Entrevista
a Constantino Bértolo ('El Día Cultural', versión
íntegra)
Antonio J.
Rodríguez, 1 de febrero de 2009
Hablar de
Constantino Bértolo es hablar de un bibliófilo de primer grado:
actual editor de Caballo de Troya —sello integrado en el grupo
Random House—, en La cena de los notables (Editorial
Periférica, 2008) nuestro autor compone una cartografía de la
literatura excelsa por su perspectiva analítica a la hora de abordar
las distintas etapas del hecho literario —lectura, escritura,
crítica, edición...—, hasta el punto de llegar a ser visita
obligatoria para todo aquel que ose delatarse lector.
Aunque remezclado
con alegatos a la recuperación del espacio ganado por el mercado, La
cena de los notables es un libro blindado por agudísimos y
sagaces análisis del medio social literario. Pienso en la lectura de
Martin Eden, quien aprende a decodificar los libros como «emblemas
de estatus» o «marcas de distinción»; en la coacción a la que el
crítico se siente sometido por el resto de actores en la cadena de
producción literaria, o en el «radicalismo elitista» con que
cierto espectro de las humanidades ha respondido a los ataques del
mercado. Dicho lo cual, no deja de parecerme curioso que los estudios
en materia de sociología de la literatura sigan siendo aún una
suerte de disciplina incómoda —peligrosa, quizá—, cuando las
más de las veces atienden a verdades que son vox populi...
Si no entiendo
mal la cuestión su propio planteamiento parece responder a la
asunción de un entendimiento de la literatura en el que “lo
literario” y “lo sociológico” se trazan como dos zonas acaso
próximas pero diferenciadas, y diferenciadas de un modo jerárquico
donde lo delimitado como sociológico ocuparía un escalón
secundario más o menos necesario. Justamente mi propósito con este
libro era proponer una visión de la literatura en la que tal
distinción quedase excluida. Es evidente que no siempre los
propósitos se cumplen ya sea por defecto en la exposición, ya sea
porque las condiciones de la recepción no son favorables o
adecuadas. En todo caso y al partir de una comprensión de la
literatura como un acto de violencia sobre la comunidad que la recibe
al tiempo que la construye y que, en consecuencia, tiene su
fundamento en lo que he llamado el pacto de responsabilidades entre
el emisor y los destinatarios, el marco social no se presenta como un
factor añadido sino como un elemento constituyente de lo literario.
Por otra parte la incomodidad que pudieran tener los estudios en
materia de sociología de la literatura, siempre se ha resuelto por
parte del poder hegemónico literario proponiendo precisamente esa
distinción.
Más de lo anterior.
Una cuestión que suele provocar incómodas miradas a la punta del
zapato: ¿qué importancia concede a la gestión de las relaciones
públicas frente al talento? O si quiere, ¿es posible sobrevivir en
la literatura, ya sea como crítico o como autor, sin una cartera de
contactos? Un paso más allá: ¿no deberíamos empezar a entender
esa misma cartera como un estímulo o mecanismo socializador en lugar
de como perversión nepotista...?
Partiendo, con
Aristóteles, del hombre como “animal que se mueve en la polis”,
no es posible sobrevivir ni en la literatura ni en la albañilería
sin “una cartera de contactos” y si entrecomillo la expresión no
es para remarcar ningún carácter perverso sino para hacer ver que
la propia expresión contiene semánticamente unas concretas
relaciones sociales, las determinadas por el capitalismo, en las que
lo social, los otros, devienen en meros valores mercantiles, en
“cartera”, y en las que las relaciones interpersonales se han
transformado en “contactos”, es decir, en oportunidades de
negocio. Es decir, que no se trata de empezar a entender nada nuevo
al respecto pues hace ya siglos que el intercambio mercantil funciona
como estímulo y mecanismo socializador. Otra cosa son los efectos de
tal lógica sobre nuestras vidas pero supongo que ahora no se trata
de hablar de eso.
Me pregunto si a la
postre no será un fenómeno generalizado, acaso ajeno para los
todavía seguidores del canon, esa «lectura adolescente» a la que
apela; concepto este que parece descansar bajo lo que el teórico
psicologista Normand Holland definió como «identidad primaria» o
«tema(s) de identidad» en el adulto: el empleo de la obra literaria
para «procesarse, simbolizarse y, finalmente, repetirse» (Raman
Selden). Como diría Escarpit, nos encontraríamos ante la actitud
del «lector consumidor», «guiado por un gusto más bien que por un
juicio, incluso si es capaz de colgar un cartelito con una
explicación racional a posteriori sobre este gusto».
