viernes, 3 de mayo de 2019

EL DOBLÓN DE ORO DEL CAPITAN AHAB




El doblón de oro que Rockwell Kent no quiso enseñarnos.
  
                   Todos los objetos visibles, amigo, no son sino máscaras de cartón.


Una de las mayores satisfacciones como editor que puedo atreverme a recordar –acaso la mayor acaso la única- reside en haber facilitado el feliz encuentro editorial de tres elementos que ya tomados por separado tienen tenían un valor sobresaliente, pero que en juntanza conforman un pequeño tesoro editorial. Me estoy refiriendo a la edición de Moby Dick de Herman Melvillé publicada por la editorial Debate en 2003 y que, al mérito ya impresionante de la calidad y alto significado literario de esa obra de arte de la literaria universal, sumaba la magnífica e inteligente traducción del maestro argentino Enrique Pezzoni y el esplendor gráfico insuperable de las ilustraciones de Rockwll Kent. Una edición para la que el diseñador Juan García Costoso elaboró una excelente portada en juego de azules con las leves manchas y líneas rojas propias por entonces del sello.
Pocos libros hay tan capaces como Moby Dick de narrar una historia trágica que resulta ser al tiempo un destino personal y colectivo. Pocos traductores como Pezzoni pueden enorgullecerse de haber encontrado la más ajustada semántica para trasvasar al castellano los tonos y matices de una escritura delicada y firme en medio de una tormenta argumental, y pocos, ninguno acaso, talentos plásticos tan certeros y expresivos como el de Rockwell Kent para registrar en blancos, grises y negros, el aire, las palabras y los silencios de una aventura tan tenebrosa, opaca y oscura como la historia novelada supone. Difícil será que quien haya visto la oscuridad con que Rockwell Kent ilumina al personaje roto del capitán Ahab pueda darle otra apariencia. Imposible escapar de la visión turbia de esos mares que su pulso magistral siembra de rizos y amenazas. Rostros, arpones, naves, gritos, gestos, aves, olas, velas, cabestrantes, arboladuras y catástrofes encuentran en el arte del ilustrador el trazo y la tintura perfecta, la expresión precisa, el ángulo cierto, el encuadre más expresivo. La iconografía de Rockwell Kent no consiste en duplicar lo que la semántica y la sintaxis de Melville logran por si misma sino ofrecer un imaginario visual desde el que descubrir lo que las palabras ocultan permitiéndonos como lectores enfrentarnos a lo que lo obvio no deja ver.
Se comprenderá por tanto que en medio de mi alta admiración hacia su talento como ilustrador, en la iconografía presente en esa edición del Moby Dick destaque la usura visual hacia uno de los elementos narrativos que desde mi punto de vista ocupa un lugar central en la historia de esa soberbia sin límites que une al capitán con la ballena. Me refiero al famoso doblón español que Ahab clava en un mástil del Pequod en el transcurso de una escena inolvidable que ocupa todo el capítulo xxxvi de la novela:

-Todos ustedes, vigías, me han oído dar órdenes acerca de una ballena blanca.¿Miren! ¿Ven esta onza española de oro?
A decir esas palabras, levantó al sol una gran moneda resplandeciente.
-Es una pieza de dieciséis dólares, marineros. ¿La ven ustedes? Señor Starbuck, alcánceme esa maza.
Mientras el oficial le acercaba el martillo, Ahab, sin hablar, restregaba lentamente la moneda de oro contra los faldones de su abrigo, como para aumentar su brillo, y cantaba quedamente para sí, sin palabras, produciendo un sonido tan extrañamente sofocado e inarticulado que parecía el chirrido maquinal de las ruedas de la vitalidad oculta en su interior.
Cuando recibió la maza de manos de Starbuck, avanzó hacia el palo mayor con la herramienta alzada en una mano y exhibiendo la moneda de oro con la otras.
Al fin exclamo a toda voz:
-¡Aquel de ustedes que me anuncie una ballena de cabeza blanca, frente rugosa y mandíbula torcida; aquel de ustedes que me anuncie esa ballena blanca, con tres agujeros abiertos en la aleta derecha de la cola…atención, aquel de ustedes que me anuncie esta ballena, y no otra, recibirá esta onza de oro, muchachos!
-¡Hurrah, hurrah! – gritaron los marineros, agitando sus sombreros encerados para saludar el acto de clavar la moneda en el palo.

