lunes, 7 de noviembre de 2016

INICIATIVAS SEMÁNTICAS Sociedad Anónima








I


Iniciativas Semánticas S. A.

La lucha de clases puede, a veces, resumirse
en la lucha de una palabra contra otra palabra.
Louis Althusser.


Mientras hablaba, y aunque no de manera continua, se frotaba las manos haciéndolas girar una sobre la otra al modo que suele ser frecuente, o lo era durante mis años escolares, entre los monaguillos y ministros de la Iglesia. Si ustedes ven al actual presidente de la Real Academia durante algún besamanos cultural, sabrán a que gesto tan de curilla párroco me refiero. Un gesto que sin duda tuvo su origen en el frío catedralicio de una postguerra con carbón escaso pero que, al incorporarse al acervo eclesial por vaya uno a saber que sacras vías, más que el frío primigenio transfiere la inquietante sensación en quien lo observa de que su dueño se siente como quien ha lanzado el anzuelo de forma satisfactoria y aguarda con confianza a que alguien muerda el cebo. El gesto propio de quienes se traen algo entremanos. Y algo de sacristán tenía el individuo.
Me había llamado por teléfono para concertar una cita. “Soy el gerente – vino a decirme más o menos- de una empresa cultural y tendría especial interés en poder mantener una entrevista personal. Me han hablado con elogio de su tarea como crítico y estaríamos encantados de poder intercambiar opiniones con usted sobre cuestiones que pudieran ser, confiamos, de mutuo provecho”. Por entonces, principio de los noventa, además de trabajar como redactor en una revista de gastronomía y viajes y de participar, como socio fundador y Director de Estudios, en la Escuela de Letras de Madrid, gozaba de cierta reputación (en realidad más incierta que cierta como el tiempo vendría a dar cumplimiento) como crítico literario en uno de los periódicos nacionales más influyentes. Nos citamos en el desaparecido pub de Santa Barbara a primera hora de la tarde, “Le conozco, he visto alguna foto suya, no se preocupe”. Dijo llamarse Víctor y añadió un apellido del que lo único que recuerdo es que era de clara filiación italiana, algo así como Bodoni pero no Bodoni exactamente pues entonces no se me habría olvidado. Manifestó que era el gerente para España de una entidad, italiana en origen, que se dedicaba a gestionar servicios culturales; “tangibles e intangibles”, precisó sonriente justo antes de iniciar el molinete de sus manos.
Verá Usted, a demanda de un importante cliente, tenemos el encargo de comprar palabras”. Ante mi, supongo, cara de extrañeza y luego de recalcar que no se trataba de una broma, entró en explicaciones: “Somos una empresa de servicios. Comprar palabras es una petición que sin duda puede parecer absurda o disparatada pero opinar sobre ello no es nuestra función. Llevamos años en el mercado y ya nada nos parece raro o extravagante, estamos acostumbrados a cumplir con servicios todavía más rocambolescos. Hace unos meses tan sólo, un cargo político muy importante de este país nos pidió que comprásemos el aforo completo del Teatro Real con ocasión de un Concierto en el que la Filarmónica de Filadelfia interpretaba la Quinta de Mahler. No preguntamos sus motivos; entró, se sentó en el centro del patio de butacas, él solo, al final aplaudió largamente. El Director de la Filarmónica nos comentó que fue aquella una de las mejores interpretaciones de su vida y que tanto él como toda la orquesta se sintieron llenos y atravesados por la soledad de aquel hombre. Somos una empresa y nuestro objetivo es satisfacer a quienes reclaman y pagan por nuestros servicios. A veces nos piden que actuemos como testaferros en las salas de subastas; a veces, que busquemos quien le escriba un libro a alguien que quiere publicar un libro con su nombre en la portada; a veces alguien quiere cenar a solas con alguien famoso o quiere que un Premio Nóbel asista a una reunión restringida en su casa. Siempre algo que tenga relación con la Cultura, ese es nuestro segmento, nuestro campo. Ahora alguien, nuestro cliente, nos ha pedido que compremos palabras a determinadas personalidades de las letras españolas, autores, editores, críticos. Por eso le hemos solicitado esta entrevista. Pero veo que se mantiene usted escéptico, desconfiado. Por favor, hasta donde logre permitírmelo la discreción profesional puedo aclararle sus dudas, dígame”.
