jueves, 17 de enero de 2019

SOBRE LA ESTÉTICA SOCIALDEMÓCRATA


Los vencidos, de Antonio Ferres.

Sobre Antonio Ferres dice Manuel Rico: “Es un novelista social pero es un novelista complejo”. En ese “pero” se encuentra resumida todo la boba y socialdemócrata Estética del rancio e idealista pensamiento literario dominante. M. L. Guerra.

En el campo de lo literario una de las asignaturas a reconsiderar con urgencia dentro de eso que el escritor Guillem Martínez viene llamando con sarcasmo y acierto la Cultura de la Transición corresponde a la valorización del llamado realismo español del medio siglo y de modo muy especial en lo que afecta al juicio inequívocamente negativo y paternalista sobre la novela social. El denominado realismo social engloba una escuela o movimiento literario que puede y debe ser caracterizado por el empeño políticamente consciente que pusieron sus componentes - Armando López Salinas, Jesús López Pacheco, Antonio Ferres, Alfonso Grosso, entre otros- para dar testimonio y voz a la realidad humana y social de los componentes de aquellas capas más afectadas y desprotegidas, individual y colectivamente, por la derrota del movimiento obrero y revolucionario en la guerra civil. A su lado los autores que usualmente se encuadran en el realismo crítico u objetivo – Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, José María de Quinto, Rafael Sánchez Ferlosio, Daniel Sueiro, García Hortelano- han mantenido o recuperado un lugar de prestigio que hace que sus textos se estudien, interpreten y comenten dentro de esa especie de canon institucional que constituyen los programas y libros de texto de las enseñanzas medias y universitarias aunque, ciertamente, su consideración, salvo excepciones, tampoco disfrute en estos momentos de muy alto reconocimiento pero sí, al menos, de respeto crítico y académico. Un realismo crítico que surge también con voluntad de testimonio y rebeldía antifranquista pero que, en la mayoría de las obras que en él se encuadran, abordan temas, problemas y problemáticas con protagonistas más cercanos a las clases medias que a las clases trabajadoras. Conviene incluso señalar que, acaso la obra más emblemática de ese tiempo, El Jarama de Sánchez Ferlosio, si bien introduce como protagonistas a miembros de la clase obrera no deja de centrar su peripecia en un día de asueto o fiesta, es decir, focalizando la acción narrativa en un espacio tiempo de no-trabajo, o que una obra sobre trabajadores como Gran Sol de Aldecoa contempla más el trabajo como faena, avatar o quehacer humano que como lugar de explotación, alienación o dominio.

Retomando la expresión de Cultura de la Transición habría que volver la mirada atrás, sin ira pero con memoria, para recordar que la mencionada cultura se erige sobre una sensación general de tabla rasa o borrón y cuenta nueva que presupone entre otras cosas la erosión o el abandono de las esquinas más agudas de lo que durante años se forjó como cultura de la resistencia antifranquista. Y para ese trabajo de demolición la presencia en el paisaje literario de la novela social española constituía una dura y molesta roca en medio del terreno que el nuevo jardín de la transición requería. La tarea de acoso y derribo se realizó a base de dos estrategias: la condena y el elogio. Por un lado se dictaba que las novelas y los novelistas del realismo social habían caído en la fatal tentación de hacer una literatura militante, excesivamente politizada y, “por tanto” poco “literaria”, con un uso por parte de los autores simple o romo del instrumental lingüístico o narratológico que se asociaba con el llamado y anatemizado realismo socialista soviético al que les habría llevado el “marxismo vulgar” de sus integrantes. Por otro “se alababa” sus buenas intenciones, la buena voluntad literaria de sus autores, su entrega a la causa (a la causa política que no a la literaria que habrían lamentablemente sacrificado en aras de la primera). Con dos palmaditas en la espalda y dejar caer simpáticamente el calificativo de “generación de la berza” en cuanto se alejaban un poco se efectuó el trabajo de desvalorización desde las páginas del Suplemento de la Artes y las Letras del diario Informaciones, desde revistas como Triunfo o Cuadernos para el Diálogo (donde la polémica entre Juan Benet e Isaac Montero cumplió el papel de epitafio) o desde los escasos pero influyentes programas de libros de nuestra TVE con Fernando Sánchez Drago como lancero mayor. En realidad y como tantos otros aspectos de nuestra transición la historia de la demolición habría que remontarla a la crisis de 1965 que tiene lugar dentro del PCE, que se manifiesta con la expulsión de Claudín y Semprúm y donde se columbraba un giro socialdemócrata en el que la clase trabajadora dejaba de ser considerada “sujeto” de la ruptura hacia la democracia que luego devino, con el consentimiento del PCE, en esa reforma democrática que las nuevas clases empresariales con la mano de Adolfo Suarez escribieron en clave de democracia liberal con la Monarquía restaurada al fondo. Cuando la democracia liberal nos llegó, en el Parlamento de las Letras la novela social hacía ya tiempo que yacía enterrada en medio del desprecio, la ignorancia y el olvido. Y no parece que en estos momentos haya demasiado interés en remover aquellas cunetas literarias a pesar de que nos llegan algunas señales editoriales que parecerían indicar que algunas losas literarias empiezan a levantarse.

