I
Iniciativas Semánticas
S. A.
La
lucha de clases puede, a veces,
resumirse
en
la lucha de una palabra contra otra palabra.
Louis
Althusser.
Mientras
hablaba, y aunque no de manera continua, se frotaba las manos
haciéndolas girar una sobre la otra al modo que suele ser frecuente,
o lo era durante mis años escolares, entre los monaguillos y
ministros de la Iglesia. Si ustedes ven al actual presidente de la
Real Academia durante algún besamanos cultural, sabrán a que gesto
tan de curilla párroco me refiero. Un gesto que sin duda tuvo su
origen en el frío catedralicio de una postguerra con carbón escaso
pero que, al incorporarse al acervo eclesial por vaya uno a saber que
sacras vías, más que el frío primigenio transfiere la inquietante
sensación en quien lo observa de que su dueño se siente como quien
ha lanzado el anzuelo de forma satisfactoria y aguarda con confianza
a que alguien muerda el cebo. El gesto propio de quienes se traen
algo entremanos. Y algo de sacristán tenía el individuo.
Me había llamado
por teléfono para concertar una cita. “Soy el gerente – vino a
decirme más o menos- de una empresa cultural y tendría especial
interés en poder mantener una entrevista personal. Me han hablado
con elogio de su tarea como crítico y estaríamos encantados de
poder intercambiar opiniones con usted sobre cuestiones que pudieran
ser, confiamos, de mutuo provecho”. Por entonces, principio de los
noventa, además de trabajar como redactor en una revista de
gastronomía y viajes y de participar, como socio fundador y Director
de Estudios, en la Escuela de Letras de Madrid, gozaba de cierta
reputación (en realidad más incierta que cierta como el tiempo
vendría a dar cumplimiento) como crítico literario en uno de los
periódicos nacionales más influyentes. Nos citamos en el
desaparecido pub de Santa Barbara a primera hora de la tarde, “Le
conozco, he visto alguna foto suya, no se preocupe”. Dijo llamarse
Víctor y añadió un apellido del que lo único que recuerdo es que
era de clara filiación italiana, algo así como Bodoni pero no
Bodoni exactamente pues entonces no se me habría olvidado. Manifestó
que era el gerente para España de una entidad, italiana en origen,
que se dedicaba a gestionar servicios culturales; “tangibles e
intangibles”, precisó sonriente justo antes de iniciar el molinete
de sus manos.
“Verá Usted, a
demanda de un importante cliente, tenemos el encargo de comprar
palabras”. Ante mi, supongo, cara de extrañeza y luego de recalcar
que no se trataba de una broma, entró en explicaciones: “Somos una
empresa de servicios. Comprar palabras es una petición que sin duda
puede parecer absurda o disparatada pero opinar sobre ello no es
nuestra función. Llevamos años en el mercado y ya nada nos parece
raro o extravagante, estamos acostumbrados a cumplir con servicios
todavía más rocambolescos. Hace unos meses tan sólo, un cargo
político muy importante de este país nos pidió que comprásemos el
aforo completo del Teatro Real con ocasión de un Concierto en el que
la Filarmónica de Filadelfia interpretaba la Quinta de Mahler. No
preguntamos sus motivos; entró, se sentó en el centro del patio de
butacas, él solo, al final aplaudió largamente. El Director de la
Filarmónica nos comentó que fue aquella una de las mejores
interpretaciones de su vida y que tanto él como toda la orquesta se
sintieron llenos y atravesados por la soledad de aquel hombre. Somos
una empresa y nuestro objetivo es satisfacer a quienes reclaman y
pagan por nuestros servicios. A veces nos piden que actuemos como
testaferros en las salas de subastas; a veces, que busquemos quien le
escriba un libro a alguien que quiere publicar un libro con su nombre
en la portada; a veces alguien quiere cenar a solas con alguien
famoso o quiere que un Premio Nóbel asista a una reunión
restringida en su casa. Siempre algo que tenga relación con la
Cultura, ese es nuestro segmento, nuestro campo. Ahora alguien,
nuestro cliente, nos ha pedido que compremos palabras a determinadas
personalidades de las letras españolas, autores, editores, críticos.
Por eso le hemos solicitado esta entrevista. Pero veo que se mantiene
usted escéptico, desconfiado. Por favor, hasta donde logre
permitírmelo la discreción profesional puedo aclararle sus dudas,
dígame”.
