viernes, 2 de agosto de 2019

Las manos vacías de Antonio Ferres


Prólogo para Con las manos vacías. Antonio Ferres EDit Viamonte 2002

A veces el río de la Historia traza vueltas y revueltas, extraños meandros que parecen avisar de que en las tierras por donde discurre su cauce encuentra resistencias no sospechadas. No se trata de que las aguas quieran remontar la corriente sumidas en un repentino ataque de nostalgia o melancolía ni tampoco hay que concluir que el cauce se empeñe en llevarle la contraria a Heráclito y busque bañarse en las mismas aguas de antaño. Y digo todo esto porque no deja de ser extraño desde hace poco tiempo se esté produciendo un extraño "meandro" en el discurrir más bien plano, tranquilo y algo contaminado de nuestras aguas literarias, pues de meandro quizá excéntrico o curioso pero quizá -ojalà- significa­tivo podemos calificar el que esté apareciendo o reapareciendo en nuestro escaparate literario la escritura de un autor, Antonio Ferres, que parecía condenado definitivamente a vivir en alguno de los cauces secos u olvidados de la historia de la novela española contemporánea. La recientes reediciones de Los confines del reino (Edit Pre-Textos, 1997), de La Piqueta(Edit Viamonte 2002) o de esta novela que hoy presentamos, así como la aparición de Memorias de un hombre perdido (EDit Debate 2002) constatan esa revuelta o meandro narrativo que tiene a Antonio Ferres como protagonista.
De extraño me atrevo a calificar tal "accidente" hidrológico o narrativo pues nada, en principio, hacía suponer que en la corriente dominante de nuestra novela actual pudiese encontrar un lugar el tipo de escritura y de actitud literaria que Ferres representa.
Novela española actual en la que toda una cuenca narrativa - aquella en la que Ferres se inscribe- parecía condenada a la extinción. Si partimos de la idea de que la narrativa se nutre de cuatro fuentes principales: la narración simbólico-sacra que La Biblia funda, la narración de entretenimiento que Las Mil y una noches encarna, la narración de la vida interior o psicológica que Agustín de Hipona levanta con sus Confesiones y la narración sobre el poder cuyas coordenadas adelantaba Maquiavelo en El Principe, no es difícil diagnosticar que en la novela española de nuestros días junto con la escasez de la vertiente sacra - salvo que leamos a los postborgianos metaliterarios como monaguillos aplicados - la ola narrativa dominante se mueve en aguas del entretenimiento y del psicologismo más o menos existencial o humanista, mientras que la tradición narrativa centrada en el poder, es decir, la línea narrativa que construye y con la que se construye la modernidad, apenas logra sacar la cabeza fuera del agujero estético al que la llamada "narratividad al servicio del lector" y sus defensores han querido ( y logrado) arrojarla.
Pertenece Ferres a una tendencia narrativa que bajo el celebrado epitafio de "generación de la berza" fue enterrada con alguna polémica y mucho jolgorio por las "autoridades literarias" que allá por los inicios del tardofranquismo ( digamos desde el año 1966 por cuanto al socaire de la Ley Fraga algo se mueve -recibe permiso vigilado para moverse- en el campo editorial y cultural) atisbaron que los vientos de la modernidad soplaban más hacia una "literatura al servicio de la literatura" que hacía una literatura implicada en la realidad donde los textos se producían, circulaban y su consumían. Todo ello argumentado con una salsa estética en la que la Historia como escenario del actuar concreto era sustituida por una obscura pero "profunda" referencia y preferencia por "los abismos de la Historia", las condiciones objetivas de la existencia se diluían en nombre de "la imposibilidad de conocer las capas más profundas del misterio del yo", el uso del lenguaje como instrumen­to de clarificación de la realidad se sustituía por "un lenguaje que solo es capaz de leerse a si mismo" y donde la novela dejaba de ser herramienta del conocimiento compartido para ser "espejo que se mira en un espejo" cuando no mero texto de orientación y autoayuda para las nuevas clases medias que se asomaban a los europeos y socialdemócratas horizontes del consumo. Evidentemente una vez que lograron envolver bajo la etiqueta de berza toda una narrativa empeñada en dar cuenta de cómo el poder -político, social, económico- afectaba a la construcción de las subjetividades colectivas e individuales, fue fácil vender la idea de que aquella berza no dejaba de ser un ingenuo, hortera y torpe sueño literario malamente puesto en marcha por algunos nostálgicos del realismo social soviético más burdo con el que se pretendió identificar a aquella generación de escritores.
