martes, 25 de diciembre de 2018

La mujer que no sabía leer.




La mujer que no sabía leer.
 
Constantino Bértolo



Eunice Parchman asesinó a la familia Coverdale porque no sabía leer ni escribir. Con esta frase da comienzo la novela Un juicio de piedra*de la escritora británica Ruth Rendell. En aquel acto, nos sigue diciendo la voz narrativa, “no hubo verdadero motivo ni premeditación; tampoco ganó dinero ni seguridad. Como consecuencia de su crimen, la incapacidad de Eunice Parchman fue conocida, no sólo por una simple familia o un grupo de aldeanos, sino por todo el país. Aunque su compañera y cómplice estaba loca, Eunice no lo estaba. Tenía la horrible y práctica cordura atávica del simio, disimulada en la apariencia de una mujer del siglo XX.” “La capacidad de leer y escribir – seguimos leyendo- es una de las piedras angulares de la civilización. Ser analfabeto es ser deforme. Y la irrisión que antaño producía el disminuido físico, se debe dirigir hoy, acaso con más justicia, hacia el analfabeto. Si él o ella pueden vivir con cautela entre los ignorantes, quizá todo vaya bien, pues en el país de los ciegos el tuerto es rey. Fue una desgracia para Eunice Parchman y para la familia que la tomó a su servicio y en cuyo hogar vivió, que esta fuera especialmente cultivada. Si hubieran sido vulgares e incultos probablemente aun vivirían, y Eunice sería libre, en su misteriosa y oscura libertad de sensaciones e instintos y en la total ausencia de la palabra impresa.”
Leí por primera vez esta trágica y disparatada fábula a finales de los años setenta y la historia que cuenta reaparece en mi memoria siempre que se plantea la cuestión de la lectura y sus bondades, de sus alabados beneficios o de sus posibles daños, de su aplaudida conveniencia o de sus inesperados inconvenientes. Eunice Parchman, la mujer que no sabía leer, me persigue como una negra sombra agorera que no sé muy bien si reclama su recuerdo a causa de alguna culpa que en mis adentros escondo, o me avisa y emplaza con esa contradicción tan brutal que el párrafo leído señala al dar por hecho que, por un lado, el ser analfabeto es ser deforme, y, por otro, que la desgracia de los asesinados se debió a la circunstancia de pertenecer a una familia “especialmente cultivada”: “Si hubieran sido vulgares e incultos probablemente aún vivirían.” Leer y no leer se me ofrecen así como las dos caras de una misma desgracia y la historia de esa mujer que no sabía leer me traspasa y aturulla sin que pueda decidirme a entenderla como una señal a favor de la lectura o como un perverso presagio que me hace sospechar que no hay luz que no dé lugar a su propia sombra.
Eunice Parchman, a quien desidias familiares y los avatares de la segunda guerra mundial le impidieron una escolaridad suficiente, ha aprendido a disimular su “diferencia” y a sobrevivir en un mundo alfabetizado, y trabaja como sirvienta para la muy culta y leída familia Coverdale. A Eunice, ser analfabeta le ha venido ocasionando múltiples molestias que ha evitado con disimulo y astucia pero vive martirizada bajo el continuo temor de que alguien pueda darse cuenta de su carencia. Cuando la joven Melinda Coverdale descubre escandalizada que su criada Eunice no puede leer, no vislumbra - para una universitaria como ella tal condición resulta inimaginable - que tan espantosa realidad se deba a su condición de analfabeta e imagina que tal catástrofe se debe a una enfermedad:

- Señorita Parchman- dijo con calma-, ¿es usted disléxica?
Vagamente, Eunice pensó que aquello debía ser una enfermedad de la vista.
-¿Cómo dice?
-Lo siento. Quiero decir que usted no sabe leer, ¿verdad? Usted no sabe leer ni escribir.