Y sí, lo había escuchado
como quien escucha llover encerrado en su casa durante una
desapacible tarde de invierno. Sin abrir las ventanas, levantando
ligeramente los visillos. Incrédulo, claro, con la benevolencia
interior de quién va por la vida de vuelta de todo y con ganas de
hacerse notar y ser más rápido que cualquiera.
“No, no,-le dije- me parece
muy bien todo lo que ha contado. Y, diga, cuánto pagan por palabra.”
“Depende de qué palabra
sea. Si llegamos a un acuerdo usted se compromete a no volver a
usarla ni de viva voz ni por escrito. Firmaríamos un contrato que,
una vez hecho efectivo el pago, tendría plena vigencia. Quisiera que
usted compruebe que vamos en serio. Ahora mismo le voy a hacer una
oferta. Dígame dos palabras que esté dispuesto a vendernos. Sean
las que sean, se las compro”.
Las dije. La primera era la
que nombraba el mes en que estábamos, el anterior a Diciembre. La
segunda corresponde a una figura retórica, forma de ocultamiento de
una verdad que el interlocutor en posición más débil emite frente
a una instancia más poderosa y amenazante. Una fórmula estilística
a la que gustaban acudir los escritores de la Nueva narrativa de los
80 cuando querían subrayar su forma de escritura aunque en su
práctica narrativa lo que realmente llevaban a cabo era una mera
complicidad entre iguales, más cercana al guiño o al sarcasmo que a
lo propio del tropo.
“No hablemos más. Dejemos
que los hechos hablen por sí solos”, soltó sonriente y
autocomplacido el personaje. “He traído conmigo este contrato en
previsión de que llegáramos a un acuerdo. Queda rellenar el objeto
de la transacción, las dos palabras que ha elegido, y fijar su
precio ¿250.000 pesetas por cada una le parece adecuado?”
Dije sí con la actitud propia
del ateo que oye en el funeral de un familiar aquello de el Señor es
mi pastor y quién cree en mí tendrá la vida eterna. Puso las
palabras en el contrato y me lo pasó a la firma.
“Tendrá noticias nuestras,
Sr. Bértolo. Y recuerde que cuando el pago sea efectivo darán
comienzo sus obligaciones contractuales. Ha sido un gusto.”
Cuando me quedé solo empecé
a sonreírme para mis adentros columbrando que toda la historia debía
ser cosa del juego de bromas que venía manteniendo desde hacía unos
meses con mi amigo Manolo Rodríguez Rivero, al que todavía Elvira
Lindo no había convertido en “famoso en el mundo entero” pero
que, entre amiguetes y desde los tiempos de la Facultad de Letras,
era celebrado por uno de sus poemas parodia: “Obrero, te quiero./
Viva Blas de Otero./ Firmado: Manuel Rodríguez Rivero.”
Pero si esto sucedía en los
primeros días del mes de difuntos, apenas una semana después me
llegó una notificación del Banco comunicando una transferencia a mi
nombre por un total de 500.000 pesetas, constando como impositor la
sociedad Iniciativas Semánticas S.A. Y mi amigo Manolet no era
precisamente de los que se desprendía de una cantidad así, ni mucho
menos, por proseguir con una broma.
Esa misma noche recibí una
nueva llamada de teléfono del tal Víctor de apellido no Bodoni
pero algo semejante.
“Como habrá visto el
ingreso ya es efectivo. Espero que ahora nos tome en serio Sr.
Bértolo”. Ni siquiera me dejó pensar una respuesta con la que dar
salida a mi desconcierto y prosiguió: “Quisiera que nos
volviéramos a encontrar. ¿Qué le parece el próximo sábado, a las
doce treinta en la pecera del Hotel Palace?”
Como crítico literario
necesitado de construir o asentar su valor de cambio en el mercado
cultural (todavía no había tomado conciencia de que un crítico
sólo es el medio en el que escribe) había acudido a ese lugar para
asistir a alguno de esos ágapes que el mundo editorial ofrece a los
voceros literarios y a los que estos acuden complacientes, ya por
miedo a no estar entre los llamados, ya por hacer notar su presencia
entre los elegidos. No era un espacio que me agradase. La amplitud de
la bóveda, la arrogancia de las alfombras, mi incapacidad social
para retreparme con naturalidad en los sillones, lo vivía y lo sigo
viviendo como una ofensa que, por más, sería bastante inconveniente
transparentar o reconocer. Allí estaba la errata del Bodoni,
frotándose las manos en plan monaguillo mayor de la Real Academia
Española.