En ese sentido la edición de esta novela por parte de la editorial Gadir constituye una recuperación necesaria y significativa. Escrita en 1960, por problemas con la censura no llegó a publicarse hasta hoy en ninguna editorial española si bien fue traducida a diversas lenguas y ocupó un lugar en catálogos de editoriales tan referenciales Feltrinelli o Gallimard. Para los lectores en castellano, Los Vencidos, hasta esta edición, era “un libro secreto”.

Cierto que desde hace unos años, no muchos, parece haberse despertado un nuevo interés editorial y literario no sólo hacía la obra y la escritura de Antonio Ferres sino también hacia el conjunto de obras y autores que conformaron el llamado realismo social de los años sesenta. Algunas de las novelas del autor, Con la manos vacías (Editorial Viamonte 2002, Tierra de olivos (Editorial Gadir 2004) se encuentran ahora afortunadamente en las librerías. También en fechas recientes Ferrés publicó un libro de poemas En la inmensa llanura (Ediciones Fuentetaja 2001) que mereció el premio de poesía Villa de Madrid y se publicaron sus Memorias de un hombre perdido (Edit Debate. 2002) al tiempo que aparecía la novela póstuma de Jesús López Pacheco, El homóvil (Edit Debate 2002). Una golondrina no hace verano pero no cabe despreciar la idea de que el clima literario esté cambiando y obligue a nuevas relecturas y juicios.

Esta reaparición de una obra que habitaba en el olvido - y no olvidemos que lo contrario de la verdad no es tanto la mentira como el olvido- podría enmarcarse acaso dentro de ese movimiento de “recuperación de la memoria” que en los últimos tiempos ha surgido con fuerza y polémica teniendo como centro la guerra civil y sus secuelas de crímenes y represión cruenta. En mi opinión la vuelta a Ferres y de Ferres es anterior a ese movimiento y sería mejor hablar de un momento histórico de más amplio alcance – a la búsqueda de la memoria perdida- en la que esa recuperación y la literatura de Antonio Ferres tienen claras concomitancias. Convendría señalar sin embargo que la “memoria Ferres” no es una memoria que mira hacia atrás, ni trata de purificar ritualmente el pasado, ni menos aún es una memoria de coyuntura. La memoria que Ferres aporta es una memoria que mira hacia delante, hacia ese futuro que hay que construir. Y creo que es dentro de esa memoria activa desde donde hay que leer Los vencidos.

La acción narrativa de la novela abarca un espacio temporal que se inicia en los últimos días de la guerra civil en Madrid y finaliza en los momentos en que la derrota del eje es ya una hecho evidente con el doble avance aliado en los frentes oriental y occidental, ya liberada París y casi toda Francia. Ese momento marcado por las expectativas de una intervención liberalizadora en España que nunca llegaría a producirse y que supuso para muchos derrotados una derrota más. La novela que rompe con naturalidad y eficacia el desarrollo lineal con continuos flash back, al tiempo que multiplica sus espacios de atención con ágiles cambios de escena y foco narrativo, se centra en la historia de tres personajes: Asunción , la mujer que desconoce el destino de su marido de quien sólo sabe que cayó prisionero después de la entrega de Madrid por parte del mando socialista y que, al parecer, fue condenado a muerte; Frederic Vidal, médico catalán y compañero de aquél durante un tiempo en las duras cárceles de la postguerra , y Miguel Armenteros, oficial del Cuerpo de prisiones , antiguo capitán de artillería en el ejército franquista y cuyo padre, empresario, fue fusilado en Madrid por las fuerzas republicanas. Alrededor de ellos gira toda una constelación bien perfilada narrativamente de personajes secundarios: presos, guardianes, estraperlistas, sobrevivientes, funcionarios, que funcionan como un telón de fondo sobre el que sobresale con rasgos realistas y a la vez simbólicos la figura del aprendiz Juanito, niño aún al final de la guerra, protegido y protector tanto de Asunción como de Federico y que al final del relato toma la decisión de sumarse a los grupos guerrilleros antifranquistas, los maquis, que se preparan para coadyubar a la esperada intervención aliada.

