Aproximaciones a la novela
policíaca
c.
bértolo
I.
Introducción
Quizá
no haya símbolo o emblema tan expresivo del mundo en que vivimos
como ese instrumento urbano que continuamente encontramos nada más
asomarnos a la calle, al exterior, al mundo: el semáforo. Rojo,
verde, ámbar. Prohíbe, y reclama atención. Vivimos en un mundo de
señales. Señales visuales como el semáforo, los rótulos, los
pasos de cebra, la palabra escrita. “No tocar, peligro de muerte”.
“No aparcar, avisamos grúa”. “Abierto de 9 a 2”. “Cerrado
por defunción”. “Camino particular”. “Coto vedado”.
“¡Cuidado con los perros!”. Señales acústicas como el timbre
del teléfono, que suena o no suena. El aullido de la sirena de una
ambulancia. Una alarma antirrobo. Las campanadas de un reloj. Señales
y señales pueblan nuestra vida cotidiana. Cada una reparte o se
enmarca dentro de un código que todos o padecemos o acabamos
asumiendo. Diríase que en realidad la historia de la humanidad es un
despliegue acelerado de señales. Una señal nos avisa, nos dice, nos
prepara. Pero las otras señales que no están en ningún código y
que también nos preparan, nos dicen, nos avisan, son los signos. Hay
nubes oscuras. Las copas de los árboles se agitan intensamente.
Signos que nos avisan: peligro de lluvia; nos dicen: hace viento; nos
preparan: coger la prenda apropiada para salir a la calle. Las
señales para significarnos algo nos obligan a conocer su código.
Los signos nos llevan a razonar, a interpretar. Las señales son
pocas, los signos incontables. Todo puede ser signo en cualquier
momento. Todo es signo. Que actúe o no como tal, es decir, que
signifique algo para alguien, depende de las circunstancias de ese
alguien. Todo significa y de una concreta interpretación puede
depender la existencia o la satisfacción de una necesidad. En
relatos de naufragios hemos leído la angustia con que escrutan el
horizonte, el afán con que investigan si aquel minúsculo retazo de
blancura que asoma en el horizonte es la salvadora vela o simple
nubecilla. Todos hemos escrutado la cara de nuestra madre o de
nuestro padre, intentando conocer su estado de ánimo, antes de
decidir plantearle tal o cual petición. ¿Estará de buen humor?
Todos hemos buscado signos de aceptación en el rostro o gestos de
aquella chica o chico que nos gusta. Sonrisas o ceños fruncidos.
Miradas o indiferencias. Con razón se ha dicho que cuando uno está
enamorado todo cobra otro significado. Todo es signo.
La
literatura está hecha de signos y señales, de significantes y
significados. Toda la literatura. Pero en la literatura policíaca
ese espacio de signos se intensifica de modo espectacular. Todo puede
ser una huella, todo puede ser una pista. Todo puede ser otra cosa.
Todo es signo. Hasta la ausencia de signo puede ser un signo. Como
diría Platón, todo es la sombra de otra cosa. Leer un relato
policíaco es introducirse en una selva de signos que hay que
desbrozar, atravesar y ordenar. Su lectura es una lectura peligrosa,
en el sentido literario de la palabra. Si uno no lee bien corre el
peligro de equivocarse. Una narración policíaca es como una tierra
inexplorada que uno debe cruzar sin ayuda de mapas. La única brújula
del lector será su capacidad de razonar, de relacionar signos, de
descifrar señales. La literatura policíaca necesita que el lector
se apasione, que el lector entre en el juego de los signos. Con la
literatura policíaca no caben medias tintas: o gusta o no. O uno se
apasiona con ella o la rechaza rabiosamente. En las páginas que
siguen intentaremos dar cuenta de la geografía literaria que
encontrarán los que en ella se aventuren y nunca gozarán aquellos
que la rechazan.
II.
Aproximaciones a una definición de la novela policíaca
La
cuestión de los géneros
Aparentemente
la cuestión de si la literatura policíaca constituye un género
literario es una cuestión baladí y acaso inútil. En retórica
literaria la cuestión ha consumido y consume miles de páginas de
profesores y expertos en literatura. La teoría de los géneros, que
se remonta a Aristóteles y a Horacio, permite dividir y agrupar el
número ingente de obras literarias que la humanidad ha producido a
lo largo de su historia. En este sentido sería una teoría
funcional, con aplicaciones prácticas fácilmente comprobables. A
poco que uno tenga en su casa una pequeña biblioteca, su ordenación
le llevará, de forma empírica, a la cuestión de los géneros: Cómo
colocar los libros. Puede uno decidirse por el orden alfabético de
autores y así se libra de problemas, pero también cabe que quieran
agruparse los libros en razón de otras utilidades.
Desde
Aristóteles se ha venido aceptando, de modo más o menos general,
según la época, que todas las obras literarias pueden clasificarse
en tres grandes géneros: la lírica, la épica y la tragedia. No
vamos a detenernos en explicar las características de cada uno de
estos géneros. Partiremos de una cuestión más cotidiana. Si uno
entra en una gran librería nunca encontrará una sección que diga
lírica, otra épica y otra tragedia. Normalmente se encontrará con
una sección de poesía, otra de novela, historia, geografía,
derecho, etcétera. ¿Serían por tanto los géneros literarios un
simple nombre o rótulo que sirva para colocar los libros?
