viernes, 27 de mayo de 2016

Aquellas entrevistas de antaño (V)



Entrevista Revista Teina, Febrero 2009. Rubén A. Arribas
CONSTANTINO BÉRTOLO, EDITOR DE CABALLO DE TROYA


En los 90 descubrió para Debate —editorial independiente entonces— a Ray Loriga, todo un icono generacional. Y en los últimos veinte años, ha publicado las primeras y segundas novelas de muchos escritores que hoy dan forma a la literatura española. Desde 2004 dirige Caballo de Troya, sello donde comparten catálogo Mercedes Cebrián, Damián Tabarowsky o Mario Levrero, autores todos con los que intenta combatir la idea burguesa de literatura.


Hoy si no vendes, no existes.

Para Constantino Bértolo, director del sello Caballo de Troya y editor desde hace dos décadas, el actual «mundillo literario» se parece demasiado a la Sociedad del Espectáculo que dictaminara Guy Debord. De ahí que prefiera mantener con los cenáculos de (supuestos) letraheridos «relaciones conyugales poco fluidas». También que considere, por ejemplo, que jamás convocará premio alguno para el sello que dirige.

El premio tiene algo nefasto: está hecho para ser noticia... Y, por lo tanto, la estética de la noticia termina dominando la literatura. Pero sobre todo lo que hace el premio es... ¡no premiar a los demás! Parece como si todavía subsistiera la idea del genio por descubrir. Y habría que recordarle a la gente que la literatura empezó contra los premios: en La Ilíada , el cabreo de Aquiles vino porque le dieron a Agamenón un premio que no merecía.

A sus 62 años, el único amor militante que le queda a este lucense parece ser el que profesa por Galicia, y cuando habla de la literatura y aledaños lo hace con un descreimiento que más de un bisoño novel debería aplicarse. De hecho, a esta altura de la partida, Bértolo no quiere más relaciones carnales —literarias, se entiende— que con su oficio de editor. En ese terreno, sí que conserva el afán romántico: sigue encantándole cribar los más de cuatrocientos manuscritos que recibe cada año y reunir una decena de autores nuevos con que nutrir el catálogo del joven sello que dirige. La vocación es la vocación.

Su trayectoria avala esa labor exploradora. En la editorial Debate ya demostró su pedigrí como cazatalentos. Además de publicar a mediados de los 90 la primera novela de Ray Loriga —quizá el icono literario español más importante desde la llegada de la democracia—, dio la alternativa a muchos otros escritores emergentes —Marta Sanz, Luis Magrinyá, Julián Rodríguez, Germán Sierra o Josán Hatero—, que hoy se abren paso, cada uno a su modo, en el panorama nacional. Fiel a esa andadura, Bértolo continúa buscando manuscritos con propuestas que se salgan de los cauces comerciales establecidos.


LA LITERATURA ESTÁ EN MANOS DEL ENEMIGO

Lo paradójico es que este editor con vocación de artesano trabaja para Random House Mondadori desde 2003, año en que la multinacional compró Debate. En un escenario económico donde cualquiera estaba —y está— a merced de la voraz «ley del libre mercado», el destino del pez chico fue convertirse en alimento de un gran tiburón. Por suerte, el depredador tuvo visión de futuro: tras la adquisición, creó Caballo de Troya y nombró director de ese sello a Bértolo. La idea que consensuaron entre las partes fue montar una editorial de perfil independiente, capaz de nutrir en el medio y largo plazo con nuevos escritores a la división literaria de la empresa. Es decir: apostar por un proyecto de riesgo similar a Debate, pero al amparo de la solvencia económica de la multinacional.

Este proyecto sería imposible fuera del grupo: ni sería viable económicamente ni sería factible mi pretensión de editar como lo hago. Si la editorial fuera mía —que dios no lo quiera—, mi lectura estaría interferida por la cuenta de resultados... No lees los manuscritos de igual modo si tienes ese peso encima; tu lectura editorial varía.

Bértolo alude a que tiene la suerte de manejar cifras de venta de un sello independiente y verse apoyado por la estructura de un gran grupo. A saber: sus tiradas son de 1.500 ejemplares y las ventas, de unos 640 libros por título, es decir, los números habituales en editoriales que rastrillan nichos de mercado parecidos, y no los de una multinacional. De ahí que se sienta cómodo en este proyecto: opera con más independencia que otros editores y puede permitirse experimentar más con las propuestas literarias que publica.

