viernes, 28 de junio de 2019

JULIÁN RODRÍGUEZ


Julián Rodríguez

Cuando proyecté y puse en marcha este nuevo sello de Caballo de Troya, de todos los escritores con los que trabajé en mis años con la editorial Debate tuve especial interés en seguir contando con el apoyo de Julián Rodríguez, pues de igual modo que un escritor necesita el apoyo de un editor también un editor, al menos es mi caso, necesita del apoyo de algunos escritores. Y le pedí a Julián que para su nuevo libro siguiese pensase en este nuevo sello.
Un nuevo proyecto editorial necesita dar a conocer lo antes posible – el mercado obliga a las prisas – cual es su propuesta literaria y por mucho que uno explique y envíe dossieres de prensa o comerciales, las señas de identidad básica de una editorial sigue siendo su catálogo. Quería que Julián Rodríguez estuviera en este catálogo pues su presencia era y es una forma de decir que tipo de proyecto literario estaba detrás de un nombre – Caballo de Troya y de un emblema: Para entrar o salir de la ciudad sitiada. Por eso este acto es para mi algo más que un mero acto de promoción. Forma parte de una ceremonia de presentación, aún ahora que el catálogo está a punto de alcanzar la docena de títulos con los tres nuevos libros que aparecen a primeros de Marzo.

Ustedes recordaran muchas películas o al menos alguna, en la que el protagonista es un artista, un pintor, un escritor, un arquitecto. En este tipo de películas se les plantea a los directores un problema de verosimilitud: si vamos a contar que este pintor es un genio ¿qué cuadros suyos vamos a mostrar en la pantalla para que el espectador pueda creerse que efectivamente el prota es un genio? En estos casos echan mano de lo que llamaríamos el prototipo resumido de lo que en cada momento cultural se entiende por Arte : en los 60 grandes cuadros abstractos, en los setenta grandes cuadros expresionistas, en los ochenta bonitos cuadros hiperrealistas, en los 90 alguna instalación. Cuando la película termina me imagino que esos cuadros los venden a las tiendas de muebles que son a la pintura más o menos lo que las colecciones de kiosko son a la literatura.

Recordarán también haber visto en muchas películas como el chico o la chica salen o entran de una casa o salen de la estación o aeropuerto con la maleta de su equipaje en la mano. Recordarán que uno advierte perfectamente que esas maletas no les pesan, las llevan con una desenvoltura y elegancia sorprendente. Personalmente cuando veo estas escenas con maletas volanderas frunzo el ceño porque entiendo que una vez más al director le importa un bledo el rigor y la exigencia de realidad, que le importa un bledo que yo como espectador me de cuenta porque considera que los espectadores no estamos en el cine para advertir sino para averiguar si al final el chico se casa con la chica o el policía se enamora o no de la asesina.

Son dos ejemplos de lo que se llamó estética del simulacro: yo le llamo estética de la pereza

Pues bien : de Julián Rodríguez viaja por muchos sitios y unos lugares me pueden interesar más que otros, gustarme unos más y otros menos pero siempre tendré que agradecerle que su maleta tiene peso real y tiene peso porque lleva dentro lo necesario para un viaje, quizás algún libro de más o algún libro de menos, pero lleva libros y las mudas necesarias, las camisas necesarias – aunque tenga propensión a llevarlas solamente negras u oscuras, los calcetines necesarios, los sueños pertinentes, las tarjetas de crédito solventes, los instrumentos de trabajo necesarios y la dosis de ambición proporcionalmente adecuada para que la ambición no se trasmute en mera necesidad de éxito, de reconocimiento por parte de aquellos cuyo único mérito es el de ser los criados intelectuales del poder.

Y no es que Julián desconozca el simulacro pero se exige mostrar el simulacro ajeno sin apoyarse en el simulacro propio. Con esto demuestra que no es un escritor simpático, por desgracia comercial para él y para su editor. Se lo agradezco - como lector, como editor ya no estoy tan seguro o al menos no estoy tan seguro de que les parezca bien a los que me pagan por hacer de editor - porque las novelas simpáticas me aburren profundamente.

Julián Rodríguez no busca el aplauso a corto plazo, el único aplauso realmente existente en un mundo en que nada existe más allá del corto plazo. Y todo esto no lo entiendo como una postura moral o virtuosa sino como una postura de responsabilidad literaria. Y si la literatura es algo es un acto de responsabilidad compartido entre un escritor que se atreve a utilizar las palabras comunes y un lector al que alguien podría exigirle en algún momento el qué haya hecho con su libertad si es que cabe pensar que el qué leer – la elección- sea un espacio de posible libertad.
Personalmente creo que al menos en los libros que conmigo ha publicado Julián ha mostrado el talento de su proyecto, es decir, las bases y los materiales literarios necesarios para que ese proyecto sea algo más que un deseo. Un proyecto en marcha que en los cuatro libros que de él conozco se muestra como un caminar sólido, sin prisas pero sin vacuidades, pensado, meditado, medido. No creo que todavía haya construido un edificio narrativo. Con esos libros ha despejado y desbrozado el terreno, creado un solar, nivelándolo, haciendo el estudio geológico correspondiente, situándolo en las coordenadas más apropiadas para estar en el lugar que merece la pena y lejos de las urbanizaciones ya de adosados ya de los exentos con valla de seguridad y alarmas contra el robo que la avaricia y la deshonestidad han acumulado dentro. Como escritor tiene manos de arquitecto y de albañil.

Hoy, cuando la inmensa mayoría de la novela española se dedica a levantar maquetas narrativas con sus edificios de corcho, sus cochecitos de plástico, sus árboles de alambre y sus conflictos de pacotilla sentimental, Julián , paso a paso, libro a libro, se ha mantenido en ese nivel de exigencia que hay que pedirle al arquitecto y al albañil a quienes demandamos que nos construyan una casa habitable. A eso se dedicaron autores como Musil o Joseph Roth, Juan Benet o Italo Svevo y Pratolini y Armando López Salinas y López Pacheco y Sánchez Ferlosio.
Un libro es una casa semántica y los libros están hechos para que habitemos en ellas y no para jugar al mecano narrativo de cartón piedra por mucho que el mecano haya aprendido a disfrazarse con brillos borgianos ( no extraño por otra parte si tenemos en cuenta que Borges es el responsable, en parte, de que hoy el brillo se tome por medida de la profundidad y llamo profundidad a una cosa muy simple: saber por donde sale el sol para saber la orientación apropiada de las ventanas) Claro que me dirá alguien: ¿para qué saber eso si hoy todas las casas tienen calefacción? Bueno algunos pensamos que la intemperie sigue ahí y algunos seguimos sin entrar en calor acaso porque el sueldo no nos calienta lo suficiente.

Sigo con esta comparación entre literatura y arquitectura y he de confesarles que, más allá del desprecio a las casas de muñecas que hoy se publican por doquier, tengo incluso la muy fundada sospecha de que lo que hemos venido llamando gran literatura ha construido magníficos edificios pero edificios y viviendas para ricos y sobre todo para aspirantes a ricos y la verdad es que hoy, como lector y acaso como editor si la oportunidad me dieran, prefiero aquellos proyectos narrativos que se cuestionan esa tradición por mucho que en ella se encuentren los mejores ejemplos de lo que llamamos literatura. Sospecho que Julián, que conoce y analiza con extraña y perversa habilidad los materiales más nobles – y a veces los utiliza de modo sorprendente como quien gasta la caoba en el palo de la escoba - y asume que el problema de qué vivienda construir, de qué libro leer, forma parte de su proyecto y realidad literaria.
A veces pienso que ya lo sabe, pero que se lo está pensando y pienso incluso a veces que se lo está pensando demasiado y yo mismo caigo en ese pecado de la impaciencia que ha acabado con más de tres o cuatro escritores emergentes. Como decía el poeta: ” he visto a las mejores cabezas de mi generación, arrastrarse por las calles, desesperadamente, en busca de un Premio Planeta, un premio Alfaguara, un premio Primavera, un premio Anagrama y hasta un premio Nadal”. No veo a Julián por esas calles.

Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, no es su mejor libro. Ni siquiera creo que vaya a serlo el siguiente, pero al siguiente del siguiente ya habrá que estar muy pero muy atentos. Su mejor libro se está haciendo con libros como este. La narrativa de Julián Rodríguez todavía no ha abandonado sus cuarteles de verano -y digo de verano porque y sigo pensando que en algún momento habrá que tomar de nuevo el Palacio de Invierno.

