El doblón de oro que
Rockwell Kent no quiso enseñarnos.
Todos los
objetos visibles, amigo, no son sino máscaras de cartón.
Una de las mayores satisfacciones como editor que puedo atreverme a
recordar –acaso la mayor acaso la única- reside en haber
facilitado el feliz encuentro editorial de tres elementos que ya
tomados por separado tienen tenían un valor sobresaliente, pero que
en juntanza conforman un pequeño tesoro editorial. Me estoy
refiriendo a la edición de Moby Dick de Herman Melvillé publicada
por la editorial Debate en 2003 y que, al mérito ya impresionante de
la calidad y alto significado literario de esa obra de arte de la
literaria universal, sumaba la magnífica e inteligente traducción
del maestro argentino Enrique Pezzoni y el esplendor gráfico
insuperable de las ilustraciones de Rockwll Kent. Una edición para
la que el diseñador Juan García Costoso elaboró una excelente
portada en juego de azules con las leves manchas y líneas rojas
propias por entonces del sello.
Pocos libros hay tan capaces como Moby Dick de narrar una historia
trágica que resulta ser al tiempo un destino personal y colectivo.
Pocos traductores como Pezzoni pueden enorgullecerse de haber
encontrado la más ajustada semántica para trasvasar al castellano
los tonos y matices de una escritura delicada y firme en medio de una
tormenta argumental, y pocos, ninguno acaso, talentos plásticos tan
certeros y expresivos como el de Rockwell Kent para registrar en
blancos, grises y negros, el aire, las palabras y los silencios de
una aventura tan tenebrosa, opaca y oscura como la historia novelada
supone. Difícil será que quien haya visto la oscuridad con que
Rockwell Kent ilumina al personaje roto del capitán Ahab pueda darle
otra apariencia. Imposible escapar de la visión turbia de esos mares
que su pulso magistral siembra de rizos y amenazas. Rostros, arpones,
naves, gritos, gestos, aves, olas, velas, cabestrantes, arboladuras y
catástrofes encuentran en el arte del ilustrador el trazo y la
tintura perfecta, la expresión precisa, el ángulo cierto, el
encuadre más expresivo. La iconografía de Rockwell Kent no consiste
en duplicar lo que la semántica y la sintaxis de Melville logran por
si misma sino ofrecer un imaginario visual desde el que descubrir lo
que las palabras ocultan permitiéndonos como lectores enfrentarnos a
lo que lo obvio no deja ver.
Se comprenderá por tanto que en medio de mi alta admiración hacia
su talento como ilustrador, en
la iconografía presente en esa edición del Moby Dick
destaque la usura visual hacia uno de los elementos
narrativos que desde mi punto de vista ocupa un lugar central en la
historia de esa soberbia sin límites que une al capitán con la
ballena. Me refiero al famoso doblón español que Ahab clava en un
mástil del Pequod en el transcurso de una escena inolvidable que
ocupa todo el capítulo xxxvi de la novela:
-Todos ustedes, vigías, me han oído dar órdenes acerca de
una ballena blanca.¿Miren! ¿Ven esta onza española de oro?
A decir esas palabras, levantó al sol una gran moneda
resplandeciente.
-Es una pieza de dieciséis dólares, marineros. ¿La ven
ustedes? Señor Starbuck, alcánceme esa maza.
Mientras el oficial le acercaba el martillo, Ahab, sin hablar,
restregaba lentamente la moneda de oro contra los faldones de su
abrigo, como para aumentar su brillo, y cantaba quedamente para sí,
sin palabras, produciendo un sonido tan extrañamente sofocado e
inarticulado que parecía el chirrido maquinal de las ruedas de la
vitalidad oculta en su interior.
Cuando recibió la maza de manos de Starbuck, avanzó hacia el
palo mayor con la herramienta alzada en una mano y exhibiendo la
moneda de oro con la otras.
Al fin exclamo a toda voz:
-¡Aquel de ustedes que me anuncie una ballena de cabeza blanca,
frente rugosa y mandíbula torcida; aquel de ustedes que me anuncie
esa ballena blanca, con tres agujeros abiertos en la aleta derecha de
la cola…atención, aquel de ustedes que me anuncie esta ballena, y
no otra, recibirá esta onza de oro, muchachos!