Evidentemente la teoría de los géneros facilita el ordenamiento de
una biblioteca, pero detrás de esta función práctica se esconde un
problema más hondo: ¿Qué es lo que debe tener un libro para poder
ser incluido bajo un rótulo y no bajo otro? Resolver este problema
no es ya una cuestión baladí, puesto que, si encontramos las
razones que llevan a agrupar una obra con otras y a separarla de las
restantes, estamos diciendo algo significativo de esa obra: la
estamos conociendo, en resumidas cuentas, cuando decimos de una
novela que es una novela policíaca no sólo le estamos encontrando
un sitio, sino que estamos diciendo algo que hay en ella,
valorándola, conociéndola, enjuiciándola.
René
Wellek y Austin Warren plantearon en relación con los géneros
literarios una pregunta sumamente interesante: “¿Va implícito en
una teoría de los géneros literarios el supuesto de que toda obra
pertenece a un género?”. Y de paso que respondieron de modo
afirmativo a la pregunta con que se habían enfrentado, hicieron ver
que los géneros no son algo fijo. Los rasgos del género evolucionan
y siempre hay que considerar sus correlaciones con otros géneros.
Cuando aparecen nuevas obras, las categorías antiguas se desplazan.
Veremos cómo la aparición de los relatos policíacos de Edgar A.
Poe supuso la aparición de un nuevo género, el policíaco, que
alteró el existente género de misterio.
El
género debe entenderse como conjunto de obras literarias que tienen
en común tanto elementos externos: una estructura específica; como
internos: actitud, tono, intención. La novela policíaca constituye
un género según todos los criterios que René Wellek y Austin
Warren invocan: presenta no solamente un asunto o temática,
limitada o continua, sino también un repertorio recurrente de
artificios. Además, hay en toda la novela policíaca, como luego
veremos, una voluntad artística, un afán e intención estética de
mantener en el lector una atención especial, jugando con sus ganas
de descubrir la clave de la trama.
En
cualquier caso, es conveniente considerar que los géneros no son
algo automático ni algo estático. Sus rasgos evolucionan, en
ocasiones de un género se desprende una pequeña rama que a su vez
acaba por devenir un género propio y nodificar por tanto los
contenidos del género madre. Es el caso, como veremos, de la
literatura de misterio, de la que en su momento se desprende con
fuerza lo policíaco. Claro está que este dinamismo permanente
provoca que en determinado momento una obra sea difícil de ubicar o
incluso que pueda hablarse de géneros frontera. Por otra parte y al
menos desde el romanticismo, la mezcla en una misma obra de rasgos de
dos o más géneros es casi una constante y hallar el común
denominador de las características de un género es una tarea
difícil y a veces inexplicable.
El
género policíaco
Cabe
decir que, al margen de la importancia teórica de la discusión
sobre la existencia o no de los géneros, en la práctica pocos son
los que dudan de la existencia válida de un género policíaco, con
sus propias reglas, con sus propios temas, con sus propias formas.
Todo lector sabe lo que le puede ofrecer o lo que puede encontrar
cuando inicia la lectura de una novela policíaca. El placer que se
extrae de una obra literaria está compuesto o basado
fundamentalmente en dos sensaciones: la de novedad y la de reconocer
algo. El buen escritor del género policíaco se acomoda en parte al
género, a lo hecho, a la historia del género, y en parte se escapa
de él, crea algo nuevo. El lector gusta de lo previsto y de lo
imprevisto. En este sentido algunos autores hablan de la literatura
policíaca como de una institución literaria, creada por un pacto
entre el autor y sus lectores. El autor debe cumplir una regla y el
lector o lectores deben aceptarla.
En
todo género, en nuestro caso el policíaco, existe o existen pautas
estructurales predecibles que el lector recorre a lo largo de la
lectura. Una obra de género presupone la complicidad entre el lector
y el autor, unas reglas fijas, y al tiempo, una libertad de
movimientos. El reconocimiento por parte del lector de que se va a
enfrentar a una novela policíaca es generalmente algo previo al acto
de la lectura.
Hay
que tener en cuenta que un libro es un artefacto cultural que lleva
instrucciones implícitas para su uso. La literatura de género
ofrece instrucciones para este uso. Como Frederick Jameson ha notado,
los géneros son esencialmente contratos entre un autor y sus
lectores, o como dice Claudio Guillén, en un sentido ya mencionado,
son instituciones literarias, que como otras instituciones de la vida
social están basadas en un tácito compromiso o contrato.
El
lector no se llame a engaño. La lectura, insistimos, de una novela
policíaca es una especie de juego entre el lector y el autor, y un
juego con unas reglas fijadas por el propio género a lo largo de su
evolución. Leo Spitzer afirmó que “leer es haber leído”, y su
espíritu, su afirmación parece convenir de modo especial a lo
policíaco. Ahora bien, ¿qué es lo que espera encontrar en esas
obras un lector de literatura policíaca? Contestar a esta pregunta
es uno de los objetivos de este libro.