Y sí, lo había escuchado como quien escucha llover encerrado en su casa durante una desapacible tarde de invierno. Sin abrir las ventanas, levantando ligeramente los visillos. Incrédulo, claro, con la benevolencia interior de quién va por la vida de vuelta de todo y con ganas de hacerse notar y ser más rápido que cualquiera.
No, no,-le dije- me parece muy bien todo lo que ha contado. Y, diga, cuánto pagan por palabra.”
Depende de qué palabra sea. Si llegamos a un acuerdo usted se compromete a no volver a usarla ni de viva voz ni por escrito. Firmaríamos un contrato que, una vez hecho efectivo el pago, tendría plena vigencia. Quisiera que usted compruebe que vamos en serio. Ahora mismo le voy a hacer una oferta. Dígame dos palabras que esté dispuesto a vendernos. Sean las que sean, se las compro”.
Las dije. La primera era la que nombraba el mes en que estábamos, el anterior a Diciembre. La segunda corresponde a una figura retórica, forma de ocultamiento de una verdad que el interlocutor en posición más débil emite frente a una instancia más poderosa y amenazante. Una fórmula estilística a la que gustaban acudir los escritores de la Nueva narrativa de los 80 cuando querían subrayar su forma de escritura aunque en su práctica narrativa lo que realmente llevaban a cabo era una mera complicidad entre iguales, más cercana al guiño o al sarcasmo que a lo propio del tropo.
No hablemos más. Dejemos que los hechos hablen por sí solos”, soltó sonriente y autocomplacido el personaje. “He traído conmigo este contrato en previsión de que llegáramos a un acuerdo. Queda rellenar el objeto de la transacción, las dos palabras que ha elegido, y fijar su precio ¿250.000 pesetas por cada una le parece adecuado?”
Dije sí con la actitud propia del ateo que oye en el funeral de un familiar aquello de el Señor es mi pastor y quién cree en mí tendrá la vida eterna. Puso las palabras en el contrato y me lo pasó a la firma.
Tendrá noticias nuestras, Sr. Bértolo. Y recuerde que cuando el pago sea efectivo darán comienzo sus obligaciones contractuales. Ha sido un gusto.”
Cuando me quedé solo empecé a sonreírme para mis adentros columbrando que toda la historia debía ser cosa del juego de bromas que venía manteniendo desde hacía unos meses con mi amigo Manolo Rodríguez Rivero, al que todavía Elvira Lindo no había convertido en “famoso en el mundo entero” pero que, entre amiguetes y desde los tiempos de la Facultad de Letras, era celebrado por uno de sus poemas parodia: “Obrero, te quiero./ Viva Blas de Otero./ Firmado: Manuel Rodríguez Rivero.”
Pero si esto sucedía en los primeros días del mes de difuntos, apenas una semana después me llegó una notificación del Banco comunicando una transferencia a mi nombre por un total de 500.000 pesetas, constando como impositor la sociedad Iniciativas Semánticas S.A. Y mi amigo Manolet no era precisamente de los que se desprendía de una cantidad así, ni mucho menos, por proseguir con una broma.
Esa misma noche recibí una nueva llamada de teléfono del tal Víctor de apellido no Bodoni pero algo semejante.
Como habrá visto el ingreso ya es efectivo. Espero que ahora nos tome en serio Sr. Bértolo”. Ni siquiera me dejó pensar una respuesta con la que dar salida a mi desconcierto y prosiguió: “Quisiera que nos volviéramos a encontrar. ¿Qué le parece el próximo sábado, a las doce treinta en la pecera del Hotel Palace?”
Como crítico literario necesitado de construir o asentar su valor de cambio en el mercado cultural (todavía no había tomado conciencia de que un crítico sólo es el medio en el que escribe) había acudido a ese lugar para asistir a alguno de esos ágapes que el mundo editorial ofrece a los voceros literarios y a los que estos acuden complacientes, ya por miedo a no estar entre los llamados, ya por hacer notar su presencia entre los elegidos. No era un espacio que me agradase. La amplitud de la bóveda, la arrogancia de las alfombras, mi incapacidad social para retreparme con naturalidad en los sillones, lo vivía y lo sigo viviendo como una ofensa que, por más, sería bastante inconveniente transparentar o reconocer. Allí estaba la errata del Bodoni, frotándose las manos en plan monaguillo mayor de la Real Academia Española.