“Sólo he venido para
devolverle su dinero”, dije con voz que quería expresar rotunda
dignidad pero que sonó a frase ensayada, a gesto practicado
previamente delante del espejo. Y así había sucedido. Después de
la última llamada más que preocupado o confuso me había quedado
molesto y me sentía humillado, tomado por imbécil. Por otro lado no
entendía nada. 500.000 pesetas no era una cantidad despreciable por
entonces (ni ahora) y más para una economía como la mía, en el
borde de obligarse a prestar atención a los vaivenes de la cuenta
corriente. Además, y ya puestos en el tránsito, no hacer nada y
quedarme con lo ingresado era algo no desechable. Luego estaba la
corrupción. Hacía años me había beneficiado de una relación
familiar para tener acceso a una vivienda de protección oficial y
por más que me repetía que mis baremos económicos entraban dentro
de lo establecido, no lograba quitarme de encima, en plan Lord
Jim, que aquel
aprovechamiento era una mancha que me acompañaría toda la vida. Y
esto sonaba a corrupción, era corrupción. No en vano había leído
La máscara de
Dimitrios y
convenía con su protagonista en que cuando se recibe más pago del
debido se está cruzando el umbral de lo corrupto. Recuerdo que, aun
sin darle demasiados detalles, algo consulté con el escritor
Alejandro Gándara que en aquel momento me pareció un interlocutor
pertinente- acababa de leer con admiración La
sombra del arquero-,
a pesar de la opacidad refractaria que presidía nuestra relación en
aquellos tiempos y que todavía hoy continua marcando nuestras,
digamos, no-relaciones. “Los del 68 no tenéis remedio. Estáis
condenados a mirar hacia delante aunque vuestro deseo os lleve hacia
atrás”. Como de costumbre ocurre con su escritura, su oráculo de
pitonisa órfica, una vez sopesado, no me sirvió para mucho. En
última instancia decidí ir a la cita y devolver el dinero. Y en eso
estaba.
“Sr. Bértolo, podría
decirle, pero no voy a decirlo, que usted ha firmado un contrato y
que Usted está obligado a cumplir su palabra, a cumplir el trato
sobre esas dos palabras que ya no son suyas. Podrá devolver esos
dineros y hasta yo puedo aceptarlos, pero esas palabras ya las ha
vendido y si es Usted coherente consigo mismo no deberá
pronunciarlas ni escribirlas jamás aunque, si lo hace, nosotros nada
le reclamaremos, simplemente nos sentiríamos defraudados. Si se
siente incómodo con ese dinero y no lo quiere, devuélvanoslo. Lo
destinaremos a alguna obra o necesidad que nos parezca oportuna. No
nos quedaremos con él, porque ese dinero ya no es nuestro. Pero
permítame que le diga que por nuestra parte ese dinero cumplía una
función: que nos tomase en serio, y esa función la ha cumplido.
Creo que al menos nos hemos merecido eso: que no nos tome a broma.
Eso queríamos y es ahora cuando podemos presentarle la oferta que en
verdad nos interesa. Creo que nos hemos ganado el que nos escuche. No
se trata del dinero. Es como un buen libro que si es bueno lo es por
eso: porque se ha ganado el derecho a ser oído. Usted es un crítico
y eso lo sabe. Le pido que me escuche, después hará lo que quiera.
Somos seres libres y razonables. Siéntese, por favor.”
Tenía razón. Mientras
hablaba, sin mover las manos, mirándome directamente a los ojos,
manteniendo con su mirada su razón, todos mis ensayos de indignación
airada se vinieron abajo en silencio. Me senté. “¿Qué quiere
ahora?”
“Queremos Sr. Bértolo. Ya
se lo dije. Soy sólo una pieza de un engranaje. Nos dedicamos a eso,
a facilitar bienes y servicios de carácter cultural. Alguien puede
tener el deseo, llámelo capricho si quiere, de que Oscar Niemeyer
haga el diseño de sus muebles de cocina y nosotros tratamos de
conseguirlo. Y lo conseguimos. Cada deseo para ser cumplido requiere
una estrategia. Nosotros, La Corporación, la llevamos a cabo, con
discreción; no encontrará nuestras señas en ningún lugar, no
hacemos publicidad de nuestra actividad. Llevamos años, siglos
habría que decir, trabajando en esto y la discreción lo es todo.