Definir
la novela policíaca o las narraciones policíacas es una labor
extremadamente difícil. Muchos expertos y críticos se han
arriesgado a lanzar la suya. Así, por ejemplo, Régis Messac indica
que: “la novela policíaca es un relato consagrado, ante todo, al
descubrimiento metódico y gradual –por medio de instrumentos
racionales y de circunstancias exactas- de un acontecimiento
misterioso”. Paul Morand, en día novelista francés de enorme
popularidad, señala que sería aquella novela “cuyo propósito no
es sondear los misterios del alma sino hacer actuar a los mozos, a
las marionetas con el movimiento impecable de un reloj”; mientras
que para François Forca se podría en forma sintética definir la
novela policíaca como la narración de una caza del hombre, pero –y
esto es lo fundamental- de una caza en la que se utiliza un tipo de
razonamiento que interpreta hechos en apariencia insignificantes para
extraer de ellos una conclusión.
Aun
cuando estas definiciones algo dicen sobre el “qué” es la novela
policíaca o la literatura policíaca, sería ilusorio pretender
encontrar una definición buena, bonita y barata, es decir, concisa y
exacta. Tal dificultad arranca de un hecho primordial: la literatura
policíaca, a pesar de la permanencia de su estructura básica, no es
un género ni muerto ni estático. Aunque históricamente reciente, a
lo largo de su vida ha sufrido variaciones importantes, ha
desarrollado estilos distintos y se ha configurado en formas muy
varias. La propia diversidad de nombres con que es conocida:
literatura de intriga, literatura de enigma, literatura de
detectives, literatura policial, policíaca, criminal, novela negra,
etcétera, nos avisan de cualquier intento simplificador. Ello no
opta, sin embargo para que pueda encontrarse ese denominador común
que debe existir entre distintas obras para que, a pesar de sus
diferencias, puedan ser agrupadas bajo un mismo género.
En
este sentido existe un cierto consenso sobre la afirmación de que la
literatura policíaca agrupa aquellas obras de ficción en las que se
produce un hecho criminal, es decir, una ruptura del orden cotidiano,
un quebrantamiento de la ley, lo que da lugar a una investigación
sobre quién ha sido el responsable del hecho; todo lo cual se resume
en la fórmula vulgar de ¿quién lo hizo?. Para el gran poeta
inglés W. H. Auden, la fórmula básica es ésta: “un asesinato
ocurre; se sospecha de muchos; todos, a excepción de un sospechoso,
el asesino, son eliminados como posibles culpables; el asesino es
arrestado o muere”, y señala que la fórmula se puede diagramar de
la siguiente manera:
Estado
pacífico
antes
del asesinato
Falsas
pistas
asesinato
secundario
Solución
Arresto
del asesino
Estado
pacífico
después
del arresto
Claro
está que este esquema básico puede ser roto en alguna ocasión y
así existen novelas en las que el hecho criminal resultará ser una
apariencia y nadie en definitiva resulte ser el criminal. Pero ésta
u otras rupturas no significan que el paradigma básico no sea
válido, en realidad, aun los intentos de alterar el esquema se
mueven dentro del esquema dominante. El elemento que nunca podrá
faltar es la investigación, de ahí que algunos autores propongan
como nombre para situar el género los de novelas o narraciones de
investigación.
Una
posible vía para acercarnos al concepto de literatura policíaca
consiste en intentar deslindar lo policíaco de aquellas obras
literarias o géneros que le son afines. Así, el profesor Pedro Laín
Entralgo, en un apreciable trabajo publicado hace bastantes años,
hacía ver que la literatura policíaca formaba parte, junto con la
de aventuras y la terrorífica o de miedo, de lo que él, de modo
gráfico a nuestro entender, denomina “la literatura de emociones”,
caracterizada por dos notas íntimamente entretejidas: la intensidad
y el motivo. La emoción que este tipo de literatura intenta provocar
en el ánimo del lector se distinguiría de la emoción que sin duda
existe en toda literatura, por su inmediatez y su violencia,
resultado que se procuraría merced al uso de lo imprevisto y lo
grave. Un suceso alcanzaría la cualidad de grave cuando comprometa
la vida o amenace los intereses verdaderamente vitales. La emoción
con sobresalto sería, por tanto, el denominador común de estos tres
tipos de literatura. Ahora bien, ¿cuáles serían los rasgos
pertinentes o diferentes de cada una de ellas?
Para
la resolución de nuestro problema estudiaremos los hechos en sí,
los textos, analizaremos sus ingredientes, sus unidades, las
relaciones entre estos ingredientes y su estructuración partiendo de
los resultados obtenidos, construir una hipótesis que habrá de ser
contrastada con la realidad de la literatura policíaca, con su
historia.
Antes
de iniciar este análisis debemos advertir que los ingredientes que a
continuación trataremos de forma individualizada y autónoma, en el
relato, en la actuación literaria, funcionan no en razón de los
predicamentos que de cada uno de ellos pueda exponerse sino por su
relación con el todo, es decir, en relación con el texto global.
Desde Saussure sabemos que los componentes o ingredientes de un
sistema, y un texto literario es un sistema, no se definen tanto en
razón de sí mismos como por su relación con el resto de los
componentes del sistema, al tiempo es bueno recordar que todo sistema
puede descomponerse a su vez en subsistemas más reducidos. La
interrelación de los ingredientes y de los subsistemas es lo que
conforma el sistema global o texto. Ello no obstante, es necesario
enfocar su estudio, pues de su conocimiento pueden deducirse sus
potenciales funciones, sus posibilidades.
