Literatura
republicana, literatura proletaria, literatura revolucionaria
Cuando el 14 de
abril de 1931 se proclama la Segunda República se presenta para la
historia de España la
oportunidad de cerrar finalmente el siglo XIX, aunque sea con una
treintena de años de retraso. Será, como
sabemos, una oportunidad fallida, pero para los protagonistas de
aquel tiempo se abría un horizonte histórico de largo alcance. La
historia de la literatura que se produce,
circula y consume
entre 1931 y 1936 es la historia de ese horizonte, de su intento de
descripción y de su intento de construcción y por desgracia de su
brutal desaparición.
Partimos del entendimiento de la literatura en cuanto discurso
público dotado de características propias: la célebre autonomía
que a veces se lee en equivocada clave de independencia.
Características propias que se definen en cada momento en función
de lo que la correlación de fuerzas sociales, económicas y
culturales -estrechamente dependientes entre sí- determina tanto a
la hora de trazar la frontera entre qué discursos públicos pasan la
aduana que los valoriza como literatura y qué discursos públicos no
pasan esos lindes, como a la hora de establecer entre los homologados
las distintas jerarquías, rangos, excelencias, recelos, pecados
veniales y mortales (mortales porque conlleva la pena de expulsión
del espacio considerado literario) a través de un sistema complejo
de juicios y prejuicios, estimaciones, penitencias, canonizaciones,
repudios
y reconocimientos.
Ya adelantamos nuestra opinión de que el periodo literario que
abarca la República va a
caracterizarse de modo muy especial por la puesta en cuestión
precisamente del sistema de pesos y
medidas que afecta a los discursos literarios. En ese sentido
contemplamos el
momento literario de
la República como un momento de crisis radical.
No pretendo en esta exposición usurpar ningún papel de académico
ni voy a exponer un panorama ni detallado ni resumido sobre la
historia de nuestra literatura durante ese periodo aun cuando,
inevitablemente, he de recurrir a la historiografía literaria a fin
de intentar interrogarnos sobre
los perfiles teóricos y prácticos que esa crisis a mi entender pone
de relieve.
Es evidente que sin
la aportación académica de determinados trabajos o el apoyo
instrumental que representan las ediciones comentadas de algunos de
los autores y obras que iré citando sería imposible ese transitar
por el campo literario de la Segunda República desde el que ofreceré mi
personal interpretación acerca de qué es lo que desde el punto de
vista literario
se está poniendo en
juego en esos años. Antes, y a modo de breve apertura, expondré mi
opinión acerca del estado del terreno de juego político, social y
cultural sobre el que la República ha de moverse.
En síntesis, la
Segunda República pone en marcha dos cuestiones:
- Quién y cómo
controla las plusvalías que el sistema económico genera.
— Los fundamentos
de la legitimidad del sistema capitalista como extracción y
explotación de plusvalías.
Dos cuestiones que
evidentemente no surgen en ese momento: a lo largo de todo el siglo
XIX el problema de la
modernización de España lo que esconde son las necesidades de la
nueva clase mercantil e
industrial de hacerse con el control y el diseño de un mercado capaz
de permitir un desarrollo
económico de corte capitalista, abandonando el lastre que para esa
tarea significa la permanencia de
estructuras premodernas y casi feudales en nuestra sociedad. Algo que
una
novela como Doña
Perfecta de Galdós resume de manera expresiva. Y desde la aparición
del movimiento obrero
organizado, ya en su concepción anarquista, ya en la senda marxista,
está claro que el sistema económico basado en la propiedad privada
de los medios de producción está puesto
en cuestión. Pero
es la proclamación de la Segunda República lo que coloca sobre el
tapete del aquí y ahora ambas cuestiones que se van a entrelazar
profundamente al tiempo que las realidades del aquí: papel de la
Iglesia, reforma agraria, educación, reformas sociales y el timing
del ahora: la
revolución ya;
primero modernicemos, luego actuaremos...; van construyendo a modo de
tijera que se abre una
brecha entre todos los que en un primer momento se sintieron unidos
bajo el nuevo y bienvenido
sistema de gobierno.