Hay en Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás tres elementos primordiales para cualquier escritura: la mirada, la tierra y la camaradería. Es un libro, en este sentido, que me recuerda ese momento narrativo que nunca falta en las mejores escenas de batalla: la noche antes de ella, cuando el general, que no duerme, se arropa en su manto y de incógnito pasea por su campamento, mira la cara de sus hombres, palpa el estado de su miedo y de su coraje, vela por el filo de las armas, inspecciona el nerviosismo de la yeguada, escruta las estrellas, se reúne con los mejores de sus oficiales y luego se tumba y descansa. Ha cumplido con sus deberes. Sólo le queda encontrar el valor - o el rencor, o la rabia, o el deber - que le acompañe en la refriega.
Repito: la mirada, la tierra y la camaradería.

Las fotografías y la mirada. La tierra donde plantar el primer árbol para que brote el bosque que aguarda bajo esa tierra. La camaradería que permite distinguir el grano de la paja, lo importante de lo superfluo, los lectores de los consumidores, los abrazos del halago.

El mundo y hasta el alto mundillo de la fotografía ocupan un espacio amplio y significativo en esta novela. El protagonista conoce ese mundo, asiste a exposiciones, da noticias sobre nombres e intenciones. Da la impresión de que la fotografía hubiera sumido en su obra el papel que en el siglo XX ocupó la pintura. Se muestra un experto en su vanguardia y en su retaguardia. Me llama la atención - creo no equivocarme- que siempre contempla estas exposiciones en compañía de alguien (una mujer u otra casi siempre o sin casi) como si mirar el cómo miran fuera un acto compartido. Entre el arte y el protagonista no hay un diálogo de intimidades sino una conversación entre el objeto, el yo y la vida cotidiana que ese alguien encarna en cada momento. Le interesa la fotografía porque en ella hay un intento de romper la mirada que no ve, la mirada rutinaria, la mirada hegemónica.
A estas alturas de la película – de mi película-, cada vez que oigo la palabra arte echo mano de la cartera porque sé que alguien va a intentar robarme algo con mi bendición y por eso no he dejado de inquietarme tanto paseo por el arte de la mirada y de ahí mi descanso cuando oiga la voz de Acacia que en esas conversaciones deja ver que ”todas sus fotos eran malas. Premeditadamente” La verdad es que esta idea de lo malo me ronda últimamente la cabeza. A lo mejor habría que hacer “casas malas”. Lo que no me creo es la justificación de Guzmán, un pintor mexicano que conocemos en el relato, cuyos cuadros se definen “apuntes morales con los que el artista devolvía a la burguesía las bofetadas que recibía de ella”. En mi opinión a la burguesía las bofetadas hay que devolvérselas con balas de mayor calibre. Tampoco creo mucho en el humor o en la ironía como arma o camuflaje. Y no digo que en la narrativa de Julián no haya ironía – y no digo eso porque entre otras cosas sería enterrarlo como escritor tal y como están las cosas. Sí digo que en Julián Rodríguez la ironía y el humor no funcionan como juego sino como juicio y, en los mejores momentos, como sentencia. Julián mira el mirar y lo hace en compañía de los otros. Un dato este último que ya habla de la camaradería que define, a mi entender, su escritura.
La tierra, frente a lo que muchos parecen suponer, no es un parque, ni siquiera es un paisaje. La tierra es el esfuerzo y la promesa de su recompensa. En la obra de Julián la tierra son las raíces. El lento trabajar de las raíces. Su humildad subterránea. La búsqueda vegetal de los alimentos necesarios: la cal, el agua, las sales. En apariencia, esa tierra donde su narrativa hunde sus raíces es lo rural que es una presencia explícita y orgullosa en su obra. Un mundo rural donde las plantas y los hombres están conectados al último programa de Internet. Lo rural como el silencio de lo urbano. Pero lo rural no es lo determinante en su obra. La tierra donde su obra escarba, lo que sus raíces buscan es la dignidad, el sentido del existir más allá de que existir tenga o no tenga sentido. La tierra como lo contrario al pesimismo como refugio cínico y confortable.

Y la camaradería. Llamo camaradería – en literatura - a la elección del lugar desde donde se nos habla. Ni desde un altar ni desde un confesionario. Desde la vida compartida. Escribir tiene algo de hablar en voz alta, de atreverse a tomar la palabra en publico. Para eso Julián no se sube a ninguna tribuna ni prorrumpe en llantos jeremiacos ni se rasga las vestiduras, ni nos cuenta sucesos tremendos o tremendistas. Habla con el tono del que habla entre iguales, sin estridencias. Su voz no quiere seducir – para desgracia comercial para él y para su editor- sino compartir.

Gracias Julián.

Madrid hacia mediados del 2004, con motivo de la concesión del Premio Nuevo talento de FNAC

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