja de responder a la
verdad. Pero a otra verdad: la integración lenta aunque in
crescendo e irreversible de la «novela literaria» en el campo,
ajeno hasta esos momentos, de la novela comercial. La apertura del
«campo literario» hacia el campo de la industria editorial. Un
fenómeno que bien podría titularse como «el ascenso, venganza y
triunfo del Planeta de Lara».
Porque «los
entusiasmados» parecen olvidar que la «normalización» de esas
relaciones mercantiles entre novela y consumidores lo que en realidad
encierra, para bien o para mal, es la desaparición de una
«anormalidad» que hasta esos momentos no sólo no se vivía como
anormalidad sino que se sentía como necesaria y aun conveniente: la
separación no radical pero sí constatable (y con vocación de
higiene cultural) entre una literatura «de baja intensidad»,
industrial, mercantil, ideológica y formalmente conformista y
complaciente con el poder establecido (la dictadura del general
Franco) y una literatura —«la Literatura»— de «alta
intensidad», cultural, literaria, ideológica y formalmente exigente
hacia el lector e inconformista con ese mismo poder establecido. Una
separación entre «campos» que si bien incorporaba los pertinentes
rasgos singulares aportados por la situación sociopolítica
española, no dejaba de responder a las características propias de
la cultura occidental con su fundacional bifurcación entre «cultura
popular» y «Cultura», presente al menos desde el Renacimiento.
Esta ruptura de las reglas de juego, de «las reglas del arte»
(ruptura que agrieta los escritos de Pierre Bourdieu al respecto),
que no es patrimonio del espacio literario español pues responde a
una tendencia —postmoderna dirían algunos— rastreable en otros
ámbitos foráneos, tiene sin duda sus causas y orígenes en
cuestiones económicas, sociales y políticas inabordables en esta
propuesta de conversación pero que, y al menos con intención de
expresar la cuestión gráficamente, quisiera ejemplificar con
algunos hechos. Atención destacada merece la labor editorial que
sobre ese proceso de romper aduanas literarias realizó el editor
Mario Lacruz desde el sello Argos Vergara o en su retorno a Plaza &
Janés antes de recalar en Seix Barral (que se convertiría en sello
principal para el asentamiento de la nueva narrativa con la
publicación de las primeras novelas de Antonio Muñoz Molina, Julio
Llamazares y Justo Navarro), pero más revelador es el transfuguismo
editorial que ejemplifica la entrada en el Planeta Lara, vía
suculento Premio Planeta, de autores como Juan Marsé (La muchacha
de las bragas de oro), Manuel Vázquez Montalbán (Los mares del
Sur) y Jorge Semprún (Autobiografía de Federico Sánchez).
Juego en que acabaría por entrar hasta Juan Benet (El aire de un
crimen. Finalista del Premio Planeta 1980). Y valga también como
ejemplo la celeridad con que nuevas editoriales como Anagrama,
Tusquets o Lengua de Trapo se enchufan al marketing de los premios
literarios privados (yo me lo guiso yo me lo como), intentando seguir
la estela de Destino y Planeta. Sistema de premios literarios que
otorga al «campo literario español» una de sus principales
características, por no decir distorsiones, no tanto por los amaños
más o menos reconocidos sino por la «obligación» que trasladan al
resto de la producción editorial de lograr que los libros incorporen
los rasgos requeridos para que devengan noticia social-cultural a
riesgo de no existir (aunque siempre se eche mano del famoso e
imprevisible boca a boca a modo de chivo propiciatorio para dejar
limpia la conciencia del sector). Podemos concluir este aspecto de la
celebrada «normalización» en cuanto reencuentro de novelistas y
lectores señalando que, cierta o no, ésa fue la sensación que se
extendió y prevaleció: «al fin los novelistas españoles venden»,
lo que propició a su vez una actitud más abierta hacia los nuevos y
jóvenes autores españoles por parte de las editoriales, con el
consiguiente efecto de «bola de nieve». Sea como sea no deja de ser
cierto que en la amplia nómina de los novelistas de hoy existen al
menos una veintena de ellos que «garantizan» al editor una venta de
salida de más de 30.000 ejemplares, pudiendo llegar en casos
determinados a sobrepasar ampliamente el techo de los 100.000. Y
efectivamente, estos casos son los que más se ven en las mesas de
novedades y en las páginas de apertura de suplementos y revistas.