Pues bien, esa
imagen de la tijera que se abre es en mi opinión absolutamente
trasladable al campo literario,
aunque en el traslado se vaya a producir un movimiento intermedio que
hace que en lugar de dos
hojas en el campo de lo literario sean tres los elementos a analizar.
Quiero decir que si bien la
tijera con las dos hojas -la hoja que corresponde a lo que llamaré
literatura
republicana y la
hoja correspondiente a la literatura revolucionaria- efectivamente se
abrirá a lo largo del periodo
republicano, entre una y otra hoja aparece o reaparece o simplemente
se deja ver un espacio
literario práctico y teórico relacionado con lo que llamo
literatura proletaria.
De ahí el título
triangular de esta exposición: literatura republicana, literatura
revolucionariay literatura
proletaria.
Entiendo por literatura republicana la que se produce desde aquellos
sectores de la burguesía y pequeña burguesía interesados en poner
en circulación un tipo de literatura que no cuestiona el término
literatura ni sus contenidos normativos porque se sienten cómodos en
el formato tradicional de lo literario; es decir, en un concepto de
lo literario que se remonta a las letras clásicas del
griego y latín, que se condensa en el periodo renacentista, se
legitima en la Ilustración y se hace civil con el Romanticismo y la
consagración de las literaturas nacionales. Una literatura que se corresponde
con un entendimiento de lo literario ligado a una concepción de lo
estético como esfera superior
y noble de la condición humana, en aras de cuya superioridad y
nobleza no se admiten ni
permiten intromisiones de otros poderes, proclamando así su propia
autonomía
cuando no
independencia. Concepción defensiva que evidentemente cumplió un
papel liberalizador en los
tiempos de la Ilustración cuando la burguesía naciente necesitaba
establecer aduanas con respecto
a los poderes del Antiguo Régimen: las monarquías absolutas y las
iglesias cristianas en su variable católica o en sus versiones de
raíz luterana. Desde esa concepción, la literatura
republicana emite sus discursos impregnados de aquellos valores
humanistas con los
que la República se
siente identificada: libertad individual, emancipación de la mujer,
solidaridad entre clases, honestidad en la cosa pública, higiene y
ética en lo privado, el ocio como derecho, derecho a la dignidad: en
la vivienda, en el trabajo, en la salud. Todo ello sin tocar la
propicias ni su usus ni usufructus, aunque eso sí, admitiendo la
intervención en el abusus: reforma
agraria. Por decirlo
rápidamente: una defensa de los valores humanos sin plantearse en
ningún momento, libro,
poema o pieza teatral, aquellos valores humanos amenazados y
sojuzgados por la extracción de
plusvalías.
Representantes de esta literatura son precisamente los que, al menos
hasta el momento, han venido ocupando la mayor atención y espacio en
el canon que encarnan los textos de enseñanza. Citaré tan sólo
algunos: José Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez
de Ayala,
Benjamín Jarnés,
Gabriel Miró, Manuel Azaña, Antonio Machado, Jacinto Grau, Alfonso
R.Castelao, Eduardo
Marquina, Wenceslao Fernández Flórez, Eugenio d'Ors y la llamada
Generación del 27, de la que luego volveremos necesariamente a
hablar.
En la
dinámica social, política y cultural del periodo de la República,
como es bien sabido,toma fuerza, vía
movimiento anarquista, vía movimiento socialista en sus dos ramos,
socialista y comunista, la
posibilidad del asalto al sistema de extracción privada de las
plusvalías. Como hemos dicho, estos
movimientos vienen de decenios atrás, han pasado por el impulso y
las fracturas que generó la
Revolución bolchevique e incrementan su peso de manera significativa
durante el periodo
hasta el punto de que la ruptura o cambio en la correlación de
fuerzas se plantea como una
posibilidad real.
Avanzar por esa posibilidad, convertirla en algo real, es lo que
marca el signo revolucionario social, político, cultural y
literario. Frente a la visión de la literatura que proponía la
deshumanización del arte en clave de Ortega o la propia literatura
republicana de corte humanista, aparece, al tiempo que avanzan la
propuesta republicana y los movimientos políticos
revolucionarios, un
frente literario revolucionario que propone una visión de la
literatura ligada y comprometida con la revolución.