Sólo he venido para devolverle su dinero”, dije con voz que quería expresar rotunda dignidad pero que sonó a frase ensayada, a gesto practicado previamente delante del espejo. Y así había sucedido. Después de la última llamada más que preocupado o confuso me había quedado molesto y me sentía humillado, tomado por imbécil. Por otro lado no entendía nada. 500.000 pesetas no era una cantidad despreciable por entonces (ni ahora) y más para una economía como la mía, en el borde de obligarse a prestar atención a los vaivenes de la cuenta corriente. Además, y ya puestos en el tránsito, no hacer nada y quedarme con lo ingresado era algo no desechable. Luego estaba la corrupción. Hacía años me había beneficiado de una relación familiar para tener acceso a una vivienda de protección oficial y por más que me repetía que mis baremos económicos entraban dentro de lo establecido, no lograba quitarme de encima, en plan Lord Jim, que aquel aprovechamiento era una mancha que me acompañaría toda la vida. Y esto sonaba a corrupción, era corrupción. No en vano había leído La máscara de Dimitrios y convenía con su protagonista en que cuando se recibe más pago del debido se está cruzando el umbral de lo corrupto. Recuerdo que, aun sin darle demasiados detalles, algo consulté con el escritor Alejandro Gándara que en aquel momento me pareció un interlocutor pertinente- acababa de leer con admiración La sombra del arquero-, a pesar de la opacidad refractaria que presidía nuestra relación en aquellos tiempos y que todavía hoy continua marcando nuestras, digamos, no-relaciones. “Los del 68 no tenéis remedio. Estáis condenados a mirar hacia delante aunque vuestro deseo os lleve hacia atrás”. Como de costumbre ocurre con su escritura, su oráculo de pitonisa órfica, una vez sopesado, no me sirvió para mucho. En última instancia decidí ir a la cita y devolver el dinero. Y en eso estaba.
Sr. Bértolo, podría decirle, pero no voy a decirlo, que usted ha firmado un contrato y que Usted está obligado a cumplir su palabra, a cumplir el trato sobre esas dos palabras que ya no son suyas. Podrá devolver esos dineros y hasta yo puedo aceptarlos, pero esas palabras ya las ha vendido y si es Usted coherente consigo mismo no deberá pronunciarlas ni escribirlas jamás aunque, si lo hace, nosotros nada le reclamaremos, simplemente nos sentiríamos defraudados. Si se siente incómodo con ese dinero y no lo quiere, devuélvanoslo. Lo destinaremos a alguna obra o necesidad que nos parezca oportuna. No nos quedaremos con él, porque ese dinero ya no es nuestro. Pero permítame que le diga que por nuestra parte ese dinero cumplía una función: que nos tomase en serio, y esa función la ha cumplido. Creo que al menos nos hemos merecido eso: que no nos tome a broma. Eso queríamos y es ahora cuando podemos presentarle la oferta que en verdad nos interesa. Creo que nos hemos ganado el que nos escuche. No se trata del dinero. Es como un buen libro que si es bueno lo es por eso: porque se ha ganado el derecho a ser oído. Usted es un crítico y eso lo sabe. Le pido que me escuche, después hará lo que quiera. Somos seres libres y razonables. Siéntese, por favor.”
Tenía razón. Mientras hablaba, sin mover las manos, mirándome directamente a los ojos, manteniendo con su mirada su razón, todos mis ensayos de indignación airada se vinieron abajo en silencio. Me senté. “¿Qué quiere ahora?”
