Hans o las lluvias de abril. Juan Iturralde
Prólogo.
Constantino Bértolo.
Las lluvias de abril
flores le trujeron:
púsose guirnaldas,
en rojos cabellos.
Los que eran amantes
amaron de nuevo
y los que no amaban
a buscarlo fueron.
Lope de Vega.
A un olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido
con las lluvias de Abril y el sol de Mayo
algunas hojas verdes le han salido.
Antonio Machado.
Esta novela pertenece y se encuadra dentro de aquella alta estirpe de la comunicación lingüística que fue conocida como Literatura y que, como los dinosaurios en su tiempo, se extinguió a finales del siglo XX. La estirpe de Cervantes, Shakespeare, Sterne, Flaubert, Melville, Thomas Mann, Robert Musil, Kafka, Virginia Wolf, Faulkner, Juan Benet, Canetti, Sánchez Ferlosio, Durrematt y muchos, aunque no demasiados, otros. Una estirpe dedicada a trazar el mapa interior de la tradición humanista, los grandes ejes abstractos o concretos de la condición humana, los nudos de tensión entre las vidas individuales y una realidad social casi siempre hostil, ancha y ajena. Una tradición que la burguesía nacida del mercantilismo puso en venta y almoneda cuando el desarrollo interno de las leyes económicas sobre las que se asentaba y reproducía desterró, arrumbó y acabó con los ropajes humanistas, el Arte, la Cultura, el Altruismo, el Esfuerzo, que hasta entonces habían coadyubado a la legitimación de su dominio para poner en claro descaradamente que su único y ya suficiente valor como clase era el beneficio económico libre ya de las trabas que la herencia de la Ilustración venía representando. Aquella estirpe y aquellos dinosaurios que ya solo permanecen como material de merchandaising para las ediciones dominicales de la Prensa y de los que si algún resto o eco de su existencia se quiere encontrar es necesario acudir hacia algunos aislados monasterios culturales donde todavía el dinero no es el único valor intercambiable, extinguidas ya la economía del don, la economía de la solidaridad o la economía de la igualdad.
Juan Iturralde, seudónimo de José María Pérez Prats ( 1917- 1999), su autor, ni siquiera ha llegado a alcanzar un lugar señalado o de especial relieve en esos monasterios donde las minorías humanistas se han refugiado y donde dan cobijo temporal a cambio de algún óbolo a los burgueses nostálgicos que acuden a ellos en busca de distinciones estéticas como quien acude un fin de semana algún castillo feudal reconvertido en parador u hospedería rural. También entre las minorías existen rutinas y perezas que han venido impidiendo que Iturralde y sus obras ocupen el rango literario que por su calidad merecerían. Autor de una novela de largo aliento y recorrido, Días de Llamas (ultima edición en Editorial Debate), que si bien ha venido mereciendo elogios unánimes en ocasión de cada una de sus reediciones parece borrarse de la memoria estandarizada de nuestros historiadores de la literatura cuando se trata de hacer recuento de la novela española de la segunda mitad del siglo XX a pesar de tratarse de una de la mejores cuando no la mejor novela escrita hasta el momento sobre la guerra civil española. Dos novelas cortas, El viaje a Atenas y Labios descarnados (de reciente edición por Editorial Viamonte) completaban hasta ahora su obra pública, difícilmente encontrable en este mercado donde fuera de lo que es acontecimiento y ruido mediático toda existencia es precaria.
La aparición de Hans y las lluvias de Abril debería ser un acontecimiento para el mundo literario si el mundo literario no hubiera dejado de existir, transfigurado ya en mero escaparate de novedades al servicio de esa industria del entretenimiento que usufructa con abuso indebido la etiqueta de la extinta Literatura. Ojalá nos equivoquemos pero mucho nos tememos que así no sea. Acaso algún suplemento literario le perdone la vida y tenga así su folio y medio de gloria. En cualquier caso aquellos lectores que no hayan renunciado a entender un texto literario como una propuesta de conocimiento encontrarán en esta sólida narración el testimonio inmejorable de cómo una novela puede encerrar una lectura del mundo, de la Historia y de la vida.