En lo que se
refiere a las relaciones entre identidad y lectura he reutilizado el
concepto de “urdimbre”, proveniente de un ya viejo aunque a mi
parecer todavía sugestivo estudio de Rof Carballo publicado con el
título de Violencia y ternura
a principio de los años setenta en el que se hablaba de “urdimbre
primaria”. Y sí, entiendo que la literatura funciona como un
mecanismo de simbolización que se mantiene a lo largo de la vida del
lector pero que se despliega de manera muy intensa en la adolescencia
como etapa en la que la “invención del yo” ocupa un espacio
sobresaliente. Al respecto cabe observar cómo en la madurez la
lectura cambia de signo y pasa de ser “ansiedad” a reconvertirse
en “sosiego”, aceptación o repetición. Eso sí, sin que en
ningún momento sea ese mero y aséptico “vicio impune” del que
hablaba Valery Larbaud. Sobre el gusto y su construcción, y sin
recurrir a los estudios de Galvano della Volpe, mi duda sobre la
afirmación de Escarpit reside en no ver claro la posibilidad de
disociar gusto y juicio pues, a mi parecer, en el gusto literario
siempre hay algo de juicio impuesto sin que esto signifique que el
juicio literario esté libre a su vez de imposiciones.
En consonancia con
lo anterior, presenciamos en las más jóvenes hornadas de críticos
culturales un fenómeno derivado no solo ya de la disolución del
canon, sino sobre todo de esas otras lecturas o referentes que hasta
hace poco reunían cierta poética definitoria para los distintos
movimientos o generaciones. Me refiero a la actual soberanía de
cierta particularísima biografía lectora que bebe de fuentes harto
dispares; una suerte de «lectura letraherida» en la que la
hipertrofia del elemento metaliterario salta al abanico completo de
discursos —del diseño gráfico a la sensibilidad grunge, de la
ficción pulp a las series de televisión...— Tres ideas al
respecto: ¿Cómo valora este fenómeno? ¿Seguimos teniendo el
control sobre el estudio de la influencias? ¿Cree pertinente
reconducir los derroteros metodológicos contemporáneos?
En principio lo
valoro muy positivamente pues en definitiva responde a un
desmoronamiento radical del humanismo jerárquico, si se me permite
la redundancia, con todo lo que ello contenía de compartimentación
entre lo bajo y lo alto, lo escaso y lo abundante, lo accesible y lo
inaccesible, lo sagrado y lo profano. La aparición no sólo de
referentes transportados desde zonas de cultura tradicionalmente
ignoradas me recuerda el momento social en que surge, por ejemplo, la
novela moderna: El lazarillo, con su enorme capacidad no solo para
reinterpretar en clave de narrador el paso del nosotros organicista a
la soledad del “yo en el mercado”, sino para incorporar
referentes, horizontes, guiños, espacios que pertenecían a lo que
podríamos llamar la cultura nómada de aquel entonces en el que, y
no es casualidad, la imprenta emergía como nueva tecnología de
comunicación. Ahora bien, tampoco conviene olvidar que esa oleada de
nuevas influencias tiene su origen mayoritario en la cultura de la
metrópolis USA, por lo que no deja de sorprender la alegría con que
la colonia que al fin al cabo somos celebra los abalorios, espejuelos
y lenguajes con que nos someten y globalizan. Al respecto llevo
tiempo pensando en la necesidad de reescribir la historia de la
literatura saltándonos las fronteras nacionalfilológicas para
atender a aquello que realmente “lee” – entendido en su sentido
más amplio- una comunidad determinada en un momento concreto. Si la
Literatura, como pienso, es una forma de nombrarnos, veríamos que
hoy, por ejemplo, nos estamos narrando más a través de Paul Auster
que de Alvaro Pombo y no es que esto me parezca mal pero sí me
parece saludable reconocer que no es el Sol el que gira alrededor de
la Tierra.
¿A qué críticos o
teóricos rinde tributo?
Me sirven como
interlocutores de confianza Erich Auerbach, E. R. Curtius, Raymond
Williams, Terry Eagleton, Ángel Rama, Pierre Macherey, Marsha Witten
o Edward. E. Said y me asomo con interés a los escritos sobre arte
de autores como José Luis Brea o Pedro G. Romero que me permiten
interrogarme desde nuevos ángulos.
Si bien distingue al
crítico como modalidad independiente de lectura, grosso modo podemos
diferenciar dos grandes metodologías a la hora de practicar el
reseñismo: la «letraherida», con su recreo en el intertexto, y la
«civil», que otorgaría más relevancia a la puesta en relación
con el elemento sociológico. En su caso particular, y tras una
dilatada experiencia practicando la lectura profesional, ¿cuál de
los dos «modos de hacer» atilda? O, si quiere, y empleando su
propia terminología, ¿de qué modo estarían repartidos los
porcentajes de su urdimbre lectora?
