Prólogo
para Con
las manos vacías. Antonio Ferres EDit Viamonte 2002
A
veces el río de la Historia traza vueltas y revueltas, extraños
meandros que parecen avisar de que en las tierras por donde discurre
su cauce encuentra resistencias no sospechadas. No se trata de que
las aguas quieran remontar la corriente sumidas en un repentino
ataque de nostalgia o melancolía ni tampoco hay que concluir que el
cauce se empeñe en llevarle la contraria a Heráclito y busque
bañarse en las mismas aguas de antaño. Y digo todo esto porque no
deja de ser extraño desde hace poco tiempo se esté produciendo un
extraño "meandro" en el discurrir más bien plano,
tranquilo y algo contaminado de nuestras aguas literarias, pues de
meandro quizá excéntrico o curioso pero quizá -ojalà-
significativo podemos calificar el que esté apareciendo o
reapareciendo en nuestro escaparate literario la escritura de un
autor, Antonio Ferres, que parecía condenado definitivamente a vivir
en alguno de los cauces secos u olvidados de la historia de la novela
española contemporánea. La recientes reediciones de Los
confines del reino
(Edit Pre-Textos, 1997), de La
Piqueta(Edit
Viamonte 2002) o de esta novela que hoy presentamos, así como la
aparición de Memorias
de un
hombre
perdido
(EDit Debate 2002) constatan esa revuelta o meandro narrativo que
tiene a Antonio Ferres como protagonista.
De extraño me atrevo a calificar tal "accidente"
hidrológico o narrativo pues nada, en principio, hacía suponer que
en la corriente dominante de nuestra novela actual pudiese encontrar
un lugar el tipo de escritura y de actitud literaria que Ferres
representa.
Novela
española actual en la que toda una cuenca narrativa - aquella en la
que Ferres se inscribe- parecía condenada a la extinción. Si
partimos de la idea de que la narrativa se nutre de cuatro fuentes
principales: la narración simbólico-sacra que La
Biblia
funda, la narración de entretenimiento que Las
Mil y una
noches
encarna, la narración de la vida interior o psicológica que Agustín
de Hipona levanta con sus Confesiones
y la narración sobre el poder cuyas coordenadas adelantaba
Maquiavelo en El
Principe,
no es difícil diagnosticar que en la novela española de nuestros
días junto con la escasez de la vertiente sacra - salvo que leamos a
los postborgianos metaliterarios como monaguillos aplicados - la ola
narrativa dominante se mueve en aguas del entretenimiento y del
psicologismo más o menos existencial o humanista, mientras que la
tradición narrativa centrada en el poder, es decir, la línea
narrativa que construye y con la que se construye la modernidad,
apenas logra sacar la cabeza fuera del agujero estético al que la
llamada "narratividad al servicio del lector" y sus
defensores han querido ( y logrado) arrojarla.
Pertenece
Ferres a una tendencia narrativa que bajo el celebrado epitafio de
"generación de la berza" fue enterrada con alguna polémica
y mucho jolgorio por las "autoridades literarias" que allá
por los inicios del tardofranquismo ( digamos desde el año 1966 por
cuanto al socaire de la Ley Fraga algo se mueve -recibe permiso
vigilado para moverse- en el campo editorial y cultural) atisbaron
que los vientos de la modernidad soplaban más hacia una "literatura
al servicio de la literatura" que hacía una literatura
implicada en la realidad donde los textos se producían, circulaban y
su consumían. Todo ello argumentado con una salsa estética en la
que la Historia como escenario del actuar concreto era sustituida por
una obscura pero "profunda" referencia y preferencia por
"los abismos de la Historia", las condiciones objetivas de
la existencia se diluían en nombre de "la imposibilidad de
conocer las capas más profundas del misterio del yo", el uso
del lenguaje como instrumento de clarificación de la realidad
se sustituía por "un lenguaje que solo es capaz de leerse a si
mismo" y donde la novela dejaba de ser herramienta del
conocimiento compartido para ser "espejo que se mira en un
espejo" cuando no mero texto de orientación y autoayuda para
las nuevas clases medias que se asomaban a los europeos y
socialdemócratas horizontes del consumo. Evidentemente una vez que
lograron envolver bajo la etiqueta de berza toda una narrativa
empeñada en dar cuenta de cómo el poder -político, social,
económico- afectaba a la construcción de las subjetividades
colectivas e individuales, fue fácil vender la idea de que aquella
berza no dejaba de ser un ingenuo, hortera y torpe sueño literario
malamente puesto en marcha por algunos nostálgicos del realismo
social soviético más burdo con el que se pretendió identificar a
aquella generación de escritores.