-¡Hurrah, hurrah! – gritaron los marineros, agitando sus
sombreros encerados para saludar el acto de clavar la moneda en el
palo.
Ese doblón de oro que Ahab clava en el mástil del Pequod es desde
ese momento la verdadera y única brújula de la nave, la flecha que
marca y obliga a su singladura, el horizonte insoslayable de la
aventura que se nos relata, el relámpago dorado que ilumina la
tormenta interior que la novela narra y argumenta. Desde que ese
doblón entra en escena todo el paisaje queda modificado por el
brillo maligno de ese oro que atraviesa el corazón de la nave, la
ambición de todos los tripulantes y la soberbia extrema de su
capitán. Y siendo así ¿cómo explicar que el ilustrador esconda
hasta las páginas finales esa presencia tan total?
Durante mucho tiempo pensé que la causa de tal secuestro
tenía su origen en la propia materialidad que la ilustración en
negros y grises con que Rockwell había trabajado y que
imposibilitaba la representación de ese brillo que el oro no solo
presupone sino que metaforiza en tanto síntesis de la codicia
entendida como uno de los pecados capitales a través de los cuales
el mal se manifiesta. Ni siquiera una ilustración en color podría
reflejar la pulsión satánica que el oro vehicula y esa
imposibilidad se convertía para mí al menos en un acierto innegable
por cuanto era su casi total
desaparición del escenario lo que mejor “ilustraba” la
relevancia que el artista le otorga a un
oro que, en la única visualización que en el capítulo CXXXIII se
nos ofrece, refulge como una custodia católica. Sin embargo,
con el pasó del tiempo me he
ido abriendo a otra explicación posible que sin negar en parte las
razones anteriores las sitúa en un contexto interpretativo
diferente. Ocurre que la interpretación clásica de Moby Dick según
la cual la ballena blanca es la representación del Mal Absoluto ha
ido dejando paso en mi conciencia a un entendimiento diferente en el
que la ballena blanca – y el color elegido me parece clave- no
sería la representación de ese Mal Absoluto sino de su radical
contrario: el Bien Absoluto que precisamente por ser el Bien y por
serlo en el nivel de lo Absoluto, sería la causa fatal de las
desgracias que la condición humana conlleva de manera insoslayable.
El Bien por tanto como amenaza, la búsqueda del bien como peligro,
como riesgo, como admonición. “Todo ángel es terrible”
escribiría Rainer María Rilke y en esa clave la lectura de la obra
se me revela más compleja y sugestiva. En esa clave el papel del
oro, del dinero, del doblón y sus brillos católicos
deja de ser objeto de fascinación para configurarse como un
falso bien, un bien prosaico en definitiva, finito y medible,
discreto y humilde en comparación con el resplandor de la blanca
pureza de la ballena. Y en esa clave el ilustrador no esquiva su
presencia sino que se limita a negar su protagonismo. No es el oro el
que ciega la mirada de la tripulación sino la promesa engañosa del
bien que su posesión encierra al impedirles comprender que otro bien
mucho peor es el que les aguarda. Darle al doblón
más presencia gráfica supondría convertirlo en el becerro
de oro de esa condición humana que la aventura del Pequod pretende
encarnar, y concederle mayor
visibilidad al ídolo – “Todos los objetos visibles,
amigo, no son sino máscaras de cartón”- sería hacer de la
simple ambición el núcleo ético del mal que la novela nos ofrece.
Rockwell Kent parece darse cuenta de que ir por ese camino sería
restarle significado a la historia porque no es la humana ambición
lo que nos condena al naufragio personal o colectivo sino que es la
soberbia satánica de Ahab: ser como Dios, poseer el Bien, la que nos
encamina hacia el daño y el desprecio de lo ajeno, hacia la avaricia
y la justificación del maltrato al prójimo. La historia de Moby
Dick no es la historia de un valor de cambio- la moneda- sino del
bien como valor absoluto y por eso mostrar demasiado
ese oro no nos hubiera dejado ver el lado turbio, enmascarado
y siniestro que todo encuentro con la Bondad encierra.
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