Con ocasión de la reciente,
bienvenida y biennecesitada edición de la poesía completa de
Alberto Cardín en la nueva y ya tan prometedora editorial
Ultramarinos (perfecta la elección del nombre, el prólogo y del
vestido gráfico), alguien se preguntaba si alguna de las no escasas
antologías aparecidas en los últimas décadas recogía alguna
muestra de sus libros de poesía y dejándose llevar por la retórica
contestaba a su propia pregunta con un Nadie y un Ninguna. Y se
equivoca, pues al menos una modesta proposición acerca de la poesía
de Cardín encontró acomodo en una antología que publicó en el
2006 la editorial Visor: Centuria. Cien años de poesía en
castellano. Los 130 mejores lectores de poesía escogen los poemas
del siglo XX en español. Una
selección en la que entró entonces el poema de Cardín que a
continuación se recoge junto con el comentario que lo acompañaba .
A UN LORCA, POETA FUSILADO
Inolvidable, su duende,
Tanto encantó de España la
memoria
Y sus versos tanto eco hacen,
Tan grande su pasión fue para
todos,
Fue tan mortal la herida de su
muerte,
Tan desmedida su sensible cuerda
Mueve aún hoy el hontanar de
España,
Y tal es la turbamulta que lo
aclama,
Que no hay que pensar sino que
fuera
Un dios mortal, un cristo o un
espejo,
Y, si espejo lo fue,
Pues tantos a él se miran,
De cristo o de dios fue flaco su
servicio:
Que nada redimió
Y a todos dejó iguales,
Reflejados en él, hipnóticos y
fijos.
Alberto Cardín. Indículo de
sombras. Laertes Ed. Barcelona 1983.
Todos (es
decir, la clase media) tenemos “sensibilidad” y por eso nos gusta
“la poesía”. En mi caso aprendí que tenía que ser sensible (es
decir diferente a “la masa grosera y vulgar”) relativamente
pronto. Una maestra formada en las filas pedagógicas de la
Institución Libre de Enseñanza me contó en mis primeros y tiernos
años el cuento de La
Princesa y el guisante.
Ya saben, aquello de la niña que demostró su “principicidad” al
quejarse ligeramente de malestar nocturno a causa del melifluo
guisante que, a modo de prueba y experimento alguien había colocado
debajo de los siete colchones de su lecho.
La necesidad (y el gozo íntimo y
público) de gustar de la POESÍA supongo que también me la
inocularon aquella maestra, Doña Herminia Castrillón, y el sistema de enseñanza, aun cuando los
poemas de Lorca no formaran parte de aquellos programas y antologías
del mugriento bachillerato franquista. De aquel bachillerato salía
uno pensando que la POESÍA eran Becquer, Gutierre de Cetina,
Garcilaso mal leído, la Canción del Pirata y Campoamor o Ruben
Darío (que por aquel entonces nos parecían primos hermanos) y poco
más, aunque pronto el bachillerato de la vida, sobre todo si la
vida, como fue mi caso y el de tantos, pasaba por la cultura del
antifranquismo, nos descubriría a León Felipe y luego a Vallejo y
luego a Cernuda y luego a Guillén y luego a Rosalía y luego a
Neruda y a Auden y a Rilke y a Blas de Otero y a Valente y Gil de
Biedma y Rimbaud y hasta a Saint John-Perse. Y por supuesto, a
Federico Garcia Lorca. Un poeta fundamental cuando la “sensibilidad”
había estrechado tan fuertes lazos con “la toma de conciencia”.
Han pasado los
años, los sueldos, las idoneidades, los cargos o carguillos, los
Cursos de Verano y de aquella “sensibilidad con conciencia” ya
sólo parece quedar “la ironía”, Bozal dixit,
única forma al parecer de mantener la lucidez (sin tener que
renunciar a la cuenta corriente y al poco o mucho patrimonio
económico o simbólico que se haya acumulado más o menos
“honestamente”). Eso sí, a todos nos sigue gustando la poesía
por más que ya nadie la escriba con las mayúsculas de antaño.
Personalmente el rencor (ni he
entrado en la Real Academia ni hay visos de que vaya a entrar nunca,
ni ningún periódico me llama para escribir un artículo “de
firma” en la sección de Deportes con ocasión de alguno de los
múltiples partidos del Siglo que cada dos por tres tienen lugar) me
ha llevado a desconfiar tanto de la sensibilidad como de la poesía,
y sobre todo estoy un tanto hasta las narices de las gentes (no es
preciso dar nombres), a las que más que la poesía “lo que les
gusta es que les guste la poesía”. De ahí que este espléndido
poema de Alberto Cardín me parezca imprescindible.
Porque frente a tanta
autosatisfacción disfrazada de ironía el poema nos recuerda lo que
es, y por tanto no es, ironía. Es ironía el recurso del débil para
decir lo que no puede decir frente al fuerte. No es ironía el
recurso del fuerte para buscar complicidad entre sus iguales o el
aplauso de estos a base de “ironizar” sobre los que son más
débiles.
Porque si Lorca, como tantas y
tantas veces se dice, a cuenta o no cuenta de los fastos y homenajes
que sean, es un gigante de la poesía, un Goliath intocable de la
Literatura Española, este poema es un poema de David aun cuando éste
no haya llegado a reinar sobre el pueblo de los elegidos, es decir,
de “los sensibles”. Verso a verso los tópicos sobre los que se
ha construido el mito lorquiano se van poniendo en evidencia y esos
tópicos, como el poema nombra, contienen a su vez todos los tópicos
de lo que todavía en gran parte se sigue identificando con la gran
poesía española: la gran cursilada poética sobre la que medra
tanta cátedra de Literatura Española a uno y otro lado del
Atlántico.
Evidentemente
Lorca es más que sus tópicos poéticos (citemos Poeta
en New York
para que nadie se enfade demasiado) pero Lorca no deja de ser
también, siempre y sobre todo un lorquiano de segunda. Lo peor de
Lorca acaso sean los lorquianos, pero Lorca es el primero de ellos.
Un caso parecido al de Borges. La cursilería lorquiana, revestida
muchas veces de surrealismo pintoresco o de banalidad psicoanalítica,
sigue siendo paradigma y espejo de la poesía. De la “sensibilidad
poética”. De esa poesía que les gusta a los que les gusta que les
guste la poesía. Y este poema es una piedra lanzada contra la luna
de ese espejo. Añicos perfectos.
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