Como ya es sabido la historia la escriben los vencedores y los vencedores de aquella transición ideológica y literaria que se adelantó a la llamada transición política (1975-1982) siguen siendo los dueños - o los mayordomos de los dueños- de las palabras y medios de expresión donde se sigue escribiendo nuestra historia literaria. De ahí la singularidad que representa tanto la apari­ción editorial de la obra reciente y pasada de Ferres y de otros compañeros de generación* como la atención que en mayor o menor grado ha despertado en los medios culturales ese pequeño "meandro" narrativo que la "resurrección" del autor de La piqueta vendría a encarnar.
No creo que hayan de entenderse tales hechos como un aviso optimista de que la "lectura dominante" de nuestro pasado político o literario haya entrado en crisis. Entiendo por mejor que sí cabe ver en ello un posible síntoma de agotamiento de un modelo teñido por la autosatisfacción, en el que difícilmente encuentran acomodo la difusa pero persistente presencia de los movimientos antiglobalización y de resistencia al nuevo orden imperial o la constatación de que en el mundo de la narrativa española la lábiles fronteras entre la calidad y el marketing están facilitando la confusión entre el gato y las pocas liebres que hayan podido escaparse de la voracidad del mercado editorial. Sea una cosa o la otra no deja de ser cierto que sí parecen darse ahora condiciones suficientes para que la obra, pasada, presenta y futura, de Antonio Ferres pueda ser leída sin las distorsiones que anatemas estéticas y etiquetas ideológicas habían propiciado.
Quien hoy abra las páginas de Con las manos vacías no podrá por menos que sorprenderse ante las acusaciones de simpleza técnica, pobreza de lenguaje, maniqueísmo argumental o debilidad en la construcción de los personajes con que esta y otras obras de Ferres y de otros autores de su generación han venido siendo descritas, acompañadas, eso sí, de los correspondientes envenenados y paterna­listas encomios: "literatura de buenos sentimientos", "noble afán de denuncia","compasión hacia las capas más desvalidas de la sociedad".
Antes de pasar a comentar algunas de las realidades literarias que el lector va a encontrar en esta novela de Ferres quizá sea conveniente trazar un contexto histórico mínimo, necesario no tanto para leer la novela -que habla por si misma- como para entender las coordenadas y el territorio en que aparece bajo el prestigioso sello editorial de Seix Barral. Recordemos tan sólo que en 1962 se habían producido huelgas importantes en la cuenca minera asturiana promovidas por las recién fundadas Comisiones Obreras y que estos movimientos sociales empezaban a contar con el respaldo a nivel individual de algunos miembros de la Iglesia Católica, que en 1963 el dirigente comunista Julián Grimau había sido "suicidado" mientras se le torturaba en las dependencias de la policía franquista, que en 1964, año de la aparición de la novela, el régimen celebraba sus 25 años de paz, que en 1965 tendría lugar la expulsión del PCE de Fernando Claudín y Jorge Semprún (el responsable de organizar las “fuerzas de la cultura”, que en 1966 el poeta Pedro Gimferrer gana el Premio Nacional de Poesía con su libro Arde el mar y que en 1967 se publica Volverás a Región de Juan Benet quién pronto se convertirá en la “punta de lanza” del antirealismo con el apoyo de la editorial de Carlos Barral, antaño promotor de la escuela del realismo crítico y social.
Con las manos vacías recoge y elabora un hecho histórico. Como diríamos hoy, es una novela "basada en una historia verdadera", el famoso "crimen de Cuenca". Un suceso que tuvo lugar en un puebleci­to de la provincia de Cuenca en los primeros años del siglo XX y que recoge la historia de dos campesinos que fueron acusados de asesinar “con especial saña” a un pastor haciendo posteriormente desaparecer su cadáver. Ambos convictos confesaron su culpabilidad durante el juicio y fueron condenados a 15 años de cárcel cada uno. Coincidiendo con su salida de la cárcel la presumible víctima reaparece en escena y la revisión del caso demuestra que las confesiones de culpabilidad fueron arrancadas a los condenados por medio de atroces e insoportables torturas.
