Los
vencidos, de Antonio Ferres.
Sobre
Antonio Ferres dice Manuel Rico: “Es un novelista social pero
es un novelista complejo”. En ese “pero” se encuentra resumida
todo la boba y socialdemócrata Estética del rancio e idealista pensamiento
literario dominante. M.
L. Guerra.
En
el campo de lo literario una de las asignaturas a reconsiderar con
urgencia dentro de eso que el escritor Guillem Martínez viene
llamando con sarcasmo y acierto la Cultura de la Transición
corresponde a la valorización del llamado realismo español del
medio siglo y de modo muy especial en lo que afecta al juicio
inequívocamente negativo y paternalista sobre la novela social. El
denominado realismo social engloba una escuela o movimiento literario
que puede y debe ser caracterizado por el empeño políticamente
consciente que pusieron sus componentes - Armando López Salinas,
Jesús López Pacheco, Antonio Ferres, Alfonso Grosso, entre otros-
para dar testimonio y voz a la realidad humana y social de los
componentes de aquellas capas más afectadas y desprotegidas,
individual y colectivamente, por la derrota del movimiento obrero y
revolucionario en la guerra civil. A su lado los autores que
usualmente se encuadran en el realismo crítico u objetivo – Carmen
Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, José María de Quinto, Rafael
Sánchez Ferlosio, Daniel Sueiro, García Hortelano- han mantenido o
recuperado un lugar de prestigio que hace que sus textos se estudien,
interpreten y comenten dentro de esa especie de canon institucional
que constituyen los programas y libros de texto de las enseñanzas
medias y universitarias aunque, ciertamente, su consideración, salvo
excepciones, tampoco disfrute en estos momentos de muy alto
reconocimiento pero sí, al menos, de respeto crítico y académico.
Un realismo crítico que surge también con voluntad de testimonio y
rebeldía antifranquista pero que, en la mayoría de las obras que en
él se encuadran, abordan temas, problemas y problemáticas con
protagonistas más cercanos a las clases medias que a las clases
trabajadoras. Conviene incluso señalar que, acaso la obra más
emblemática de ese tiempo, El Jarama de Sánchez Ferlosio, si bien
introduce como protagonistas a miembros de la clase obrera no deja de
centrar su peripecia en un día de asueto o fiesta, es decir,
focalizando la acción narrativa en un espacio tiempo de no-trabajo,
o que una obra sobre trabajadores como Gran Sol de Aldecoa contempla
más el trabajo como faena, avatar o quehacer humano que como lugar
de explotación, alienación o dominio.
Retomando
la expresión de Cultura de la Transición habría que volver la
mirada atrás, sin ira pero con memoria, para recordar que la
mencionada cultura se erige sobre una sensación general de tabla
rasa o borrón y cuenta nueva que presupone entre otras cosas la
erosión o el abandono de las esquinas más agudas de lo que durante
años se forjó como cultura de la resistencia antifranquista. Y para
ese trabajo de demolición la presencia en el paisaje literario de la
novela social española constituía una dura y molesta roca en medio
del terreno que el nuevo jardín de la transición requería. La
tarea de acoso y derribo se realizó a base de dos estrategias: la
condena y el elogio. Por un lado se dictaba que las novelas y los
novelistas del realismo social habían caído en la fatal tentación
de hacer una literatura militante, excesivamente politizada y, “por
tanto” poco “literaria”, con un uso por parte de los autores
simple o romo del instrumental lingüístico o narratológico que se
asociaba con el llamado y anatemizado realismo socialista soviético
al que les habría llevado el “marxismo vulgar” de sus
integrantes. Por otro “se alababa” sus buenas intenciones, la
buena voluntad literaria de sus autores, su entrega a la causa (a la
causa política que no a la literaria que habrían lamentablemente
sacrificado en aras de la primera). Con dos palmaditas en la espalda
y dejar caer simpáticamente el calificativo de “generación de la
berza” en cuanto se alejaban un poco se efectuó el trabajo de
desvalorización desde las páginas del Suplemento de la Artes y las
Letras del diario Informaciones, desde revistas como Triunfo o
Cuadernos para el Diálogo (donde la polémica entre Juan Benet e
Isaac Montero cumplió el papel de epitafio) o desde los escasos pero
influyentes programas de libros de nuestra TVE con Fernando Sánchez
Drago como lancero mayor. En realidad y como tantos otros aspectos de
nuestra transición la historia de la demolición habría que
remontarla a la crisis de 1965 que tiene lugar dentro del PCE, que se
manifiesta con la expulsión de Claudín y Semprúm y donde se
columbraba un giro socialdemócrata en el que la clase trabajadora
dejaba de ser considerada “sujeto” de la ruptura hacia la
democracia que luego devino, con el consentimiento del PCE, en esa
reforma democrática que las nuevas clases empresariales con la mano
de Adolfo Suarez escribieron en clave de democracia liberal con la
Monarquía restaurada al fondo. Cuando la democracia liberal nos
llegó, en el Parlamento de las Letras la novela social hacía ya
tiempo que yacía enterrada en medio del desprecio, la ignorancia y
el olvido. Y no parece que en estos momentos haya demasiado interés
en remover aquellas cunetas literarias a pesar de que nos llegan
algunas señales editoriales que parecerían indicar que algunas
losas literarias empiezan a levantarse.