III.
Los ingredientes
Dos
son a nuestro entender los elementos e ingredientes básicos de todo
relato policíaco: el crimen y la investigación. Si uno de ellos
falta no puede hablarse de literatura policíaca en sentido estricto.
Puede suceder, eso sí, que el crimen sea tan sólo una apariencia de
crimen, el ejemplo podría ser el relato El jorobado de Conan
Doyle, pero aparente o real el crimen es una pieza básica. Su
presencia es necesaria. El segundo elemento o ingrediente fundamental
es la investigación y, en verdad, hay que considerar que, si bien su
sola presencia en una narración no es suficiente para poder hablar
de literatura policíaca, sí podemos afirmar que el elemento
primordial es la investigación, puesto que sobre él descansará
todo el edificio narrativo.
Alrededor
de estos dos elementos centrales aparecen en lo policíaco otros
ingredientes que se desprenden de aquellos. En la órbita del crimen
se encuentran: la víctima, el criminal, el lugar del crimen, el modo
del crimen y los sospechosos. Alrededor del ingrediente mayor,
investigación, se encontrará: la técnica de investigación, el
detective, el desenmascaramiento del criminal y los sospechosos.
Como
puede observarse en cada una de estas dos constelaciones hay un
elemento que se repite: los sospechosos. Es el elemento que pone en
relación los núcleos centrales: el crimen y la investigación. Y no
sin razón se ha podido decir que el relato policíaco es una especie
de juego de cartas en el que sucesivamente se van descartando
posibilidades hasta quedarse con una sola: la del criminal. Podemos
por tanto plasmar de modo gráfico el inventario de ingredientes
primarios que configuran un texto policíaco, no sin antes notar que
el elemento criminal, aunque excluido en un primer momento, forma
parte de forma literaria del ingrediente los sospechosos.
Motivos Víctima
Lugar
CRIMEN SOSPECHOSOS INVESTIGACIÓN
Modo Criminal Detective
Una
vez configurados los materiales o ingredientes de la narración
policíaca podemos pasar a un análisis detallado de los mismos.
El
crimen
Desde
el punto de vista jurídico, crimen es la comisión u omisión de un
acto prohibido por la ley. Un acto no constituirá crimen si el
derecho no lo define como tal, por monstruoso que parezca a los ojos
del individuo; de ahí aquel principio nullum crimen, nulla poena
sine praevia lege, ningún crimen, ninguna pena sin previa ley.
El derecho considera el crimen como una conducta tan nociva para el
bienestar social que su castigo ha de correr a cargo de la sociedad
organizada de conformidad con sistemas legales. La ciencia jurídica
distingue en el crimen dos elementos: el acto u omisión criminales y
el factor mental denominado intención criminal.
En
la literatura policíaca, el elemento crimen puede ser cualquier tipo
de acto dañino: un robo, un secuestro, una amenaza..., pero en la
inmensa mayoría de los casos es un crimen en el sentido coloquial
del término, es decir, un asesinato, y esto no es circunstancial.
El
asesinato, como dice Juan de Rosal, eminente figura del Derecho Penal
español y un experto conocedor y estudioso de la novela policíaca,
“es una lesión del orden de consistencia social”. W. H. Auden
distingue entre tres clases de crímenes:
-
Ofensas contra Dios y el prójimo o prójimos.
-
Ofensas contra Dios y la sociedad.
-
Ofensas contra Dios.
Y entiende que “el asesinato es único, pues destruye a los que
agravia, de manera que la sociedad tiene que tomar el lugar de la
víctima y, por consideración a ésta, demandar restitución o
concederle perdón: es el único crimen en que la sociedad tiene
interés directo”. El asesinato supone una ruptura de la
convivencia. El significado social de un asesinato, de la destrucción
de un miembro de la sociedad, es diáfano. Como agudamente apunta
Wellershoff, “es el regreso sangriento de lo desplazado” y
perturba de modo intenso las reglas del juego sobra las que reposa la
coexistencia social y por eso cree que “la novela detectivesca
tematiza esa ruptura de la confianza. Crea, por medio del asesinato
sin aclarar, una atmósfera de sospecha recíproca. Se extiende la
idea, ruinosa para la convivencia, de que cada uno personalmente
podía haber sido, de que ninguno es digno de confianza”. Si el
culpable o los culpables, están entre las personas normales, incluso
entre aquellos que parecen estar más libres de cualquier sospecha,
pueden agrietarse las constantes de la experiencia social. El crimen
se desplaza, en detrimento de la cultura, al núcleo de la sociedad.
El asesinato abre una herida, resquebraja unos cimientos del edificio
social, erosiona los valores sociales.
El asesinato es efecto de una voluntad que ha actuado. Desear la
muerte de alguien puede ser un pecado moral, pero ese deseo hecho
acto, hecho muerte, convierte lo que fue pecado moral en crimen
social. Es por tanto un hecho social y a la vez un hecho personal,
tremendamente personal. El asesinato es una manifestación, una
expresión, una creación de su autor: el criminal, y por tanto
encierra o soporta su estilo, su sello, su carácter. Y si es estilo,
inevitablemente nos acordaremos de la frase de Buffon: “el estilo
es el hombre”.