Eso sí, como enseguida aclara, dirigir el sello no significa que pueda hacer lo que le dé la gana: tiene jefes, patronos, en definitiva, «capitalistas» ante los que responder. Pese a todo, resulta obvio que la editorial lleva su impronta. Por ejemplo, el diseño de los libros y la redacción de los paratextos siguen los patrones de sobriedad propios de él: no hay solapa, tampoco foto del autor, la biografía es mínima —y está dentro del libro— y la contraportada funciona como una explicación de por qué el sello publica esa obra. No sólo bodegas o restaurantes son de autor, también hay editoriales etiquetables así. De hecho, incluso el nombre del sello sugiere la personalidad de su director:

Caballo de Troya es una manera de entrar en el terreno del enemigo utilizando algo que este aprecia. Tengo una visión general de que la Literatura —así, con mayúscula— es una conscripción que pertenece a ámbitos elitistas y que, históricamente, ha estado en manos de la burguesía. Usando el gusto de esta por la lectura quizá le pueda colar algún enemigo dentro.


RESCATAR, INTERVENIR, BATALLAR

El «enemigo» es el discurso narrativo dominante, ese que homogeniza el gusto y neutraliza el disenso. Ese que, como explica Bértolo, «nos construye nuestra posición en el mundo: domina nuestra imaginación, la limita; y nos orienta hacia modelos donde fijar la mirada». Es decir: el discurso mercantilista que ha impuesto que «la cultura que no vende no existe».

En su ensayo La cena de los notables (Editorial Periférica, 2008), dedica bastantes páginas a reflexionar sobre el mercado. A nadie escapa, explica ahí Bértolo, que actualmente son la oferta y la demanda los criterios que legitiman y regulan incluso el mundo artístico. Con ello, la sociedad ha quebrado el concepto griego de «comunidad» y ha alterado su jerarquía de valores. Lo rabiosamente actual es el individualismo económico y la sacralización del éxito comercial como canon académico, no el consenso y el respeto de la tribu. O dicho de otro modo: por fin la cantidad importa más que la calidad.

Además, como resulta esperable, quienes han usurpado el poder no quieren perderlo. Y, puesto que dominan los medios de producción —incluidos los simbólicos—, los usan para avasallarnos con un mensaje hegemónico y frente al cual, dados los decibelios de su intensidad, resulta difícil ponerse a salvo.

Conclusión: casi todo es discurso mercantil y nadie queda fuera de la impiedad de este.

Esa es la gran perversión, «el enemigo». De ahí que asegure en su ensayo que la única crítica que merecería seguir llamándose así sería aquélla capaz de enfrentarse a este poder que llamamos mercado.

Hecho este circunloquio para contextualizar «la posición de combate» de este editor, queda claro por qué define Caballo de Troya como «una editorial de intervención» y por qué busca autores capaces de cuestionar la actual Sociedad del Espectáculo. Es más: también esclarece inequívocamente por qué publica libros como Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, de Julián Rodríguez, El año que tampoco hicimos la revolución, del colectivo Todoazen, o el poemario Mercado común, de Mercedes Cebrián. Libros que ya desde el título indican hacia dónde apuntan su caballo de batalla.


EN LA PLAZA PÚBLICA

Con todo, no conviene encasillar el proyecto. El catálogo también incluye autores marcianos, como el uruguayo Mario Levrero; aproximaciones a otras literaturas hispanas, como las realizadas con los argentinos Daniel Guebel, Damián Tabarowsky y Sergio Bizzio, o el chileno Marcelo Lillo; o incluso contiene autores conocidos, como Rafael Reig , quien ha publicado aquí sus afiladas críticas literarias en El Mundo. Y es que dirigir una editorial es algo más que publicar títulos.

Esta es una editorial literaria y, como editor, tengo que contar a través del catálogo qué entiendo por literatura. También debo discutir lo que se considera como literatura el mercado. Además, tampoco quiero que el nicho de autores emergentes se convierta en una tumba o en un gueto. De ahí que en el catálogo convivan autores tan dispares como estos de los que venimos hablando.

A lo largo de la conversación, Bértolo pone varias veces el acento en un aspecto poco usual en otros editores: él se ve a sí mismo como un lector de los discursos públicos —literarios o no— que circulan en la «polis». A la vista de las convenciones que imperan en los discursos dominantes, él interviene en la cultura a través de la edición para matizarlos o, directamente, combatirlos. Su larga experiencia como editor le ha cambiado la perspectiva que tenía como crítico literario —lo fue en El País hasta 1991—; de hecho, reconoce que, si volviera a la crítica «ponderaría factores que antes no tenía en cuenta».