Tampoco los bancos que gestionan fortunas familiares salen en las
páginas amarillas. Cuando alguien nos necesita, nos encuentra y si
puede encontrarnos es precisamente porque nos necesita. No le he
mentido. Alguien nos ha encargado comprar palabras. Lo que le dije es
verdad pero no toda la verdad. La verdad también necesita que el
terreno sea el adecuado. Recuerde la frase del maestro Saussure que
usted ha citado en alguna de sus brillantes críticas: Tan importante
como encontrar la verdad es saber situarla. Alguien quiere comprar
palabras, pero no cualquier palabra. Nuestro cliente quiere comprar,
exactamente, una frase, un sintagma: lucha de clases. Una vez más
insisto en que desconocemos, y no estamos interesados en saber, los
motivos de ese interés. Nuestra oferta creo que merece la pena: tres
millones de pesetas. Le aseguro que son muchos los escritores y
gentes del mundo de las letras que ya han dado su conformidad. A
alguno, no me importa manifestárselo, hemos tenido que ofrecerle ser
el próximo ganador de uno de los premios de novela de mayor
tradición y prestigio, otros han pedido nuestra intervención para
su entrada en la Academia, hubo quien dijo estar dispuesto a la venta
si le asegurábamos que sus novelas se tradujeran al alemán y quien
pidió que su siguiente novela fuera reseñada en Babelia en página
impar y con foto. A todos les hemos ofrecido frases o palabras de
recambio: conflictos de frontera entre la realidad y la ficción, el
doble como simetría, la traición como forma de conocimiento,
misterio de la condición humana, crisis de identidad, el dolor de
crecer, épica social, el descubrimiento del otro, el lenguaje como
revolución, el amor como dialéctica imposible. No pensamos que
usted necesite que le regalemos ninguna frase ni que sus críticas
pierdan precisión si acepta el trato; no en su caso. Pero tiene que
responder ahora. Esa es una condición estipulada. Pídase un café y
píenselo. En media hora vuelvo y escucharé su respuesta.”
Lo vi alejarse sin darme
opción a decir nada. Allí me quedé, atrapado más en la cifra que
en las profundidades incómodas de un sofá mullido, ajeno y
sentimental. “Lucha de clases”, me repetía intentando salir de
la sorpresa, del asombro y de la sospecha. Sabía que el mal había
llamado a mi puerta. Tres millones. Y al mismo tiempo todo me parecía
una tontería, una broma si no supiera ya que aquello no era una
broma. Por un momento me sentí importante y me fui regocijando dando
paso a un perfil de héroe. Pero héroe de qué y para quién. En
esas situaciones la cabeza no para y se convierte en el monólogo
interior de un mediocre y sentimental novelista de izquierdas: el
coche nuevo, una casita en Segovia, un apartamento en Almería, qué
más da, me quieren comprar, tengo precio luego existo, de niño era
tartamudo, nunca pasa nada, en la lucha final, seamos realistas, la
literatura ya no es lo que era, volver a casa, nunca debí salir de
mi pueblo, la felicidad es un agujero negro, los dedos de alabastro
de la que fuera el primer amor de mi vida, el colegio caro de los
niños, lo importante no es tener razón sino tener razón en el
momento oportuno, la pasión inútil, lo que hacen contigo y lo que
tu haces con lo que han hecho contigo, mi madre diciéndome que lo
malo de mentir es que ya nunca sabrás cual es tu nombre, el nombre
de tu desorden, la Internacional, non serviam, el derecho a poder
hablar, no juegues a ser mejor de lo que sabes que eres, dentro de
cien años todos calvos y dentro de tres todos del PSOE, que la
soledad no sea eso, el reproche al padre porque no consiguió dejar
de ser honrado, vivir es liarse la manta a la cabeza y seguir
andando, Nunydie, nunca y nadie, Señor, Señor, la de cosas que
hemos visto, En los mares del Sur, hasta morir es una máscara.
“¿Estamos de
acuerdo?”. Se había sentado y me miraba con el gesto de segura
autocomplacencia típico del sacristán que ha logrado que el
cónclave fije, limpie y de esplendor a la renovación torticera de
su mandato. Sus manos volvían a girar y a girar sobre si mismas con
la impertinencia del mayordomo que sabe nadar y guardar la ropa del
amo. Quiero suponer que fue un resto de sentido de la humillación lo
que me hizo levantarme y decir que necesitaba más tiempo antes de
tomar la decisión.
“No sé si es
posible. No entra dentro de nuestras normas. Habré de consultarlo.
Si se acepta la excepción le llamaremos dentro de tres días. Creo
que no está leyendo bien la relevancia de esta oportunidad”.
