viernes, 22 de enero de 2016

Caso Padilla o Casa con dos legitimidades es difícil de guardar




Casa con dos legitimidades es difícil de guarda *
                                                                                  Constantino Bértolo


Pero tal como Frínico fue multado –por el tribunal que ventilaba, al final de las Grandes
Dionisias, las demandas presentadas contra los autores o contra los propios jueces– a causa
del dolor que había ocasionado al pueblo al recordarle con su tragedia La toma de Mileto la
escasa ayuda que Atenas había prestado a esta ciudad cuando los milesios se rebelaron contra
los persas; del mismo modo, las sucesivas lecturas de la historia o del mito provocan en los
hombres de todas las épocas y todas las latitudes, más allá de la evocación de tópicos universales, los entusiasmos, los rencores, los alivios, las iras con que su propia circunstancia tiñe de negro o de púrpura los siempre afilados bordes de la leyenda.
                                                                                    Mercedes Melo


Que para hablar de las esquivas relaciones entre en el poder y
la literatura –no siempre malas como demuestran las numerosas
eneidas y fuentevejunas que glorifican al príncipe y los escasos luteros
o martínez de velasco (Director General de Libro fulminantemente
cesado por el ministro Semprún por oponerse a la entrada en la
OTAN) que desobedecen al amo–, se ponga sobre la página la historia
de los premios otorgados pero desautorizados por la propia institución
convocante –la Unión de Escritores y Artistas Cubanos– al libro de
poemas, Fuera del juego, de Heberto Padilla y a la pieza teatral, Los siete
contra Tebas, de Antón Arrufat, allá en el año de gloria y miseria de 1968,
más que muestra de parcialidad por parte de los responsables de esta
publicación que hoy los reedita, no hace sino señalar un mediterráneo
que no por ya descubierto deja de golpear nuestras playas al menos
desde la Revolución de Octubre de 1917 –aunque para ser honestos
más exacto sería retrotraerse a los conflictos entre literatos y poderes
que surgen precisamente con el estallido de la I Guerra Mundial y la
llamada traición de la II Internacional– pues desde entonces esa “mala
relación histórica” se viene ejemplificando en un solo y parcial binomio:
los conflictos entre los gobiernos revolucionarios y la Literatura.
Parece difícil que este conflicto entre poder y literatura no resulte
ser algo inevitable pues al fin y al cabo ambos poderes –el poder
político y la literatura (que también es un poder como luego veremos)–
actúan sobre un mismo espacio público, sobre el sema colectivo, y esa
“convivencia” los aboca a toda una, aunque limitada, serie “biológica”
de posibilidades en sus tratos mutuos: la simbiosis, el parasitismo o el
comensalismo, es decir, el acomodo, el combate o el conflicto. Al fin
y al cabo “el ágora semántica” es para ambos poderes su territorio de
actuación y ocupación.
El poder político necesita para su dominio y legitimación ocupar ese
territorio. En los países del capitalismo real el poder político se constituye
como democracias parlamentarias y su poder semántico actúa, se
textualiza, de modo directo e indirecto. Ejemplo de texto directo serían
las Constituciones, las leyes, los reglamentos, las publicaciones oficiales
(valga como ejemplo de estas últimas señalar que en España además de
BOE y dejando aparte los medios de comunicación audiovisuales, están
registradas más de 150 editoriales o revistas estatales, autonómicas,
provinciales y municipales financiadas por los dineros públicos). De
modo indirecto el poder político “democrático” se expresa a través
de todo un conglomerado de instituciones y empresas cuya actividad
regulan las leyes y cuya supervisión y control recae sobre el sistema
judicial “independiente”. Empresas la mayor parte de ellas “libres”, es
decir, de propiedad privada, pero que no por eso dejan de “depender”
en mayor o menor grado de los poderes públicos: subvenciones,
publicidad, deducciones fiscales, etc. Dependencia que en principio
regula la ley sin que ello evite la discrecionalidad propia de la acción de
gobierno aunque siempre queda el amparo de la ley para quien tenga
recursos para acudir a ella. En resumen y para entendernos: aun en
sistemas de libre mercado el poder político a través del Estado regula
la ocupación y circulación del “sema” dentro del espacio público (la
actual y conflictiva política de concesiones de frecuencias para radios
y teles creo puede servir de ejemplo; el cierre de publicaciones como
Egin o Egunkaria tras petición de la fiscalía del Estado también puede
ser un ejemplo). De una u otra forma el poder político interviene en
la circulación semántica y legitima su actividad, en última instancia,
en una idea abstracta de ese bien común que dice representar, y, en
primera, en el respeto a la ley que es expresión de la voluntad general.
