Entrevista Revista
Teina, Febrero 2009. Rubén A. Arribas
CONSTANTINO BÉRTOLO,
EDITOR DE CABALLO DE TROYA
En los 90 descubrió
para Debate —editorial independiente entonces— a Ray Loriga, todo
un icono generacional. Y en los últimos veinte años, ha publicado
las primeras y segundas novelas de muchos escritores que hoy dan
forma a la literatura española. Desde 2004 dirige Caballo de Troya,
sello donde comparten catálogo Mercedes Cebrián, Damián Tabarowsky
o Mario Levrero, autores todos con los que intenta combatir la idea
burguesa de literatura.
—Hoy si no
vendes, no existes.
Para Constantino
Bértolo, director del sello Caballo de Troya y editor desde hace dos
décadas, el actual «mundillo literario» se parece demasiado a la
Sociedad del Espectáculo que dictaminara Guy Debord. De ahí que
prefiera mantener con los cenáculos de (supuestos) letraheridos
«relaciones conyugales poco fluidas». También que considere,
por ejemplo, que jamás convocará premio alguno para el sello que
dirige.
—El premio
tiene algo nefasto: está hecho para ser noticia... Y, por lo tanto,
la estética de la noticia termina dominando la literatura. Pero
sobre todo lo que hace el premio es... ¡no premiar a los demás!
Parece como si todavía subsistiera la idea del genio por descubrir.
Y habría que recordarle a la gente que la literatura empezó contra
los premios: en La Ilíada
, el cabreo de Aquiles vino porque le dieron a Agamenón un premio
que no merecía.
A sus 62 años, el
único amor militante que le queda a este lucense parece ser el que
profesa por Galicia, y cuando habla de la literatura y aledaños lo
hace con un descreimiento que más de un bisoño novel debería
aplicarse. De hecho, a esta altura de la partida, Bértolo no quiere
más relaciones carnales —literarias, se entiende— que con su
oficio de editor. En ese terreno, sí que conserva el afán
romántico: sigue encantándole cribar los más de cuatrocientos
manuscritos que recibe cada año y reunir una decena de autores
nuevos con que nutrir el catálogo del joven sello que dirige. La
vocación es la vocación.
Su trayectoria avala
esa labor exploradora. En la editorial Debate ya demostró su pedigrí
como cazatalentos. Además de publicar a mediados de los 90 la
primera novela de Ray Loriga —quizá el icono literario español
más importante desde la llegada de la democracia—, dio la
alternativa a muchos otros escritores emergentes —Marta Sanz, Luis
Magrinyá, Julián Rodríguez, Germán Sierra o Josán Hatero—, que
hoy se abren paso, cada uno a su modo, en el panorama nacional. Fiel
a esa andadura, Bértolo continúa buscando manuscritos con
propuestas que se salgan de los cauces comerciales establecidos.
LA LITERATURA ESTÁ
EN MANOS DEL ENEMIGO
Lo paradójico es
que este editor con vocación de artesano trabaja para Random House
Mondadori desde 2003, año en que la multinacional compró Debate. En
un escenario económico donde cualquiera estaba —y está— a
merced de la voraz «ley del libre mercado», el destino del pez
chico fue convertirse en alimento de un gran tiburón. Por suerte, el
depredador tuvo visión de futuro: tras la adquisición, creó
Caballo de Troya y nombró director de ese sello a Bértolo. La idea
que consensuaron entre las partes fue montar una editorial de perfil
independiente, capaz de nutrir en el medio y largo plazo con nuevos
escritores a la división literaria de la empresa. Es decir: apostar
por un proyecto de riesgo similar a Debate, pero al amparo de la
solvencia económica de la multinacional.
—Este proyecto
sería imposible fuera del grupo: ni sería viable económicamente ni
sería factible mi pretensión de editar como lo hago. Si la
editorial fuera mía —que dios no lo quiera—, mi lectura estaría
interferida por la cuenta de resultados... No lees los manuscritos de
igual modo si tienes ese peso encima; tu lectura editorial varía.
Bértolo alude a que
tiene la suerte de manejar cifras de venta de un sello independiente
y verse apoyado por la estructura de un gran grupo. A saber: sus
tiradas son de 1.500 ejemplares y las ventas, de unos 640 libros por
título, es decir, los números habituales en editoriales que
rastrillan nichos de mercado parecidos, y no los de una
multinacional. De ahí que se sienta cómodo en este proyecto: opera
con más independencia que otros editores y puede permitirse
experimentar más con las propuestas literarias que publica.
Eso sí, como
enseguida aclara, dirigir el sello no significa que pueda hacer lo
que le dé la gana: tiene jefes, patronos, en definitiva,
«capitalistas» ante los que responder. Pese a todo, resulta obvio
que la editorial lleva su impronta. Por ejemplo, el diseño de los
libros y la redacción de los paratextos siguen los patrones de
sobriedad propios de él: no hay solapa, tampoco foto del autor, la
biografía es mínima —y está dentro del libro— y la
contraportada funciona como una explicación de por qué el sello
publica esa obra. No sólo bodegas o restaurantes son de autor,
también hay editoriales etiquetables así. De hecho, incluso el
nombre del sello sugiere la personalidad de su director:
—Caballo de
Troya es una manera de entrar en el terreno del enemigo utilizando
algo que este aprecia. Tengo una visión general de que la Literatura
—así, con mayúscula— es una conscripción que pertenece a
ámbitos elitistas y que, históricamente, ha estado en manos de la
burguesía. Usando el gusto de esta por la lectura quizá le pueda
colar algún enemigo dentro.
RESCATAR,
INTERVENIR, BATALLAR
El «enemigo» es el
discurso narrativo dominante, ese que homogeniza el gusto y
neutraliza el disenso. Ese que, como explica Bértolo, «nos
construye nuestra posición en el mundo: domina nuestra imaginación,
la limita; y nos orienta hacia modelos donde fijar la mirada». Es
decir: el discurso mercantilista que ha impuesto que «la cultura que
no vende no existe».
En su ensayo La cena
de los notables (Editorial Periférica, 2008), dedica bastantes
páginas a reflexionar sobre el mercado. A nadie escapa, explica ahí
Bértolo, que actualmente son la oferta y la demanda los criterios
que legitiman y regulan incluso el mundo artístico. Con ello, la
sociedad ha quebrado el concepto griego de «comunidad» y ha
alterado su jerarquía de valores. Lo rabiosamente actual es el
individualismo económico y la sacralización del éxito comercial
como canon académico, no el consenso y el respeto de la tribu. O
dicho de otro modo: por fin la cantidad importa más que la calidad.
Además, como
resulta esperable, quienes han usurpado el poder no quieren perderlo.
Y, puesto que dominan los medios de producción —incluidos los
simbólicos—, los usan para avasallarnos con un mensaje hegemónico
y frente al cual, dados los decibelios de su intensidad, resulta
difícil ponerse a salvo.
Conclusión: casi
todo es discurso mercantil y nadie queda fuera de la impiedad de
este.
Esa es la gran
perversión, «el enemigo». De ahí que asegure en su ensayo que la
única crítica que merecería seguir llamándose así sería aquélla
capaz de enfrentarse a este poder que llamamos mercado.
Hecho este
circunloquio para contextualizar «la posición de combate» de este
editor, queda claro por qué define Caballo de Troya como «una
editorial de intervención» y por qué busca autores capaces de
cuestionar la actual Sociedad del Espectáculo. Es más: también
esclarece inequívocamente por qué publica libros como Unas
vacaciones baratas en la miseria de los demás, de Julián
Rodríguez, El año que tampoco hicimos la revolución, del
colectivo Todoazen, o el poemario Mercado común, de Mercedes
Cebrián. Libros que ya desde el título indican hacia dónde apuntan
su caballo de batalla.
EN LA PLAZA PÚBLICA
Con todo, no
conviene encasillar el proyecto. El catálogo también incluye
autores marcianos, como el uruguayo Mario Levrero; aproximaciones a
otras literaturas hispanas, como las realizadas con los argentinos
Daniel Guebel, Damián Tabarowsky y Sergio Bizzio, o el chileno
Marcelo Lillo; o incluso contiene autores conocidos, como Rafael Reig
, quien ha publicado aquí sus afiladas críticas literarias en El
Mundo. Y es que dirigir una editorial es algo más que publicar
títulos.
—Esta es una
editorial literaria y, como editor, tengo que contar a través del
catálogo qué entiendo por literatura. También debo discutir lo que
se considera como literatura el mercado. Además,
tampoco quiero que el nicho de autores emergentes se convierta en una
tumba o en un gueto. De ahí que en el catálogo convivan autores tan
dispares como estos de los que venimos hablando.
A lo largo de la
conversación, Bértolo pone varias veces el acento en un aspecto
poco usual en otros editores: él se ve a sí mismo como un lector de
los discursos públicos —literarios o no— que circulan en la
«polis». A la vista de las convenciones que imperan en los
discursos dominantes, él interviene en la cultura a través de la
edición para matizarlos o, directamente, combatirlos. Su larga
experiencia como editor le ha cambiado la perspectiva que tenía como
crítico literario —lo fue en El País hasta 1991—; de hecho,
reconoce que, si volviera a la crítica «ponderaría factores que
antes no tenía en cuenta».