La
historiografía literaria entiende que corresponde a la publicación
de la novela El blocao (1928) del asturiano
José Díaz Fernández el momento de la presentación en la sociedad
literaria
de esta nueva
propuesta, presentación que el propio autor confirma con la
publicación de su siguiente novela,
La Venus mecánica, un año más tarde para alcanzar su
plenitud con la edición en 1930 de su
texto-manifiesto El nuevo romanticismo, cuya relevancia para
la historia de nuestra
literatura es
innegable, aunque esta consideración está lejos del consenso
académico. La reedición de este texto
llevada a cabo por el profesor J. M. López de Abiada para José
Esteban editor en 1985, me permite no
entrar en su estudio. Pero sí quisiera detenerme en dos aspectos que
el profesor López de Abiada recoge. Por un lado, en El
blocao, escrita en una clave estética casi constructivista que
traslada una visión fragmentada de la realidad, se narra un proceso
de toma de conciencia fallido.
Es la historia de Carlos Arnao, un intelectual pequeño burgués que
opta por insertarse en el
movimiento revolucionario proletario, pero que no lo consigue por
toda una serie de condicionantes de clase, .entre los que conviene
señalar su falta de disciplina y sus escrúpulos
humanitario-burgueses. Magdalena, la protagonista proletaria del
relato, que lo califica de diletante del
obrerismo, constata su «visión literaria de la vida». En su
siguiente novela, sin embargo, el
protagonista y escritor Víctor Murias, después de dudas y luchas
internas, acaba por
insertarse
plenamente en el movimiento revolucionario abandonando la literatura
para poner suhabilidad con los
instrumentos retóricos del lenguaje al servicio de la mera
propaganda y el panfleto. Creo que en estas dos novelas está narrado
con acierto el dilema de los escritores de su tiempo: compromiso o no
compromiso con lo revolucionario, pero también compromiso desde y
con la literatura o compromiso sin «literatura», y pongo esta
segunda literatura entre comillas porque creo que ahí reside una de
las claves de esa crisis literaria que, como he dicho, caracterizan
mi interpretación del periodo literario de la República. Creo que
publicaciones como las de López de Abiada sobre esta literatura o
textos como los de Víctor Fuentes, José Antonio Fortes, Gonzalo
Santonja, Luis
Fernández Cifuentes o Eugenio de Nora, José Esteban, Iris Zavala,
Julio Rodríguez Puértolas y Carlos
Blanco Aguinaga me exoneran de entrar en una descripción de lo que
podemos llamar la
literatura revolucionaria de preguerra en la que inevitablemente hay
que contar el deslizamiento hacia
posiciones prorrevolucionarias de buena parte de los integrantes de
la Ge-
neración del 27 con
Alberti como paradigma de esas transformaciones. Hay que recordar quedesde el mismo
territorio conceptual que ocupa esta literatura que crea sus propias
editoriales (Nues- tro Pueblo, Nueva España, Historia Nueva, Cénit,
Ulises, Ediciones Hoy, Editorial La Estrella), desembarcan toda una
serie de traducciones que abarcan desde el naturalismo norteamericano
de Upton Sinclair o Sinclair Lewis, la novelística soviética de
Sholojov, Fedín, Andreiev, Galdnov, las novelas sobre la marginación
social que representaría el popular Panait Istrati o las primeras
muestras del realismo norteamericano. Valga como ejemplo el Caminando
con Rocinante de John Dos Passos. Con lo que respecta a la producción
de autores españoles -con origen de clase en la pequeña burguesía
casi mayoritariamente- se encuadrarían en esta literatura
revolucio-naria nombres como los del primer Sender de Imán, Siete
domingos rojos o Crónica de Casas Viejas; el Andrés Carranque
de Ríos de Cinematógrafo; el César M. Arconada de La
turbina y Los pobres contra los ricos o el Joaquín
Arderius de Mis mendigos. Un tipo de literatura que daría
nuevos y renovados frutos durante la Guerra Civil y revolucionaria
posterior. Quisiera señalar que toda esta literatura revolucionaria
ocupa en nuestro canon un lugar muy secundario, y me atrevería a
decir que esto sucede incluso cuando los que intervienen en la
construcción del canon vía publicación de estudios o manuales
mantienen posiciones políticas claramente progresistas y
revolucionarias.
