Julián Rodríguez
Cuando proyecté y puse en
marcha este nuevo sello de Caballo de Troya, de todos los escritores
con los que trabajé en mis años con la editorial Debate tuve
especial interés en seguir contando con el apoyo de Julián
Rodríguez, pues de igual modo que un escritor necesita el apoyo de
un editor también un editor, al menos es mi caso, necesita del apoyo
de algunos escritores. Y le pedí a Julián que para su nuevo libro
siguiese pensase en este nuevo sello.
Un
nuevo proyecto editorial necesita dar a conocer lo antes posible –
el mercado obliga a las prisas – cual es su propuesta literaria y
por mucho que uno explique y envíe dossieres de prensa o
comerciales, las señas
de identidad básica de una editorial sigue siendo su catálogo.
Quería que Julián Rodríguez estuviera en este catálogo pues su
presencia era y es una forma de decir que tipo de proyecto literario
estaba detrás de un nombre – Caballo de Troya y de un emblema:
Para entrar o salir
de la ciudad sitiada.
Por eso este acto es para mi algo más que un mero acto de promoción.
Forma parte de una ceremonia de presentación, aún ahora que el
catálogo está a punto de alcanzar la docena de títulos con los
tres nuevos libros que aparecen a primeros de Marzo.
Ustedes
recordaran muchas películas o al menos alguna, en la que el
protagonista es un artista, un pintor, un escritor, un arquitecto. En
este tipo de películas se les plantea a los directores un problema
de verosimilitud: si vamos a contar que este pintor es un genio ¿qué
cuadros suyos vamos a mostrar en la pantalla para que el espectador
pueda creerse que efectivamente el prota es un genio? En estos casos
echan mano de lo que llamaríamos el prototipo resumido de lo que en
cada momento cultural se entiende por Arte : en los 60 grandes
cuadros abstractos, en los setenta grandes cuadros expresionistas, en
los ochenta bonitos cuadros hiperrealistas, en los 90 alguna
instalación. Cuando la película termina me imagino que esos
cuadros los venden a las tiendas de muebles que son a la pintura más
o menos lo que las colecciones de kiosko son a la literatura.
Recordarán también haber
visto en muchas películas como el chico o la chica salen o entran de
una casa o salen de la estación o aeropuerto con la maleta de su
equipaje en la mano. Recordarán que uno advierte perfectamente que
esas maletas no les pesan, las llevan con una desenvoltura y
elegancia sorprendente. Personalmente cuando veo estas escenas con
maletas volanderas frunzo el ceño porque entiendo que una vez más
al director le importa un bledo el rigor y la exigencia de realidad,
que le importa un bledo que yo como espectador me de cuenta porque
considera que los espectadores no estamos en el cine para advertir
sino para averiguar si al final el chico se casa con la chica o el
policía se enamora o no de la asesina.
Son dos ejemplos de lo que se
llamó estética del simulacro: yo le llamo estética de la pereza
Pues bien : de Julián
Rodríguez viaja por muchos sitios y unos lugares me pueden
interesar más que otros, gustarme unos más y
otros menos pero
siempre tendré que agradecerle que su maleta tiene peso real y tiene
peso porque lleva dentro lo necesario para un viaje, quizás algún
libro de más o algún libro de menos, pero lleva libros y las mudas
necesarias, las camisas necesarias – aunque tenga propensión a
llevarlas solamente negras u oscuras, los calcetines necesarios, los
sueños pertinentes, las tarjetas de crédito solventes, los
instrumentos de trabajo necesarios y la dosis de ambición
proporcionalmente adecuada para que la ambición no se trasmute en
mera necesidad de éxito, de reconocimiento por parte de
aquellos cuyo único
mérito es el de ser
los criados intelectuales del poder.
Y
no es que Julián desconozca el simulacro pero se exige mostrar el
simulacro ajeno sin apoyarse en el simulacro propio. Con esto
demuestra que no es un escritor simpático, por desgracia comercial
para él y para su editor. Se lo agradezco - como lector, como
editor ya no estoy tan seguro o al menos no estoy tan seguro de que
les parezca bien a los que me pagan por hacer de editor - porque las
novelas simpáticas me aburren profundamente.
Julián Rodríguez no busca el
aplauso a corto plazo, el único aplauso realmente existente en un
mundo en que nada existe más allá del corto plazo. Y todo esto no
lo entiendo como una postura moral o virtuosa sino como una postura
de responsabilidad literaria. Y si la literatura es algo es un acto
de responsabilidad compartido entre un escritor que se atreve a
utilizar las palabras comunes y un lector al que alguien podría
exigirle en algún momento el qué haya
hecho con su libertad si es que cabe pensar que el qué leer – la
elección- sea
un espacio de posible
libertad.