Como
ya es sabido la historia la escriben los vencedores y los vencedores
de aquella transición ideológica y literaria que se adelantó a la
llamada transición política (1975-1982) siguen siendo los dueños -
o los mayordomos de los dueños- de las palabras y medios de
expresión donde se sigue escribiendo nuestra historia literaria. De
ahí la singularidad que representa tanto la aparición
editorial de la obra reciente y pasada de Ferres y de otros
compañeros de generación* como la atención que en mayor o menor
grado ha despertado en los medios culturales ese pequeño "meandro"
narrativo que la "resurrección" del autor de La
piqueta
vendría a encarnar.
No creo que hayan de
entenderse tales hechos como un aviso optimista de que la "lectura
dominante" de nuestro pasado político o literario haya entrado
en crisis. Entiendo por mejor que sí cabe ver en ello un posible
síntoma de agotamiento de un modelo teñido por la autosatisfacción,
en el que difícilmente encuentran acomodo la difusa pero persistente
presencia de los movimientos antiglobalización y de resistencia al
nuevo orden imperial o la constatación de que en el mundo de la
narrativa española la lábiles fronteras entre la calidad y el
marketing están facilitando la confusión entre el gato y las pocas
liebres que hayan podido escaparse de la voracidad del mercado
editorial. Sea una cosa o la otra no deja de ser cierto que sí
parecen darse ahora condiciones suficientes para que la obra, pasada,
presenta y futura, de Antonio Ferres pueda ser leída sin las
distorsiones que anatemas estéticas y etiquetas ideológicas habían
propiciado.
Quien
hoy abra las páginas de Con
las manos vacías
no podrá por menos que sorprenderse ante las acusaciones de simpleza
técnica, pobreza de lenguaje, maniqueísmo argumental o debilidad en
la construcción de los personajes con que esta y otras obras de
Ferres y de otros autores de su generación han venido siendo
descritas, acompañadas, eso sí, de los correspondientes envenenados
y paternalistas encomios: "literatura de buenos
sentimientos", "noble afán de denuncia","compasión
hacia las capas más desvalidas de la sociedad".
Antes
de pasar a comentar algunas de las realidades literarias que el
lector va a encontrar en esta novela de Ferres quizá sea conveniente
trazar un contexto histórico mínimo, necesario no tanto para leer
la novela -que habla por si misma- como para entender las coordenadas
y el territorio en que aparece bajo el prestigioso sello editorial de
Seix Barral. Recordemos tan sólo que en 1962 se habían producido
huelgas importantes en la cuenca minera asturiana promovidas por las
recién fundadas Comisiones Obreras y que estos movimientos sociales
empezaban a contar con el respaldo a nivel individual de algunos
miembros de la Iglesia Católica, que en 1963 el dirigente comunista
Julián Grimau había sido "suicidado" mientras se le
torturaba en las dependencias de la policía franquista, que en 1964,
año de la aparición de la novela, el régimen celebraba sus 25 años
de paz, que en 1965 tendría lugar la expulsión del PCE de Fernando
Claudín y Jorge Semprún (el responsable de organizar las “fuerzas
de la cultura”, que en 1966 el poeta Pedro Gimferrer gana el Premio
Nacional de Poesía con su libro Arde el mar y que en 1967 se publica
Volverás
a Región
de Juan Benet quién pronto se convertirá en la “punta de lanza”
del antirealismo con el apoyo de la editorial de Carlos Barral,
antaño promotor de la escuela del realismo crítico y social.
Con
las manos vacías
recoge y elabora un hecho histórico. Como diríamos hoy, es una
novela "basada en una historia verdadera", el famoso
"crimen de Cuenca". Un suceso que tuvo lugar en un
pueblecito de la provincia de Cuenca en los primeros años del
siglo XX y que recoge la historia de dos campesinos que fueron
acusados de asesinar “con especial saña” a un pastor haciendo
posteriormente desaparecer su cadáver. Ambos convictos confesaron su
culpabilidad durante el juicio y fueron condenados a 15 años de
cárcel cada uno. Coincidiendo con su salida de la cárcel la
presumible víctima reaparece en escena y la revisión del caso
demuestra que las confesiones de culpabilidad fueron arrancadas a
los condenados por medio de atroces e insoportables torturas.