No es que me pasará
aquellos tres días sin dormir u obsesionado como un padre en trance
de ruina, pero el monólogo me seguía devorando con la tozudez
inmisericorde de una amada que no te ama. Pensé en consultar el
rollo con un amigo escritor que empezaba a ser el autor predilecto de
la amas de casa de las urbanizaciones residenciales pero recordaba
bien la historia del marido de Effie Briest, quien, quince años
después de que ocurriera, descubre el antiguo adulterio de una
esposa con la que ha vivido feliz todos esos años y, no sabiendo que
actitud tomar, consulta con un viejo amigo que le recomienda el
olvido y que el secreto no deje de ser secreto. “Tendrías razón-
responde este- pero ya no es un secreto pues te lo acabo de contar a
ti y ahora es necesario, por tanto, el abandono y el castigo”. Lo
mejor en estos casos es rumiar en soledad tanto la gloria como la
mezquindad. No llegué a tomar ninguna decisión. Estaba dispuesto a
negarme pero esperaba la llamada con una ansiedad que era aviso de
grietas más que latentes. Pasaron los tres días del emplazo y no
hubo ninguna llamada. Dos días mas tarde me anunciaron que, “por
presiones de editores y redactores de Barcelona”, nuestro equipo de
críticos dejaba de colaborar en el suplemento literario del
periódico sobre el que se había erigido mi lábil prestigio. Al día
siguiente recibí una carta, un tarjetón con el anagrama de
Iniciativas Semánticas. S. A. El texto decía: “En nombre de La
Corporación lamentamos que haya desconsiderado nuestra oferta”.
La historia anterior, que
quise escribir con el aire de un conto
gallego, formó parte de mi intervención en el mes de Junio de 1994
durante un encuentro dedicado a la obra de Manuel Vázquez Montalbán,
en el marco de un Seminario organizado por la revista Quimera para
uno de los cursos de la Universidad de Verano de El Escorial. Tenía
que hablar de la novela Galíndez
y se me ocurrió abrir de ese modo mi comentario a fin de realzar el
hecho de que el autor de Yo
maté a Kennedy o de
La soledad del manager,
en contraste con la producción narrativa española del momento, era
el único que parecía no haber renunciado al uso narrativo de
términos como explotación, plusvalía o lucha de clases. En el
coloquio que siguió a las intervenciones, creo recordar que Jon
Juaristi era uno de los presentes en la mesa, la discusión derivó
hacia los aspectos del desgarro existencialista presentes en la
novela, la evolución de la política del Partido Nacionalista Vasco
o el talante moral como lugar en donde buena parte del PSOE había
depositado sus otrora aires de transformación social. Montalbán,
con el pudor que le caracterizaba, me agradeció la intervención y
me comentó que a él también le habían llegado vagas noticias de
una especie de mafia cultural. Ya en la cena alguien recordó que
hacía años, cuando el prometedor crítico e investigador Gustavo
Fabra Barreiro falleció, víctima de un absurdo accidente casero,
algunas amistades cercanas comentaron que en los días anteriores al
“accidente” Fabra había dejado traslucir, o eso había entendido
algún amigo, que se encontraba tras la pista de un manuscrito
inédito de Mariano José de Larra que podría hallarse entre los
descatalogados de la biblioteca de la Real Academia, mostrando su
preocupación por el hecho de que sus pesquisas se habían,
inexplicablemente, filtrado y empezaba a sentirse espiado, vigilado y
presionado.”Parece una novela de Pérez Reverte” se comentó, y
ya derivando la sobremesa hacía el folletín y las novelas de
misterio, Juaristi o Montalbán u otro que ahora no columbro,
mencionó la existencia de una empresa que se dedicaba a comprar
manuscritos de novelas como inversión de futuro al parecer muy
rentable y más cuando con los ordenadores estos empezaban a ser muy
escasos. “Será por eso que Camilo está volviendo a escribir a
mano el Pascual Duarte”, “Será, pero seguro que se lo está
haciendo un negro”. Así, entre bromas, maldades y riojas cerramos
aquel curso de verano.
II
Pero haberlas, haylas.
De escritor frustrado
pasé a crítico frustrado, a editar libros con el consentimiento del
capital. Primero en una editorial independiente, es decir, pendiente
de la cuenta de resultados y del director del banco, y que al poco de
independiente pasó a editorial arruinada en trance de buscar un
socio que se hiciera cargo de las cuentas pendientes para finalmente
recalar como editorial obediente en un gran grupo multinacional.