Un hecho criminal, un asesinato, es por tanto el acto final de un
largo y, suponemos, tortuoso proceso individual, que desemboca en la
decisión ejecutada de matar, y a la vez es el acto inicial de un
proceso social que sigue, sin solución de continuidad, al anterior,
y al término del cual la sociedad cerrará la herida social que el
asesino ha abierto al descubrir y castigar al culpable. Puede decirse
por tanto que el crimen es al tiempo un misterio y un problema. El
misterio vendría dado, son palabras de Fernando Savater, por el
hecho de que alguien sea capaz de matar. El problema provendrá del
desconocimiento de su autor, de ese ¿quién lo hizo? que
resume la materia propiamente pertinente de la literatura policíaca.
Ese conglomerado de fuerza y pulsión individual y social que el
asesinato desata, su fuerza expansiva, explica suficientemente que
sea el asesinato, frente a otro tipo de crímenes, el delito
preferido de las narraciones policíacas. Su sola presencia desata
todo un mundo de interrogantes, de inquietudes, de sombras y por
tanto de expectativas (en el lector), que garantiza, a poco que luego
no se malogre la apretura, el interés de la trama. Esta misma razón
nos ayuda a entender también la situación del elemento crimen
dentro de la línea de secuencias que constituye la trama. En el modo
clásico, tradicional, el crimen ocupa la apretura, la secuencia
inicial y más que el crimen en sí, es decir como hecho que se lleva
a cabo, su efecto: la muerte. El descubrimiento de un cadáver es
estadísticamente la secuencia inicial preferida por los cultivadores
del género. El cadáver es lo que queda de un ser, su resto. Un
cadáver no es ya un individuo Es más una presencia social que una
cualidad individual, y es lo social –la sociedad contra- lo que
ocupa la zona central de todo relato policíaco. Se ahí que Salvador
Vázquez de Parga haya visto que “el crimen se examina como un
hecho más o menos aséptico en cuanto a impacto terrorífico se
refiere”.
El cambio de ubicación del elemento o ingrediente crimen
dentro de la secuencia narrativa alterará profundamente el carácter
del relato policíaco en el que se inserte. Una ubicación media
provocará que la zona del relato anterior al crimen ha de estar
ocupada por las circunstancias y personajes, lo que llevará a la
narración a discurrir por vertientes próximas a la novela de
costumbres o la novela psicológica, y decimos novela porque la
ubicación intermedia del crimen obliga de modo casi absoluto a
elegir una forma de desarrollo amplio, más propio de la novela que
del cuento o relato breve. Vemos por tanto que la ubicación
representa incluso sobre el modo literario de enseñar la narración.
La ubicación del crimen como elemento en la secuencia final de la
trama es teóricamente imposible en un relato policíaco en sentido
estricto, es decir, en un relato donde aparezca la investigación,
elemento que como hemos señalado anteriormente es necesario para
poder hablar propiamente de novela policíaca. pero a pesar de la
teoría, existen novelas policíacas donde el crimen está situado en
los tramos finales de la trama. Es el caso de las novelas Malice
Aforethought (Premeditación) y Before The Fact
(Sospecha) del famoso Anthony Berkeley, también conocido con
el nombre de Francis Iles, y que como veremos al abordar el estudio
de la evolución del género policíaco supusieron un salto
cualitativo de enorme relevancia. En cualquier caso esta ubicación
final necesariamente arrastra el relato hacia lo que denominamos
literatura psicológica, ya centrada en la psicología del criminal,
ya centrada en la psicología de la víctima, perdiendo así el marco
social que, como hemos indicado, era un ingrediente o característica
básica del género.
IV. Estructura
Hemos separado las características de aquellos ingredientes que
conforman los textos de la literatura policíaca. Hemos efectuado su
descripción, repasando dentro de cada uno de ellos, la función, el
rol que desempeñan. Pero estos ingredientes no aparecen en un texto
de modo aislado, no tienen entidad literaria propia. En la realidad
literaria, en el cuento, relato o novela policíaca aparecen unos
junto a otros formando un todo global; son las piezas de una
estructura, de un todo complejo que en cada caso, en cada obra
concreta, les dará un sentido propio. Por así decir, los
ingredientes son los materiales a partir de los cuales, cada autor
levanta su propio edificio, su texto y en un texto una estructura la
función de cada elemento o ingrediente dependerá tanto de las
posibilidades que sus características le otorgan como de su relación
con el resto de ingredientes que junto con él confluyen en una obra.
Los ingredientes son los materiales básicos que el autor utilizará
para crear su obra personal. Algunos ingredientes, como la
investigación, son constantes pues su ausencia convertiría el texto
en un texto no policíaco, otros permiten mayor flexibilidad, hay
ejemplos de relatos o novelas en los que no existe criminal –La
celda número 12, de Jacques Futurelle-, y parecería lógico
pensar que donde no hay criminal no puede existir víctima, sin
embargo la víctima puede funcionaren el plano de apariencia –El
jorobado, de Conan Doyle-.