A
partir de este material argumental Antonio Ferres va a "inventar",
es decir, construir, un edificio narrativo, Con
las manos
vacías,
de enorme complejidad y eficacia y en la que va a dar respuesta
literaria de primer orden a las tres preguntas primordiales que
caracterizan a toda narración que se precie: quién narra y por qué
narra, a quién narra y para qué, y desde qué legitimidad se hace
uso público de las palabras colectivas.
Frente
a la elección propia de la novela del siglo XIX de un narrador
impersonal, neutral e irreconocible en Las
manos vacías
se hace presente desde las primeras páginas un narrador concreto que
deja claro pronto cual es su relación e implicación con la materia
a narrar. En el capítulo primero se presenta: es una mujer que “como
otras muchas” asiste al levantamiento de una fosa colectiva para
hacerse cargo de los restos del cadáver de un difunto concreto, José
Huete, Pepillo, el Pastor. Está allí cumpliendo un mandato "Vengo
por hacer un mandado de un tío mío, que es cura" y nos aclara
que aun cuando no se acuerda del fallecido "yo era la única
persona que tanto por lo que habían hablado mis padres delante de
mi, como por lo que habían procurado callar, podía escribir la
historia de Pepillo y de las cosas que ocurrieron en su pueblo hacía
cerca de treinta años; cosas que - es verdad- no todas tienen sitio
en mi memoria. Ni nadie me las ha contado. Son más de treinta años
transcurridos, y no tengo esa edad. Pero ante mi vista han pasado
otros hombres, hechos y situaciones semejantes. Y pienso que no hay
gran diferencia entre un hombre y otro, acaso haya algo referente al
funcionamiento de sus nervios y sangre; mas los separa -sobre todo-
una acumulación de hambres y prejuicios." No sabemos el nombre
de esta narradora pero sabemos e inferimos por sus palabras que está
cumpliendo un doble mandato que acaso sea uno solo: llevar los restos
de un hombre de su pueblo hasta un nicho donde reposen en paz para
siempre y escribir su historia. También en estas primeras palabras
da cuenta del "desde donde" las pronuncia: es la única que
puede escribir porque es depositaria de la memoria ajena y al tiempo
tiene experiencia suficiente de la vida para poder llevar a cabo esa
tarea. Poco más adelante insistirá sobre ambas cuestiones: razón y
legitimidad, con nuevas palabras: "La historia que escribo es el
origen de mi vida....Estuve en el pueblo durante los años del
hambre, y, quizá, me viene de entonces el afán de desenterrarlo
todo. Aunque nada vaya a hablar de mi".
Hemos dicho que la novela recoge argumentalmente el famoso crimen de
Cuenca y los sucesos que alrededor del hecho tuvieron lugar nos son
narrados con precisión por la narradora que sin embargo no va a
centrar su relato en la crónica del suceso sino en la repercusión
que van a producir en las relaciones del cura, -el padre de la
narradora y el autor del mandato que la lleva a escribir- tanto con
su entorno exterior, con el espacio social donde ejerce su función
sacerdotal, como con su propia conciencia, con la lectura íntima que
el sacerdote hace de si mismo y de su papel dentro de ese entorno.
Ese es el núcleo duro de la novela.
De ahí la congruencia
narrativa con que Ferres elige el comienzo de los sucesos: el
momento en que el cura recibe la carta de la presunta víctima y la
conmoción interna que tal descubrimiento pone en marcha y que bien
puede encerrarse en una frase con ecos históricos: ¿qué hacer? Qué
hacer con lo que sabe y no puede dejar de saber. Esa es la verdadera
línea argumental de la novela de Ferres. Con esta línea se
entrelaza de manera admirable desde el punto de vista del
sostenimiento de la trama narrativa la crónica de los sucesos: el
arresto de los acusados, las reacciones de los vecinos que a modo de
coro trágico subrayan la acción, las torturas e interrogatorios, la
búsqueda del cuerpo inexistente del delito, las confesiones, la
historia de amor y entrega de Brígida ( y futura madre de la
narradora), la sirvienta del médico y enamorada de Braulio, uno de
los acusados, la acción de unas autoridades y de unos políticos o
caciques interesados en "escarmentar" y aleccionar a
sus "vasallos" y "siervos". Es este entramado
entre la “crónica” y la “novela interior” del cura uno de
los puntos que señala la complejidad narrativa de la escritura de
Ferres y aun sin hacer referencia al delicado trabajo lingüístico
que se lleva a cabo para representar el habla popular, tal
estructuración de los materiales narrativos avisa sobradamente de la
pereza mental que conlleva hablar de la “simpleza” estilística
del autor.
