viernes, 6 de mayo de 2016

Cardín, Lorca y la Poesía Española.




Con ocasión de la reciente, bienvenida y biennecesitada edición de la poesía completa de Alberto Cardín en la nueva y ya tan prometedora editorial Ultramarinos (perfecta la elección del nombre, el prólogo y del vestido gráfico), alguien se preguntaba si alguna de las no escasas antologías aparecidas en los últimas décadas recogía alguna muestra de sus libros de poesía y dejándose llevar por la retórica contestaba a su propia pregunta con un Nadie y un Ninguna. Y se equivoca, pues al menos una modesta proposición acerca de la poesía de Cardín encontró acomodo en una antología que publicó en el 2006 la editorial Visor: Centuria. Cien años de poesía en castellano. Los 130 mejores lectores de poesía escogen los poemas del siglo XX en español. Una selección en la que entró entonces el poema de Cardín que a continuación se recoge junto con el comentario que lo acompañaba .





A UN LORCA, POETA FUSILADO


Inolvidable, su duende,
Tanto encantó de España la memoria
Y sus versos tanto eco hacen,
Tan grande su pasión fue para todos,
Fue tan mortal la herida de su muerte,
Tan desmedida su sensible cuerda
Mueve aún hoy el hontanar de España,
Y tal es la turbamulta que lo aclama,
Que no hay que pensar sino que fuera
Un dios mortal, un cristo o un espejo,
Y, si espejo lo fue,
Pues tantos a él se miran,
De cristo o de dios fue flaco su servicio:
Que nada redimió
Y a todos dejó iguales,
Reflejados en él, hipnóticos y fijos.

Alberto Cardín. Indículo de sombras. Laertes Ed. Barcelona 1983.


Todos (es decir, la clase media) tenemos “sensibilidad” y por eso nos gusta “la poesía”. En mi caso aprendí que tenía que ser sensible (es decir diferente a “la masa grosera y vulgar”) relativamente pronto. Una maestra formada en las filas pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza me contó en mis primeros y tiernos años el cuento de La Princesa y el guisante. Ya saben, aquello de la niña que demostró su “principicidad” al quejarse ligeramente de malestar nocturno a causa del melifluo guisante que, a modo de prueba y experimento alguien había colocado debajo de los siete colchones de su lecho.
La necesidad (y el gozo íntimo y público) de gustar de la POESÍA supongo que también me la inocularon aquella maestra, Doña Herminia Castrillón, y el sistema de enseñanza, aun cuando los poemas de Lorca no formaran parte de aquellos programas y antologías del mugriento bachillerato franquista. De aquel bachillerato salía uno pensando que la POESÍA eran Becquer, Gutierre de Cetina, Garcilaso mal leído, la Canción del Pirata y Campoamor o Ruben Darío (que por aquel entonces nos parecían primos hermanos) y poco más, aunque pronto el bachillerato de la vida, sobre todo si la vida, como fue mi caso y el de tantos, pasaba por la cultura del antifranquismo, nos descubriría a León Felipe y luego a Vallejo y luego a Cernuda y luego a Guillén y luego a Rosalía y luego a Neruda y a Auden y a Rilke y a Blas de Otero y a Valente y Gil de Biedma y Rimbaud y hasta a Saint John-Perse. Y por supuesto, a Federico Garcia Lorca. Un poeta fundamental cuando la “sensibilidad” había estrechado tan fuertes lazos con “la toma de conciencia”.
Han pasado los años, los sueldos, las idoneidades, los cargos o carguillos, los Cursos de Verano y de aquella “sensibilidad con conciencia” ya sólo parece quedar “la ironía”, Bozal dixit, única forma al parecer de mantener la lucidez (sin tener que renunciar a la cuenta corriente y al poco o mucho patrimonio económico o simbólico que se haya acumulado más o menos “honestamente”). Eso sí, a todos nos sigue gustando la poesía por más que ya nadie la escriba con las mayúsculas de antaño.
Personalmente el rencor (ni he entrado en la Real Academia ni hay visos de que vaya a entrar nunca, ni ningún periódico me llama para escribir un artículo “de firma” en la sección de Deportes con ocasión de alguno de los múltiples partidos del Siglo que cada dos por tres tienen lugar) me ha llevado a desconfiar tanto de la sensibilidad como de la poesía, y sobre todo estoy un tanto hasta las narices de las gentes (no es preciso dar nombres), a las que más que la poesía “lo que les gusta es que les guste la poesía”. De ahí que este espléndido poema de Alberto Cardín me parezca imprescindible.
Porque frente a tanta autosatisfacción disfrazada de ironía el poema nos recuerda lo que es, y por tanto no es, ironía. Es ironía el recurso del débil para decir lo que no puede decir frente al fuerte. No es ironía el recurso del fuerte para buscar complicidad entre sus iguales o el aplauso de estos a base de “ironizar” sobre los que son más débiles.
Porque si Lorca, como tantas y tantas veces se dice, a cuenta o no cuenta de los fastos y homenajes que sean, es un gigante de la poesía, un Goliath intocable de la Literatura Española, este poema es un poema de David aun cuando éste no haya llegado a reinar sobre el pueblo de los elegidos, es decir, de “los sensibles”. Verso a verso los tópicos sobre los que se ha construido el mito lorquiano se van poniendo en evidencia y esos tópicos, como el poema nombra, contienen a su vez todos los tópicos de lo que todavía en gran parte se sigue identificando con la gran poesía española: la gran cursilada poética sobre la que medra tanta cátedra de Literatura Española a uno y otro lado del Atlántico.
Evidentemente Lorca es más que sus tópicos poéticos (citemos Poeta en New York para que nadie se enfade demasiado) pero Lorca no deja de ser también, siempre y sobre todo un lorquiano de segunda. Lo peor de Lorca acaso sean los lorquianos, pero Lorca es el primero de ellos. Un caso parecido al de Borges. La cursilería lorquiana, revestida muchas veces de surrealismo pintoresco o de banalidad psicoanalítica, sigue siendo paradigma y espejo de la poesía. De la “sensibilidad poética”. De esa poesía que les gusta a los que les gusta que les guste la poesía. Y este poema es una piedra lanzada contra la luna de ese espejo. Añicos perfectos.

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