Queremos Sr. Bértolo. Ya se lo dije. Soy sólo una pieza de un engranaje. Nos dedicamos a eso, a facilitar bienes y servicios de carácter cultural. Alguien puede tener el deseo, llámelo capricho si quiere, de que Oscar Niemeyer haga el diseño de sus muebles de cocina y nosotros tratamos de conseguirlo. Y lo conseguimos. Cada deseo para ser cumplido requiere una estrategia. Nosotros, La Corporación, la llevamos a cabo, con discreción; no encontrará nuestras señas en ningún lugar, no hacemos publicidad de nuestra actividad. Llevamos años, siglos habría que decir, trabajando en esto y la discreción lo es todo. Tampoco los bancos que gestionan fortunas familiares salen en las páginas amarillas. Cuando alguien nos necesita, nos encuentra y si puede encontrarnos es precisamente porque nos necesita. No le he mentido. Alguien nos ha encargado comprar palabras. Lo que le dije es verdad pero no toda la verdad. La verdad también necesita que el terreno sea el adecuado. Recuerde la frase del maestro Saussure que usted ha citado en alguna de sus brillantes críticas: Tan importante como encontrar la verdad es saber situarla. Alguien quiere comprar palabras, pero no cualquier palabra. Nuestro cliente quiere comprar, exactamente, una frase, un sintagma: lucha de clases. Una vez más insisto en que desconocemos, y no estamos interesados en saber, los motivos de ese interés. Nuestra oferta creo que merece la pena: tres millones de pesetas. Le aseguro que son muchos los escritores y gentes del mundo de las letras que ya han dado su conformidad. A alguno, no me importa manifestárselo, hemos tenido que ofrecerle ser el próximo ganador de uno de los premios de novela de mayor tradición y prestigio, otros han pedido nuestra intervención para su entrada en la Academia, hubo quien dijo estar dispuesto a la venta si le asegurábamos que sus novelas se tradujeran al alemán y quien pidió que su siguiente novela fuera reseñada en Babelia en página impar y con foto. A todos les hemos ofrecido frases o palabras de recambio: conflictos de frontera entre la realidad y la ficción, el doble como simetría, la traición como forma de conocimiento, misterio de la condición humana, crisis de identidad, el dolor de crecer, épica social, el descubrimiento del otro, el lenguaje como revolución, el amor como dialéctica imposible. No pensamos que usted necesite que le regalemos ninguna frase ni que sus críticas pierdan precisión si acepta el trato; no en su caso. Pero tiene que responder ahora. Esa es una condición estipulada. Pídase un café y píenselo. En media hora vuelvo y escucharé su respuesta.”
Lo vi alejarse sin darme opción a decir nada. Allí me quedé, atrapado más en la cifra que en las profundidades incómodas de un sofá mullido, ajeno y sentimental. “Lucha de clases”, me repetía intentando salir de la sorpresa, del asombro y de la sospecha. Sabía que el mal había llamado a mi puerta. Tres millones. Y al mismo tiempo todo me parecía una tontería, una broma si no supiera ya que aquello no era una broma. Por un momento me sentí importante y me fui regocijando dando paso a un perfil de héroe. Pero héroe de qué y para quién. En esas situaciones la cabeza no para y se convierte en el monólogo interior de un mediocre y sentimental novelista de izquierdas: el coche nuevo, una casita en Segovia, un apartamento en Almería, qué más da, me quieren comprar, tengo precio luego existo, de niño era tartamudo, nunca pasa nada, en la lucha final, seamos realistas, la literatura ya no es lo que era, volver a casa, nunca debí salir de mi pueblo, la felicidad es un agujero negro, los dedos de alabastro de la que fuera el primer amor de mi vida, el colegio caro de los niños, lo importante no es tener razón sino tener razón en el momento oportuno, la pasión inútil, lo que hacen contigo y lo que tu haces con lo que han hecho contigo, mi madre diciéndome que lo malo de mentir es que ya nunca sabrás cual es tu nombre, el nombre de tu desorden, la Internacional, non serviam, el derecho a poder hablar, no juegues a ser mejor de lo que sabes que eres, dentro de cien años todos calvos y dentro de tres todos del PSOE, que la soledad no sea eso, el reproche al padre porque no consiguió dejar de ser honrado, vivir es liarse la manta a la cabeza y seguir andando, Nunydie, nunca y nadie, Señor, Señor, la de cosas que hemos visto, En los mares del Sur, hasta morir es una máscara.
¿Estamos de acuerdo?”. Se había sentado y me miraba con el gesto de segura autocomplacencia típico del sacristán que ha logrado que el cónclave fije, limpie y de esplendor a la renovación torticera de su mandato. Sus manos volvían a girar y a girar sobre si mismas con la impertinencia del mayordomo que sabe nadar y guardar la ropa del amo. Quiero suponer que fue un resto de sentido de la humillación lo que me hizo levantarme y decir que necesitaba más tiempo antes de tomar la decisión.
No sé si es posible. No entra dentro de nuestras normas. Habré de consultarlo. Si se acepta la excepción le llamaremos dentro de tres días. Creo que no está leyendo bien la relevancia de esta oportunidad”.
