REALISMO
SOCIALCAPITALISTA.
Colectivo
Todoazen.
Del
realismo socialista se ha hablado y habla mucho y mal, muy mal. Del
realismo socialcapitalsista se habla poco o nada y si se habla casi
nunca se habla mal.
El
realismo socialista, si nos asomamos a las pantallas de la Wikipedia
-esa instancia que representa y refleja el “sentido común
semántico” del neoliberalismo- es definido como una corriente
artístico-literaria cuyo propósito es expandir el conocimiento de
los problemas sociales y las vivencias de las personas por medio del
arte. Su característica principal sería la
exaltación del héroe
positivo y de la clase trabajadora común al presentar su
vida, trabajo y recreación como algo admirable.
Para sus críticos, que hoy son mayoría en el mundo cultura
el realismo socialista aparece como un rango estrecho, burdo y
predecible de producción intelectual y es considerado un no-arte,
una mera herramienta de propaganda sin ningún valor estético.
El
“realismo socialcapitalista” lo podríamos definir como aquella
corriente estética, inserta en la gran corriente cultural del
humanismo, cuyo esencial objetivo es reflejar, producir y expandir el
conocimiento de las ventajas del sistema capitalista mediante las
herramientas propias de lo que conocemos como arte exaltando
aquellas acciones, personajes o sucesos que legitimen y glorifiquen
los valores que el capitalismo representa: individualismo,
competitividad, ambición, éxito, pragmatismo, ganancia y libertad
de contratación. Una estética mediante la cual el capitalismo
impone lo que quiere que “veamos y sintamos” al codificar,
enjuiciar y sentenciar tanto nuestros pensamientos, gustos y
sentimientos como el marco de acción en que vivimos al modular y
moldear las subjetividades individuales y colectivas.
El
realismo socialcapitalismo acompaña al capitalismo a todo lo largo
de su historia. A lo largo de la Edad Media las artes eran
actividades integradas casi de manera total en la esfera de la
religiosidad cristiana encontrando en iglesias y monasterios sus
espacios de creación y exposición o consumo. A su lado apenas
cobraban existencia artes y literaturas caballerescas a su vez
sometidas a los valores morales del cristianismo. Como bien conocemos
será en el seno de las sociedades feudales donde tenga lugar el
incipiente nacimiento de una burguesía urbana y mercantil que al
transcurrir de los siglos va a dar a la aparición del sistema
capitalista bajo el que todavía hoy se establecen nuestras vidas.
En
el camino desde las sociedades feudales a un mundo urbano y mercantil
las artes tardarían
en
perder su impronta religiosa y
no será hasta el asentamiento del
emergente poder mercantil que
las artes se reconfiguran
como espejo de valores más laicos y civiles. Llegue con recordar la
pintura flamenca
que encuentra en la vivienda familiar o en los espacios
de negocio su inspiración y
objetivos. En marcha hacia la toma del poder que la Revolución
Francesa va a representar,
la nueva burguesía parece descubrir el gusto, el
buen gusto, por lo útil y
cercano huyendo de las grandiosidades- Versalles,
el Louvre, el Palacio de Oriente, El Hermitage,-
propias de las Monarquías absolutas. Pero
conviene no olvidar que la
salida histórica de las revoluciones burgueses se van
a resolver
en clave de Restauración, de pacto implícito o expreso entre la
obsoleta aristocracia
y un nuevo poder burgués que va a encontrar en los viejos valores
aristocráticos algunas claves estéticas que le permitan presentarse
ante si
misma y ante el conjunto social- un conjunto en el que está
emergiendo el proletariado – como paradigma
universal necesitando
ostentación para
confirmar su
triunfo económico, social y cultural.
Es por entonces cuando nace
lo que venimos llamando el realismo socialcapitalista con sus héroes
individualistas, sus hazañas económicas, sus
vidas de “santos” (burgueses), su
épica guerrera y sus fábulas
de conquista.
Si
echamos la vista atrás veremos con claridad ese paisaje estético
que la clase burguesa ha ido dibujando mediante la producción,
promoción y consumo de aquellos objetos artísticos que dan
testimonio de su dominación. Miramos
lejos y nos encontramos el canto a la industriosidad burguesa en las
páginas del Robinsón Crusoe.
Miramos más cerca y en la La Comedia Humana
de Balzac comprobamos la epopeya de la clase comercial y financiera;
la torre Eiffel nos avisa sobre sus logros tecnológicos, las
estatuas de Rodin certifican su
alto entendimiento de la condición humana, el
canal de Suez los logros de
su espíritu de empresa, la
música de Wagner la altura
de su ambición. Pero quizá
su mayor conquista haya sido algo poco evidente y tangible: el
control sobre
concepto arte pues es la propia burguesía la que
por mediación de sus agentes
culturales establece y
jerarquiza aduanas,
definiciones y fronteras artísticas.