Ya se sabe: toda narración es la historia de alguien que nos cuenta algo y quiere que le escuchemos, quiere que por unos momentos, unas horas, apartemos de nuestra conciencia el ruido exterior y oigamos esa voz que nos habla. No nos pide que no pensemos ni nos pide tampoco que suspendamos el juicio, al contrario, quiere que lo mantengamos despierto en extremo, abierto al argumento que nos propone, atento al proceso que la lectura pone en marcha para comunicar el texto que se lee con las otras narraciones que nos habitan y construyen: la propia biografía, la memoria de otras lecturas, nuestra visión y valoración del mundo. No sabemos cómo se llama ese narrador que Iturralde ha colocado entre él y nosotros. Sabemos que es alguien que vive en un manicomio, que escribe su historia para el psiquiatra jefe Sabazyus, sin saber muy bien si lo que cuenta es verdad, sueño, recuerdo falso o memoria verdadera. Sabemos que es él y es también otro: Hans, cuya voz le invade y cuya biografía, gustos, y valores comparte en alguna medida al tiempo que discrepa y se le opone. Otros pacientes le rodean sin que lleguemos a estar seguros de si su existencia sea real en el propio código de la narración o si son también, como Hans, sombras desdobladas, fantasmas de un yo que se proyecta múltiple y único al mismo tiempo. Sabemos, porque el narrador nos lo dice y su voz transfiere esa credibilidad que, como al niño, se le supone al psicótico, que es neurólogo, que estuvo casado, que trabajó en centros de investigación durante el tiempo en que la ola del nazismo creció imparable en la Alemania de Hitler, que conoció y participó aunque fuera pasivamente pero como miembro de la SS en las crímenes de guerra, sabemos que sobrevivió gracias al disimulo, que actualmente es el Director de un centro de investigación sobre neurología en donde forma a futuros investigadores y que durante esta última actividad, a sus cincuenta y muchos años, se ha enamorado de la joven Frida – la primavera hecha carne – con una pasión de viejo en la que el deseo físico y emocional permanece agudo, vergonzante, e inquebrantable. Y el mismo nos va contando, entrelazando lo que supone recuerdos con escenas que tiene como reales que ese yo que es y no es él, sufre también de amor por Frida, la que tiene cara de música de Purcell, que es hijo de un campesino que se volvió loco un día de tormenta, que tuvo una hermana que murió niña, que mantuvo relaciones de afecto y sexo con su madrastra, que amó la belleza de Frida y que escribe notas que acaso sean el propio texto que el narrador nos va diciendo con esa voz en primera persona que se trasvasa sutil y eficiente a tercera para hablarnos de ese Hans que es, como personaje, mucho más que la segunda persona de una esquizofrenia.
Si como se dice las distintas pasiones que agitan el alma humana y rigen su comportamiento son siete: cuerpo, deseo, dinero, miedo, suicidio, poder, sentido, todas y cada una de ellas se hacen narración, acto narrativo, en esta novela que se mueve al respecto dentro de la misma órbita de La montaña mágica, El hombre sin atributos o Los hermanos Karamazov. Y en este caso las comparaciones ni son odiosas ni exigen disculpas porque ése es el registro de su ambición. Como las mencionadas, Hans y las lluvias de Abril deja claro que a ese septeto de pasiones hay que añadir necesariamente una imprescindible si se quiere entender cuál es el desgarro del hombre contemporáneo: la razón. La razón como pasión. Como pasión también inquebrantable y por eso ésta es la historia de dos imposibilidades: la imposibilidad de dejar de pensar y la imposibilidad de dejar de desear. Y de su batalla y daño. Porque si el narrador se pregunta ¿por qué habríamos de prohibirnos lo que, en el peor de los casos, sólo podría hacernos daño a nosotros mismos?, la propia historia que nos cuenta parece tener vocación de respuesta: porque somos nos y somos otros y por tanto el daño propio se traduce en daño ajeno y ni en la locura ese ser común se desvanece.
Pero ésta es también una novela sobre el amor, la primavera, la vida que no fue, sobre la nostalgia de eternidad y sobre el envejecimiento, “los estigmas de nuestro próximo envejecimiento”. En clave del Fausto la novela de Iturralde se asoma una vez más a la tentación diabólica de no aceptar el ensañamiento con que la vejez anuncia el deterioro y la muerte y por ese camino se acerca al existencialismo sartriano. Una novela sobre el dolor que provoca el hecho, inquebrantable como la pasión, de que el vivir sea dejar de vivir. Sobre el tiempo que nos hace, nos deshace y “se divierte con nosotros”. Iturralde nace editorialmente en momentos en que la novela española está renegando del realismo y de toda escritura con voluntad de intervenir en las narraciones de la “polis” y eso puede explicar en parte su continua “no-recepción” a pesar del apoyo y el entusiasmo hacia su obra de escritores como Juan Benet que supo ver con acierto que el realismo del autor de Días en llamas era más un trampolín que meta de llegada. En Hans y las lluvias de Abril la narración equilibra admirablemente la fuerza propia del detalle realista con el impulso hacia lo simbólico y en ese equilibrio la escritura de Iturralde resuena con ecos semejantes a la literatura de Juan Eduardo Zúñiga si bien la presencia medida de los momentos reflexivos recuerda la compostura intelectual de un Miguel Espinosa o, como señala Miriam Daunster en un breve estudio inédito de la novela, la ágil densidad filosófica presente en el mundo del suizo Fiedrich Durremant y muy en concreto en su drama Los Físicos cuyo ámbito de acción transcurre no casualmente en un manicomio. Y no se trata de mencionar estos ecos de lectura para señalar imposibles influencias sino de trazar un posible mapa literario que oriente y avise al posible lector sobre las categorías literarias que va a encontrar en sus páginas.
A finales de los años ochenta el autor terminaba una primera versión de esta novela. No encontró por entonces adecuado interlocutor editorial para este proyecto de compleja ambición. Sabemos por su hijo Alejandro, responsable feliz de esta versión que hoy ve la luz, que aquel rechazo le creó desánimo y dudas desde las que volvió a trabajar la novela. Moriría sin verla publicada. Afortunadamente hoy podemos comprobar al leerla que José María Iturralde nos dejaba en herencia una historia que merece ser escuchada.
No conocía a este autor. Empezaré con estas Lluvias. Es triste que muriera sin verla publicada. Como dijera el inolvidable Anthony Burgess, la vida es, por supuesto, terrible.
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