Por decirlo de otro modo: Dentro de la Constitución, todo; contra la
Constitución, nada.
Que la Literatura sea un poder, es decir, una institución con capacidad
para mover conductas, no parece cosa demasiado aceptada y seguramente
parecerá chocante para muchos que entienden precisamente la Literatura
como un lugar ajeno al poder. Y efectivamente así nació: como una
institución fuera del alcance del poder. Recuerden: la institución literatura
como ese lugar donde las conciencias individuales implicadas en su
producción y consumo no están sujetas ni al poder político ni al poder
eclesiástico. La literatura como actividad dentro de esa “esfera pública”
que Habermas ve nacer en el ilustrado y mercantil sigloXVIII, que adapta
y apadrina y se constituye en heredera de los clásicos y de las Bellas Artes
del derrocado estamento aristocrático, encuentra sus raíces en la lectura
libre luterana y se proclama como virtud superior donde el gusto y la
sensibilidad de los individuos buscan y encuentran solaz e identidad.
La literatura como la institución donde la libertad individual tiene su
más noble expresión, donde la iniciativa privada es consustancial a su
existencia: la creación literaria, y donde el individuo se reencuentra con
su esencia y se hace Humanidad. Definir que sea la Literatura parece tarea
imposible pero estas cualidades no podrán faltar en cualquier definición
“correcta” que se precie. De ese entendimiento de la Literatura hablamos.
Desde entonces, y con el Romanticismo por medio y aun sufriendo las
tarascadas de las vanguardias, la Literatura parece permanecer, como
el Arte donde se cobija, como único espacio sagrado superviviente, a la
espera, parece que ya inminente, de que el propio desarrollo capitalista
acabe por negarle el espacio autónomo que hasta el momento venía
concediéndole dentro del espacio mercantil, y pase a ser un segmento más
de las industrias del ocio y el entretenimiento.
Como todo poder la Literatura tiene poder de coerción: capacidad para
homologar qué es o no es literatura, sus propios agentes de autoridad:
los estamentos con autoridad literaria, y su propia fuente de legitimidad:
la estética como presencia de lo inefable. Presencias reales que decía
el sumo sacerdote George Steiner. Pero su poder es un poder delegado.
No nos engañemos. Detrás de “lo inefable” se asienta una construcción
ideológica de la burguesía: el individualismo “humanista” como forma de
estar en el mundo, de ver el mundo y de soñar el mundo que la burguesía
intenta –con bastante éxito por lo que seguimos observando– seguirnos
vendiendo, vía Literatura, como valor universal.
En las sociedades del socialismo real, y Cuba ha devenido el ejemplo
paradigmático, el poder político interviene de modo directo en la
gestión y producción del espacio público semántico a través de sus
instituciones propias –editoriales, prensa, medios audiovisuales– y de las
organizaciones representativas de la democracia popular, y no reconoce,
en principio, legitimidad al respecto a ninguna otra institución ajena
a él. Otra cuestión sea que por determinadas circunstancias históricas
reconozca, acepte y necesite convivir o coexistir con otros poderes que
aun sin entidad independiente desde el punto de vista político, “existen”.