Personalmente creo que al
menos en los libros que conmigo ha publicado Julián ha mostrado el
talento de su proyecto, es decir, las bases y los materiales
literarios necesarios para que ese proyecto sea algo más que un
deseo. Un proyecto en marcha que en los cuatro libros que de él
conozco se muestra como un caminar sólido, sin prisas pero sin
vacuidades, pensado, meditado, medido. No creo que todavía haya
construido un edificio narrativo. Con esos libros ha despejado y
desbrozado el terreno, creado un solar, nivelándolo, haciendo el
estudio geológico correspondiente, situándolo en las coordenadas
más apropiadas para estar en el lugar que merece la pena y lejos de
las urbanizaciones ya de adosados ya de los exentos con valla de
seguridad y alarmas contra el robo que la avaricia y la deshonestidad
han acumulado dentro. Como escritor tiene manos de arquitecto y de
albañil.
Hoy,
cuando la inmensa mayoría de la novela española se dedica a
levantar maquetas narrativas con sus edificios de corcho, sus
cochecitos de plástico, sus árboles de alambre y sus conflictos de
pacotilla sentimental, Julián , paso a paso, libro a libro, se ha
mantenido en ese nivel de exigencia que hay que pedirle al arquitecto
y al albañil a quienes demandamos que nos construyan una casa
habitable. A eso se dedicaron autores como Musil o Joseph Roth, Juan
Benet o Italo Svevo y Pratolini y Armando López Salinas y López
Pacheco y Sánchez Ferlosio.
Un
libro es una casa semántica y los libros están hechos para que
habitemos en ellas y no para jugar al mecano narrativo de cartón
piedra por mucho que el mecano haya aprendido a disfrazarse con
brillos borgianos ( no extraño por otra parte si tenemos en cuenta
que Borges es el responsable, en parte, de que hoy el brillo se tome
por medida de la profundidad y llamo profundidad a una cosa muy
simple: saber por donde sale el sol para saber la orientación
apropiada de las ventanas) Claro que me dirá alguien: ¿para
qué saber eso si hoy todas las casas tienen calefacción? Bueno
algunos pensamos que la intemperie sigue ahí y algunos seguimos sin
entrar en calor acaso porque el sueldo no nos calienta lo suficiente.
Sigo con esta comparación
entre literatura y arquitectura y he de confesarles que, más allá
del desprecio a las casas de muñecas que hoy se publican por
doquier, tengo incluso la muy fundada sospecha de que lo que hemos
venido llamando gran literatura ha construido magníficos edificios
pero edificios y viviendas para ricos y sobre todo para aspirantes a
ricos y la verdad es que hoy, como lector y acaso como editor si la
oportunidad me dieran, prefiero aquellos proyectos narrativos que se
cuestionan esa tradición por mucho que en ella se encuentren los
mejores ejemplos de lo que llamamos literatura. Sospecho que Julián,
que conoce y analiza con extraña y perversa habilidad los materiales
más nobles – y a veces los utiliza de modo sorprendente como quien
gasta la caoba en el palo de la escoba - y asume que el problema de
qué vivienda construir, de qué libro leer, forma parte de su
proyecto y realidad literaria.
A veces pienso que ya lo sabe,
pero que se lo está pensando y pienso incluso a veces que se lo
está pensando demasiado y yo mismo caigo en ese pecado de la
impaciencia que ha acabado con más de tres o cuatro escritores
emergentes. Como decía el poeta: ” he visto a las mejores cabezas
de mi generación, arrastrarse por las calles, desesperadamente, en
busca de un Premio Planeta, un premio Alfaguara, un premio Primavera,
un premio Anagrama y hasta un premio Nadal”. No veo a Julián por
esas calles.
Unas
vacaciones baratas en la miseria de los demás,
no
es su mejor libro. Ni siquiera creo que vaya a serlo el siguiente,
pero al siguiente del siguiente ya habrá que estar muy pero
muy atentos. Su mejor
libro se está
haciendo con libros como este. La narrativa de Julián Rodríguez
todavía no ha abandonado sus cuarteles de verano -y digo de verano
porque y sigo pensando que en
algún momento habrá
que tomar de nuevo el Palacio de Invierno.