Era ésta
una literatura dirigida fundamentalmente a los Carlos Amaos
dubitativos de la burguesía y pequeña burguesía e indudablemente
hay que otorgar a estas obras un papel importante en lo que atañe a
su objetivo: hacer avanzar la revolución, puesto que indudablemente
contribuye-
ron al imaginario de
la revolución, de su necesidad y entrarán a formar parte de la
narración social y política. Hay pruebas además evidentes de que
rompiendo las fronteras de clases esta literatura fue también leída
y asimilada por las capas más culturizadas del proletariado. En ese
sentido bien podría
afirmarse que aquella literatura cumplió sus metas.
Pero vuelvo
ahora al texto-manifiesto de José Díaz Fernández El nuevo
romanticismo que, como se ha indicado,
ocupa un lugar relevante en la historia de esta literatura
revolucionaria.
Si leemos con
atención el manifiesto constatamos que amén de proponer la politización revolucionaria de
los escritores españoles o la superación de la división entre la
vanguardia política y la vanguardia
literaria, subyace en la concepción de la literatura de Díaz
Fernández una visión en clave vitalista
de la estética humanista. Para el autor el arte es «alegría,
vitalidad, plasticidad», «el arte como poder de insinuación de los
movimientos vitales», y lo humano como «vibración misteriosa,
esencial... lo esencial de todos los tiempos», Nietzsche planea por
ahí, pero también su antiguo
maestro Ortega, y de ahí sus coincidencias de fondo: arte
revolucionario sí, pero, subrayo sus
palabras: «no someter directamente la literatura a fines políticos».
Es decir, el permanente
recelo y pasaporte humanista de que la literatura no deje de ser
literatura. En ese sentido, la literatura revolucionaria no dejó de
ser una literatura con voluntad revolucionaria, meritoria sin duda,
pero incapaz de preguntarse y cuestionar la propia herramienta de
trabajo.
Creoque cosa diferente
pudo haber pasado con la actividad teatral llevada a cabo alrededor
del peruano César Falcón y el teatro proletario, pero mis
conocimientos sobre la materia no me per-miten aventurar un juicio.
Más allá de tal duda, esta literatura es heredera de las tesis de
Plejanov, a quien por cierto se traduce en esos años, y me atrevería
a decir de una mala lectura de Plejanov, cuyo entendimiento resulta
difícil si no se tienen en mente los trabajos de su maestro el
crítico Belinsky, nula o escasamente conocido en la época (y en
ésta también). Para entendernos, en esos momentos, el arte
revolucionario no fue capaz de preguntarse qué es esto del arte que
estoy heredando, aunque sea con vocación de cambiar sus finalidades,
ni por lo tanto de preguntarse qué es esto de la literatura en cuyas
coordenadas me muevo, aunque sea para intentar cambiar el mapa. Quizá
sea pedir peras al olmo hacer este posible reproche a un movimiento
que vive en el día a día de la política dinámica que atraviesa el
tiempo urgente de la República. Por otro lado, y aunque la
influencia de los escritores soviéticos es relevante, es difícil
que polémicas como las que plantea el grupo soviético Prolet-kuit
tanto contra los plejanovistas como contra los formalistas pudieran
tener eco entre nuestros escritores. Más que una carencia de
nuestros escritores revolucionarios podría hablarse de una carencia
de la estética revolucionaria, que sólo en parte abordó con
energía Bertolt Brecht. Valga, para dejar de momento este punto,
recordar que en abril de 1932 el Comité Central del PCUS dio por
zanjada unilateralmente la discusión estética o contra la estética
para sentar las bases del llamado «realismo so-cialista». Quisiera,
sin embargo, recomendar la lectura del libro Una reconsideración
de la estética soviética, de Armando Plebe, editado por el
Fondo de Cultura Económica y que nos recuerda entre otras cosas que
a partir de 1956 el pensamiento estético en la antigua Unión
Soviética retomó una andadura crítica totalmente desconocida entre
nosotros.