La novela se reparte en dos grandes bloques narrativos que giran alrededor de dos esperanzas fallidas: En el primer bloque se trata de una esperanza individual: Asunción espera encontrar vivo a su marido. En el segundo bloque se aborda una esperanza colectiva: que la deseada intervención aliada mande al régimen establecido por los vencedores a las cuevas de la Historia. Ambas esperanzas no se cumplirán. Ferres entrelaza con brillante estrategia narrativa a través de la figura del médico prisionero el derrumbe de las dos esperanzas. La primera esperanza está en el texto y el lector es testigo de su derrumbe. La caída de la segunda, la centrada en la esperable intervención aliada, no forma pare literalmente de la novela pero está presente en la memoria del lector que conoce el fracaso de esa expectativa viéndose obligado así a tomar una posición casi cruel frente al ánimo optimista de los personajes. Sabe lo que ellos no saben y ya ese juego de implicaciones dice mucho de la astucia narrativa de un autor que, repetimos, nuestros historiadores de la literatura, han venido “alabando” por sus buenas intenciones para mejor hacer valer la “simpleza” estructural con que definen su obra y la de aquellos que con él conforman el llamado realismo social.

Curiosamente y frente a lo que la doble desesperanza hace esperar – esa es la magia del realismo de Ferres – lo se nos queda entre las manos después de la lectura no es ninguna sensación de fatalidad o desánimo aunque tampoco se nos inunda gratuitamente con un sabor final optimista. Simplemente se nos dice narrativamente – es la historia de la desesperada Asunción que ha vuelto a encontrar en su relación con Frederic y con Juanito un nuevo sentido a la vida – que el futuro no está nunca definitivamente escrito. Y por esa puerta abierta, estrecha sin duda, pero abierta gracias al arte, la maestría en el oficio, del narrador, se cuela y amanece una lectura global de la novela que está lejos de ese conformismo de la pasividad que siempre se encuentra detrás del pesimismo.

Como ya se ha comentado el movimiento literario en el que se inscribe la narrativa de Antonio Ferres ha venido siendo “despachada” en nuestra memoria literaria con el rótulo de realismo social o novela social que en su momento fue malamente caracterizada con dos juicios altamente temerarios: la pobreza de sus lenguajes y su sectaria simpleza ideológica.

Me voy a detener aunque sea brevemente en dos aspectos presentes en esta novela, Los Vencidos, que rebaten estos dos claros prejuicios.

Los vencidos se caracteriza, como otras obras ya mencionadas de Ferres, por el uso de una frase seca, contenida, cercana al laconismo, de cadencia armónica y de honda calidez que se ve reforzada por el acierto en la selección de los detalles: alguien que juega con el asa de un botijo, la cabeza curiosa de un gato que asoma por debajo de una cortina, unos labios “embadurnados” de carmín”. La escritura de Ferres, que ya en su momento se relacionó con el timbre bíblico de la prosa de Faulkner, nos recuerda el oído sintáctico presente, por ejemplo, en esa gran novela del siglo XX que es Conversación en Sicilia de Elio Vittorini ( reeditada recientemente por editorial Gadir), mientras que su mirada lingüística – esa capacidad para extraer el adjetivo justo de un sustantivo aparentemente plano o rutinario- nos obliga a recordar la inteligencia gramatical de un Cesar Pavese o un Patrick Modiano.