El detective es un ingrediente estrictamente ligado a la
investigación y, como profesional, como agente o como simple
personaje que se ve envuelto en una historia policíaca, una
narración que se envuelve en el género requerirá necesariamente su
presencia.
Las combinaciones que se pueden efectuar partiendo de esos
ingredientes son, por simple ley matemática, múltiples. Kipling
afirma de modo irónico que “hay noventa maneras de construir un
relato criminal y todas son acertadas”. A lo largo de la historia
del género parecen haberse ensayado todas. Se ha dicho que existen
ejemplos de criminal para todos los gustos, desde el ancianito
desvalido hasta el narrador. Las víctimas han padecido su triste
destino desempeñando papeles para todos los gustos; en uno de los
mayores relatos de la literatura policíaca , No vuelvas la cabeza
de Fredrric Brown,
pareció haberse llegado al colmo de la sutileza: la víctima era el
lector. El modo y el lugar del crimen presentan todo un interminable
abanico de artes y paisajes. Y sin embargo el género continúa
deparando sorpresas y es cierto que ha evolucionado de modo patente
desde su no tan lejana aparición. Pero algo permanece: una
estructura común.
Del término estructura se ha abusado tanto que corre el riego de
convertirse en una de esas palabras que por abuso terminan por no
significar nada. Entendemos por estructura una combinación
organizada de elementos. Combinación que no es una mera reunión,
suma de elementos, sino algo distinto, organizado, porque esa
combinación está dirigida o encaminada a algo, a un algo que es
tanto interno –resolver el problema planteado- como externo
–mantener el interés del lector-. La
combinación de estos elementos
presupone que existen ciertas unidades y que por tanto es
descomponible.
Una vez delimitado el valor con el que usaremos la palabra
estructura, podemos ver cuál es la estructura de una narración
policíaca. Consiste ésta en la combinación de ingredientes propios
de la literatura policíaca organizada, ya en relato, cuento o
novela, con el fin de resolver los problemas planteados -¿quién lo
hizo?, ¿cómo?, ¿por qué?- y mantener en vilo y en ignorancia
sobre ellos al lector hasta el final.
El doble fin de la estructura literaria de lo policíaco es su
cualidad más singular. Esta dualidad pesa en todo autor a la hora de
crear, elaborar y destribuir sus materiales, y es causa de su
peculiar construcción. Karl Kraus, un escritor austríacode
principios de siglo manifestó en cierta ocasión que “la meta es
el origen” y esta máxima le cuadra perfectamente a lo policíaco.
La construcción parte el punto de llegada y retrocede hasta el punto
de partida. El autor construye el relato de delante hacia atrás; la
narración se muestra a partir de un final. La trama interna está
orientada toda ella con la finalidad de demostrar como posible un
hecho aparentemente imposible de explicar. Es la dictadura del final
que obliga a no salirse del esquema necesario. Esa exigencia es lo
que le da al género ese aire de género algebraico, de criptograma,
de teorema y, en consecuencia, produce que todo lo demás sea
accesorio en la estructura del texto. Como dice Victor
Imegac, un
claro de luna dentro de un relato policial será tan sólo un efecto
escénico para mostrar un cadáver en medio de un charco de sangre
pero nunca será un ingrediente descriptor con entidad propia. Ni el
paisaje, ni el tratamiento humano de las figuras, ni los toques de
ambiente interesan en una estructura tan puramente finalista. Al
menos en lo que ser refiere a la literatura policíaca clásica o de
detectives.
Este carácter rígido de la literatura policíaca y la presencia
de sus dos finalidades: resolver un problema, y despistar y atraer al
lector, ha dado lugar a la proliferación de reglas explícitas que,
aunque como toda regla se han creado para transgredirlas, forman
parte de la herencia estructural de los relatos policíacos. El
código más amplio de estas reglas que buscan la garantía del fair
play con el lector y una cierta solidez en la trama sería el
dictado por el escritor S. S. Van Dine.
Por supuesto que estas reglas no pasan de ser un inventario de
intenciones. El mismo Van Dine no las respetó en sus obras, pero
tienen un valor importante porque encierran en sí mismas un código
que limita el campo posible sobre el que debe levantarse una
estructura policíaca. Si como hemos indicado ésta se organiza en
razón de resolver con corrección un enigma o una serie de ellos,
las normas de Van Dine constituyen una especie de código de
circulación ue autores y lectores aceptan como propio del género.
Lo de menos es que por cada regla pueda encontrarse un ejemplo, un
relato, un cuento o una novela que la eche por tierra; lo válido es
que transparente un hecho: la presencia de unas normas internas,
normas que varían continuamente pero que ejemplifican un fenómeno
peculiar de lo policíaco que es la mezcla de aceptación del género
y de trasgresión. Una mezcla que tendrá su reflejo en la actitud
general del lector típico, de los fans de lo policíaco, quienes
buscan reconocer los rasgos y al mismo tiempo, sorprenderse.