No es que me pasará aquellos tres días sin dormir u obsesionado como un padre en trance de ruina, pero el monólogo me seguía devorando con la tozudez inmisericorde de una amada que no te ama. Pensé en consultar el rollo con un amigo escritor que empezaba a ser el autor predilecto de la amas de casa de las urbanizaciones residenciales pero recordaba bien la historia del marido de Effie Briest, quien, quince años después de que ocurriera, descubre el antiguo adulterio de una esposa con la que ha vivido feliz todos esos años y, no sabiendo que actitud tomar, consulta con un viejo amigo que le recomienda el olvido y que el secreto no deje de ser secreto. “Tendrías razón- responde este- pero ya no es un secreto pues te lo acabo de contar a ti y ahora es necesario, por tanto, el abandono y el castigo”. Lo mejor en estos casos es rumiar en soledad tanto la gloria como la mezquindad. No llegué a tomar ninguna decisión. Estaba dispuesto a negarme pero esperaba la llamada con una ansiedad que era aviso de grietas más que latentes. Pasaron los tres días del emplazo y no hubo ninguna llamada. Dos días mas tarde me anunciaron que, “por presiones de editores y redactores de Barcelona”, nuestro equipo de críticos dejaba de colaborar en el suplemento literario del periódico sobre el que se había erigido mi lábil prestigio. Al día siguiente recibí una carta, un tarjetón con el anagrama de Iniciativas Semánticas. S. A. El texto decía: “En nombre de La Corporación lamentamos que haya desconsiderado nuestra oferta”.


La historia anterior, que quise escribir con el aire de un conto gallego, formó parte de mi intervención en el mes de Junio de 1994 durante un encuentro dedicado a la obra de Manuel Vázquez Montalbán, en el marco de un Seminario organizado por la revista Quimera para uno de los cursos de la Universidad de Verano de El Escorial. Tenía que hablar de la novela Galíndez y se me ocurrió abrir de ese modo mi comentario a fin de realzar el hecho de que el autor de Yo maté a Kennedy o de La soledad del manager, en contraste con la producción narrativa española del momento, era el único que parecía no haber renunciado al uso narrativo de términos como explotación, plusvalía o lucha de clases. En el coloquio que siguió a las intervenciones, creo recordar que Jon Juaristi era uno de los presentes en la mesa, la discusión derivó hacia los aspectos del desgarro existencialista presentes en la novela, la evolución de la política del Partido Nacionalista Vasco o el talante moral como lugar en donde buena parte del PSOE había depositado sus otrora aires de transformación social. Montalbán, con el pudor que le caracterizaba, me agradeció la intervención y me comentó que a él también le habían llegado vagas noticias de una especie de mafia cultural. Ya en la cena alguien recordó que hacía años, cuando el prometedor crítico e investigador Gustavo Fabra Barreiro falleció, víctima de un absurdo accidente casero, algunas amistades cercanas comentaron que en los días anteriores al “accidente” Fabra había dejado traslucir, o eso había entendido algún amigo, que se encontraba tras la pista de un manuscrito inédito de Mariano José de Larra que podría hallarse entre los descatalogados de la biblioteca de la Real Academia, mostrando su preocupación por el hecho de que sus pesquisas se habían, inexplicablemente, filtrado y empezaba a sentirse espiado, vigilado y presionado.”Parece una novela de Pérez Reverte” se comentó, y ya derivando la sobremesa hacía el folletín y las novelas de misterio, Juaristi o Montalbán u otro que ahora no columbro, mencionó la existencia de una empresa que se dedicaba a comprar manuscritos de novelas como inversión de futuro al parecer muy rentable y más cuando con los ordenadores estos empezaban a ser muy escasos. “Será por eso que Camilo está volviendo a escribir a mano el Pascual Duarte”, “Será, pero seguro que se lo está haciendo un negro”. Así, entre bromas, maldades y riojas cerramos aquel curso de verano.














II

Pero haberlas, haylas.