Desde mi trabajo como editor fui teniendo nuevas, siempre en clave de
rumor, sobre la existencia fantasmal de mi imaginada Corporación.
Mario Lacruz, excelente novelista y maestro de editores, hablándome
de una novela, Mil días
en la montaña, que
tenía en barbecho desde hacía lustros, me comentó que hacía ya
varios años una agencia italiana de perfil más que clandestino
había querido comprarle los derechos para ser editada en una
colección de novelas póstumas. “Una idea que me pareció
estrafalaria y mórbida. Esa misma agencia años más tarde engañó
al Spiegel vendiéndole los diarios de Hitler, una patraña”, y
cuando le hablé de La Corporación mencionó que esa fábula era una
especie de serpiente de verano recurrente inventada por un grupo de
editores alemanes durante una aburrida Feria de Frankfurt.
Aunque nunca tuve acceso
directo a la aristocracia editorial europea y anglosajona, un
verdadero lobby internacional que tiene capacidad para promocionar de
modo simultáneo y situar en el centro de la literatura a autores
como Houellebecq, Sebald, Susan Sontag, Sandor Marai, Baricco, Philip
Roth, Danilo Kis o Vila-Matas, me llegaron indirectamente noticias de
que determinados editores habían recibido una oferta de una supuesta
compañía de inversiones para publicar conjuntamente un manuscrito
inédito de Thomas Mann pero desconozco lo que tuviera de real
aquella historia. También llegaron hasta mi mesa de editor noticias
difusas de índole semejante: sobre un texto de Kafka que alguien
dice haber encontrado en una almoneda de Praga o comentarios sobre
una supuesta correspondencia entre Valle-Inclán y Bertolt Brecht que
abarcaría parte de los años treinta del siglo pasado. Como diría
Felipe González, el mundo editorial también tiene sus cloacas y sus
servicios de inteligencia. Hay quién comenta que la muerte por
atropello de Víctor Seix formó parte de una conspiración a escala
europea para frenar el ascenso empresarial de Carlos Barral. No hace
ni medio año en el diario argentino Página
12 apareció el
extraño suelto que a continuación transcribo literalmente:
Hace más de dos años que murió
Augusto Roa Bastos y todavía no ha salido ninguna novela inédita
suya. ¿La razón?: hay una, pero nadie sabe dónde está. Según su
biógrafo, tienen algunas pistas del paradero de Un país detrás de
la lluvia, novela inédita y terminada que el escritor dejó lista
para su publicación, pero nada concreto. En una trama francamente
policial, los hijos de Roa Bastos sospechan que la novela la puede
tener algún editor paraguayo o español, lo que abre mucho el
espectro de posibilidades. Pero esa es sólo una opción. También
puede estar en algún cajón o, en el peor de los casos, perdida para
siempre. Página
12, 10/11/2007
Cuando en 1996 apareció la
novela Esta noche
moriré de Fernando
Marías, la historia de la Corporación que allí se relata no me
cogió de sorpresa. Es un tema que estaba y está en el aire aunque
nunca nadie haya podido o querido presentar pruebas irrefutables al
respecto. En mi caso y tras su lectura las vagas sospechas tomaron
más cuerpo y credibilidad. Cuando Fernando me hizo llegar el
conjunto de historias que se recogen en este volumen y que son un
claro aviso de que existe una verdadera historia paralela y
subterránea del Arte y la Literatura, proponiéndome mi
participación a través del epílogo que el lector tiene delante,
dudé durante horas de cavilación y examen sobre la conveniencia de
aceptar tan generoso ofrecimiento por temor a dar pábulo con mi
participación, por modesta que esta sea, a una visión conspirativa
de la Historia, algo que en mi condición ideológica de estalinista
librepensador, rechazo de manera radical. Y sí finalmente terminé
aceptando, no ha de buscarse la causa en que haya vencido tales
escrúpulos (como muchos ya sabrán scrupulum
era el término latino con que se denominaba a la molesta piedrecilla
o semejante que por azares del camino se introduce en algún momento
entre la planta del pie y la plantilla del calzado perturbando la
andadura), sino por negarme a seguir ocultando el testimonio directo
y personal que sobre la existencia de la Corporación tuve la suerte,
o la desgracia, de poder compulsar con ocasión de negociar, en mi
condición de director de la editorial Debate, la reedición
definitiva de Pedro
Páramo (aunque desde
la fecha han aparecido al menos tres o cuatro nuevas reediciones
definitivas) y El llano
en llamas del escritor
Juan Rulfo, así como de la correspondencia inédita con la que sería
su mujer, recogida en un volumen que sería editado con el título de
Aire de las colinas.