La estructura dispositiva
La forma concreta en que se realice la continuación de los elementos
da como resultado una estructura dispositiva. En realidad, en cada
novela, cuanto o relato, existe una estructura dispositiva concreta,
la que corresponde a esa novela, cuanto o relato, pero puede
afirmarse que existe una estructura dispositiva profunda en todo el
género. Esta estructura vendría dada por la secuencia narrativa
siguiente:
Crimen (perturbación) ---->
investigación ----> solución
En la historia del género podrá comprobarse que esta estructura
común es constante sin que sea un obstáculo que el crimen sea tan
solo una apariencia de crimen o la solución entre el acuerdo con la
norma según la cual la solución pasa por la entrega a la ley del
culpable. Ya hemos visto cómo el sentimiento de justicia parece
estar por encima del estricto cumplimiento de la ley
En un momento determinado esta estructura sufrió una alteración
importante cuando autores como Freeman, Roy Vickers y, sobre todo,
Frances Iles, saltándose las normas, iniciaron sus relatos contando
quién era el criminal. Ese salto de la norma, sin embargo, no
afectaba a la estructura sino a la posición del lector con respecto
a ella. Con la “inversión” técnica que estos autores
introdujeron, la secuencia básica continuaba, puesto que lo que el
lector sabía era desconocido por el detective que es el testaferro
de la sociedad perturbada por el crimen. Es más, aún en el caso de
que el detective conociese al culpable, la estructura seguirá
manteniéndose ya que la investigación repararía sobre la necesidad
de encontrar la prueba que demostrará explícitamente la
culpabilidad.
Quizás el mayor ataque que esta estructura común ha sufrido sea
el originado por las obras del suizo Dürrenmatt puesto que en sus
novelas desaparecería un término clave de la secuencia dispositiva:
la solución. La introducción del elemento azar, piedra de toque de
su narrativa, impediría la solución del caso, de ahí que
subtitulase su segunda novela La promesa, con el enunciado de
Réquiem por la novela policíaca. Pero aún en este caso la
estructura demuestra que es más exigente que la intención del autor
puesto que éste está obligado a explicar, en la novela, cómo actúa
el actor para impedir que la solución se alcance. Es decir, el azar,
un ingrediente no tradicional, interfiere la lógica necesaria para
que el detective cumpla su tarea pero al lector se le darán los
datos, en este caso, que explican la lógica del fallo o del error.
Dürrenmat no acabó, por tanto, con la novela policíaca sino que
hizo patente la necesidad de que en un mundo problemático como es el
contemporáneo, la literatura policíaca se hiciese problemática y
se cuestionase, desde dentro, su supervivencia.
La estructura en marcha: la
lectura
La importancia de la lectura como actividad inherente de la
literatura no ha sido valorada hasta tiempos muy recientes. El
estudio de la vida del autor, de sus circunstancias y pensamientos o
ideología, o bien del texto literario en sí, ha ocupado hasta
tiempos muy recientes el lugar hegemónico dentro de los estudios de
teoría literaria. Hoy, sin embargo, la lectura es un fenómeno que
recibe múltiple atención y toda una nueva forma de crítica
literaria, la de deconstrucción, la ha tomado como objeto central.
Aparentemente la lectura es un proceso lineal como lineal es la
presentación del texto, pero esta apariencia es sólo eso,
apariencia. Ciertamente que en la lectura hay un proceso de captación
de información que sigue la rígida formación de palabra tras
palabra, línea tras línea y párrafo tras párrafo a que obliga la
configuración física de la escritura.
Ahora bien, durante la lectura según se avanza el lector adquiere,
por así decir, una bolsa de información que no representa tan solo
un elemento acumulativo pasivo sino que se manifiesta profundamente
activo, es decir, actúa sobre lo que se está leyendo o se va a leer
e incluso sobre lo ya leído. Es decir, la lectura modifica una
novela. Es una experiencia común que, mientras leemos una novela,
una información que hallamos en el capítulo 3 nos sirve para
comprender tal actitud de un personaje que apareció en el 2 o en el
1 y ello hace que reacomodemos nuestra memoria sobre lo leído,
igualmente ocurre hacia adelante. Si un personaje nos dice que él
conoce que uno del os otros personajes x, y o z, puede ser un anciano
nosotros leeremos lo concerniente a ese personaje con una actitud que
no sería la misma si no tuviéramos esa información.
En la novela policíaca, esta puesta en marcha de la estructura
literaria que toda lectura supone es fundamental. Hay que tener en
cuenta además que una obra que pertenece a un género presupone que
el lector que se acerque a ella lo hace condicionado por lo que
espera encontrar y esa idea de lo esperable depende de las lecturas
que haya hecho anteriormente de otras obras del mismo género. Por
supuesto que ninguna lectura de ningún libro es inocente, en el
sentido de que toda lectura condiciona las siguientes, pero dentro de
un género este fenómeno se identifica.
En la literatura policíaca el lector orienta su lectura hacia una
meta: el descubrimiento del criminal y toda la información que
recibe la procesa –valga el vocablo informático- con esa
intención. Ahora bien, esta información dependerá de la estructura
concreta que el autor haya redactado. El autor programa –valga otra
vez el vocablo informático- su información con los objetivos que el
detective aclare el misterio y que el lector no lo aclare. En el caso
de la novela con técnica de inversión lo programará con el segundo
objetivo de que el lector no sepa como el detective llegará a
conocer lo que él ya sabe: el nombre el culpable.