En general, la crítica funciona demasiado ligada a lo inmediato y a categorías humanistas como el autor, la obra, etcétera. Algo que yo introduciría es hacer crítica también a las editoriales. Al fin y al cabo, el interlocutor del crítico no es el escritor, como se suele creer; sino el editor, que es quien decide que ese discurso sea público. Como la crítica también es un discurso público, quien la hace debería interpelar al editor y preguntarse por qué este ha publicado el libro. Por último, creo que la actitud de un crítico respecto de un autor debería estar en función de cuál es el momento de ese escritor: no se puede analizar igual a quien empieza que a quien tiene una plaza pública hecha.


SE BUSCA ICONO GENERACIONAL

Eso último lo dice alguien que ha dedicado gran parte de su tiempo desde 1990 a publicar las primeras y segundas novelas de muchos escritores, algunos de ellos indispensables hoy para comprender la literatura española contemporánea. De hecho, suyo es el mérito de haber descubierto la opera prima de Ray Loriga. Y el verbo exacto es ese, descubrir , porque el fenómeno mediático vino después y lo causó el propio autor, no quien lo lanzó a la plaza pública.

Cuando saqué en 1996 a Loriga en Debate, sólo vendimos 600 ejemplares de Lo peor de todo. Tuvo éxito el personaje, no el libro. «He hecho más entrevistas que libros he vendido», decía él. Lo que pasa es que tenía un perfil mediático que la prensa supo ver, pero que la editorial no era capaz de rentabilizar porque era pequeña, independiente (entendiendo por independiente que sólo dependía del capital del dueño). A partir de que Loriga publica Héroes en Plaza & Janés —y dispone de una estructura editorial más grande— es cuando despega.

—¿Cómo se descubre a un icono generacional?
Como todo: leyendo. La clave es cómo lee el editor. Mientras lees, haces una valoración editorial: evalúas qué hay parecido en el mercado, en qué se diferencia, qué libros similares han funcionado, cuáles no... Haces la lectura posible del lector, del crítico, del mercado y también del momento que atraviesa tu editorial. Con todo ello buscas contestarte, en definitiva, si publicas o no el texto; el editor lee para eso. En el caso de Ray Loriga, por ejemplo, sucedía que Debate atravesaba problemas económicos: no había dinero para competir en el mercado de los adelantos, y por eso buscábamos nuevos autores. Ese es el contexto. Después uno lee manuscritos, integra los parámetros y obtiene un resultado. Con Loriga me pareció que estaba, claramente, ante un nuevo tipo de literatura, que había un cambio generacional. De hecho, recuerdo que en la faja puse: «Al fin una voz que ya no es del 68».

—¿Y cómo sería su recambio?
—Tendría que descubrir lo que está emergiendo y hacerlo ver. Esto es complicado. Muchos autores jóvenes lo que hacen ver es la espuma de lo que está emergiendo, se quedan ahí, más en la espuma que en intentar sacar algo con fuerza. Con la «espuma» me refiero a reflejar asuntos como internet, los mileuristas, etcétera. Me han interesado los textos que hablan de la precariedad, ya no como horizonte de vida sino como una manera de estar en el mundo. Muchas veces se habla de lo precario como «desgracia», pero la generación que la padece no siempre lo hace como un mal, entre otras cosas porque no han conocido otra situación... Y, curiosamente, viven esa precariedad como una especie de libertad, como una liberación de responsabilidades y como una suerte de fatalismo. El día que alguien cuente, no esto que se ve sino lo que no vemos, habremos dado con ese autor. Por ahora la narrativa mileurista no logra salir del neocostumbrismo. O por decirlo de otro modo: espero un discurso que no sea posmoderno.






1 comentario:

  1. Qué tiempos aquellos, don Constantino. Muchas gracias por rescatar esta entrevista y, sobre todo, gracias por aquella larga charla que la originó. Entre las muchas cosas que aprendí aquella tarde, me quedo con la reflexión sobre el asunto de la precariedad y su espuma posmoderna. Me fue —me sigue siendo— muy útil.

    Por lo demás, como ya le he dicho alguna vez, la suya fue la mejor crítica que he recibido de un entrevistado: «Me has sacado un poco socialdemócrata». Recién ahí comprendí del todo, creo, a quién había entrevistado. Despistado que andaba yo por la vida, qué va a ser.

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