Dejando aparte, que es mucho dejar, que por mis circunstancias
profesionales estoy obligado a ejercer “la lectura del editor”
que es una lectura con una pertinencia singular aunque no la haya
abordado en este libro y sin olvidar lo ya dicho sobre la falacia de
separar lo literario de lo sociológico, en mis lecturas “no
profesionales” intento mantener un actitud cercana a la de un
crítico cultural que trata de averiguar que es lo que el libro
quiere de nosotros y que es lo que nosotros encontramos en él. Dicho
de otro modo: intento leer desde un “nosotros” más que desde un
supuesto “yo no intercambiable”. Sospecho que la llamada
intimidad no va mucho más allá del número en clave de nuestra
tarjeta de crédito o del monto de nuestro sueldo.
Observamos
proveniente del mundo editorial estadounidense —y no solo ya en la
llamada literatura comercial (signifique esto lo que signifique)—,
la importancia que se le concede cada vez más a los elementos
paratextuales del libro: toda una maquinaria publicitaria de primer
orden al servicio de la seducción externa de la mercancía. Ante una
situación como esta, ¿considera nueva responsabilidad del crítico
extender sus facultades a la disciplina semiológica, a fin de
alertar no solo ya sobre lo que el texto nos comunica, como del
mensaje —engañoso o no— contenido en el embalaje? Y por cierto,
¿a qué es debido el diseño casi inamovible en las portadas de
Caballo de Troya?
El libro como
mercancía es un producto que incorpora un alto nivel de
incertidumbre: quién compra un libro no sabe qué se va a encontrar
dentro; compra en realidad un producto embalado, como si uno fuese a
comprar un sofá y éste estuviese envuelto, sin saber el color, la
flexibilidad, el tacto, etc; como comprar a ciegas en cierto modo.
Gran parte del trabajo editorial consiste precisamente en rebajar ese
alto nivel de incertidumbre y es ahí donde los paratextos
intervienen. Es evidente que la marca es una elemento sobresaliente:
es un sofá de Ikea, o es un sofá de Mariscal, es un libro de
Pre-Textos o es una novela de Eduardo Mendoza, pero aparte de las
marcas o el título o los textos de contratapa funciona también el
material del “embalaje”: papel, color, tamaño, imagen de
portada. Todo un espacio semiótico que se pone en movimiento y que
en consecuencia - todo movimiento nos delata, dice Montaige- “dice”
que tipo de comprador o lector está buscando el editor. Se quiera o
no los paratextos forman parte de la lectura y por eso la crítica
debe de atenderlos ( y lo hace porque lo primero que mira el crítico
es el nombre del autor). Cuando proyecté el sello de Caballo de
Troya estos aspectos intervinieron en mis conversaciones con los
diseñadores: quería trasmitir una imagen sobria sin ser severa (de
ahí la silueta del caballo de juguete), que revelase una voluntad de
trabajar a medio o largo plazo (de ahí la inamovilidad del concepto
base), muy centrada en los textos (de ahí la ausencia de imágenes o
de foto del autor) y con unos paratextos semánticos que encerrasen
la filosofía general de la editorial: “Para entrar o salir de la
ciudad sitiada”, “Nuevas voces, nuevos autores, nuevas
literaturas”. Desde el principio pensé en unos textos de contra,
Avisos de lectura, que de modo indirecto fueran desgranando una
“estética del editor”. En los tres primeros libros incluso evité
que apareciesen las biografías de los autores. Aprovechando que la
empresa era favorable al poco gasto se logró consensuar un diseño
muy cercano a lo que quería. Con el paso del tiempo creo que
las portadas se han hecho reconocibles pero la presión, lenta pero
segura, del marketing o de los comerciales hizo que hubiera que
incluir las biografías de los autores o, más recientemente, poner
sobrecubiertas a todo color a tres títulos de los once que
publicamos al año. Como Director gozo de cierta autonomía y por lo
tanto de cierta dependencia.
Atendiendo a los
autores de nuevo cuño en la narrativa contemporánea española
parece que, curiosamente, aún se sobreponen de largo los valores de
la tradición humanista, creencia según la cual «existen
determinados bienes, los más nobles, que no están sujetos a las
leyes del mercado», según su propia valoración. Yendo más allá,
diría incluso que su editorial ha apostado por cierta «lectura
politizada», con autores que gustan de arañar los cimientos del
capital.
Tan politizada es
la literatura de los que asientan o renuevan los cimientos como la de
aquellos que los arañan – me gusta el verbo que ha elegido-
aunque el anatema de lo político sólo recaiga sobre estos últimos.
Caballo de Troya no tienen vocación expresa de lo que se llama
editorial política (ni podría tenerla pues conviene recordar que el
Director Literario no deja de ser un empleado del Capital) pero sí
parte del convencimiento de que toda editorial lo es. Y ya puestos y
dado que pretende “intervenir” en la construcción de los
discursos públicos, es lógico que tienda a buscar aquellos textos
que pongan en cuestión la sintaxis literaria de lo hegemónico en el
convencimiento de que es en esa veta donde puede brotar lo nuevo.
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