Llego
ahora a esa tercera hoja de tijera metafórica que más que hoja es
presencia que el des-garro entre las dos anteriores abre y enseña:
la literatura proletaria. A estas alturas y después de Gramsci es difícil
entrar en este terreno. Quizá lo mejor sea entrar con la pregunta de
¿existe la literatura
proletaria? Partiendo de la tradicional distinción entre clase en sí
y clase para sí,
podríamos
plantearnos al menos tres posibles respuestas: la literatura
proletaria sería la literatura que consume
preferentemente el proletario como clase social; la literatura
proletaria sería lliteratura que desde
el exterior de la clase se produce para que el proletariado se
convierta en proletariado
revolucionario; o, tercera respuesta, la literatura proletaria sería
la literatura que el proletariado produce por y para sí mismo en
cuanto proletariado revolucionario. Comentaré brevemente, las
implicaciones de cada una de estas tres respuestas.
Si
la literatura proletaria es la literatura que consume preferentemente
el proletariado se podría afirmar que la literatura proletaria sería
una degradación sentimental y reduccionista vía folletín y crónica
de sucesos de la literatura burguesa. Una literatura que se resumiría
en obras y
autores como Juan
José de Joaquín Dicenta (y creo que el profesor José Antonio
Fortes en su imprescindible obra
El pan del pobre. Intelectuales, populismo y
literatura obrerista en España ya ha dejado clara la catadura
política de tal obra); las novelitas históricas de Manuel Fernández
y Gon- zález o Ramón Ortega y Frías, los dramas sociales de Pedro
Mata, Rafael López de Haro o Felipe Trigo. Para entendernos: una
literatura que traduce a tierno el naturalismo de un Zola, a
historias de lágrimas la explotación de la clase obrera y a
situaciones psicológicas el papel en la explotación de
patronos y obreros. Alguien puede argüir que esta novelística que
recoge toda la
tradición de la
novela semanal al menos sirvió para incrementar entre el
proletariado la conciencia de clase. Yo
diría que sí: su conciencia de clase desgraciada.
Si la
literatura proletaria es la literatura que desde el exterior de la
clase se produce para que el proletariado se convierta en
proletariado revolucionario, me remitiría a nivel descriptivo a lo
que se habló de la literatura revolucionaria y que manifiestamente
fue consumida en mayor cantidad y en detrimento de la literatura
sentimental según se fue acelerando el enfrentamiento de clases a lo
largo del periodo republicano. Creo, sin embargo, que este tipo de
literatura revolucionaria no pasó de teñir superficialmente con
cierto lenguaje técnico las conciencias proletarias, salvo en sus
capas más organizadas y cultivadas. Creo que en la valoración de
esta clase de literatura subyace una lectura reduccionista o
equivocada de la tesis leninista que se resume en la conocida frase
de «la conciencia viene de fuera». A mi entender, esta frase se ha
venido entendiendo en la práctica cultural y política como una
frase evangélica, como si lo que la tesis viniera a decir fuese que
una conciencia exterior y ya formada inseminara la conciencia en una
conciencia alienada. Esta lectura explicaría la posición
paternalista y misionera con que los escritores han venido
entendiendo su función tanto durante la República como en el
llamado realismo social de los cincuenta. A mi entender, la tesis de
Lenin no habla de dos conciencias, una fuera y otra dentro, ni de
contagio de una a otra, sino de una sola conciencia que se hace
conciencia cuando el exterior deja de ser exterior alienado para
devenir exterior asumido. Cuando entre el fuera y la conciencia
desaparece la i
deología alienadora
que no deja ver. En ese sentido, el papel de los intelectuales
dotados de conocimientos no
residiría en una función de traslado, en una didáctica de clase
magistral, sino en la más compleja
tarea de romper la ideología alienadora que impide, por decirlo, así
que la conciencia falseada
se vuelva conciencia. Creo que esta diferencia fue bien advertida por
un
autor como Bertolt
Brecht, que no encamina sus piezas didácticas a persuadirnos o
revelarnos
una verdad oculta,
sino a mostrarnos los mecanismos que hacen que esa verdad no sea lo
na-tural y obvio para una determinada clase social. Para entendernos:
desde esta visión, la función de la literatura revolucionaria no
sería sacar a la luz un objeto que no se ve ni dar la luz, sino
describir y dar cuenta de la luz y de la oscuridad. Para terminar
este punto quisiera dar un ejemplo de esa literatura generosa, pero
paternalista, en mi opinión. Se trata de un poema de Rafael Alberti
que, curiosamente, se suele citar como ejemplo de su paso a la
literatura revolucionaria. Dice así:
Siervos,
viejos criados de mi
infancia vinícola y pesquera,
con grandes
portalones de bodegas abiertos a la playa,
amigos,
perros fieles,
jardineros,
cocheros, pobres
arrumbadores,
desde este hoy en
marcha
hacia la hora de
estrenar vuestro pie la nueva era del mundo,
yo os envío un
saludo
y os llamo
camaradas.