Para entendernos, el poder político de USA en Cuba no existe pero
en el mundo globalizado donde el proyecto cubano inevitablemente se
inserta, ese poder existe (e insiste como bien sabemos), y algo semejante
podría decirse de la Iglesia Católica o de la “santería” y otro tanto puede
decirse de la Literatura. Y es necesidad de todo poder saber con qué
otros poderes entra en competencia por muy inmateriales o débiles que
parezcan. No es que los gobiernos revolucionarios que en el mundo
han sido y son le hayan dado la espalda a la literatura o al arte y a sus
agentes: escritores, intelectuales, artistas. De todos es bien sabido que
desde sus primeras arribadas al poder y aun antes, las revoluciones han
tratado de integrar en sus dinámicas políticas el campo propio de lo
que tradicionalmente se ha venido llamando las fuerzas de la cultura,
y si bien en determinados momentos y desde determinados sectores
revolucionarios se consideró la posibilidad de su absorción total por la
política –el arte revolucionario ya no sería “Arte” por cuanto éste sería
un constructo de la burguesía y por tanto condenado a desaparecer o
bien a transformarse radicalmente perdiendo su aura de sacralidad– no
deja de ser cierto que en la práctica, desde Lenin a Castro, pasando por
Lunacharsky y Zhdanov, siempre se le otorgó a ese campo –Cultura,
Arte, Literatura– un grado de reconocimiento que aun no pasando
por su aceptación como poder autónomo –lo que obligaría a unas
negociaciones de poder a poder imposibles de contemplar dentro
de un estado socialista– conllevaba la asunción por parte del poder
de la necesidad de negociar una especie de estatus semejante al que
se establece en las relaciones de patronazgo. Y ello en razón a que los
gobiernos revolucionarios no cuestionaban en ningún caso la existencia
de la Literatura con esas características ya mencionadas. Lo que si
cuestionaban era su existencia como institución con poder, lo que no
dejaba de encerrar una contradicción pues, entre otras razones, si la
Literatura “se manifiesta” como valor universal y por tanto por encima
o a través de las clases, parecería que la Revolución aun desaparecidas
las clases, al aceptarla como herencia de la burguesía, al otorgarle
rasgos de perennidad histórica (y algo así concede Marx al hablar del
arte griego), situaba las esencias de la Literatura en una posición ajena
a la lucha de clases y por tanto con un poder fuera del alcance del
poder revolucionario. Más claramente: si la fuente de legitimación
de la Literatura es “la Literatura”, la Revolución nunca podrá tener la
capacidad de legitimar ninguna literatura, pues podría dictar, desde su
poder revolucionario, qué es literatura revolucionaria o qué literatura
o con qué literatura entiende que es posible convivir –“Dentro de la
Revolución, todo, contra la Revolución, nada”– pero nunca detentará
la legitimación primera sobre qué sea o no sea literatura y por tanto,
en ese terreno, la Revolución estaría condenada a ocupar un papel
subsidiario: “Dentro de la Literatura, todo, contra la Literatura, nada”.
La Literatura deviene así una “herencia envenenada”, pues si se acepta
la herencia en algún grado se están aceptando los valores de la clase que
la patrimonializó: la burguesía. Esa disparidad de legitimaciones está,
estaba y estará llamada a crear continuos conflictos de convivencia cuya
intensidad y cualidad dependerá de la correlación de fuerzas que se
establece entre ambos poderes en cada momento histórico determinado.
En mi opinión la historia de los premios a Padilla y Arrufat en 1968,
más allá de los hechos históricos concretos y de las duras consecuencias
que acarreó a sus protagonistas, revela uno de esos momentos de choque
difícilmente evitables. Las dos legitimidades entraron en colisión.
Leyendo hoy Fuera del juego, obra que desde la perspectiva de la literatura
–¿y podríamos hablar desde otra sin ser acusados de alta traición a la
Literatura, es decir, a la Humanidad?– contiene poemas de calidad muy
desigual sin que sea posible dudar de la alta calidad de algunos de ellos,
pero parece evidente que el poemario pone en cuestión no tanto, que
también, la legitimidad de la revolución como su no legitimación para
juzgar los actos literarios del autor (cosa que curiosa y paradójicamente
parece concedérsele al ser presentada al concurso). En el caso de la
obra de Arrufat, si bien la obra aborda el tema de la legitimidad de
la revolución que Castro encabeza, de su lectura, en mi opinión ni se
desprende su cuestionamiento y en todo caso entiendo que lo que acaba
por desprenderse es el reforzamiento de su legitimación. Los lectores de
Guaraguao tienen ahora la oportunidad de hacer su propia lectura de
ambas obras y de sacar sus personales conclusiones.