La
novela es la historia de una tentación. La tentación de no hacer
nada con lo que se sabe. Hay en la literatura española una cierta
tradición menor - por número que no por calidad - de lo que podemos
llamar "novelas de cura". Recordemos El
Vicario
de Ciges Aparicio, Requiem
por un campesino español
o San
Manuel
Bueno,
mártir
de Miguel de Unamuno, novela ésta que a mi entender sería la
contracara de Con
las manos vacías.
El cura de la novela de Unamuno sabe - sabe que Dios no existe - y
sin embargo no hace nada. Cree que es mejor para el pueblo que dice
amar "no meneallo". Esa es la tentación que a nuestro
protagonista se le pone delante. Ese no saber es lo que las fuerzas
vivas del pueblo sugieren. Como él mismo, fueron testigos cuando no
instigadores o cómplices del "caso" pero prefieren lavarse
las manos. La negativa del protagonista a volver a ser partícipe de
esa conspiración del silencio es la historia que se nos narra pero
la novela no se limita a contarnos una mera toma de conciencia
interior. Y ese es el dato narrativo que separa a Con
las manos vacías
de una literatura meramente existencial o psicológica. El cura de la
novela de Ferres: actúa, y actúa para modificar el mundo, en su
caso, el mundo en el que está implicado. No se queda en casa. Se
moja las manos. Se adentra en una sierra hostil en busca del Jose
Huete, Pepillo, el Pastor, el presunto asesinado porque sabe que solo
su presentación pública hará inevitable la verdad que
molesta. El cura y protagonista a diferencia del San Manuel de
Unamuno ni es bueno en abstracto ni sufre solamente martirio
interior. Su actitud lo expulsa de su medio social privilegiado
porque la bondad de su valor ha comprometido a los dueños de las
tierras y almas. En su exilio encuentra el apoyo de Brígida, la que
por amor prefirió llegar a la prostitución a permanecer en el
lamento resignado. De ese encuentro nace la narradora. En ese
encuentro tiene su origen y encuentra su legitimidad la narración.
De un conocer que es actuar. Narrar como una apuesta por la
transformación.
La
crítica más seria ha venido planteando que en la actitud literaria
de la novela realista de clara vocación transformadora parece
generar un problema el hecho de que la clase social –el
proletariado o el campesinado español de los años cincuenta y
sesenta- al que esta literatura se dirige, por sus propias
características sociales y culturales, no está en condiciones de
constituirse en “lector explícito” de esas obras. Sobre la base
de esta contradicción el realismo social bien podría ser calificado
de idealismo. Aun cuando puede hablarse ciertamente de un desajuste
entre la intención literaria y el sujeto de la recepción en algunos
de los textos del realismo transformador, habría que considerar que
el destinatario de esta literatura no es, o al menos no lo es en
exclusiva, tanto la clase oprimida como aquella fracción de la
pequeña o mediana burguesía que objetivamente podía, puede, o
podría estar interesada en las transformaciones sociales. Ese era el
público de Ferres y sus compañeros de escuela durante los cincuenta
y sesenta. Y por si hiciera falta argumentos para apoyar esta visión
nada mejor, otra vez, que la lectura de Con
las manos vacías
pues, al elegir como foco de la narración la figura del sacerdote
Ferres determina quién es el “lector implícito” de su novela:
aquellas capas de la sociedad que como cierta fracción del clero
pueden objetivamente, en un momento histórico concreto, tomar
conciencia a favor de las estrategias de transformación. No es de
extrañar tampoco que por razones quizá semejantes Con
las manos vacías resultase
sorprendentemente ganadora del Premio de Novela Ciudad de Barcelona
de 1965. Y sería esperanzador pensar que este “buen momento
editorial” que merecidamente goza su autor hoy fuera anuncio de un
cambio en los gustos e intereses del llamado público lector.
Constantino
Bértolo. Enero de 2003.
*
Jesús López Pacheco es también “revisited” editorialmente. En
el 2.002 se publicaron tanto su novela póstuma
El homóvil
/Edit Debate) como una antología de su obra en verso
El tiempo de mi vida
(Edit Germanía) y más recientemente una compilación de ensayos Por
un realismo crítico (Tierradenadie
Ediciones).
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