En
ese sentido la edición de esta novela por parte de la editorial
Gadir constituye una recuperación necesaria y significativa. Escrita
en 1960, por problemas con la censura no llegó a publicarse hasta
hoy en ninguna editorial española si bien fue traducida a diversas
lenguas y ocupó un lugar en catálogos de editoriales tan
referenciales Feltrinelli o Gallimard. Para los lectores en
castellano, Los Vencidos, hasta esta edición, era “un libro
secreto”.
Cierto
que desde hace unos años, no muchos, parece haberse despertado un
nuevo interés editorial y literario no sólo hacía la obra y la
escritura de Antonio Ferres sino también hacia el conjunto de obras
y autores que conformaron el llamado realismo social de los años
sesenta. Algunas de las novelas del autor, Con la manos vacías
(Editorial Viamonte 2002, Tierra de olivos (Editorial Gadir 2004) se
encuentran ahora afortunadamente en las librerías. También en
fechas recientes Ferrés publicó un libro de poemas En la inmensa
llanura (Ediciones Fuentetaja 2001) que mereció el premio de poesía
Villa de Madrid y se publicaron sus Memorias de un hombre perdido
(Edit Debate. 2002) al tiempo que aparecía la novela póstuma de
Jesús López Pacheco, El homóvil (Edit Debate 2002). Una golondrina
no hace verano pero no cabe despreciar la idea de que el clima
literario esté cambiando y obligue a nuevas relecturas y juicios.
Esta
reaparición de una obra que habitaba en el olvido - y no olvidemos
que lo contrario de la verdad no es tanto la mentira como el olvido-
podría enmarcarse acaso dentro de ese movimiento de “recuperación
de la memoria” que en los últimos tiempos ha surgido con fuerza y
polémica teniendo como centro la guerra civil y sus secuelas de
crímenes y represión cruenta. En mi opinión la vuelta a Ferres y
de Ferres es anterior a ese movimiento y sería mejor hablar de un
momento histórico de más amplio alcance – a la búsqueda de la
memoria perdida- en la que esa recuperación y la literatura de
Antonio Ferres tienen claras concomitancias. Convendría señalar sin
embargo que la “memoria Ferres” no es una memoria que mira hacia
atrás, ni trata de purificar ritualmente el pasado, ni menos aún es
una memoria de coyuntura. La memoria que Ferres aporta es una memoria
que mira hacia delante, hacia ese futuro que hay que construir. Y
creo que es dentro de esa memoria activa desde donde hay que leer Los
vencidos.
La
acción narrativa de la novela abarca un espacio temporal que se
inicia en los últimos días de la guerra civil en Madrid y finaliza
en los momentos en que la derrota del eje es ya una hecho evidente
con el doble avance aliado en los frentes oriental y occidental, ya
liberada París y casi toda Francia. Ese momento marcado por las
expectativas de una intervención liberalizadora en España que nunca
llegaría a producirse y que supuso para muchos derrotados una
derrota más. La novela que rompe con naturalidad y eficacia el
desarrollo lineal con continuos flash back, al tiempo que multiplica
sus espacios de atención con ágiles cambios de escena y foco
narrativo, se centra en la historia de tres personajes: Asunción ,
la mujer que desconoce el destino de su marido de quien sólo sabe
que cayó prisionero después de la entrega de Madrid por parte del
mando socialista y que, al parecer, fue condenado a muerte; Frederic
Vidal, médico catalán y compañero de aquél durante un tiempo en
las duras cárceles de la postguerra , y Miguel Armenteros, oficial
del Cuerpo de prisiones , antiguo capitán de artillería en el
ejército franquista y cuyo padre, empresario, fue fusilado en Madrid
por las fuerzas republicanas. Alrededor de ellos gira toda una
constelación bien perfilada narrativamente de personajes
secundarios: presos, guardianes, estraperlistas, sobrevivientes,
funcionarios, que funcionan como un telón de fondo sobre el que
sobresale con rasgos realistas y a la vez simbólicos la figura del
aprendiz Juanito, niño aún al final de la guerra, protegido y
protector tanto de Asunción como de Federico y que al final del
relato toma la decisión de sumarse a los grupos guerrilleros
antifranquistas, los maquis, que se preparan para coadyubar a la
esperada intervención aliada.
La
novela se reparte en dos grandes bloques narrativos que giran
alrededor de dos esperanzas fallidas: En el primer bloque se trata de
una esperanza individual: Asunción espera encontrar vivo a su
marido. En el segundo bloque se aborda una esperanza colectiva: que
la deseada intervención aliada mande al régimen establecido por los
vencedores a las cuevas de la Historia. Ambas esperanzas no se
cumplirán. Ferres entrelaza con brillante estrategia narrativa a
través de la figura del médico prisionero el derrumbe de las dos
esperanzas. La primera esperanza está en el texto y el lector es
testigo de su derrumbe. La caída de la segunda, la centrada en la
esperable intervención aliada, no forma pare literalmente de la
novela pero está presente en la memoria del lector que conoce el
fracaso de esa expectativa viéndose obligado así a tomar una
posición casi cruel frente al ánimo optimista de los personajes.
Sabe lo que ellos no saben y ya ese juego de implicaciones dice mucho
de la astucia narrativa de un autor que, repetimos, nuestros
historiadores de la literatura, han venido “alabando” por sus
buenas intenciones para mejor hacer valer la “simpleza”
estructural con que definen su obra y la de aquellos que con él
conforman el llamado realismo social.
Curiosamente
y frente a lo que la doble desesperanza hace esperar – esa es la
magia del realismo de Ferres – lo se nos queda entre las manos
después de la lectura no es ninguna sensación de fatalidad o
desánimo aunque tampoco se nos inunda gratuitamente con un sabor
final optimista. Simplemente se nos dice narrativamente – es la
historia de la desesperada Asunción que ha vuelto a encontrar en su
relación con Frederic y con Juanito un nuevo sentido a la vida –
que el futuro no está nunca definitivamente escrito. Y por esa
puerta abierta, estrecha sin duda, pero abierta gracias al arte, la
maestría en el oficio, del narrador, se cuela y amanece una lectura
global de la novela que está lejos de ese conformismo de la
pasividad que siempre se encuentra detrás del pesimismo.
Como
ya se ha comentado el movimiento literario en el que se inscribe la
narrativa de Antonio Ferres ha venido siendo “despachada” en
nuestra memoria literaria con el rótulo de realismo social o novela
social que en su momento fue malamente caracterizada con dos juicios
altamente temerarios: la pobreza de sus lenguajes y su sectaria
simpleza ideológica.
Me
voy a detener aunque sea brevemente en dos aspectos presentes en esta
novela, Los Vencidos, que rebaten estos dos claros prejuicios.
Los
vencidos se caracteriza, como otras obras ya mencionadas de Ferres,
por el uso de una frase seca, contenida, cercana al laconismo, de
cadencia armónica y de honda calidez que se ve reforzada por el
acierto en la selección de los detalles: alguien que juega con el
asa de un botijo, la cabeza curiosa de un gato que asoma por debajo
de una cortina, unos labios “embadurnados” de carmín”. La
escritura de Ferres, que ya en su momento se relacionó con el timbre
bíblico de la prosa de Faulkner, nos recuerda el oído sintáctico
presente, por ejemplo, en esa gran novela del siglo XX que es
Conversación en Sicilia de Elio Vittorini ( reeditada recientemente
por editorial Gadir), mientras que su mirada lingüística – esa
capacidad para extraer el adjetivo justo de un sustantivo
aparentemente plano o rutinario- nos obliga a recordar la
inteligencia gramatical de un Cesar Pavese o un Patrick Modiano.
