La
mujer que no sabía leer.
Constantino
Bértolo
Eunice Parchman asesinó a la familia Coverdale porque no sabía
leer ni escribir. Con esta frase da comienzo la novela Un
juicio de piedra*de la escritora británica Ruth Rendell. En aquel acto, nos
sigue diciendo la voz narrativa, “no hubo verdadero motivo ni
premeditación; tampoco ganó dinero ni seguridad. Como consecuencia
de su crimen, la incapacidad de Eunice Parchman fue conocida, no sólo
por una simple familia o un grupo de aldeanos, sino por todo el país.
Aunque su compañera y cómplice estaba loca, Eunice no lo estaba.
Tenía la horrible y práctica cordura atávica del simio, disimulada
en la apariencia de una mujer del siglo XX.” “La capacidad de
leer y escribir – seguimos leyendo- es una de las piedras angulares
de la civilización. Ser analfabeto es ser deforme. Y la irrisión
que antaño producía el disminuido físico, se debe dirigir hoy,
acaso con más justicia, hacia el analfabeto. Si él o ella pueden
vivir con cautela entre los ignorantes, quizá todo vaya bien, pues
en el país de los ciegos el tuerto es rey. Fue una desgracia para
Eunice Parchman y para la familia que la tomó a su servicio y en
cuyo hogar vivió, que esta fuera especialmente cultivada. Si
hubieran sido vulgares e incultos probablemente aun vivirían, y
Eunice sería libre, en su misteriosa y oscura libertad de
sensaciones e instintos y en la total ausencia de la palabra
impresa.”
Leí
por primera vez esta trágica y disparatada fábula a finales de los
años setenta y la historia que cuenta reaparece en mi memoria
siempre que se plantea la cuestión de la lectura y sus bondades, de
sus alabados beneficios o de sus posibles daños, de su aplaudida
conveniencia o de sus inesperados inconvenientes. Eunice Parchman, la
mujer que no sabía leer, me persigue como una negra sombra agorera
que no sé muy bien si reclama su recuerdo a causa de alguna culpa
que en mis adentros escondo, o me avisa y emplaza con esa
contradicción tan brutal que el párrafo leído señala al dar por
hecho que, por un lado, el ser analfabeto es ser deforme, y, por
otro, que la desgracia de los asesinados se debió a la circunstancia
de pertenecer a una familia “especialmente cultivada”: “Si
hubieran sido vulgares e incultos probablemente aún vivirían.”
Leer y no leer se me ofrecen así como las dos caras de una misma
desgracia y la historia de esa mujer que no sabía leer me traspasa
y aturulla sin que pueda decidirme a entenderla como una señal a
favor de la lectura o como un perverso presagio que me hace sospechar
que no hay luz que no dé lugar a su propia sombra.
Eunice
Parchman, a quien desidias familiares y los avatares de la segunda
guerra mundial le impidieron una escolaridad suficiente, ha aprendido
a disimular su “diferencia” y a sobrevivir en un mundo
alfabetizado, y trabaja como sirvienta para la muy culta y leída
familia Coverdale. A Eunice, ser analfabeta le ha venido ocasionando
múltiples molestias que ha evitado con disimulo y astucia pero vive
martirizada bajo el continuo temor de que alguien pueda darse cuenta
de su carencia. Cuando la joven Melinda Coverdale descubre
escandalizada que su criada Eunice no puede leer, no vislumbra - para
una universitaria como ella tal condición resulta inimaginable - que
tan espantosa realidad se deba a su condición de analfabeta e
imagina que tal catástrofe se debe a una enfermedad:
- Señorita
Parchman- dijo con calma-, ¿es usted disléxica?
Vagamente, Eunice
pensó que aquello debía ser una enfermedad de la vista.
-¿Cómo dice?
-Lo siento. Quiero
decir que usted no sabe leer, ¿verdad? Usted no sabe leer ni
escribir.
Melinda,
a pesar de haber leído y estudiado las tragedias de Shakespeare,
carece de la comprensión necesaria para imaginar la convulsión
violenta que esas palabras producen en su sirvienta y en consecuencia
tampoco le alcanza la sospecha de que con ese interrogatorio está
sellando el destino trágico que aguarda a toda su familia: a los
pocos días, y mientras escuchan la retransmisión por la BBC del Don
Giovanni de Mozart en el salón de la casa, los Coverdale son
asesinados por Eunice Parchman: “Ahora, una vez que con esa matanza
se había vengado, miró larga y fijamente el cuerpo de George, y
luego, volviendo a entrar en el salón, a los cuerpos de su mujer, su
hija y su hijastro. No la conmovió ni la piedad ni el
arrepentimiento. No pensó en el amor, la alegría, la paz, el
descanso, la esperanza, la vida, el polvo, las cenizas, el destrozo,
el deseo, la ruina, la locura y la muerte, que había asesinado al
amor, y destrozado la vida, acabado con la ilusión, desperdiciado un
potencial humano, terminado con la alegría, porque a duras penas
sabía lo que eran estas cosas”.
Quisiera
llamar la atención sobre esa letanía de palabras, hechos y
conceptos que según el narrador de la novela, Eunice, por no saber
leer, desconoce: piedad, amor, alegría, esperanza, ilusión, vida,
el cultivo y el deseo de saber, el potencial de lo humano. Interpreto
personalmente que ese repertorio de sentimientos, de clara filiación
humanista, constituye el núcleo duro que la novela propone como
esencia de todas las virtudes que la lectura aporta a la condición
humana. Ahí, quiero entender, residiría su moraleja: no leer seca
el corazón, encanija la sentimentalidad, atrofia la imaginación,
ahoga los afectos e impide el control de los instintos; la lectura
evita el odio, la desesperanza, la tristeza, la amargura, la
frustración, el fatalismo y la muerte.
Leída
así, desde esta óptica humanista, la novela parece escrita
expresamente para alguna campaña de Fomento de la Lectura, y acaso
deberíamos proponer a las autoridades correspondientes que se tenga
a bien conceder una generosa subvención a aquella compañía
dramática que se ofrezca a adaptarla para la escena a fin de ser
representada, en clave de cruento Auto Sacramental donde la sociedad
de los letrados, en aras de esa santa virtud llamada Lectura,
condena a los no lectores a morir en la hoguera por herejes y malos
ciudadanos. Un juicio de piedra contra los que se resisten a probar
el mágico elixir de la lectura. Así puede ser interpretada esta
novela.
Y sin
embargo y a mi parecer, un aviso turbio se esconde en esta historia
llena de ruido, letras y furia, pues en ella habría sombras y
grietas y algo en ella hace recelar sobre la condición redentora de
la lectura. Eunice Parchman, es sin duda, para un humanista, una
clara encarnación del mal, de la maldad que acompaña a la
ignorancia, pero cuando, por ejemplo, en la novela leemos: “La
mente de Eunice estaba trabajando febrilmente en busca de un medio de
engañar, eso que hacen con tanta facilidad los que saben leer y
escribir y tienen un coeficiente mental de 120”, cabe cavilar que
acaso el sentido real de la novela puede no ser tan transparente o
culturalmente correcto como en una primera lectura parece.
Considerar que, aún rechazando su conducta criminal, el personaje
de Eunice Parchman, la mujer que no sabía leer, puede despertar en
algún caso una extraña simpatía seguramente es algo preocupante
pues cuestiona fuertemente las interpretaciones dominantes acerca de
los beneficios de la lectura. Tan incomprensible sentimiento de
solidaridad hacia un analfabeto, impropio de cualquier persona
cultivada habría quizá que achacarlo al efecto colateral de algún
rencor social transitorio todavía no reciclado de forma adecuada y
positiva. Valga la trágica historia de Eunice para tratar de poner
en evidencia algo que por obvio solemos desconsiderar: que las
palabras son frágiles y que por tanto en todo lo que afecte a su
transporte - escritura, edición, lectura- conviene actuar con
precaución y no dar nada por sentado o leído.
*Un
juicio de piedra Ruth Rendell. Editorial Noguer. Barcelona 1982.
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