De escritor frustrado pasé a crítico frustrado, a editar libros con el consentimiento del capital. Primero en una editorial independiente, es decir, pendiente de la cuenta de resultados y del director del banco, y que al poco de independiente pasó a editorial arruinada en trance de buscar un socio que se hiciera cargo de las cuentas pendientes para finalmente recalar como editorial obediente en un gran grupo multinacional. Desde mi trabajo como editor fui teniendo nuevas, siempre en clave de rumor, sobre la existencia fantasmal de mi imaginada Corporación. Mario Lacruz, excelente novelista y maestro de editores, hablándome de una novela, Mil días en la montaña, que tenía en barbecho desde hacía lustros, me comentó que hacía ya varios años una agencia italiana de perfil más que clandestino había querido comprarle los derechos para ser editada en una colección de novelas póstumas. “Una idea que me pareció estrafalaria y mórbida. Esa misma agencia años más tarde engañó al Spiegel vendiéndole los diarios de Hitler, una patraña”, y cuando le hablé de La Corporación mencionó que esa fábula era una especie de serpiente de verano recurrente inventada por un grupo de editores alemanes durante una aburrida Feria de Frankfurt.
Aunque nunca tuve acceso directo a la aristocracia editorial europea y anglosajona, un verdadero lobby internacional que tiene capacidad para promocionar de modo simultáneo y situar en el centro de la literatura a autores como Houellebecq, Sebald, Susan Sontag, Sandor Marai, Baricco, Philip Roth, Danilo Kis o Vila-Matas, me llegaron indirectamente noticias de que determinados editores habían recibido una oferta de una supuesta compañía de inversiones para publicar conjuntamente un manuscrito inédito de Thomas Mann pero desconozco lo que tuviera de real aquella historia. También llegaron hasta mi mesa de editor noticias difusas de índole semejante: sobre un texto de Kafka que alguien dice haber encontrado en una almoneda de Praga o comentarios sobre una supuesta correspondencia entre Valle-Inclán y Bertolt Brecht que abarcaría parte de los años treinta del siglo pasado. Como diría Felipe González, el mundo editorial también tiene sus cloacas y sus servicios de inteligencia. Hay quién comenta que la muerte por atropello de Víctor Seix formó parte de una conspiración a escala europea para frenar el ascenso empresarial de Carlos Barral. No hace ni medio año en el diario argentino Página 12 apareció el extraño suelto que a continuación transcribo literalmente:
Hace más de dos años que murió Augusto Roa Bastos y todavía no ha salido ninguna novela inédita suya. ¿La razón?: hay una, pero nadie sabe dónde está. Según su biógrafo, tienen algunas pistas del paradero de Un país detrás de la lluvia, novela inédita y terminada que el escritor dejó lista para su publicación, pero nada concreto. En una trama francamente policial, los hijos de Roa Bastos sospechan que la novela la puede tener algún editor paraguayo o español, lo que abre mucho el espectro de posibilidades. Pero esa es sólo una opción. También puede estar en algún cajón o, en el peor de los casos, perdida para siempre. Página 12, 10/11/2007

Cuando en 1996 apareció la novela Esta noche moriré de Fernando Marías, la historia de la Corporación que allí se relata no me cogió de sorpresa. Es un tema que estaba y está en el aire aunque nunca nadie haya podido o querido presentar pruebas irrefutables al respecto. En mi caso y tras su lectura las vagas sospechas tomaron más cuerpo y credibilidad. Cuando Fernando me hizo llegar el conjunto de historias que se recogen en este volumen y que son un claro aviso de que existe una verdadera historia paralela y subterránea del Arte y la Literatura, proponiéndome mi participación a través del epílogo que el lector tiene delante, dudé durante horas de cavilación y examen sobre la conveniencia de aceptar tan generoso ofrecimiento por temor a dar pábulo con mi participación, por modesta que esta sea, a una visión conspirativa de la Historia, algo que en mi condición ideológica de estalinista librepensador, rechazo de manera radical. Y sí finalmente terminé aceptando, no ha de buscarse la causa en que haya vencido tales escrúpulos (como muchos ya sabrán scrupulum era el término latino con que se denominaba a la molesta piedrecilla o semejante que por azares del camino se introduce en algún momento entre la planta del pie y la plantilla del calzado perturbando la andadura), sino por negarme a seguir ocultando el testimonio directo y personal que sobre la existencia de la Corporación tuve la suerte, o la desgracia, de poder compulsar con ocasión de negociar, en mi condición de director de la editorial Debate, la reedición definitiva de Pedro Páramo (aunque desde la fecha han aparecido al menos tres o cuatro nuevas reediciones definitivas) y El llano en llamas del escritor Juan Rulfo, así como de la correspondencia inédita con la que sería su mujer, recogida en un volumen que sería editado con el título de Aire de las colinas.