Desde esa mirada sesgada se sigue hablando de normalización,
olvidando que las tiradas medias están estancadas o disminuyen y que
la venta real de muchas primeras o segundas novelas difícilmente
logra pasar de los 1.000 ejemplares. Dato que el sector oculta o
distrae pues ya se sabe que vivimos en tiempos en los que «sólo lo
que vende, vende».
Sobre la
«narratividad» en cuanto elemento constituyente de esa
normalización parece haber criterios de unánime encomio: «por fin
las novelas vuelven a ser novelas de verdad». Aunque el término
narratividad no sea de perfiles claros parece aceptarse de modo
general que por narratividad debemos entender la intensificación en
la novela de la presencia y el peso de aquellos elementos que
identificamos como novelescos, de ahí que autores como Darío
Villanueva concedan un papel relevante a la estética de lo que los
anglosajones denominan romance, lo que en definitiva se traduce en
una construcción de la trama más dirigida hacia el suspense (qué
va a pasar) que hacia la intriga (qué está pasando), mayor peso en
la construcción de los personajes, mayor presencia del diálogo como
recurso narrativo, descripciones funcionales, acercamiento del
conflicto hacia las zonas del misterio, y un entramado que fuerza el
sistema de encuentros y desencuentros de los personajes siguiendo
pautas que bordean la «verosimilitud de folletín». Se trataría de
«captar» al lector, de sujetarlo al desarrollo narrativo como el
asno corre detrás de la zanahoria —si sustituimos al asno por un
lector cansado de la supuesta ramplonería estética del realismo
social o de la aspereza abstrusa de la novela experimental y la
zanahoria por lo lejano, lo exótico, lo inusual, lo fantástico o lo
misterioso—, y valgan tres ejemplos de esta narratividad hecha
novela que no incluyen juicio descalificativo alguno: El misterio
de la cripta embrujada de Eduardo Mendoza, Belver Yin de
Jesús Ferrero y La dama del viento sur de Javier García
Sánchez.
En cualquier caso el
encuentro con esa «narratividad» —que Juan Benet sarcásticamente
identificaba como el regreso del «pan y chocolate»— no deja de
ser un fenómeno llamativo y de difícil logro y mérito puesto que
la tradición con peso literario de la novelística española había
vivido de espaldas a ella durante muchas décadas. En ese sentido
puede afirmarse que los «nuevos narradores» que surgen en los
ochenta lo hacen desde una cierta orfandad y que, huérfanos en esa
tradición, para encontrar cierto apoyo han de recurrir a
novelísticas foráneas (Stevenson, Conrad, Graham Greene), a los
aires de imaginación y fantasía de los autores del boom
latinoamericano, o remitirse a la obra de un novelista que había
venido construyendo su obra con una utilización cuidadosa pero clara
de los elementos más narrativos: Juan Marsé. Papel fundamental
también en ese «redescubrimiento» de la narratividad tendrá el
éxito de un grupo de autores de novelas policíacas, entre los que
sobresale por su relevancia dentro del «campo» Manuel Vázquez
Montalbán, creador de novelas como Asesinato en el Comité
Central, de la exitosa serie de novelas centradas en el personaje
del detective Carvalho, cerrada precisamente en este año en curso,
luego de su repentino fallecimiento, con la publicación de Milenio.
Al hablar de la libertad de tendencias habrá nueva ocasión para
analizar los fuertes débitos de la novela española con la famosa
narratividad en vertiente de investigación policíaca. Quede de
momento aquí constancia de su fuerte presencia como elemento
constituyente de la llamada «normalización» de nuestra novela.
La alegría por la
«despolitización» de la novela es el tercer aspecto que, de
contrabando, se celebraba bajo la buena nueva de la normalización.
Parecería evidente para cualquiera que la novela en cuanto discurso
público (con su correspondiente «especificidad») es un discurso
que inevitablemente arrastra un componente ideológico más o menos
explícito o más o menos visible (visibilidad que en última
instancia dependerá de sus relaciones con el discurso ideológico
hegemónico que, precisamente por dominante, se disfraza con el manto
de invisible). El mismo Javier Cercas no duda en constatar en su
artículo ya citado que: «Esto no significa, me parece, que haya
que negar la dimensión política que toda literatura, lo quiera o
no, posee».4
Habría que entender por tanto que donde leemos «despolitización»
se está en verdad hablando de una determinada despolitización o de
una politización inadecuada, que es lo que parece querer matizar el
autor de Soldados de Salamina cuando añade: «...