Es el caso que una semana
antes de mi partida hacia D.F me pasaron una tarjeta de visita
rubricada por un tal Cavalieri Salvatore Gigliomi que solicitaba
poder hablar conmigo. En una esquina de la tarjeta leí claramente el
sorprendente membrete: La Corporación. Despejé mi mesa de trabajo e
hice pasar al cavalieri a mi amplio, luminoso y ventilado despacho
(eran otros tiempos). Uno de esos personajes amueblados en mármol
bien pulido: pelo cano, traje de corte impecable, corbata
radicalmente british,
camisa impoluta todavía arrastrando el resplandor del celofán, los
zapatos como recién planchados y con una perenne sonrisa franca que
recordaba a la de Marías, Javier, en época de promoción. Me
estrechó la mano con firmeza pero sin hipérboles comerciales y
luego de disculparse por haberse presentado sin cita previa me dio
las razones de aquel encuentro.
“Como habrá visto, Sr.
Bértolo, no me llamo Víctor Buendoni, el nombre que me adjudicó en
su fantasía. Salvatore Gigliomi, pero soy en efecto el gerente para
España de la Corporación. Estoy seguro de que en fondo esto no le
coge de sorpresa porque sabe bien que este encuentro, ¿o habría que
decir reencuentro?, era inevitable. Ya ve que finalmente no siempre
la literatura se cumple como expectativa decepcionada. Sé que su
tiempo es escaso y que no le gusta que le mareen la perdiz. Permítame
por tanto que aborde directamente el escenario y la trama de lo que
me ha traído hasta aquí. Sabemos que dentro de unos días va a
viajar a México para cerrar los flecos de la negociación con la
familia Rulfo. El núcleo fuerte de los acuerdos lo han llevado entre
el Consejero Delegado de su Grupo Editorial y Carmen Balcells, la
agente de Rulfo. Si no le molesta que se lo diga, Usted sabe bien que
su papel en la negociación se limita a legitimar literariamente la
edición de un material que pudiera provocar suspicacias en un
entorno que acaso contemple con reservas la publicación de unas
cartas que, en origen, pertenecen al ámbito de lo privado. Usted no
ignora que su intervención está destinada a calmar con palabras
adecuadas una supuesta mala conciencia que, por otra parte, ninguno
de los implicados creo que padezca. Dar cara literaria a un negocio
no es tarea fácil en ningún caso y en ese sentido debe sentirse más
que satisfecho. Como intelectual que es sabe vender su yo de manera
productiva. Bien, ahora le voy a contar nuestro papel en todo esto.
En 1962, Juan Rulfo era ya un autor consagrado desde la publicación
en 1955 de Pedro
Páramo, aun cuando el
reconocimiento general tardaría un tiempo en llegarle. Pero el
reconocimiento no le había servido para librarle de las angustias
económicas que desde su infancia habían venido marcando su
carácter. Atravesaba momentos de extravío que le estaban llevando a
cruzar con demasiada frecuencia las fronteras hacia la
autodestrucción, ya me entiende. Fue entonces cuando intervinimos
nosotros. Por medio de un viejo contacto habíamos tenido noticia del
enorme talento literario de Rulfo y sabíamos de las dificultades por
las que estaba atravesando. Nos pareció que era una muy buena
inversión. Arriesgada porque el camino hacia la autodestrucción, de
uso, es de dirección única, pero lo suficientemente atractiva para
que el coste de oportunidad resultase tentador. Negociamos con él,
con él y con su mujer, de quien parecía depender para cualquier
cuestión práctica. Aparte de una muy importante cantidad en
efectivo, se le aseguró un cómodo puesto en una institución
oficial. A cambio debía entregarnos en exclusiva y sin publicidad
alguna, el manuscrito de la novela en la que estaba metido, En
la cordillera, y de la
que pudimos leer en su casa unos extraordinarios cuarenta primeros
folios. Llegamos al acuerdo, firmó, cobró, se incorporó a la
institución prometida y quedamos a la espera. Hasta hoy. Siempre
diciéndonos que estaba bloqueado, que no avanzaba, que estaba seco,
que necesitaba tiempo, que ahora sí, que ahora no. Sin embargo
nuestras fuentes de información nos indicaban que la novela estaba
concluida. No logramos volver a verlo personalmente, su familia,
mujer e hijos, cerraban cualquier acercamiento. A los dos meses de su
deceso en Enero de 1986 logramos mantener una entrevista con la
esposa, quien negó que la novela existiese y afirmaba que entre los
papeles sólo constaban aquellos cuarenta folios ahora llenos de
tachaduras y menguados. Cuando se habló de la cantidad adelantada no
se dio por aludida y nos recordó que comprar algo que no existe
tiene “esa vaina”.Ahí reside en efecto nuestro problema: su
existencia sólo es una sospecha, y por eso estoy hoy aquí. Queremos
que Usted nos ayude a despejar esa incógnita, y estamos dispuestos,
es evidente, a considerar el valor de su aportación”.