Destaca
también, y de manera muy especial en esta novela, la sensibilidad e
importancia del tiempo meteorológico como recurso narrativo. Un uso
que dota de atmósfera palpable a todos los escenarios al tiempo que,
y valga la redundancia, desgrana un espacio temporal en donde el
transcurrir del calendario parece haber cesado, tiñéndose así toda
la novela de un “tempo lento” que marca el ritmo y el significado
de la historia. “Quedan aguardando las dos mujeres, arrimadas a la
pared del edificio, que está todavía caliente del sol. Pero ahora
sopla un viento fresco, casi frío. Se agradece el calor del muro en
la espalda y en las palmas de las manos”. Solo este “Se agradece”
de Se agradece el calor del muro en la espalda y en las palmas de las
manos, que permite al lector pasar en un instante de lo impersonal y
objetivo a lo subjetivo y personal, refuta cualquier interpretación
reduccionista de la escritura de Ferres. Por no hablar de la sutileza
con que salpica de color los escenarios de la historia. Colores de un
Ortega Muñoz, un Benjamín Palencia o de Caneja, para aproximarnos a
veces y muy osadamente al gesto expresivo de un Saura, Continuaron un
rato grande sin hablarse, medio dormidos, por una calle larga y
oscura. El cielo estaba raso, de color morado, o al retratismo
desencajado de un Barjola. Y algo semejante podría señalarse sobre
su trabajo tonal con los sonidos y ruidos: pasos que se deslizan,
verjas que se cierran, persianas metálicas que suben o bajan (ese
sonido todavía tan urbano), piedras que se desprenden, traqueteos,
un silencio repentino. Es precisamente el dominio de esta amplia
pluralidad de registros y recursos lo que define con exactitud la voz
narrativa de Antonio Ferres.
Que
en el triángulo de protagonistas a los que la novela da cobijo bajo
el nombre de Los vencidos ocupe un lugar relevante un miembro
significativo de “los vencedores” – nada menos que un oficial
del Cuerpo de prisiones y antiguo oficial de las tropas franquistas
-, deja claro que el mundo de esta novela, política, ideológica y
humanamente hablando, está a años luz de los tópicos maniqueos, la
simplificación del panfleto o las anteojeras de una visión
partidista torpe o sectaria. Miguel Armenteros, el oficial de
prisiones, no se siente cómodo con su destino de vencedor. Ni lo que
ve ni lo que oye, ni lo que hace o deja de hacer responden a su idea
de lo que las cosas debían de ser. Es un ser desasosegado y no por
su mala conciencia social o porque una conciencia política ajena a
su condición de vencedor se vaya abriendo paso en él. No es un
converso. La delicadeza con que está construido este personaje,
clave en la historia que se novela, proviene del mero dar cuenta de
la realidad sucia, triste, turbia por la que se mueve, sea entre las
cuatro paredes de la prisión que a él también le encierra, sea por
los paisajes mezquinos de un Madrid donde todo, desde el alma al
sexo, es material de corrupción y estraperlo.
Pero
tan importante o más que esta presencia significativa de “lo
otro”, los otros, los vencedores, es la propia estructuración de
la novela que, al modo clásico, y hoy esta novela tiene el empaque
de un clásico, avanza a través de la combinación pautada de los
dos vectores que movilizan la lectura: la intriga – qué esta
pasando- y el suspense – qué va a pasar- que se entraman
equilibradamente, de ahí su clasicismo, dando lugar a una trama muy
sólida sobre la que la argumentación del argumento – la tragedia
global y concreta que representó la guerra civil- funciona con una
apariencia sorprendente de objetividad que origina a su vez un tono
documental, de testimonio épico pero que paradójicamente deja un
lugar de relieve, pertinente en extremo, a ese eco lírico de fondo
que en mi opinión singulariza a la obra de Ferres dentro de su
generación.
No
creo que el argumento ni su puesta en escena proponga una lectura de
“ni vencedores ni vencidos”, aunque sea evidente que en Los
Vencidos la resolución trágica del conflicto civil afecta y engloba
narrativamente a zonas que van más allá del propio campo de los
vencidos, y algo más que un eco de reconciliación resuena en la
novela como trazo y horizonte de convivencia para el futuro: “Solo
duran las ideas que tienen razón de ser, las que ayudan a la gente a
avanzar y a superarse; pero los hombres terminan por reconciliarse y
por convivir al menos”
Para
que esa convivencia que se propone, y si se quiere entender que
convivencia es todo lo contrario de la tolerancia ciega o la
indiferencia exculpatoria, la lectura de esta novela es una lectura
necesaria para acabar de una vez con los tópicos y manipulaciones
ideológicas que encerraron a la narrativa social de posguerra en el
baúl del olvido. Parece que sea hora de que obras como La mina de
Armando López Salinas, Central eléctrica de Jesús López Pacheco,
La piqueta del propio Ferres o La zanja de Alfonso Grosso salgan de
ese Gulag estético donde la mirada literaria de raíz
socialdemócrata las ha sepultado. No sería mala noticia que se
empiecen a desenterrar las fosas literarias de la posguerra.
Los
vencidos. Antonio Ferres. (Edit
Gadir. Madrid 2005) Crítica
publicada el 22-05-2005 en
Relelión.org
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