De la lectura del texto de la UNEAC que acompaña a modo de
prólogo la edición de ambas obras y de las actas de los jurados que
también se publicaron, lo que se desprende es el rechazo de unos –la
Revolución– a aceptar la legitimidad de los otros –la Literatura–, y el
episodio visto desde esta perspectiva sin dejar de considerar las dañinas
trascendencias a que dio lugar tanto en lo que se refiere a la biografía
de los protagonistas directos como la grave erosión que supuso para la
estrategia de alianzas y apoyos que el proyecto de la revolución estaba
llevando a cabo, pone en evidencia que la reacción oficial esta traduciendo
un momento, un contexto, en el que defender la revolución como fuente
de legitimación básica era la cuestión fundamental –recordemos Mayo
del 68, que en agosto de 1968 Cuba apoyó la intervención soviética
en Checoslovaquia, postura que fue cuestionada por la mayoría de las
fuerzas progresistas occidentales, y recordemos también que al menos
una parte del libro de Padilla, la más floja literariamente, suponía una
fuerte denuncia de la realidad soviética– dejando poco lugar o voluntad
para la comprensión de obras renuentes a aquella prioridad. Es decir,
momentos en que el poder político, que se siente acosado, no acepta
no ya la palabra que la Literatura le pone delante –y que aun con los
prólogos correspondientes, acepta publicar– sino la suficiencia con que
la literatura se presenta como poder “de igual a igual”. El movimiento
de reafirmación y cerrar filas resulta inevitable. La publicación de ambas
obras indica que el Gobierno cubano reacciona con prudencia y de
modo adecuado frente al conflicto entre legitimaciones que el episodio
presupone. La declaración de la UNEAC se plantea desde la primacía
de la legitimación revolucionaria pero, al aceptar la publicación, acepta
también, al menos implícitamente, la existencia de una legitimidad
literaria independiente de la Revolución. El episodio de los premios,
como bien se sabe, no se detiene ahí y dos años más tarde tiene lugar el
llamado “caso Padilla”, que fuera de sus razones, sinrazones, patetismo
y fundamentos jurídicos, acelera el enfrentamiento y provoca el
rechazo de una gran parte de la sociedad literaria internacional que
hasta entonces venía aceptando, apoyando y reforzando la legitimación
del proyecto revolucionario cubano. Con la Literatura hemos topado,
amigo Sancho. La Internacional Literaria se moviliza, la Literatura
(y la clase y los valores de clase que la sustentan) se siente agredida,
conculcados sus fueros, desatendida. Y la Revolución se siente a su vez
traicionada, defraudada, incomprendida. Las dos legitimidades parecen
entonces romper los lazos (y silencios por ambas partes) que han venido
permitiendo su convivencia. El gobierno socialista cubano, véase el
Congreso de Educación y Cultura del 71, se niega ahora y de manera
radical a aceptar ya no el poder de la Literatura sino su legitimidad.
Desde entonces ya sólo los revolucionarios podrán juzgar la literatura
de la revolución. Es el destierro de “los hechiceros” de lo inefable. Es el
llamado quinquenio gris. Después lentamente el deshielo y el mutuo
acercamiento. Padilla sale de la isla en 1980 y sobrevive estirando,
con poco éxito y mucho oportunismo narrativo, su drama. Arrufat,
marginado de la vida cultural, desde su “destierro laboral” en una
biblioteca de Marianao ha de aguardar catorce años a que la Literatura
haga de nuevo valer sus poderes y, a toro pasado, en agosto de 2001
hacía el siguiente comentario en una entrevista al periódico Reforma:
Ah, el artista tiene que resistir. Yo esperé pacientemente. Siempre creí
que las cosas tomarían su nivel, y si las aguas no bajaban, después de mi
muerte bajarían, así que no me moví. Los que me persiguieron en mi
país, que ya no tienen cargo ninguno, deben estar muy asombrados de
que haya sobrevivido”.
Hoy en Cuba curiosamente el juego de legitimaciones no sólo parece
haber recuperado las posiciones de equilibrio de antaño (equilibrio
siempre inestable, pero equilibrio), sino haber alcanzado un pacto
de estabilidad en el que la Literatura ha ensanchado sus derechos.
Ambos poderes, como dos gatos escaldados, conocen sus límites y
los espacios vedados. Viven una especie de reconciliación que no deja
de crear recelos entre los que preferirían que el conflicto retornase.
Algunos han hecho del deseado conflicto su bandera narrativa y
extraen de él los correspondientes premios y royalties, y no falta algún
ortodoxo que desde la isla declare su temor a que la Revolución esté
haciendo demasiadas concesiones a las descreídas veleidades literarias
postmodernas. En estos tiempos en que la burguesía del capitalismo
global deja que la Literatura, como cualquier mercancía, malvenda (o
bienvenda) su legitimidad tradicional por un plato de lentejas –la lógica
literaria que simbolizan las listas de libros más vendidos– da a veces la
impresión de que en Cuba se han vuelto más estetas que la Estética.
Alguien dirá que tanta apertura tan sólo responde a la necesidad
estratégica de ganar imagen, aliados y mercados. Y puede que no le
falte razón aunque convenga recordarle que sólo “lo necesario es real”
y que “se hace camino al andar”. Casa con dos legitimidades es difícil
de guardar, y la posibilidad de nuevos conflictos no deja de estar en los
afilados bordes del horizonte. La convivencia es la superación cotidiana
del conflicto, escribió Tierno Galván. En 1968 la convivencia entre el
poder y la Literatura saltó por los aires. El mañana no está escrito. 

 * Este artículo, escrito en el 2006, ha sido reeditado en el nº 50 de la revista Guaraguao http://www.revistaguaraguao.org

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