significa únicamente que nadie está dispuesto a dotar a lo que
escribe del propósito alicorto del sermón o el panfleto».5
Cierto que uno de
los rasgos más notorios de nuestra vida cultural ha sido la presión
que la política ejerció sobre ella, aunque se equivocaría uno si
limita esa presión como dato pertinente tan sólo a nuestra
literatura de posguerra, pues entiendo que ese período de presión
es mucho más amplio. Sospecho que al menos desde la Ilustración, y
de manera más acentuada desde el siglo XIX, sobre los escritores
españoles recayó —sin duda a falta de otros mecanismos más
oportunos— la dura tarea de ayudar a transformar una sociedad que
no había llevado a cabo ni una reforma religiosa ni una revolución
burguesa. Tarea política que asumieron nuestros ilustrados, con
Jovellanos y Cadalso al frente, algunos de nuestros románticos, y
baste nombrar a Larra, la casi totalidad de la generación de 1868,
con Galdós y Clarín en primera fila, y buena parte de la generación
de Ortega. Tarea por cierto que no impidió que nuestra literatura y
nuestra novela encontraran sus momentos más representativos, sino
todo lo contrario. Cierto que ya desde antes de la II República, y
más tarde en la posguerra civil, algunos de nuestros escritores
pretendieron ir más allá de los logros laicos y democráticos de la
Revolución Francesa y mucho me temo que cuando se habla de
politización se habla de esa politización. Porque lo cierto es que
aquellos de nuestros autores de la posguerra que, llegado el momento
de la Transición, se situaron en lo que llamaríamos coordenadas
políticas de las democracias occidentales, se libraron del sambenito
de alicortos sermoneadores panfletarios, al igual que todos estos y
aquellos nuevos narradores que se mueven dentro del invisible pero
pertinaz espectro político que va desde el centro derecha liberal a
la socialdemocracia con vocación de eficiencia económica.6 Y, sin
duda, alguna relación guarda la tarea política de nuestros
ilustrados, románticos y realistas, con la debilidad ya mencionada
de «la narratividad» en la tradición o historia de nuestra novela
o con el rasgo bien visto por Cercas de la «obligada conversión del
escritor en intelectual». Una obligación que, una vez llegados a
Europa, debe —se sobreentiende— finalizar, pues al fin hemos
dicho adiós a Trento y a Fernando VII, así que bienvenido ese
lógico (por muerte natural) silencio de los intelectuales. Ahora —se
nos dice— podemos dedicarnos al fin a lo nuestro: a escribir, a
comprometernos con «el único compromiso real del escritor: el que
le obliga a ser fiel a su propia escritura, es decir, a sí mismo»
(¿y quién es quién para saber o decirle a nadie que es fiel o no
es fiel a sí mismo?).
En resumen: cautivos
y desarmados los enemigos de «la novela novela», nuestra narrativa
ha alcanzado sus últimos objetivos: la normalización, buenas
expectativas de ventas, narratividad que no falte y el compromiso
bien entendido que empieza (y acaba) en uno mismo.
*
Artículo publicado en el Anuario del Instituto Cervantes 2004.
(1) Véase Jordi
Gracia (coord.), Historia y Crítica de la Literatura Española,
Los nuevos nombres: 1975-2000, vol. 9/1 (colección dirigida por
Francisco Rico), Barcelona, Crítica, 2000, pág. 66. volver
(2) Véase Darío
Villanueva, Letras españolas 1976-1986, Madrid, Editorial
Castalia-Ministerio de Cultura, 1987, pág. 34. volver
(3) Véase
Javier Cercas, Una buena temporada, Badajoz, Edición de la
Junta de Extremadura, 1998, págs. 60-65. volver
(4) Op. cit.,
págs. 60-65. volver
(5) Ibídem.
volver
(6) El
desencanto ideológico va a constituir precisamente una de las ramas
temáticas más frondosas de la novela de estas décadas, con una
textura política casi unívoca en la que la militancia se ofrece en
claves de caricatura o sarcasmo y la derrota se transfigura en
juvenil equivocación o en ingenua autoestafa. Entre otros títulos:
La quincena soviética de Vicente Molina Foix, Historia de un
idiota contado por él mismo de Félix de Azúa, Los viejos
amigos de Rafael Chirbes, La tierra prometida de José
María Guelbenzu.
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