Hay
en Unas
vacaciones baratas en la miseria de los demás
tres elementos primordiales para cualquier escritura: la mirada, la
tierra y la camaradería. Es un libro, en
este sentido, que me recuerda ese momento narrativo que nunca falta
en las mejores escenas de batalla: la noche antes de ella, cuando el
general, que no duerme, se arropa en su manto y de incógnito pasea
por su campamento, mira la cara de sus hombres, palpa el estado de
su miedo y de su coraje, vela por el filo de las armas, inspecciona
el nerviosismo de la yeguada, escruta las estrellas, se reúne con
los mejores de sus oficiales y luego se tumba y descansa. Ha cumplido
con sus deberes. Sólo le queda encontrar el valor - o el rencor, o
la rabia, o el deber - que le acompañe en la refriega.
Repito: la mirada, la tierra y
la camaradería.
Las fotografías y la mirada.
La tierra donde plantar el primer árbol para que brote el bosque que
aguarda bajo esa tierra. La camaradería que permite distinguir el
grano de la paja, lo importante de lo superfluo, los lectores de los
consumidores, los abrazos del halago.
El mundo y hasta el alto
mundillo de la fotografía ocupan un espacio amplio y significativo
en esta novela. El protagonista conoce ese mundo, asiste a
exposiciones, da noticias sobre nombres e intenciones. Da la
impresión de que la fotografía hubiera sumido en su obra el papel
que en el siglo XX ocupó la pintura. Se muestra un experto en su
vanguardia y en su retaguardia. Me llama la atención - creo no
equivocarme- que siempre contempla estas exposiciones en compañía
de alguien (una mujer u otra casi siempre o sin casi) como si mirar
el cómo miran fuera un acto compartido. Entre el arte y el
protagonista no hay un diálogo de intimidades sino una conversación
entre el objeto, el yo y la vida cotidiana que ese alguien encarna en
cada momento. Le interesa la fotografía porque en ella hay un
intento de romper la mirada que no ve, la mirada rutinaria, la mirada
hegemónica.
A estas alturas de la película
– de mi película-, cada vez que oigo la palabra arte echo mano de
la cartera porque sé que alguien va a intentar robarme algo con mi
bendición y por eso no he dejado de inquietarme tanto paseo por el
arte de la mirada y de ahí mi descanso cuando oiga la voz de Acacia
que en esas conversaciones deja ver que ”todas sus fotos eran
malas. Premeditadamente” La verdad es que esta idea de lo malo me
ronda últimamente la cabeza. A lo mejor habría que hacer “casas
malas”. Lo que no me creo es la justificación de Guzmán, un
pintor mexicano que conocemos en el relato, cuyos cuadros se definen
“apuntes morales con los que el artista devolvía a la burguesía
las bofetadas que recibía de ella”. En mi opinión a la burguesía
las bofetadas hay que devolvérselas con balas de mayor calibre.
Tampoco creo mucho en el humor o en la ironía como arma o camuflaje.
Y no digo que en la narrativa de Julián no haya ironía – y no
digo eso porque entre otras cosas sería enterrarlo como escritor tal
y como están las cosas. Sí digo que en Julián Rodríguez la ironía
y el humor no funcionan como juego sino como juicio y, en los mejores
momentos, como sentencia. Julián mira el mirar y lo hace en compañía
de los otros. Un dato este último que ya habla de la camaradería
que define, a mi entender, su escritura.
La tierra, frente a lo que
muchos parecen suponer, no es un parque, ni siquiera es un paisaje.
La tierra es el esfuerzo y la promesa de su recompensa. En la obra de
Julián la tierra son las raíces.
El lento trabajar de las raíces.
Su humildad subterránea. La búsqueda vegetal de los alimentos
necesarios: la cal, el agua, las sales. En apariencia, esa tierra
donde su narrativa hunde sus raíces es lo rural que es una presencia
explícita y orgullosa en su obra. Un mundo rural donde las plantas y
los hombres están conectados al último programa de Internet. Lo
rural como el silencio de lo urbano. Pero lo rural no es lo
determinante en su obra. La tierra donde su obra escarba, lo que sus
raíces buscan es la dignidad, el sentido del existir más allá de que
existir tenga o no tenga sentido. La tierra como lo contrario al
pesimismo como refugio cínico y confortable.
Y
la camaradería. Llamo camaradería – en literatura - a la elección
del lugar desde donde se nos habla. Ni desde un altar ni desde un
confesionario. Desde la vida compartida. Escribir tiene algo de
hablar en voz alta, de atreverse a tomar la palabra en publico. Para
eso Julián no se sube a ninguna tribuna ni prorrumpe en llantos
jeremiacos ni se rasga las vestiduras, ni nos cuenta sucesos
tremendos o tremendistas. Habla con el tono del que habla entre
iguales, sin estridencias. Su voz no quiere seducir – para
desgracia comercial para él y para su editor- sino compartir.
Gracias
Julián.
Madrid hacia mediados del
2004, con motivo de la concesión del Premio Nuevo talento de FNAC
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