Destaca también, y de manera muy especial en esta novela, la sensibilidad e importancia del tiempo meteorológico como recurso narrativo. Un uso que dota de atmósfera palpable a todos los escenarios al tiempo que, y valga la redundancia, desgrana un espacio temporal en donde el transcurrir del calendario parece haber cesado, tiñéndose así toda la novela de un “tempo lento” que marca el ritmo y el significado de la historia. “Quedan aguardando las dos mujeres, arrimadas a la pared del edificio, que está todavía caliente del sol. Pero ahora sopla un viento fresco, casi frío. Se agradece el calor del muro en la espalda y en las palmas de las manos”. Solo este “Se agradece” de Se agradece el calor del muro en la espalda y en las palmas de las manos, que permite al lector pasar en un instante de lo impersonal y objetivo a lo subjetivo y personal, refuta cualquier interpretación reduccionista de la escritura de Ferres. Por no hablar de la sutileza con que salpica de color los escenarios de la historia. Colores de un Ortega Muñoz, un Benjamín Palencia o de Caneja, para aproximarnos a veces y muy osadamente al gesto expresivo de un Saura, Continuaron un rato grande sin hablarse, medio dormidos, por una calle larga y oscura. El cielo estaba raso, de color morado, o al retratismo desencajado de un Barjola. Y algo semejante podría señalarse sobre su trabajo tonal con los sonidos y ruidos: pasos que se deslizan, verjas que se cierran, persianas metálicas que suben o bajan (ese sonido todavía tan urbano), piedras que se desprenden, traqueteos, un silencio repentino. Es precisamente el dominio de esta amplia pluralidad de registros y recursos lo que define con exactitud la voz narrativa de Antonio Ferres.

Que en el triángulo de protagonistas a los que la novela da cobijo bajo el nombre de Los vencidos ocupe un lugar relevante un miembro significativo de “los vencedores” – nada menos que un oficial del Cuerpo de prisiones y antiguo oficial de las tropas franquistas -, deja claro que el mundo de esta novela, política, ideológica y humanamente hablando, está a años luz de los tópicos maniqueos, la simplificación del panfleto o las anteojeras de una visión partidista torpe o sectaria. Miguel Armenteros, el oficial de prisiones, no se siente cómodo con su destino de vencedor. Ni lo que ve ni lo que oye, ni lo que hace o deja de hacer responden a su idea de lo que las cosas debían de ser. Es un ser desasosegado y no por su mala conciencia social o porque una conciencia política ajena a su condición de vencedor se vaya abriendo paso en él. No es un converso. La delicadeza con que está construido este personaje, clave en la historia que se novela, proviene del mero dar cuenta de la realidad sucia, triste, turbia por la que se mueve, sea entre las cuatro paredes de la prisión que a él también le encierra, sea por los paisajes mezquinos de un Madrid donde todo, desde el alma al sexo, es material de corrupción y estraperlo.

Pero tan importante o más que esta presencia significativa de “lo otro”, los otros, los vencedores, es la propia estructuración de la novela que, al modo clásico, y hoy esta novela tiene el empaque de un clásico, avanza a través de la combinación pautada de los dos vectores que movilizan la lectura: la intriga – qué esta pasando- y el suspense – qué va a pasar- que se entraman equilibradamente, de ahí su clasicismo, dando lugar a una trama muy sólida sobre la que la argumentación del argumento – la tragedia global y concreta que representó la guerra civil- funciona con una apariencia sorprendente de objetividad que origina a su vez un tono documental, de testimonio épico pero que paradójicamente deja un lugar de relieve, pertinente en extremo, a ese eco lírico de fondo que en mi opinión singulariza a la obra de Ferres dentro de su generación.

No creo que el argumento ni su puesta en escena proponga una lectura de “ni vencedores ni vencidos”, aunque sea evidente que en Los Vencidos la resolución trágica del conflicto civil afecta y engloba narrativamente a zonas que van más allá del propio campo de los vencidos, y algo más que un eco de reconciliación resuena en la novela como trazo y horizonte de convivencia para el futuro: “Solo duran las ideas que tienen razón de ser, las que ayudan a la gente a avanzar y a superarse; pero los hombres terminan por reconciliarse y por convivir al menos”

Para que esa convivencia que se propone, y si se quiere entender que convivencia es todo lo contrario de la tolerancia ciega o la indiferencia exculpatoria, la lectura de esta novela es una lectura necesaria para acabar de una vez con los tópicos y manipulaciones ideológicas que encerraron a la narrativa social de posguerra en el baúl del olvido. Parece que sea hora de que obras como La mina de Armando López Salinas, Central eléctrica de Jesús López Pacheco, La piqueta del propio Ferres o La zanja de Alfonso Grosso salgan de ese Gulag estético donde la mirada literaria de raíz socialdemócrata las ha sepultado. No sería mala noticia que se empiecen a desenterrar las fosas literarias de la posguerra.

Los vencidos. Antonio Ferres. (Edit Gadir. Madrid 2005) Crítica publicada el 22-05-2005 en Relelión.org

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