Melinda, a pesar de haber leído y estudiado las tragedias de Shakespeare, carece de la comprensión necesaria para imaginar la convulsión violenta que esas palabras producen en su sirvienta y en consecuencia tampoco le alcanza la sospecha de que con ese interrogatorio está sellando el destino trágico que aguarda a toda su familia: a los pocos días, y mientras escuchan la retransmisión por la BBC del Don Giovanni de Mozart en el salón de la casa, los Coverdale son asesinados por Eunice Parchman: “Ahora, una vez que con esa matanza se había vengado, miró larga y fijamente el cuerpo de George, y luego, volviendo a entrar en el salón, a los cuerpos de su mujer, su hija y su hijastro. No la conmovió ni la piedad ni el arrepentimiento. No pensó en el amor, la alegría, la paz, el descanso, la esperanza, la vida, el polvo, las cenizas, el destrozo, el deseo, la ruina, la locura y la muerte, que había asesinado al amor, y destrozado la vida, acabado con la ilusión, desperdiciado un potencial humano, terminado con la alegría, porque a duras penas sabía lo que eran estas cosas”.
Quisiera llamar la atención sobre esa letanía de palabras, hechos y conceptos que según el narrador de la novela, Eunice, por no saber leer, desconoce: piedad, amor, alegría, esperanza, ilusión, vida, el cultivo y el deseo de saber, el potencial de lo humano. Interpreto personalmente que ese repertorio de sentimientos, de clara filiación humanista, constituye el núcleo duro que la novela propone como esencia de todas las virtudes que la lectura aporta a la condición humana. Ahí, quiero entender, residiría su moraleja: no leer seca el corazón, encanija la sentimentalidad, atrofia la imaginación, ahoga los afectos e impide el control de los instintos; la lectura evita el odio, la desesperanza, la tristeza, la amargura, la frustración, el fatalismo y la muerte.
Leída así, desde esta óptica humanista, la novela parece escrita expresamente para alguna campaña de Fomento de la Lectura, y acaso deberíamos proponer a las autoridades correspondientes que se tenga a bien conceder una generosa subvención a aquella compañía dramática que se ofrezca a adaptarla para la escena a fin de ser representada, en clave de cruento Auto Sacramental donde la sociedad de los letrados, en aras de esa santa virtud llamada Lectura, condena a los no lectores a morir en la hoguera por herejes y malos ciudadanos. Un juicio de piedra contra los que se resisten a probar el mágico elixir de la lectura. Así puede ser interpretada esta novela.
Y sin embargo y a mi parecer, un aviso turbio se esconde en esta historia llena de ruido, letras y furia, pues en ella habría sombras y grietas y algo en ella hace recelar sobre la condición redentora de la lectura. Eunice Parchman, es sin duda, para un humanista, una clara encarnación del mal, de la maldad que acompaña a la ignorancia, pero cuando, por ejemplo, en la novela leemos: “La mente de Eunice estaba trabajando febrilmente en busca de un medio de engañar, eso que hacen con tanta facilidad los que saben leer y escribir y tienen un coeficiente mental de 120”, cabe cavilar que acaso el sentido real de la novela puede no ser tan transparente o culturalmente correcto como en una primera lectura parece.
Considerar que, aún rechazando su conducta criminal, el personaje de Eunice Parchman, la mujer que no sabía leer, puede despertar en algún caso una extraña simpatía seguramente es algo preocupante pues cuestiona fuertemente las interpretaciones dominantes acerca de los beneficios de la lectura. Tan incomprensible sentimiento de solidaridad hacia un analfabeto, impropio de cualquier persona cultivada habría quizá que achacarlo al efecto colateral de algún rencor social transitorio todavía no reciclado de forma adecuada y positiva. Valga la trágica historia de Eunice para tratar de poner en evidencia algo que por obvio solemos desconsiderar: que las palabras son frágiles y que por tanto en todo lo que afecte a su transporte - escritura, edición, lectura- conviene actuar con precaución y no dar nada por sentado o leído.

*Un juicio de piedra Ruth Rendell. Editorial Noguer. Barcelona 1982.

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