Venid conmigo,
alzaos,
antiguos y primeros
guardianes ya desaparecidos.
No es la voz de mi
abuelo,
ni ninguna otra voz
de dominio y de mando.
Creo que ese
«venid conmigo» no deja de ser política, estética y éticamente
lamentable. Pero no deja de ser
curioso que la única literatura proletaria que aparezca o merezca al
parecer estar en el canon,
ser literatura literatura, sea precisamente la que corresponde a la
producida po un determinado grupo
de escritores que, educada su escritura en la mejor literatura, la
ceden
luego -por una acto
o movimiento de solidaridad- a la causa revolucionaria.
Por último, y si la
literatura proletaria es la literatura que el proletariado produce
desde y para sí mismo como
clase revolucionaria, creo que podríamos afirmar su inexistencia,
aun cuan-do echáramos las
manos falsamente a la socorrida historia del pastor de Orihuela o si
rebuscandoen mil y una
revistas anarquistas encontráramos algún relato de Salvador Seguí
o Federica
Montseny que cabe
valorar por su ingenuidad literaria y que precisamente por su
inocencia nos avisan de la
posibilidad de una literatura que nada tuviera que ver con eso que
confusamente, pero muy
reconociblemente, la clase dominante y nosotros con ella denomina
literatura. Porque, y aquí viene
lo paradójico, si nos libramos del lastre ideológico que nos habita
y en el que habitamos sobre qué
es o deja de ser lo literario, cabe decir rotundamente que durante
los años
de la República la
mejor literatura que se produjo fue la literatura proletaria. En el
libro Narrativa y poder
social, Editorial Amorrortu, coordinado por Dennis Mumby (un
libro lleno de sugerencias sobre
nuevas vías para los estudios literarios) nos encontramos con una
serie de herramientas que
explican o legitiman esta afirmación paradójica. Se contempla entre
los trabajos
que en el libro se
exponen formas narrativas, literarias a mi entender, que el mundo
literario considera como
literatura. Hablo, por ejemplo, de las narraciones orales que se
producen, circulan y consumen en los lugares de trabajo, en el ámbito
familiar, en el seno de las organizaciones políticas: partidos,
sindicatos. Narraciones llenas de historias, personajes, actos,
contextos.
Hablo
de los epistolarios desde la cárcel, de las historias familiares que
el proletariado se trasmite oralmente, de toda una literatura que no
alcanzó ni alcanza el estatus de lo literario por-que nada tiene que
ver con la visión dominante sobre el ser o no ser de la literatura
que por en-cima de ideologías se ha instalado fuertemente en el
corazón y los cerebros de la ideología literaria, pero a través de
la cual en sus diferentes variables el proletariado revolucionario se
narró a sí mismo y construyó con sus propias palabras sus
imaginarios. Este hecho, la generación y consolidación de una
literatura no reconocida como tal, proletaria y revolucionaria al
mismo tiempo, sumado al no cuestionamiento ya mencionado de los
conceptos de arte o literatura que la propia dinámica política
obligaba a poner en crisis, me llevan a entender de modo
relativamente negativo la literatura de la Segunda República. Y
valga tratar de entender el pasado para evitar errores hacia el
futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario