Casa
con dos legitimidades
es difícil de guarda *
Constantino Bértolo
Pero
tal como Frínico fue multado –por el tribunal que ventilaba, al
final de las Grandes
Dionisias,
las demandas presentadas contra los autores o contra los propios
jueces– a causa
del
dolor que había ocasionado al pueblo al recordarle con su tragedia
La toma de Mileto la
escasa
ayuda que Atenas había prestado a esta ciudad cuando los milesios se
rebelaron contra
los
persas; del mismo modo, las sucesivas lecturas de la historia o del
mito provocan en los
hombres
de todas las épocas y todas las latitudes, más allá de la
evocación de tópicos universales, los
entusiasmos, los rencores, los alivios, las iras con que su propia
circunstancia tiñe de negro o de
púrpura los siempre afilados bordes de la leyenda.
Mercedes Melo
Que para hablar de las esquivas relaciones entre en el poder y
la
literatura –no siempre malas como demuestran las numerosas
eneidas
y fuentevejunas que glorifican al príncipe y los escasos luteros
o
martínez de velasco (Director General de Libro fulminantemente
cesado
por el ministro Semprún por oponerse a la entrada en la
OTAN)
que desobedecen al amo–, se ponga sobre la página la historia
de los
premios otorgados pero desautorizados por la propia institución
convocante
–la Unión de Escritores y Artistas Cubanos– al libro de
poemas,
Fuera del juego, de Heberto Padilla y a la pieza teatral, Los siete
contra
Tebas, de Antón Arrufat, allá en el año de gloria y miseria de
1968,
más
que muestra de parcialidad por parte de los responsables de esta
publicación
que hoy los reedita, no hace sino señalar un mediterráneo
que no
por ya descubierto deja de golpear nuestras playas al menos
desde
la Revolución de Octubre de 1917 –aunque para ser honestos
más
exacto sería retrotraerse a los conflictos entre literatos y
poderes
que
surgen precisamente con el estallido de la I Guerra Mundial y la
llamada
traición de la II Internacional– pues desde entonces esa “mala
relación
histórica” se viene ejemplificando en un solo y parcial binomio:
los
conflictos entre los gobiernos revolucionarios y la Literatura.
Parece difícil
que este conflicto entre poder y literatura no resulte
ser algo inevitable
pues al fin y al cabo ambos poderes –el poder
político y la
literatura (que también es un poder como luego veremos)–
actúan sobre un
mismo espacio público, sobre el sema colectivo, y esa
“convivencia”
los aboca a toda una, aunque limitada, serie “biológica”
de posibilidades en
sus tratos mutuos: la simbiosis, el parasitismo o el
comensalismo, es
decir, el acomodo, el combate o el conflicto. Al fin
y al cabo “el
ágora semántica” es para ambos poderes su territorio de
actuación y
ocupación.
El poder
político necesita para su dominio y legitimación ocupar ese
territorio. En los
países del capitalismo real el poder político se constituye
como democracias
parlamentarias y su poder semántico actúa, se
textualiza, de modo
directo e indirecto. Ejemplo de texto directo serían
las Constituciones,
las leyes, los reglamentos, las publicaciones oficiales
(valga como ejemplo
de estas últimas señalar que en España además de
BOE y dejando aparte
los medios de comunicación audiovisuales, están
registradas más de
150 editoriales o revistas estatales, autonómicas,
provinciales y
municipales financiadas por los dineros públicos). De
modo indirecto el
poder político “democrático” se expresa a través
de todo un
conglomerado de instituciones y empresas cuya actividad
regulan las leyes y
cuya supervisión y control recae sobre el sistema
judicial
“independiente”. Empresas la mayor parte de ellas “libres”,
es
decir, de propiedad
privada, pero que no por eso dejan de “depender”
en mayor o menor
grado de los poderes públicos: subvenciones,
publicidad,
deducciones fiscales, etc. Dependencia que en principio
regula la ley sin
que ello evite la discrecionalidad propia de la acción de
gobierno aunque
siempre queda el amparo de la ley para quien tenga
recursos para acudir
a ella. En resumen y para entendernos: aun en
sistemas de libre
mercado el poder político a través del Estado regula
la ocupación y
circulación del “sema” dentro del espacio público (la
actual y conflictiva
política de concesiones de frecuencias para radios
y teles creo puede
servir de ejemplo; el cierre de publicaciones como
Egin o Egunkaria
tras petición de la fiscalía del Estado también puede
ser un ejemplo). De
una u otra forma el poder político interviene en
la circulación
semántica y legitima su actividad, en última instancia,
en una idea
abstracta de ese bien común que dice representar, y, en
primera, en el
respeto a la ley que es expresión de la voluntad general.
Por decirlo de otro
modo: Dentro de la Constitución, todo; contra la
Constitución,
nada.
Que la
Literatura sea un poder, es decir, una institución con capacidad
para mover
conductas, no parece cosa demasiado aceptada y seguramente
parecerá chocante
para muchos que entienden precisamente la Literatura
como un lugar ajeno
al poder. Y efectivamente así nació: como una
institución fuera
del alcance del poder. Recuerden: la institución literatura
como ese lugar donde
las conciencias individuales implicadas en su
producción y
consumo no están sujetas ni al poder político ni al poder
eclesiástico. La
literatura como actividad dentro de esa “esfera pública”
que Habermas ve
nacer en el ilustrado y mercantil sigloXVIII, que adapta
y apadrina y se
constituye en heredera de los clásicos y de las Bellas Artes
del derrocado
estamento aristocrático, encuentra sus raíces en la lectura
libre luterana y se
proclama como virtud superior donde el gusto y la
sensibilidad de los
individuos buscan y encuentran solaz e identidad.
La literatura como
la institución donde la libertad individual tiene su
más noble
expresión, donde la iniciativa privada es consustancial a su
existencia: la
creación literaria, y donde el individuo se reencuentra con
su esencia y se hace
Humanidad. Definir que sea la Literatura parece tarea
imposible pero estas
cualidades no podrán faltar en cualquier definición
“correcta” que
se precie. De ese entendimiento de la Literatura hablamos.
Desde entonces, y
con el Romanticismo por medio y aun sufriendo las
tarascadas de las
vanguardias, la Literatura parece permanecer, como
el Arte donde se
cobija, como único espacio sagrado superviviente, a la
espera, parece que
ya inminente, de que el propio desarrollo capitalista
acabe por negarle el
espacio autónomo que hasta el momento venía
concediéndole
dentro del espacio mercantil, y pase a ser un segmento más
de las industrias
del ocio y el entretenimiento.
Como todo poder
la Literatura tiene poder de coerción: capacidad para
homologar qué es o
no es literatura, sus propios agentes de autoridad:
los estamentos con
autoridad literaria, y su propia fuente de legitimidad:
la estética como
presencia de lo inefable. Presencias reales que decía
el sumo sacerdote
George Steiner. Pero su poder es un poder delegado.
No nos engañemos.
Detrás de “lo inefable” se asienta una construcción
ideológica de la
burguesía: el individualismo “humanista” como forma de
estar en el mundo,
de ver el mundo y de soñar el mundo que la burguesía
intenta –con
bastante éxito por lo que seguimos observando– seguirnos
vendiendo, vía
Literatura, como valor universal.
En las
sociedades del socialismo real, y Cuba ha devenido el ejemplo
paradigmático, el
poder político interviene de modo directo en la
gestión y
producción del espacio público semántico a través de sus
instituciones
propias –editoriales, prensa, medios audiovisuales– y de las
organizaciones
representativas de la democracia popular, y no reconoce,
en principio,
legitimidad al respecto a ninguna otra institución ajena
a él. Otra cuestión
sea que por determinadas circunstancias históricas
reconozca, acepte y
necesite convivir o coexistir con otros poderes que
aun sin entidad
independiente desde el punto de vista político, “existen”.
Para entendernos, el
poder político de USA en Cuba no existe pero
en el mundo
globalizado donde el proyecto cubano inevitablemente se
inserta, ese poder
existe (e insiste como bien sabemos), y algo semejante
podría decirse de
la Iglesia Católica o de la “santería” y otro tanto puede
decirse de la
Literatura. Y es necesidad de todo poder saber con qué
otros poderes entra
en competencia por muy inmateriales o débiles que
parezcan. No es que
los gobiernos revolucionarios que en el mundo
han sido y son le
hayan dado la espalda a la literatura o al arte y a sus
agentes: escritores,
intelectuales, artistas. De todos es bien sabido que
desde sus primeras
arribadas al poder y aun antes, las revoluciones han
tratado de integrar
en sus dinámicas políticas el campo propio de lo
que tradicionalmente
se ha venido llamando las fuerzas de la cultura,
y si bien en
determinados momentos y desde determinados sectores
revolucionarios se
consideró la posibilidad de su absorción total por la
política –el arte
revolucionario ya no sería “Arte” por cuanto éste sería
un constructo de la
burguesía y por tanto condenado a desaparecer o
bien a transformarse
radicalmente perdiendo su aura de sacralidad– no
deja de ser cierto
que en la práctica, desde Lenin a Castro, pasando por
Lunacharsky y
Zhdanov, siempre se le otorgó a ese campo –Cultura,
Arte, Literatura–
un grado de reconocimiento que aun no pasando
por su aceptación
como poder autónomo –lo que obligaría a unas
negociaciones de
poder a poder imposibles de contemplar dentro
de un estado
socialista– conllevaba la asunción por parte del poder
de la necesidad de
negociar una especie de estatus semejante al que
se establece en las
relaciones de patronazgo. Y ello en razón a que los
gobiernos
revolucionarios no cuestionaban en ningún caso la existencia
de la Literatura con
esas características ya mencionadas. Lo que si
cuestionaban era su
existencia como institución con poder, lo que no
dejaba de encerrar
una contradicción pues, entre otras razones, si la
Literatura “se
manifiesta” como valor universal y por tanto por encima
o a través de las
clases, parecería que la Revolución aun desaparecidas
las clases, al
aceptarla como herencia de la burguesía, al otorgarle
rasgos de perennidad
histórica (y algo así concede Marx al hablar del
arte griego),
situaba las esencias de la Literatura en una posición ajena
a la lucha de clases
y por tanto con un poder fuera del alcance del
poder
revolucionario. Más claramente: si la fuente de legitimación
de la Literatura es
“la Literatura”, la Revolución nunca podrá tener la
capacidad de
legitimar ninguna literatura, pues podría dictar, desde su
poder
revolucionario, qué es literatura revolucionaria o qué literatura
o con qué
literatura entiende que es posible convivir –“Dentro de la
Revolución, todo,
contra la Revolución, nada”– pero nunca detentará
la legitimación
primera sobre qué sea o no sea literatura y por tanto,
en ese terreno, la
Revolución estaría condenada a ocupar un papel
subsidiario: “Dentro
de la Literatura, todo, contra la Literatura, nada”.
La Literatura
deviene así una “herencia envenenada”, pues si se acepta
la herencia en algún
grado se están aceptando los valores de la clase que
la patrimonializó:
la burguesía. Esa disparidad de legitimaciones está,
estaba y estará
llamada a crear continuos conflictos de convivencia cuya
intensidad y
cualidad dependerá de la correlación de fuerzas que se
establece entre
ambos poderes en cada momento histórico determinado.
En mi opinión la
historia de los premios a Padilla y Arrufat en 1968,
más allá de los
hechos históricos concretos y de las duras consecuencias
que acarreó a sus
protagonistas, revela uno de esos momentos de choque
difícilmente
evitables. Las dos legitimidades entraron en colisión.
Leyendo hoy Fuera
del juego, obra que desde la perspectiva de la literatura
–¿y podríamos
hablar desde otra sin ser acusados de alta traición a la
Literatura, es
decir, a la Humanidad?– contiene poemas de calidad muy
desigual sin que sea
posible dudar de la alta calidad de algunos de ellos,
pero parece evidente
que el poemario pone en cuestión no tanto, que
también, la
legitimidad de la revolución como su no legitimación para
juzgar los actos
literarios del autor (cosa que curiosa y paradójicamente
parece concedérsele
al ser presentada al concurso). En el caso de la
obra de Arrufat, si
bien la obra aborda el tema de la legitimidad de
la revolución que
Castro encabeza, de su lectura, en mi opinión ni se
desprende su
cuestionamiento y en todo caso entiendo que lo que acaba
por desprenderse es
el reforzamiento de su legitimación. Los lectores de
Guaraguao tienen
ahora la oportunidad de hacer su propia lectura de
ambas obras y de
sacar sus personales conclusiones.