A partir de este material argumental Antonio Ferres va a "inventar", es decir, construir, un edificio narrativo, Con las manos vacías, de enorme complejidad y eficacia y en la que va a dar respuesta literaria de primer orden a las tres preguntas primordia­les que caracterizan a toda narración que se precie: quién narra y por qué narra, a quién narra y para qué, y desde qué legitimidad se hace uso público de las palabras colectivas.
Frente a la elección propia de la novela del siglo XIX de un narrador impersonal, neutral e irreconocible en Las manos vacías se hace presente desde las primeras páginas un narrador concreto que deja claro pronto cual es su relación e implicación con la materia a narrar. En el capítulo primero se presenta: es una mujer que “como otras muchas” asiste al levantamiento de una fosa colectiva para hacerse cargo de los restos del cadáver de un difunto concreto, José Huete, Pepillo, el Pastor. Está allí cumpliendo un mandato "Vengo por hacer un mandado de un tío mío, que es cura" y nos aclara que aun cuando no se acuerda del fallecido "yo era la única persona que tanto por lo que habían hablado mis padres delante de mi, como por lo que habían procurado callar, podía escribir la historia de Pepillo y de las cosas que ocurrieron en su pueblo hacía cerca de treinta años; cosas que - es verdad- no todas tienen sitio en mi memoria. Ni nadie me las ha contado. Son más de treinta años transcurridos, y no tengo esa edad. Pero ante mi vista han pasado otros hombres, hechos y situaciones semejantes. Y pienso que no hay gran diferencia entre un hombre y otro, acaso haya algo referente al funcionamiento de sus nervios y sangre; mas los separa -sobre todo- una acumulación de hambres y prejuicios." No sabemos el nombre de esta narradora pero sabemos e inferimos por sus palabras que está cumpliendo un doble mandato que acaso sea uno solo: llevar los restos de un hombre de su pueblo hasta un nicho donde reposen en paz para siempre y escribir su historia. También en estas primeras palabras da cuenta del "desde donde" las pronuncia: es la única que puede escribir porque es depositaria de la memoria ajena y al tiempo tiene experiencia suficiente de la vida para poder llevar a cabo esa tarea. Poco más adelante insistirá sobre ambas cuestiones: razón y legitimidad, con nuevas palabras: "La historia que escribo es el origen de mi vida....Estuve en el pueblo durante los años del hambre, y, quizá, me viene de entonces el afán de desenterrarlo todo. Aunque nada vaya a hablar de mi".
Hemos dicho que la novela recoge argumentalmente el famoso crimen de Cuenca y los sucesos que alrededor del hecho tuvieron lugar nos son narrados con precisión por la narradora que sin embargo no va a centrar su relato en la crónica del suceso sino en la repercusión que van a producir en las relaciones del cura, -el padre de la narradora y el autor del mandato que la lleva a escribir- tanto con su entorno exterior, con el espacio social donde ejerce su función sacerdotal, como con su propia conciencia, con la lectura íntima que el sacerdote hace de si mismo y de su papel dentro de ese entorno. Ese es el núcleo duro de la novela.
De ahí la congruencia narrativa con que Ferres elige el comienzo de los sucesos: el momento en que el cura recibe la carta de la presunta víctima y la conmoción interna que tal descubrimiento pone en marcha y que bien puede encerrarse en una frase con ecos históricos: ¿qué hacer? Qué hacer con lo que sabe y no puede dejar de saber. Esa es la verdadera línea argumental de la novela de Ferres. Con esta línea se entrelaza de manera admirable desde el punto de vista del sostenimiento de la trama narrativa la crónica de los sucesos: el arresto de los acusados, las reacciones de los vecinos que a modo de coro trágico subrayan la acción, las torturas e interrogatorios, la búsqueda del cuerpo inexistente del delito, las confesiones, la historia de amor y entrega de Brígida ( y futura madre de la narradora), la sirvienta del médico y enamorada de Braulio, uno de los acusados, la acción de unas autoridades y de unos políticos o caciques interesados en "escar­mentar" y aleccionar a sus "vasallos" y "siervos". Es este entramado entre la “crónica” y la “novela interior” del cura uno de los puntos que señala la complejidad narrativa de la escritura de Ferres y aun sin hacer referencia al delicado trabajo lingüístico que se lleva a cabo para representar el habla popular, tal estructuración de los materiales narrativos avisa sobradamente de la pereza mental que conlleva hablar de la “simpleza” estilística del autor.