Cierto
que desde que las sociedades más desarrolladas se transforman en
sociedades de consumo de masas las relaciones entre el arte como
distinción y
el
arte como
entretenimiento más próximas se han ido aflojando y las fronteras
entre ambos
mundos
se han ido difuminando. Y es ahora, cuando la visión del mundo
propia de la clase burguesa – eres lo que compras, eres lo que
vendes- abandona las viejas legitimidades heredadas de las élites
aristocráticas e ilustradas y
sus valores artísticos se
hacen más evidentes: los nuevos héroes positivos del
socialcapitalismo ya no necesitan contener contradicciones
humanistas: con adiestramiento militar y tecnologías punta
de combate, Rambo o el
Agente 007, son los
nuevos
Cid del Capital; Disneylandia es el verdadero
Versalles de este mundo, Benidorm
el verdadero paraíso
al alcance de todo los proletarios del mundo; los
eventos deportivos
permiten renovar semanalmente la esperanza de que vamos a ganar,
series de televisión como
Los Soprano o Breaking
bad legitiman que
la rapiña y el daño son meros accidentes en la construcción de la
libertad individual mientras
que
primitivas o quinielas nos hacen soportable el tiempo de espera hasta
la llegada final al
paraíso prometido:
la jubilación.
El
realismo socialcapitalista es hoy la estética que domina nuestras
vidas, nuestros horizontes, nuestras miradas. Y
sin embargo pocas veces somos conscientes de como esa tendencia
artística construye y conforma nuestro imaginar, nuestros desagrados
y
esperanzas, nuestros sentimientos e
indiferencias. Seguimos
menospreciando cualquier otra pretensión que quiera reclamársele al
arte. Tenemos tanto miedo de
que nos tomen por defensores del realismo socialista que anatemizamos
a esté sin ni siquiera conocerlo. Y
no hay peor ciego que el que no quiere mirar. A
veces es necesario una mirada crecida en otra cosmovisión
del mundo, más allá o más acá
del capitalismo, para dejar de ver la viga en el ojo nuestro.
Dubravka Ugresic es una escritora nacida en la antigua Yugoslavia y
sus libros se han traducido a
más de veinte lenguas. En su ensayo Gracias por no leer.
La Fábrica Editorial, Madrid 2004 se
puede leer esta
afilada y certera reflexión: “El realismo socialista era
un arte optimista y jovial. En ningún lugar ha habido tanta fe en un
futuro luminoso y en el triunfo definitivo del bien sobre el mal. En
ningún lugar, salvo en la cultura de mercado(...)
La literatura de mercado contemporánea es
realista, optimista, jovial, sexy, explícita e implícitamente
didáctica y concebida para las amplias masas lectoras.
En este sentido, también modela y educa
ideológicamente a la clase trabajadora en el espíritu de la
victoria personal, la victoria de cierto
bien sobre el mal. Es social-realista.”
Curiosa
mirada la de una escritora que vivió bajo “el peso” del
socialismo y que hoy vive “la libertad” que el capitalismo le
ofrece. No se trata de nostalgia sino de hechos.
No
seríamos honestos si no admitiéramos que no todas las literaturas
bajo el capitalismo responden a este porte
más
cercano a las
fantasías
de
salvación que a la inteligencia. La propia resistencia al feliz
relato del capitalismo ha dado lugar a otros relatos aunque sea del
realismo socialcapitalista el
que
rentabiliza lecturas
e imaginaciones. Existe una literatura crítica que cuestiona las
ideologías que se edifican sobre concepciones de tradición
humanista que apoyan una visión individualista de la vida en
sociedad. Y existe otra literatura y otro realismo, el realismo
socialdemócrata de singular importancia
por
el lugar que ocupa en nuestra cultura literaria. Un realismo
socialdemócrata que por un lado se siente heredero del entendimiento
elitista del
arte como actividad superior, mientras que por otro
pretende
reflejar la “inevitable” conflictividad que toda vida humana
supone. El realismo socialdemócrata como esa corriente estética al
servicio de un entendimiento de la vida social como un espacio de
contradicción irresoluble entre el yo y los otros, entre el yo y sus
circunstancias y en la
que
el héroe ya no se presenta como héroe positivo si no como actor
escéptico o atormentada víctima de un acontecer histórico frente
al que solo cabe aceptar la inteligencia como adaptación. Un
realismo entre dos aguas, entre la dura realidad social y la ilusión
ideológica de que todo lo real es necesario y que no hay que por
bien no venga. Un realismo socialdemócrata al servicio de unos
valores, en los que se mezcla el cinismo con
las buenas intenciones, propios de esas psicologías y subjetividades
de clase media donde todo destino personal consiste en nadar y
guardar la ropa y sobre
el
que en mejor ocasión habrá que detenerse a fin de analizar sus
perfiles con
mayor
atención y más espacio dada la relevancia y
acogida
que nuestras
élites culturales le conceden.
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