Es el caso que una semana antes de mi partida hacia D.F me pasaron una tarjeta de visita rubricada por un tal Cavalieri Salvatore Gigliomi que solicitaba poder hablar conmigo. En una esquina de la tarjeta leí claramente el sorprendente membrete: La Corporación. Despejé mi mesa de trabajo e hice pasar al cavalieri a mi amplio, luminoso y ventilado despacho (eran otros tiempos). Uno de esos personajes amueblados en mármol bien pulido: pelo cano, traje de corte impecable, corbata radicalmente british, camisa impoluta todavía arrastrando el resplandor del celofán, los zapatos como recién planchados y con una perenne sonrisa franca que recordaba a la de Marías, Javier, en época de promoción. Me estrechó la mano con firmeza pero sin hipérboles comerciales y luego de disculparse por haberse presentado sin cita previa me dio las razones de aquel encuentro.
Como habrá visto, Sr. Bértolo, no me llamo Víctor Buendoni, el nombre que me adjudicó en su fantasía. Salvatore Gigliomi, pero soy en efecto el gerente para España de la Corporación. Estoy seguro de que en fondo esto no le coge de sorpresa porque sabe bien que este encuentro, ¿o habría que decir reencuentro?, era inevitable. Ya ve que finalmente no siempre la literatura se cumple como expectativa decepcionada. Sé que su tiempo es escaso y que no le gusta que le mareen la perdiz. Permítame por tanto que aborde directamente el escenario y la trama de lo que me ha traído hasta aquí. Sabemos que dentro de unos días va a viajar a México para cerrar los flecos de la negociación con la familia Rulfo. El núcleo fuerte de los acuerdos lo han llevado entre el Consejero Delegado de su Grupo Editorial y Carmen Balcells, la agente de Rulfo. Si no le molesta que se lo diga, Usted sabe bien que su papel en la negociación se limita a legitimar literariamente la edición de un material que pudiera provocar suspicacias en un entorno que acaso contemple con reservas la publicación de unas cartas que, en origen, pertenecen al ámbito de lo privado. Usted no ignora que su intervención está destinada a calmar con palabras adecuadas una supuesta mala conciencia que, por otra parte, ninguno de los implicados creo que padezca. Dar cara literaria a un negocio no es tarea fácil en ningún caso y en ese sentido debe sentirse más que satisfecho. Como intelectual que es sabe vender su yo de manera productiva. Bien, ahora le voy a contar nuestro papel en todo esto. En 1962, Juan Rulfo era ya un autor consagrado desde la publicación en 1955 de Pedro Páramo, aun cuando el reconocimiento general tardaría un tiempo en llegarle. Pero el reconocimiento no le había servido para librarle de las angustias económicas que desde su infancia habían venido marcando su carácter. Atravesaba momentos de extravío que le estaban llevando a cruzar con demasiada frecuencia las fronteras hacia la autodestrucción, ya me entiende. Fue entonces cuando intervinimos nosotros. Por medio de un viejo contacto habíamos tenido noticia del enorme talento literario de Rulfo y sabíamos de las dificultades por las que estaba atravesando. Nos pareció que era una muy buena inversión. Arriesgada porque el camino hacia la autodestrucción, de uso, es de dirección única, pero lo suficientemente atractiva para que el coste de oportunidad resultase tentador. Negociamos con él, con él y con su mujer, de quien parecía depender para cualquier cuestión práctica. Aparte de una muy importante cantidad en efectivo, se le aseguró un cómodo puesto en una institución oficial. A cambio debía entregarnos en exclusiva y sin publicidad alguna, el manuscrito de la novela en la que estaba metido, En la cordillera, y de la que pudimos leer en su casa unos extraordinarios cuarenta primeros folios. Llegamos al acuerdo, firmó, cobró, se incorporó a la institución prometida y quedamos a la espera. Hasta hoy. Siempre diciéndonos que estaba bloqueado, que no avanzaba, que estaba seco, que necesitaba tiempo, que ahora sí, que ahora no. Sin embargo nuestras fuentes de información nos indicaban que la novela estaba concluida. No logramos volver a verlo personalmente, su familia, mujer e hijos, cerraban cualquier acercamiento. A los dos meses de su deceso en Enero de 1986 logramos mantener una entrevista con la esposa, quien negó que la novela existiese y afirmaba que entre los papeles sólo constaban aquellos cuarenta folios ahora llenos de tachaduras y menguados. Cuando se habló de la cantidad adelantada no se dio por aludida y nos recordó que comprar algo que no existe tiene “esa vaina”.Ahí reside en efecto nuestro problema: su existencia sólo es una sospecha, y por eso estoy hoy aquí. Queremos que Usted nos ayude a despejar esa incógnita, y estamos dispuestos, es evidente, a considerar el valor de su aportación”.