La novela es la historia de una tentación. La tentación de no hacer nada con lo que se sabe. Hay en la literatura española una cierta tradición menor - por número que no por calidad - de lo que podemos llamar "novelas de cura". Recordemos El Vicario de Ciges Aparicio, Requiem por un campesino español o San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno, novela ésta que a mi entender sería la contraca­ra de Con las manos vacías. El cura de la novela de Unamuno sabe - sabe que Dios no existe - y sin embargo no hace nada. Cree que es mejor para el pueblo que dice amar "no meneallo". Esa es la tentación que a nuestro protagonista se le pone delante. Ese no saber es lo que las fuerzas vivas del pueblo sugieren. Como él mismo, fueron testigos cuando no instigadores o cómplices del "caso" pero prefieren lavarse las manos. La negativa del protagonista a volver a ser partícipe de esa conspiración del silencio es la historia que se nos narra pero la novela no se limita a contarnos una mera toma de conciencia interior. Y ese es el dato narrativo que separa a Con las manos vacías de una literatura meramente existencial o psicológica. El cura de la novela de Ferres: actúa, y actúa para modificar el mundo, en su caso, el mundo en el que está implicado. No se queda en casa. Se moja las manos. Se adentra en una sierra hostil en busca del Jose Huete, Pepillo, el Pastor, el presunto asesinado porque sabe que solo su presentación pública hará inevita­ble la verdad que molesta. El cura y protagonista a diferencia del San Manuel de Unamuno ni es bueno en abstracto ni sufre solamente martirio interior. Su actitud lo expulsa de su medio social privilegiado porque la bondad de su valor ha comprometido a los dueños de las tierras y almas. En su exilio encuentra el apoyo de Brígida, la que por amor prefirió llegar a la prostitución a permanecer en el lamento resignado. De ese encuentro nace la narradora. En ese encuentro tiene su origen y encuentra su legitimidad la narración. De un conocer que es actuar. Narrar como una apuesta por la transformación.
La crítica más seria ha venido planteando que en la actitud literaria de la novela realista de clara vocación transformadora parece generar un problema el hecho de que la clase social –el proletariado o el campesinado español de los años cincuenta y sesenta- al que esta literatura se dirige, por sus propias características sociales y culturales, no está en condiciones de constituirse en “lector explícito” de esas obras. Sobre la base de esta contradicción el realismo social bien podría ser calificado de idealismo. Aun cuando puede hablarse ciertamente de un desajuste entre la intención literaria y el sujeto de la recepción en algunos de los textos del realismo transformador, habría que considerar que el destinatario de esta literatura no es, o al menos no lo es en exclusiva, tanto la clase oprimida como aquella fracción de la pequeña o mediana burguesía que objetivamente podía, puede, o podría estar interesada en las transformaciones sociales. Ese era el público de Ferres y sus compañeros de escuela durante los cincuenta y sesenta. Y por si hiciera falta argumentos para apoyar esta visión nada mejor, otra vez, que la lectura de Con las manos vacías pues, al elegir como foco de la narración la figura del sacerdote Ferres determina quién es el “lector implícito” de su novela: aquellas capas de la sociedad que como cierta fracción del clero pueden objetivamente, en un momento histórico concreto, tomar conciencia a favor de las estrategias de transformación. No es de extrañar tampoco que por razones quizá semejantes Con las manos vacías resultase sorprendentemente ganadora del Premio de Novela Ciudad de Barcelona de 1965. Y sería esperanzador pensar que este “buen momento editorial” que merecidamente goza su autor hoy fuera anuncio de un cambio en los gustos e intereses del llamado público lector.
Constantino Bértolo. Enero de 2003.

* Jesús López Pacheco es también “revisited” editorialmente. En el 2.002 se publicaron tanto su novela póstuma El homóvil /Edit Debate) como una antología de su obra en verso El tiempo de mi vida (Edit Germanía) y más recientemente una compilación de ensayos Por un realismo crítico (Tierradenadie Ediciones).

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