De la lectura
del texto de la UNEAC que acompaña a modo de
prólogo la edición
de ambas obras y de las actas de los jurados que
también se
publicaron, lo que se desprende es el rechazo de unos –la
Revolución– a
aceptar la legitimidad de los otros –la Literatura–, y el
episodio visto desde
esta perspectiva sin dejar de considerar las dañinas
trascendencias a que
dio lugar tanto en lo que se refiere a la biografía
de los protagonistas
directos como la grave erosión que supuso para la
estrategia de
alianzas y apoyos que el proyecto de la revolución estaba
llevando a cabo,
pone en evidencia que la reacción oficial esta traduciendo
un momento, un
contexto, en el que defender la revolución como fuente
de legitimación
básica era la cuestión fundamental –recordemos Mayo
del 68, que en
agosto de 1968 Cuba apoyó la intervención soviética
en Checoslovaquia,
postura que fue cuestionada por la mayoría de las
fuerzas progresistas
occidentales, y recordemos también que al menos
una parte del libro
de Padilla, la más floja literariamente, suponía una
fuerte denuncia de
la realidad soviética– dejando poco lugar o voluntad
para la comprensión
de obras renuentes a aquella prioridad. Es decir,
momentos en que el
poder político, que se siente acosado, no acepta
no ya la palabra que
la Literatura le pone delante –y que aun con los
prólogos
correspondientes, acepta publicar– sino la suficiencia con que
la literatura se
presenta como poder “de igual a igual”. El movimiento
de reafirmación y
cerrar filas resulta inevitable. La publicación de ambas
obras indica que el
Gobierno cubano reacciona con prudencia y de
modo adecuado frente
al conflicto entre legitimaciones que el episodio
presupone. La
declaración de la UNEAC se plantea desde la primacía
de la legitimación
revolucionaria pero, al aceptar la publicación, acepta
también, al menos
implícitamente, la existencia de una legitimidad
literaria
independiente de la Revolución. El episodio de los premios,
como bien se sabe,
no se detiene ahí y dos años más tarde tiene lugar el
llamado “caso
Padilla”, que fuera de sus razones, sinrazones, patetismo
y fundamentos
jurídicos, acelera el enfrentamiento y provoca el
rechazo de una gran
parte de la sociedad literaria internacional que
hasta entonces venía
aceptando, apoyando y reforzando la legitimación
del proyecto
revolucionario cubano. Con la Literatura hemos topado,
amigo Sancho. La
Internacional Literaria se moviliza, la Literatura
(y la clase y los
valores de clase que la sustentan) se siente agredida,
conculcados sus
fueros, desatendida. Y la Revolución se siente a su vez
traicionada,
defraudada, incomprendida. Las dos legitimidades parecen
entonces romper los
lazos (y silencios por ambas partes) que han venido
permitiendo su
convivencia. El gobierno socialista cubano, véase el
Congreso de
Educación y Cultura del 71, se niega ahora y de manera
radical a aceptar ya
no el poder de la Literatura sino su legitimidad.
Desde entonces ya
sólo los revolucionarios podrán juzgar la literatura
de la revolución.
Es el destierro de “los hechiceros” de lo inefable. Es el
llamado quinquenio
gris. Después lentamente el deshielo y el mutuo
acercamiento.
Padilla sale de la isla en 1980 y sobrevive estirando,
con poco éxito y
mucho oportunismo narrativo, su drama. Arrufat,
marginado de la vida
cultural, desde su “destierro laboral” en una
biblioteca de
Marianao ha de aguardar catorce años a que la Literatura
haga de nuevo valer
sus poderes y, a toro pasado, en agosto de 2001
hacía el siguiente
comentario en una entrevista al periódico Reforma:
“Ah, el artista
tiene que resistir. Yo esperé pacientemente. Siempre creí
que las cosas
tomarían su nivel, y si las aguas no bajaban, después de mi
muerte bajarían,
así que no me moví. Los que me persiguieron en mi
país, que ya no
tienen cargo ninguno, deben estar muy asombrados de
que haya
sobrevivido”.
Hoy en Cuba
curiosamente el juego de legitimaciones no sólo parece
haber recuperado las
posiciones de equilibrio de antaño (equilibrio
siempre inestable,
pero equilibrio), sino haber alcanzado un pacto
de estabilidad en el
que la Literatura ha ensanchado sus derechos.
Ambos poderes, como
dos gatos escaldados, conocen sus límites y
los espacios
vedados. Viven una especie de reconciliación que no deja
de crear recelos
entre los que preferirían que el conflicto retornase.
Algunos han hecho
del deseado conflicto su bandera narrativa y
extraen de él los
correspondientes premios y royalties, y no falta algún
ortodoxo que desde
la isla declare su temor a que la Revolución esté
haciendo demasiadas
concesiones a las descreídas veleidades literarias
postmodernas. En
estos tiempos en que la burguesía del capitalismo
global deja que la
Literatura, como cualquier mercancía, malvenda (o
bienvenda) su
legitimidad tradicional por un plato de lentejas –la lógica
literaria que
simbolizan las listas de libros más vendidos– da a veces la
impresión de que en
Cuba se han vuelto más estetas que la Estética.
Alguien dirá que
tanta apertura tan sólo responde a la necesidad
estratégica de
ganar imagen, aliados y mercados. Y puede que no le
falte razón aunque
convenga recordarle que sólo “lo necesario es real”
y que “se hace
camino al andar”. Casa con dos legitimidades es difícil
de guardar, y la
posibilidad de nuevos conflictos no deja de estar en los
afilados bordes del
horizonte. La convivencia es la superación cotidiana
del conflicto,
escribió Tierno Galván. En 1968 la convivencia entre el
poder y la
Literatura saltó por los aires. El mañana no está escrito.
*
Este artículo, escrito en el 2006, ha sido reeditado en el nº 50 de
la revista Guaraguao http://www.revistaguaraguao.org
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