No llegué a
saber que clase de ayuda me reclamaban. Con los años mi sentido del
rencor se había ido incrementando y consideraba, y sigo
considerando, ese derecho al rencor como la única herencia estimable
que puedo dejar a mis hijos. Y desde ese rencor que cuido y mimo y
que, por su parte, el entorno social, político, empresarial y
literario alimenta con su desfachatez progresiva, me permití el lujo
y digo bien: lujo, porque desobedecer el mandato de los que mueven
los hilos de nuestras vidas es un lujo que no siempre está a nuestro
alcance, de decirle a Don Salvatore que se había equivocado de
puerta, que tenía razón, que bien sabía que mi papel en aquel
negocio no pasaba de ser el de legitimador de una realidad que se
sustantiva en dinero y se adjetiva con metáforas pero que,
precisamente por eso, no necesitaba ni quería oír su oferta, porque
el cupo de claudicaciones ya lo tenía más que lleno y que adiós
muy buenas. Seguramente me pilló en un mal día, seguramente aquella
mañana ya había tragado demasiado espíritu de empresa y tenía el
yo en plan improductivo, seguramente estaba harto del humanismo del
departamento de recursos humanos, seguramente me sentía incorporado
en exceso al carnaval de la literatura como disfraz de la autoayuda
para la burguesía. A veces el rencor funciona como una tabla de
salvación en medio del naufragio. Me quedé con la tarjeta, la
conservo y puedo aportarla como prueba.
Pero antes de finalizar y
ya puestos, aclaro que no terminó ahí la cosa. Cuando días más
tarde y ya en D.F me reuní con la familia de Rulfo, y aunque estaba
convencido de que todo lo contado por Gigliomi era una pura
invención, la famosa historia de la novela que nunca escribió me
rondaba con la quejumbre de una caries tozuda. Sentado en medio del
salón de la casa (de aire un tanto fúnebre, por cierto), acompañado
por la especie de cónclave familiar que formaban la viuda, los hijos
y un consejero de la Fundación Rulfo, teniendo enfrente un retrato
del escritor que recogía con indudable mérito artístico su
irredento rostro de décimo no premiado, y después de cumplir el
papel de correveidile, que con acierto Gigliomi había adelantado,
argumentando la relevancia literaria de las cartas y la necesidad
imperiosa para la historia de la literatura de que se desprendieran
de ellas a pesar del pudor y reservas que pudieran sentir,
haciéndoles ver (aunque de ciegos nada tuvieran) que las fronteras
entre lo público y lo privado era precisamente lo que determinaba la
especifidad de la literatura epistolar desde las cartas de Santa
Teresa hasta la correspondencia de Flaubert con Louise Colet, e
insistiendo en que su publicación facilitaría claves fundamentales
para una mejor comprensión de la obra de Rulfo, me atreví a
preguntar sobre la existencia de un borrador o semejante de En
la cordillera. La
pregunta fue acogida con el silencio de ha pasado un ángel, caído.
El labio superior de la viuda mostró por un instante un gesto más
cercano al odio que al desagrado o a la impertinencia. ”Nada,
apenas unas notas sin orden. Todo está en Los
cuadernos de Juan Rulfo”
explicó recuperando la compostura de educada hospitalidad. Cambié
de tema a toda prisa y volví a mi papel de vendedor de crecepelos
culturales pero aunque la conversación retornó a sus raíles
predecibles puedo asegurar que la ventana no quedó bien cerrada.
Entre los temas hablados habíamos acordado que para la edición de
las cartas yo mismo preparase una breve nota introductoria. Ya de
vuelta en Madrid la agencia literaria me comunicó que la familia no
veía necesaria mi aportación.
Constantino
Bértolo.
Historia
secreta de La
Corporación.451
Editores. 2008.
Excelente.
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