No llegué a saber que clase de ayuda me reclamaban. Con los años mi sentido del rencor se había ido incrementando y consideraba, y sigo considerando, ese derecho al rencor como la única herencia estimable que puedo dejar a mis hijos. Y desde ese rencor que cuido y mimo y que, por su parte, el entorno social, político, empresarial y literario alimenta con su desfachatez progresiva, me permití el lujo y digo bien: lujo, porque desobedecer el mandato de los que mueven los hilos de nuestras vidas es un lujo que no siempre está a nuestro alcance, de decirle a Don Salvatore que se había equivocado de puerta, que tenía razón, que bien sabía que mi papel en aquel negocio no pasaba de ser el de legitimador de una realidad que se sustantiva en dinero y se adjetiva con metáforas pero que, precisamente por eso, no necesitaba ni quería oír su oferta, porque el cupo de claudicaciones ya lo tenía más que lleno y que adiós muy buenas. Seguramente me pilló en un mal día, seguramente aquella mañana ya había tragado demasiado espíritu de empresa y tenía el yo en plan improductivo, seguramente estaba harto del humanismo del departamento de recursos humanos, seguramente me sentía incorporado en exceso al carnaval de la literatura como disfraz de la autoayuda para la burguesía. A veces el rencor funciona como una tabla de salvación en medio del naufragio. Me quedé con la tarjeta, la conservo y puedo aportarla como prueba.
Pero antes de finalizar y ya puestos, aclaro que no terminó ahí la cosa. Cuando días más tarde y ya en D.F me reuní con la familia de Rulfo, y aunque estaba convencido de que todo lo contado por Gigliomi era una pura invención, la famosa historia de la novela que nunca escribió me rondaba con la quejumbre de una caries tozuda. Sentado en medio del salón de la casa (de aire un tanto fúnebre, por cierto), acompañado por la especie de cónclave familiar que formaban la viuda, los hijos y un consejero de la Fundación Rulfo, teniendo enfrente un retrato del escritor que recogía con indudable mérito artístico su irredento rostro de décimo no premiado, y después de cumplir el papel de correveidile, que con acierto Gigliomi había adelantado, argumentando la relevancia literaria de las cartas y la necesidad imperiosa para la historia de la literatura de que se desprendieran de ellas a pesar del pudor y reservas que pudieran sentir, haciéndoles ver (aunque de ciegos nada tuvieran) que las fronteras entre lo público y lo privado era precisamente lo que determinaba la especifidad de la literatura epistolar desde las cartas de Santa Teresa hasta la correspondencia de Flaubert con Louise Colet, e insistiendo en que su publicación facilitaría claves fundamentales para una mejor comprensión de la obra de Rulfo, me atreví a preguntar sobre la existencia de un borrador o semejante de En la cordillera. La pregunta fue acogida con el silencio de ha pasado un ángel, caído. El labio superior de la viuda mostró por un instante un gesto más cercano al odio que al desagrado o a la impertinencia. ”Nada, apenas unas notas sin orden. Todo está en Los cuadernos de Juan Rulfo” explicó recuperando la compostura de educada hospitalidad. Cambié de tema a toda prisa y volví a mi papel de vendedor de crecepelos culturales pero aunque la conversación retornó a sus raíles predecibles puedo asegurar que la ventana no quedó bien cerrada. Entre los temas hablados habíamos acordado que para la edición de las cartas yo mismo preparase una breve nota introductoria. Ya de vuelta en Madrid la agencia literaria me comunicó que la familia no veía necesaria mi aportación. 

Constantino Bértolo. Historia secreta de La Corporación.451 Editores. 2008.

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