Ese doblón de oro que Ahab clava en el mástil del Pequod es desde ese momento la verdadera y única brújula de la nave, la flecha que marca y obliga a su singladura, el horizonte insoslayable de la aventura que se nos relata, el relámpago dorado que ilumina la tormenta interior que la novela narra y argumenta. Desde que ese doblón entra en escena todo el paisaje queda modificado por el brillo maligno de ese oro que atraviesa el corazón de la nave, la ambición de todos los tripulantes y la soberbia extrema de su capitán. Y siendo así ¿cómo explicar que el ilustrador esconda hasta las páginas finales esa presencia tan total?
Durante mucho tiempo pensé que la causa de tal secuestro tenía su origen en la propia materialidad que la ilustración en negros y grises con que Rockwell había trabajado y que imposibilitaba la representación de ese brillo que el oro no solo presupone sino que metaforiza en tanto síntesis de la codicia entendida como uno de los pecados capitales a través de los cuales el mal se manifiesta. Ni siquiera una ilustración en color podría reflejar la pulsión satánica que el oro vehicula y esa imposibilidad se convertía para mí al menos en un acierto innegable por cuanto era su casi total desaparición del escenario lo que mejor “ilustraba” la relevancia que el artista le otorga a un oro que, en la única visualización que en el capítulo CXXXIII se nos ofrece, refulge como una custodia católica. Sin embargo, con el pasó del tiempo me he ido abriendo a otra explicación posible que sin negar en parte las razones anteriores las sitúa en un contexto interpretativo diferente. Ocurre que la interpretación clásica de Moby Dick según la cual la ballena blanca es la representación del Mal Absoluto ha ido dejando paso en mi conciencia a un entendimiento diferente en el que la ballena blanca – y el color elegido me parece clave- no sería la representación de ese Mal Absoluto sino de su radical contrario: el Bien Absoluto que precisamente por ser el Bien y por serlo en el nivel de lo Absoluto, sería la causa fatal de las desgracias que la condición humana conlleva de manera insoslayable. El Bien por tanto como amenaza, la búsqueda del bien como peligro, como riesgo, como admonición. “Todo ángel es terrible” escribiría Rainer María Rilke y en esa clave la lectura de la obra se me revela más compleja y sugestiva. En esa clave el papel del oro, del dinero, del doblón y sus brillos católicos deja de ser objeto de fascinación para configurarse como un falso bien, un bien prosaico en definitiva, finito y medible, discreto y humilde en comparación con el resplandor de la blanca pureza de la ballena. Y en esa clave el ilustrador no esquiva su presencia sino que se limita a negar su protagonismo. No es el oro el que ciega la mirada de la tripulación sino la promesa engañosa del bien que su posesión encierra al impedirles comprender que otro bien mucho peor es el que les aguarda. Darle al doblón más presencia gráfica supondría convertirlo en el becerro de oro de esa condición humana que la aventura del Pequod pretende encarnar, y concederle mayor visibilidad al ídolo – “Todos los objetos visibles, amigo, no son sino máscaras de cartón”- sería hacer de la simple ambición el núcleo ético del mal que la novela nos ofrece. Rockwell Kent parece darse cuenta de que ir por ese camino sería restarle significado a la historia porque no es la humana ambición lo que nos condena al naufragio personal o colectivo sino que es la soberbia satánica de Ahab: ser como Dios, poseer el Bien, la que nos encamina hacia el daño y el desprecio de lo ajeno, hacia la avaricia y la justificación del maltrato al prójimo. La historia de Moby Dick no es la historia de un valor de cambio- la moneda- sino del bien como valor absoluto y por eso mostrar demasiado ese oro no nos hubiera dejado ver el lado turbio, enmascarado y siniestro que todo encuentro con la Bondad encierra.

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