MENOS QUE UNO
Joseph Brodsky
Siruela, Madrid
Los textos que
aparecen en este volumen habían sido publicados por la editorial
Versal repartidos en dos libros: Menos que uno (Barcelona, 1987,
traducción de Roser Berdagué y Esteban Riambau) y La canción del
péndulo (Barcelona, 1988, traducción de Esteban Riambau). Fue en
1987 precisamente cuando Joseph Brodsky (Leningrado, 1940-Nueva York,
1996) recibió el Premio Nobel de Literatura que confirmaba el alto
prestigio que como poeta y ensayista había ido acumulando en los
años y libros anteriores y posteriores a su salida de la Unión
Soviética en 1972. Esta edición de Siruela, que viene dedicando
especial cuidado y atención a su obra, nos llega ahora de la mano
del traductor Carlos Manzano y no cabe otra cosa que elogiar su
excelente trabajo, dada la dificultad que sin duda supone trasvasar
la precisión y el afinamiento de la escritura de Brodsky.
Estamos ante un
libro deslumbrante y cuya lectura o relectura parece hoy acaso más
oportuna, urgente y necesaria que nunca. Porque si en su momento, y
de manera inevitable, Brodsky fue leído de modo más o menos (más)
interesado como un exponente de la literatura antisoviética, ahora,
cuando el fin de la guerra fría y la desaparición casi total de un
entendimiento de la literatura como campo de batalla ideológico han
apagado aquellos perfiles, y cuando la sociedad parece haber dejado
en las solas manos del mercado la producción de necesidades
tangibles e intangibles, la propuesta de Brodsky sobre el ser y
sentido de la literatura que en este libro se encuentra muestra un
filo acaso inesperado, pero en extremo contundente y polémico: la
literatura como templo para minorías.
Musil habló en
algún momento del crítico como «custodio del nivel de exigencia
alcanzado», y si aplicamos el enunciado al ensayista que emerge de
la lectura de este libro cabría decir que la figura del crítico,
así definida, encuentra en Brodsky su más lograda representación.
Son dieciocho ensayos en los que el peso de lo político, la crítica
del sistema que emerge de la Revolución de Octubre, de su
repercusión moral y física sobre las vidas individuales y sobre la
literatura y la cultura, es relativamente inferior, al menos en
cantidad, al espacio dedicado a entrar y desentrañar las claves de
la escritura de la poesía de autores como Osip Mandelstam, Marina
Tsvetáieva, Anna Ajmátova, Derek Walcott, Eugenio Montale,
Konstantinus Kavafis y W. H. Auden, entre otros, para remontarse a
partir del comentario de sus obras hasta el significado último de la
literatura, del lenguaje poético o de la cultura como espacio vital
y social amenazado tanto por la falta de libertad como por la
banalidad del mercado. Y si en sus aspectos más políticos el libro
continúa siendo un pliego de denuncia, lo que hoy le concede mayor
relevancia es precisamente lo que contiene, que es mucho, de
resistencia frente a estos tiempos de relativismo estético y
escepticismo cultural que hemos venido conociendo como posmodernidad.
El corpus central del conjunto de ensayos forma un especial curso de
literatura contemporánea de entidad semejante, si no claramente
superior, a los famosos cursos de literatura que en su momento
dictara Vladimir Nabokov, si bien en el caso de Brodsky, más que de
inteligencia visual, tan presente en las lecturas del autor de
Lolita, habría que hablar de una inteligencia auditiva que escucha
las lenguas –la inglesa en sus acercamientos a Auden o a Walcott,
la rusa en su comentarios sobre Mandelstam o Tsvetáieva, la italiana
al hablar de Montale– en su estadio superior: en el momento en que
se constituyen en Literatura.
El pensamiento
literario de Brodsky, que desborda continuamente de modo natural el
campo propio de lo literario, parece asentarse sobre cuatro
principios básicos que se oponen radicalmente a las coordenadas
estéticas y éticas de la posmodernidad: la cultura como esfera no
democrática («la cultura es “elitista” por definición y la
aplicación de los principios democráticos en la esfera del
conocimiento propicia la equiparación de la sabiduría con la
imbecilidad»; «El concepto de igualdad es extrínseco a la
naturaleza del arte, y el pensamiento de cualquier hombre de letras
es jerárquico»); la poesía como expresión de las facultades
superiores del hombre («Un poeta se granjea problemas por su
superioridad lingüística –y, por consiguiente, psicológica– y
no por sus actitudes políticas»; «la poesía es la esencia de la
cultura mundial»); el arte como jerarquía y progreso («Nos guste o
no, el arte es un proceso lineal. Para impedirse retroceder, el arte
tiene el concepto de tópico. La historia del arte es la de la suma y
el refinamiento, de la ampliación de la perspectiva de la
sensibilidad humana, del enriquecimiento –o más a menudo la
condensación– de los medios de expresión»); y la responsabilidad
de los lectores («La sociedad, mayoría por definición, considera
que tiene otras opciones que la de leer poemas, por bien escritos que
estén. El resultado de su fracaso al respecto es su desplome a ese
nivel de locución en que la sociedad cae presa fácilmente de un
demagogo o un tirano»). Cuatro enunciados que difícilmente
encuentran acomodo en el pensamiento hegemónico actual.
La escritura del
Broksky ensayista no es polémica ni en su tono ni en su sintaxis y
sus postulados avanzan con el ritmo y la actitud de quien describe un
mapa cartográfico: el pulso lento que recorre y subraya las líneas
de nivel, la orografía que las aguas de un torrente o un río
determinan con sus cauces, las cotas que el uso de un adjetivo o el
eco de las rimas señalan, la escala real de las distancias que se
abarcan. De vez en cuando, y como quien sustantivase el plano del
viaje, deja ver un gusto elegante por los enunciados sentenciosos:
«la polémica es una forma de herencia», «la muerte como tema
siempre produce un autorretrato», «el arte “imita” a la muerte
más que a la vida», «si hay algún sustituto del amor, es el
recuerdo», «el verso desempeña el papel de tutor del alma», «una
rima convierte una idea en ley», «la humildad nunca se elige», «el
halago no nos lleva lejos», pero evitando la sabiduría yuxtapuesta
de la prosa conceptuosa. No se asusta sin embargo de la lectio o el
didactismo: «Nunca se deben rimar las mismas partes de la oración:
los nombres sí, pero los verbos no y la rima entre adjetivos es
tabú»,aunque huye del narcisismo crítico tan usual en otros
escritores al no leer la escritura ajena desde la propia. Tampoco
busca la complicidad o la empatía fácil del lector, no se instala
en la cátedra, pero no disimula ni la tarima ni el orgullo de su
propia estatura. En la precisión de sus comentarios reside la
credibilidad que transmite. No hace falta conocer en profundidad los
rasgos de los ritmos yámbicos o trocaicos para aceptar con él que
la prosodia encierra los secretos vitales del lenguaje poético, sus
conocimientos sobrevienen como herramientas necesarias sin caer nunca
en la autoridad impostada de la erudición y «oírle» hablar de la
difícil travesía que supone cualquier traducción constituye una
enseñanza moral (y semántica, claro) impagable. Y aunque uno no
comparta su concepción de la literatura como meta única y destino
superior de la humanidad, es imposible desprenderse de la sensación
de que Brodsky nos ha enseñado el perfil de las más altas cumbres
de la mejor tradición del espíritu ilustrado. Y aristocrático.
Porque lo que
Brodsky propone hoy, en un espacio social y cultural dominado por lo
que algunos llaman la democracia cultural de las masas –como
creadoras y como consumidoras de cultura–, es una lectura
aristocrática, jerarquizada, minoritaria, inevitablemente elitista,
en la que la literatura, como espacio supremo de una condición
superior, aparece en peligro de extinción, rodeada y amenazada por
la proliferación de lenguajes triviales donde lo literario pierde su
carácter de «lengua que vigila» para devenir en simple «lengua
que consuela». Brodsky, que asume que su tarea como escritor reside
precisamente en no rebajar «el nivel de funcionamiento mental, su
plano de observación» de la lengua con la que trabaja, que no deja
de ser consciente de que «la estampida de las masas» está
originando que se pueda «calificar de viudedad la condición del
mundo moderno en relación con la civilización» y que avisa sobre
cómo la literatura está dejando de ser tradición para pasar a ser
un capítulo más de la industria banal del ocio y el
entretenimiento, parece situarnos así, como lectores, frente a una
encrucijada –o elitismo o barbarie– que suena, nos tememos, más
a trampa nostálgica que a dilema resoluble en esos términos.
Revista de Letras,
01/08/2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario