Legitimidad, ¿para qué?
Casa con dos legitimidades
es difícil de guardar. A veces se hace necesario volver al
pasado para poder mirar el futuro del presente. La Revolución
francesa, por ejemplo, se nos dice como el momento de triunfo
histórico de la burguesía, aquella clase social, recordarán, que
se construyó alrededor del contrato mercantil –soy lo que compro y
lo que vendo–, con su correspondiente sistema de legitimación
estético –el aprecio es el precio–, social –el hombre es un
ser abocado al intercambio (mercantil)– y político –el mercado
es la única comunidad real. Pero no se nos dice que la salida de la
revolución fue la restauración con sus aduanas: la permanencia de
las legitimidades aristocráticas: la estética como distinción
elitista; la nobleza de lo que no tiene precio, la humanidad como
ente por encima del mercado. Extraña convivencia de dos sistemas de
legitimidad en la que se movieron hasta ayer mismo obras y autores de
la modernidad, acaso definida acaso por la misma dificultad de hacer
compatibles ambas legitimidades.
Nada tiene de extraño que
tan interesada convivencia produjera su propia crisis: las
vanguardias. Porque las vanguardias, con la tectónica de fondo que
suponía la lucha de clases como deslegitimación de la burguesía,
vino a proponer tanto una ruptura con la legitimidad aristocrática:
una estética no elitista, como la negación de la legitimidad
burguesa que se encarnaba en el humanismo de esencias, ahistórico y
abstracto. Mas cuando los terremotos revolucionarios cesaron, cuando
la revolución dejó de ser una amenaza para devenir en mera
alternativa (electoral, cultural), las vanguardias dejaron de actuar
como negación, aunque su herencia, la sospecha, permaneciese en el
seno de una tardomodernidad que hizo de esa desconfianza su rasgo
pertinente: el arte como acción de un narrador que cuestiona su
narrar. El sosiego moral del autor que dice estar cavando su propia
tumba.
Esperando a los bárbaros
que ya estaban dentro. La buena nueva de la postmodernidad vino a
sacarnos de la esquizofrenia que acarrea la sospecha y de ahí ese
aire de salud mental con que se presentó: abajo las cadenas, todas
las legitimidades son válidas porque no existe ninguna. Si la
condición de la vanguardia consistía en llevar una posibilidad
hasta su extremo, ahora se trataba de llevar la propia imposibilidad
hasta sus límites y mostrar así que éstos no existen. El sueño de
mayo del 68, pidamos lo imposible, se ha cumplido. Todo es posible:
el narrador fiable, el narrador que desconfía y el narrador que
desconfía del narrador que desconfía. El deconstructor que me
construya buen reconstructor será. Pero la falacia de la
postmodernidad es que no todas las legitimidades son posibles, pues
tan sólo una es real: la legitimidad del mercado, que a la postre se
muestra como inservible porque las mercancías otorgan beneficio pero
no pueden legitimar aquello –el arte, la cultura– que
precisamente se autorreferencia como el plus que ninguna mercancía
alcanza.
Estamos asistiendo al siglo
de oro de una burguesía que fin ha conseguido librarse de las
rémoras aristocráticas que otrora le sirvieron para legitimarse.
Ahora sí, ahora el contrato es el único código de relación
social, cultural, político que ha mandado a la estética al baúl de
los recuerdos, donde habitan los quejumbrosos de la alternativa y de
la noble autonomía del arte. Tanto hablar de la muerte del arte y de
la desaparición del autor, y ahora resulta que el capitalismo se ha
convertido en el más radical de los movimientos antiarte. En pleno
despliegue global la burguesía ha decidido que ya no necesita
vestirse con ropajes ajenos y que su propia ley, la lógica del
beneficio, es la única palabra legítima. Le llega con su propio
cuerpo y ha decidido vender hasta su alma. Pero ¿puede el rey
afirmar que está desnudo y seguir siendo el rey? Y a esa corte real
que durante siglos ha venido defendiendo y propagando que la tela
mágica, lo estético, existía, ¿qué porvenir le aguarda?
Cada uno contra cada uno y
Dios contra todos. La mayoría de los afectados se ha plegado al
nadar y guardar la ropa (del amo). Y olvidándose de la tela mágica
se han reconvertido con gozo en los nuevos sastres y proveedores de
palacio. Una legión de novelistas, plásticos, arquitectos,
escultores, curators y curanderos trabajan para la intendencia real:
narraciones para entretener el insomnio del rey y de sus vasallos,
mansiones, museos, bodegas y auditorios donde acontezca lo bonito,
frescos para las nuevas catedrales, desfiles, bienales e
instalaciones para renovar el muestrario, residencias privadas
diseñadas a la carta. Los nuevos integrados no tienen problemas de
legitimidad. Como los marxistas vulgares, antaño tan denigrados, no
precisan de mediación alguna entre la infraestructura (el capital) y
la superestructura (la exhibición simbólica de su poder). Ya no
necesitan preguntarse quién habla cuando hablan: aceptan
lukasianamente que la clase habla en y por ellos, y que si los
requiere es para socializar por la vía del consumo de masas su
poder. Los apocalípticos de derechas viven en la queja por la
distinción perdida, los de izquierdas habitan en la perplejidad: el
apocalipsis ha llegado, todo lo sagrado se ha desvanecido en el aire,
pero todo sigue igual o peor, como si se cumpliese la advertencia de
Marx sobre el progreso por “el lado malo” de la historia. La suya
es la historia de un desencuentro entre el yo y la Historia, y hay
quienes buscan en ese extravío un último refugio estético
agarrándose al deseo teológico de una imposible legitimidad
autogenerada. Y acaso unos cuantos, en sus cuarteles de invierno, con
la legitimidad que otorga el combate, tratan de encontrar la
imaginación que no posee el solitario, mientras esperan que la clase
deslegitimada les conceda la oportunidad de destruir los sueños
creativos de ese sujeto individual que Dios creó a su imagen y
semejanza.
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