miércoles, 2 de noviembre de 2016

Un escritor sin adjetivos




DASHIELL HAMMETT: Un escritor sin adjetivos


No sé si fue Hemingway u otro escritor, acaso Albert Camus, quien dijo aquello tan sabio de que «hay que elegir entre ser escritor o ser protagonista de novela». Un sabio consejo para tantos que confunden la literatura con la vida sin lograr separar nunca los límites entre una y otra.
El caso es que no hay regla sin excepción aparente y uno de esos casos bien puede ser el de Samuel Dashiell Hammett. Su vida parece una película: nace el 27 de mayo de 1894 en una granja del condado de St. Mary, en el Estado de Maryland, en el seno de una familia que lucha por salir de la penuria. Vive su adolescencia en Baltimore, entra en contacto con la lectura, trabaja como empleado de los ferrocarriles, ingresa en la agencia de detectives Pinkerton, aprende el arte de seducir a las mujeres, se alista en el ejército, enferma del pulmón, vuelve a trabajar de detective, se matricula en un curso de periodismo y entra a trabajar como redactor publicitario para una joyería. Se casa con una enfermera, tiene dos hijas y decide abandonar a su familia para poder dedicarse a la escritura. Redacta anuncios, bebe whisky a destajo y trabaja duro. En 1922 la revista The Smart Set publica uno de sus relatos y empieza a labrarse un cierto prestigio. En 1923 publica el primero de los relatos de El agente de la Continental en la revista Black Mask, en donde aparecerán por entregas sus primeras historias. En 1929 recopila y corrige los materiales que conformarán su primera novela publicada como libro: Cosecha roja, y a continuación La maldición de los Dain, y luego El halcón maltes y poco más tarde La llave de cristal. La fama, Nueva York, el alcohol y mujeres. En 1930 conoce a Lillian Hellman. Viaja a Hollywood para trabajar de guionista. Fama, dinero, alcohol, mujeres. Sigue publicando, sus novelas se adaptan con enorme éxito al cine. Humphrey Bogart populariza la imagen de sus héroes. Colabora con Lillian en las primeras piezas teatrales de ésta. Todavía publicará dos novelas, El hombre delgado y Una mujer en la oscuridad, y algunos relatos. A los cuarenta años el mundo estaba en sus manos. No volvería a escribir nunca más. Como si el protagonista hubiese terminado por tragarse al escritor. En la segunda guerra mundial se alista como voluntario. En la posguerra será víctima de la caza de brujas, siendo acusado de colaboración con los comunistas. Su silencio le llevará a la cárcel. Los últimos años serán de sufrimiento. Hospitales y residencias. Muere en 1961 de cáncer de pulmón. El 10 de enero.
Una vida de leyenda. Una biografía digna de Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Lautreamont o E. A. Poe. El aura romántica de los poetas malditos y la aureola mítica de los escritores norteamericanos de izquierda.
Pero la leyenda puede impedir que veamos los árboles. «Por sus obras los conoceréis» y por eso es necesario volver una y otra vez a sus obras, a sus novelas, a sus relatos. Lo curioso es que generalmente se entra en la obra de Hammett por el camino indirecto del cine. Las películas rodadas sobre sus novelas constituyen parte esencial del gran cine norteamericano en su época dorada. Es imposible separar la imagen de Sam Spade, su detective más famoso, del gesto huraño y desolado de Bogart. Difícil es separar las frases de Bogart, secas, irónicas, escépticas, del texto real de relatos y novelas. Como si Hammett, además de modificar radicalmente los caminos de la novela policíaca, hubiera creado también el cine negro, y en verdad que es difícil separar dónde acaba Hammett y dónde empieza el cine.
Cuando Hammett empieza a publicar sus primeros relatos la novela policíaca era ya un género plenamente constituido. Si todo género literario es ante todo una institución basada en un compromiso tácito entre el lector y el autor, las partes de ese contrato, es decir, el asunto y temática y el repertorio recurrente de artificios —los elementos básicos de un género— ya estaban establecidas. Desde Poe se había ido conformando el Corpus del género y sus claves últimas serían las provenientes del enfrentamiento entre misterio y razón. Hacia 1920 la novela policíaca se había desarrollado como novela de enigma en cuanto que el crimen era el motor que generaba las preguntas básicas a las que toda novela —policíaca— debía contestar: ¿quién lo hizo?, ¿por qué?, ¿cómo? El encargado de contestar a esas preguntas era un detective dotado de especiales dotes deductivas e inductivas y capaz de relacionar pistas y sospechosos hasta que el rompecabezas cuajara de manera adecuada. Detectives que como el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de Conan Doyle o el padre Brown de Chesterton encarnaban, de una u otra manera, «la razón» elevada a la condición de paladín o herramienta suficiente para «desfazer» los entuertos —crímenes— que perturbasen las tranquilas aguas de la normalidad. La novela policíaca tradicional, también llamada novela enigma o novela problema, descansaba sobre una base positivista —la razón como espada contra las sombras, la ciencia como instrumento de conocimiento— desde el punto de vista ético y en una ideología muy pequeño burguesa —la propiedad privada como núcleo de las relaciones sociales, la honradez como valor, la seguridad como meta— desde el punto de vista social. En la novela policíaca tradicional el crimen estaba contemplado como una mera perturbación, como un accidente que trastornaba el orden establecido pero sin que éste fuera nunca puesto en duda, y no es extraño que el escenario predilecto de tantas y tantas novelas de este corte fuera el hogar familiar, «la biblioteca», como símbolo de los valores más representativos de la burguesía.
Y si esto era así desde el punto de vista de la representación de la realidad, en el plano narrativo esa novela descansaba sobre una estructura lineal que se desarrollaba con una doble intención: por un lado, el detective lleva a cabo su investigación buscando pistas y descartando sospechosos para contestar a la pregunta de ¿quién lo hizo?; por el otro lado, el desarrollo narrativo está condicionado por la necesidad intrínseca de que el lector no descubra antes que el detective la respuesta a esa pregunta. En otras palabras, la estructura de la novela policíaca tradicional se construye sobre un doble pivote: descubrir y ocultar. El equilibrio entre ambos pivotes es determinante de la calidad constructiva del relato, puesto que el pacto contractual entre lector y autor exige de este último una cierta honradez narrativa que impide que se le escamotee al lector aquellas pistas o hechos que puedan permitirle descubrir la verdad antes o al tiempo que el detective.
En realidad, la novela policíaca reunía en sí misma tres narraciones diferentes. La primera está constituida por la novela anterior al comienzo de la acción, pues si la acción comienza con el crimen existe una narración anterior cuyo argumento finaliza precisamente con ese crimen y por eso se le puede llamar la narración primigenia. La segunda narración es una narración ficticia, entendiendo por ficticia la presencia clara de una voluntad de engaño. El contenido de esa narración está conformada por las falsas pistas y ocultamientos que el asesino o culpable establece con la intención de que la novela primigenia —los hechos que en realidad ocurrieron— no pueda ser leída, es decir, desentrañada. Esta segunda narración puede ser llamada la novela del asesino, pues es él quien la programa, escribe. La tercera narración coincide con el texto y es aquella que nos va dando cuenta de cómo el detective rechaza la novela del asesino para ir desentrañando la novela primigenia. En realidad, la novela policíaca es el enfrentamiento entre dos ficciones: la ficción que monta el asesino y la ficción que monta el detective. Por eso bien puede decirse que el asesino o culpable si es descubierto es porque es un mal escritor: escribe mal su novela, mientras que el detective es un buen crítico pues descubre los fallos de aquella novela pero por una vez el crítico no es un escritor frustrado pues mientras hace la crítica escribe la novela.
Si a todo eso añadimos que el lector —que sabe que las novelas policíacas se basan en que el héroe encuentre la solución y en que el lector no la encuentre— desconfía a su vez de la novela, la vigila buscando adelantarse a la solución del misterio, se entiende perfectamente la excitación intelectual que la novela policíaca produce en sus lectores. No es extraño que se hable de adictos si tenemos en cuenta que el género le permite al lector ser al mismo tiempo el detective (por identificación con el héroe), culpable (por ver cómo poco a poco el montaje de éste se desmorona) y detective supremo (investiga la investigación del detective).
Vemos por tanto que la novela policíaca tradicional se había constituido de manera muy sólida y que prácticamente funcionaba como un artificio muy regulado y determinado. En realidad, sus textos eran meros juegos seudointelectuales más ligados al ajedrez o a los crucigramas que a los contenidos profundos de la narración, entendiendo por ésta una concatenación de hechos con interés humano. Piezas de relojería o de orfebrería con talentos indiscutibles entre sus artesanos. Así era la novela policíaca antes de Hammett.
Hammett entró en aquel panorama como un elefante en una cacharrería. Rompió todo. Si hasta entonces una novela policíaca era la historia de un habilidoso que lenta y pausadamente iba desatando el nudo gordiano de un crimen, Hammett entró en ese terreno como Alejandro en Asia: rompiendo el nudo de un golpe. En palabras de Raymond Chandler, «Hammett restituyó el crimen a su lugar natural: la calle».
La entrada de Hammett en el mundo de la literatura policíaca supuso una verdadera revolución hasta el punto de que bien puede hablarse de un antes y un después. Con la literatura de Hammett, la novela policíaca se abre a un nuevo camino e inaugura una nueva forma de abordar lo criminal que hoy reconocemos con la etiqueta de «novela negra».
Ciertamente no debe caerse ni en la hagiografía ni en una interpretación individualista de la historia literaria. Esa revolución no es producto de un solo autor, por mucho talento que éste tenga, ni procede de la nada.
En realidad, la novela tradicional ya daba señales de que su formulación general estaba en vías de agotamiento. Experimentos narrativos como los de Austin Freeman, Roy Vickers o Francis Îles, que introdujeron lo que se llamó «inversión», es decir, la narración descubre en sus inicios al criminal y por tanto la investigación, y el suspense, se traslada de centro —del quién lo hizo al será o no será descubierto—, eran evidentes síntomas de que aun sin salirse de la estructura básica del género algunos autores querían romper con sus moldes más estrictos. Por otro lado, la narrativa norteamericana estaba estrenando, de la mano de autores como Hemingway, Faulkner, Steinbeck o Dos Passos, una mirada profundamente realista sobre el entorno social. Desde el punto de vista social había surgido un amplio público de corte muy popular que buscaba ávidamente mitos y referentes. Al socaire de esta demanda proliferaban las revistas populares o pulp que ofrecían narraciones de corte muy realista y muy ligadas a un cierto tremendismo. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la novela de enigma se había asentado fundamentalmente en Inglaterra, mientras que en EE UU se había mantenido una cierta novela policíaca más ligada a las aventuras que a la mera investigación deductiva.
En el origen de lo que hoy denominamos «novela negra» ocupa un papel de primera fila una de esas publicaciones, Black Mask. Nacida en 1920 a partir de una iniciativa de los editores de The Smart Set —la revista donde Hammett publicó su primer relato—, esta publicación pretendía recoger al público interesado en las revistas pulp y las ediciones baratas de novelas del oeste o de crímenes —las famosas dime novels— publicando relatos de misterio y policíacos. Sus primeros editores, Mencken, Nathan y Phil Cody dieron la oportunidad a un grupo de escritores, entre los que se encontraba Hammett, que conectaban con los gustos de ese público mayoritario. La revista se asentaría de manera espectacular bajo la dirección de Joseph T. Shaw. Hammett siguió los pasos de Carroll John Daly, autor hoy olvidado pero que tiene el interés manifiesto de haber sido el primero en poner en el primer plano narrativo la figura de un investigador que por sus características rompía con la imagen fría, científica y calculadora de los investigadores tradicionales hasta entonces en el género. Nacía así el hard-boiled, «duro y en ebullición» según la afortunada traducción de Javier Coma, referida a la figura de ese investigador de carácter duro, violento, amante de la acción, sin apenas valores morales y dotado de un cinismo que rozaba la crueldad. El hallazgo de ese punto de vista supondría para Hammett la posibilidad de llevar a la práctica su sentido de la narración policíaca y por tanto su visión de la realidad y su filosofía de la vida. La experiencia personal de Hammett como detective de la agencia Pinkerton le había aportado una visión del mundo del crimen muy alejada de la realidad de laboratorio típica de la novela policíaca de enigma. Había sido un testigo privilegiado de la «normalidad» de la sociedad de su tiempo. Desde que en 1920 se había aprobado la Ley seca, la proliferación de la violencia era espectacular. Los gánsteres y mafiosos se habían introducido en todo el cuerpo social y la corrupción y los crímenes eran la moneda de cada día. Hammett, personalmente, enfermo de pulmón, veía la vida como algo carente de sentido y vivía bajo la sospecha permanente de que «llegar al jueves» no es nada seguro.
Desde esa posición construyó una literatura policíaca de enorme intensidad. El peso de sus relatos caerá pronto sobre la figura de El agente de la Continental, cuarentón, regordete, astuto, cínico, cruel incluso, escéptico, pesimista y desconfiado. En sus relatos en primera persona el mundo pasa por su filtro amargo. Se mueve como pez en el agua en el mundo de la delincuencia. Permanece de este lado de la ley pero no se sabe muy bien por qué. Todavía conserva un cierto código de honor, de dignidad. Hace su trabajo y lo quiere hacer bien. El fin justifica los medios.
Relato a relato, novela a novela, el mundo narrativo que va construyendo Hammett se desentiende de manera radical del universo de la novela policíaca tradicional. El héroe no es ninguna encarnación de la diosa razón; sus capacidades deductivas no son espectaculares, intuye, sabe y busca. No encuentra pistas, las busca. Su herramienta no es el cerebro sino la acción. Se conserva la base del género: un crimen y una investigación, pero ese crimen ya no es un accidente que trastoca el orden sino un desorden más dentro del desorden general, ni la investigación es un ejercicio de neuronas sino de puños y valor. Lo irracional, la violencia, el miedo, la sangre forman parte del escenario de la gran ciudad. Lo de menos es descubrir al culpable o criminal que por otra parte es conocido desde el principio de los relatos; se trata de mostrar la acción, el carácter del protagonista, de dar testimonio más o menos crítico de la realidad, de diseccionar las pasiones reales que mueven el mundo que se narra: la ambición, la avaricia, el deseo, la voluntad de poder, el miedo, la intolerancia, el abuso, la ley del más fuerte.
Pero si esos son los componentes básicos de la narrativa de Hammett, es indudable que su peso dentro de la historia de la novela policíaca viene determinada por las enormes cualidades narrativas que el autor poseía y que han hecho que su obra sobrepase los límites del género para inscribirse por derecho propio en la historia de la literatura. Escritores como Gide, Cernuda o Malraux vieron pronto que su narrativa estaba más allá de las etiquetas.
Destaca en Hammett el sentido del ritmo narrativo, su enorme capacidad para dotar de significación a los elementos del entorno, el intenso partido que extrae de la economía expresiva, la plasticidad de sus imágenes y el talento para narrar y describir desde un tono neutro, objetivo, descarnado y seco que muestra sus momentos más brillantes en el diálogo como recurso primordial para la construcción de los personajes. Son esas capacidades las que le permiten haber creado esa serie de magistrales ficciones literarias, novelas y relatos, con las que desmontar la gran ficción de la vida, ahondar en la ficción de las apariencias, en la ficción del orden, de la respetabilidad, de las grandes palabras. Descubrir hasta el fondo las contradicciones radicales de esa gran ficción que llamamos vida, la gran asesina.
La edición de sus obras completas que hoy presentamos va más allá de la ceremonia literaria que conlleva el centenario de su nacimiento. Nace esta iniciativa desde la creencia de que en Hammett tiene la literatura de hoy uno de sus más claros referentes.
El papel de Hammett como creador de ese estilo de novela policíaca que llamamos novela negra no determina ni agota su significación literaria. Hoy, cuando la novela negra se ha constituido a su vez en un género codificado y expoliado, la estatura narrativa de Hammett no sólo se hace patente al comprobar cómo sus imitadores apenas logran traspasar la superficie anecdótica de su obra, sino también al constatar que el paso de los años no ha erosionado nada, ni la capacidad expresiva de su escritura ni la potencia estética y ética de su geografía narrativa. Leer hoy a Hammett supone el encuentro con un verdadero maestro literario, con un autor capaz de penetrar en los pliegues más ocultos de la realidad y de la vida.
Construir un personaje con una sola frase. Hacer oír el silencio que se agolpa en un diálogo. Describir en tres pinceladas las grietas que hay detrás de toda apariencia, llenar de amargura el espacio oscuro de una sonrisa irónica. Mostrar que lo literario es lo contrario del oropel o que escribir consiste en revelar el filo agudo de las palabras, son magisterios con los que cualquier lector puede seguir disfrutando cuando se enfrenta a su obra.
En este primer tomo se han agrupado sus seis grandes novelas. Para su edición hemos sopesado la conveniencia o no de presentar como novela el conjunto de los dos relatos —«El gran golpe» y «Dinero sangriento»— que diversos especialistas, algunos de tanto relieve como el español Javier Coma, consideran como una obra única. Sin duda, hay elementos —trama, personajes, tono— que avalan dicha postura. Sin embargo, hemos optado por la presentación clásica o tradicional por entender que si bien Hammett propuso en algún momento su edición como novela unitaria, nunca llevó a cabo el trabajo de reescritura que normalmente efectuaba en casos semejantes. De ahí que dichos relatos sean editados en el segundo tomo de estas obras completas, dedicado a recoger la totalidad de sus narraciones breves.
El silencio de Hammett, el hecho de que dejara de escribir desde finales de los años treinta —en el momento de morir dejó una obra, Tulip, inconclusa— sigue siendo un misterio apasionante. Algunos especialistas hablan de agotamiento, otros, de escepticismo. En cualquier caso, Hammett nos ha dejado un legado literario más que suficiente. Disfrutémoslo.
Prólogo a la edición de las Obras Completas. Edit Debate.1998.

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