—En general, la
crítica funciona demasiado ligada a lo inmediato y a categorías
humanistas como el autor, la obra, etcétera. Algo que yo
introduciría es hacer crítica también a las editoriales. Al fin y
al cabo, el interlocutor del crítico no es el escritor, como se
suele creer; sino el editor, que es quien decide que ese discurso sea
público. Como la crítica también es un discurso público, quien la
hace debería interpelar al editor y preguntarse por qué este ha
publicado el libro. Por último, creo que la actitud de un crítico
respecto de un autor debería estar en función de cuál es el
momento de ese escritor: no se puede analizar igual a quien empieza
que a quien tiene una plaza pública hecha.
SE BUSCA ICONO
GENERACIONAL
Eso último lo dice
alguien que ha dedicado gran parte de su tiempo desde 1990 a publicar
las primeras y segundas novelas de muchos escritores, algunos de
ellos indispensables hoy para comprender la literatura española
contemporánea. De hecho, suyo es el mérito de haber descubierto la
opera prima de Ray Loriga. Y el verbo exacto es ese, descubrir ,
porque el fenómeno mediático vino después y lo causó el propio
autor, no quien lo lanzó a la plaza pública.
—Cuando saqué
en 1996 a Loriga en Debate, sólo vendimos 600 ejemplares de Lo
peor de todo. Tuvo éxito el personaje, no el libro. «He
hecho más entrevistas que libros he vendido», decía él. Lo que
pasa es que tenía un perfil mediático que la prensa supo ver, pero
que la editorial no era capaz de rentabilizar porque era pequeña,
independiente (entendiendo por independiente que sólo dependía del
capital del dueño). A partir de que Loriga publica Héroes
en Plaza & Janés —y dispone de una estructura editorial más
grande— es cuando despega.
—¿Cómo se
descubre a un icono generacional?
—Como todo:
leyendo. La clave es cómo lee el editor. Mientras lees, haces una
valoración editorial: evalúas qué hay parecido en el mercado, en
qué se diferencia, qué libros similares han funcionado, cuáles
no... Haces la lectura posible del lector, del crítico, del mercado
y también del momento que atraviesa tu editorial. Con todo ello
buscas contestarte, en definitiva, si publicas o no el texto; el
editor lee para eso. En el caso de Ray Loriga, por ejemplo, sucedía
que Debate atravesaba problemas económicos: no había dinero para
competir en el mercado de los adelantos, y por eso buscábamos nuevos
autores. Ese es el contexto. Después uno lee manuscritos, integra
los parámetros y obtiene un resultado. Con Loriga me pareció que
estaba, claramente, ante un nuevo tipo de literatura, que había un
cambio generacional. De hecho, recuerdo que en la faja puse: «Al fin
una voz que ya no es del 68».
—¿Y cómo sería
su recambio?
—Tendría que
descubrir lo que está emergiendo y hacerlo ver. Esto es complicado.
Muchos autores jóvenes lo que hacen ver es la espuma de lo que está
emergiendo, se quedan ahí, más en la espuma que en intentar sacar
algo con fuerza. Con la «espuma» me refiero a reflejar asuntos como
internet, los mileuristas, etcétera. Me han interesado los textos
que hablan de la precariedad, ya no como horizonte de vida sino como
una manera de estar en el mundo. Muchas veces se habla de lo precario
como «desgracia», pero la generación que la padece no siempre lo
hace como un mal, entre otras cosas porque no han conocido otra
situación... Y, curiosamente, viven esa precariedad como una especie
de libertad, como una liberación de responsabilidades y como una
suerte de fatalismo. El día que alguien cuente, no esto que se ve
sino lo que no vemos, habremos dado con ese autor. Por ahora la
narrativa mileurista no logra salir del neocostumbrismo. O por
decirlo de otro modo: espero un discurso que no sea posmoderno.
Qué tiempos aquellos, don Constantino. Muchas gracias por rescatar esta entrevista y, sobre todo, gracias por aquella larga charla que la originó. Entre las muchas cosas que aprendí aquella tarde, me quedo con la reflexión sobre el asunto de la precariedad y su espuma posmoderna. Me fue —me sigue siendo— muy útil.
ResponderEliminarPor lo demás, como ya le he dicho alguna vez, la suya fue la mejor crítica que he recibido de un entrevistado: «Me has sacado un poco socialdemócrata». Recién ahí comprendí del todo, creo, a quién había entrevistado. Despistado que andaba yo por la vida, qué va a ser.