La actitud del lector es conocer por tanto la solución y por eso
quiere avanzar rápidamente con la lectura –de ahí que los malos
lectores lean antes las últimas páginas- y el autor juegue con este
deseo retardándolo y atusándolo según su habilidad. Que una obra
policíaca sea de calidad dependerá precisamente de la capacidad del
autor para jugar con los elementos dilatorios.
El elemento o elementos dilatorios deben integrarse de forma no
gratuita en la secuencia del texto. Un ejemplo clásico de elemento
dilatorio es la multiplicación de sospechas, ahora bien, si algún
sospechoso apareciese solo con el fin de retardar el desenlace, es
decir su presencia no fuera una exigencia del propio relato, sería
un fraude y un fraude que sin duda el lector rechaza. El lector
acepta que se le esté intentando engañar pero no que se le tome el
pelo.
La lectura de una novela policíaca permite que la estructura de un
texto se multiplique por tres y esa es, a nuestro entender, una de
las causas del éxito de género. Explicaremos esto. Durante la
lectura el lector camina mentalmente por tres estructuras: una la que
recorre el detective; otra la que el culpable intenta que recorra el
detective y una última que el lector sigue tras los pasos del
detective.
El detective, el héroe, sigue un trayecto:
crimen-datos-hipótesis-comprobación-solución, y el lector le
acompaña en esta trayectoria o estructura. El autor sabe que
conviene que el lector acompañe al detective, se identifiue con él
o se proyecte en su figura pues así mantendrá su interés pero
también sabe que no debe estar muy cerca del detective pues sino
sabrá lo mismo que él y descubrirá, con él, la solución. De ahí
que introduzca entre ambos una distancia, distancia que en muchos
casos será la que produzca la presencia de un narrador intermedio:
el famoso acompañante del detective. El lector sabrá si lo que sabe
el Watson de turno y habrá perdido por tanto cercanía con el héroe.
Por otra parte y como ya hemos indicado, una historia de detección
consiste en descifrar una historia oculta debajo de una apariencia.
Esa apariencia es la que el culpable ha organizado con el fin de no
ser descubierto; de ahí las falsas pistas, las falsas coartadas, las
mentiras, etcétera. El lector irá viendo como esa estructura de
apariencias se va derrumbando, irá comprobando como el culpable “ha
escrito mal” su novela, esa segunda estructura que la lectura
despierta.
Por último el lector lee o recorre una tercera estructura tras la
pista del detective. El lector de novelas policíacas sabe que en
estas el fin es el tiempo, la resolución y la no resolución de un
misterio que en las novelas policíacas se basan en que el héroe
resuelva la solución y, esto es lo importante, en que el lector no
lo resuelva. Por eso el lector desconfía de la novela y sabe que él,
como el detective, ha de procurar encontrar la verdad de las
apariencias que el texto es en sí. El lector vigila al detective,
vigila la novela. Pero la situación es realmente excitante. Es una
auténtica y apasionante presencia. El detective persigue al asesino
y va tras sus pasos. El lector sigue al detective intentando
adelantarse y descubrir al asesino. Si el detective se para y se
oculta detrás de un árbol, el lector supone que el culpable se ha
parado y ha mirado hacia atrás pero ha de tener en cuenta que el
detective ha podido cometer esta acción con el fin de hacerle creer
que el asesino es aquél que se ha parado.
No es extraña, por tanto, la poderosa atracción que la novela
policíaca despierta en los lectores. Ser al mismo tiempo detective
(por identificación con el héroe), culpable (por ver cómo poco a
poco el montaje de éste se desmorona) y detective supremo (investiga
la investigación del detective) es una aventura intelectual
gratificante.
Es ahora el momento, después de estudiar los materiales que
conforman la literatura policíaca, de pasar a estudiar las
diferentes construcciones concretas que diversos autores, en diversas
épocas históricas, han realizado. Dar cuenta de cómo el género se
ha ido conformando, autor a autor, obra a obra, hasta cristalizar en
una institución literaria, el género policíaco, que el público
reconoce y acepta.
Nota sobre Novela negra
La novela negra (Hammet y Chandler) y la obra de Simenon significan
el abandono de la novela clásica, fundamentada en lo intelectual, y
la incorporación del realismo. En la narración clásica los actores
eran soportes funcionales, marionetas que recitaban su papel según
reglas determinadas. En las novelas realistas son personajes con
entidad real. Sus libros están hechos con los materiales de la
realidad cotidiana, con tabaco, con alcohol, con dinero. Ciertamente
la actitud de los nuevos héroes es de carácter populista radical y
por tanto demagógico. Los malos son los poderosos, los jueces, los
intelectuales. Los buenos son las gentes sencillas. Pero en cualquier
caso, su literatura se acerca más a la realidad del tiempo de hoy, y
a pesar de los cambios radicales que incorporan la estructura básica
del género permanece: hay un crimen, un héroe, una investigación y
una conclusión o solución final. Por muy alejado que suene el
lenguaje de la novela, la visión del hombre de Doyle de la de
Maigret, sus obras comportan una estructura común y en ese sentido
no conviene valorar en abstracto una más que otra, cada una responde
a una época, a un estudio de la evolución del género.
Estas aproximaciones forman parte de un ensayo sobre la novela
policíaca que el editor José Cubero, entonces en la editorial
Hyspamérica, me encargó a finales del siglo pasado. No llegó a
publicarse