La
máquina cultural: maestras, traductores y vanguardistas. Beatriz
Sarlo
Premio
de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada. Casa de las Américas 2000
Quizás
convendría, ante todo, felicitar al jurado convocado por Casa de las
Américas de La Habana, por lo que supone haber premiado este ensayo.
Y no solo por lo que supone como reconocimiento a la obra de su
autora, sin duda una de las más potentes cabezas culturales con las
que cuenta hoy la escritura en lengua castellana, sino por lo que
incorpora como actitud «no nacionalista», y me explico: detrás (o
delante) del hecho de otorgar el premio a este texto de la argentina
Beatriz Sarlo hay, en mi opinión, una clara voluntad de entender «lo
cultural» como un ámbito de mediación que está muy por encima de
lo que se pudo llamar «cultura nacional» y muy por encima también
de lo que podría llamarse hoy «cultura Latinoamericana». Me
atrevería a decir que con este ensayo se ha venido a premiar más el
pensamiento que la cultura, más la capacidad de pensar acerca de lo
que está delante nuestro y, sin embargo, o precisamente por eso, no
se deja ver, la capacidad de autocelebrar la capacidad de la «nación
humana» de crear. No en vano su propio título parece apostar más
por la herramienta que por el producto.
Paradójicamente
los tres episodios que se abordan en el ensayo delimitan una
geografía y un calendario muy concreto: Argentina en tres momentos
históricos que abarcan desde los inicios del siglo XX hasta los
inicios de su último cuarto. Y es mérito del ensayo mostrar con
claridad cómo lo concreto no obliga necesariamente a caer en el
localismo y cómo el localismo no se deja superar simplemente con
ampliar el mapa. sin cambiar de actitud en la mirada.
De
episodios habla la autora al referirse a las tres partes, a las tres
historias que el ensayo narra; no parece una denominación gratuita
que responda a lo que la misma Sarlo podría llamar «el costado
fuertemente verbalista» del neoensayismo. Es el de la autora un
«modo» de ensayo que recurre más a la representación narrativa
que al tradicional análisis centrado en la delimitación del objeto,
su asalto desde la reflexión y un posterior fallo o conclusión. No
estamos ante la ficción reflexiva de un Sebald, pero ya quedan lejos
aquellos modos de la antropología social o cultural que la propia
Sarlo manejó con talento y eficacia en otros tiempos. El modo
narrativo parece dejar más libre (más libre de la dominación del
autor) el transcurrir de los textos que recogen cada uno de los tres
episodios. Impregnado de un tono ensayístico cercano a los estudios
culturales, el libro propone una nueva legitimación del rigor
analítico que puede resultar llamativo y novedoso, al menos en el
mundo literario español desde el que escribo y en el que los
estudios culturales no pasan de ser algo exótico y casi totalmente
ajeno (lo que no impide que ya hayan sido condenados por la parte más
castiza –es decir, casi toda– de nuestro mundo universitario).
Con
palabras de la autora resumimos el contenido del libro:
«En
el primer episodio, una maestra enseña lo que ha aprendido, creyendo
que lo que fue bueno para ella será bueno para sus alumnos que, en
las primeras décadas del siglo, vienen, como ella, de las casas
pobres y los conventillos ocupados por inmigrantes e hijos de
inmigrantes. En el segundo episodio, una mujer de la élite
oligárquica, nacida en cuna de oro y criada en una jaula dorada,
hace del dinero y de la educación que recibió de sus institutrices
algo más que lo que había calculado su clase de origen, abriendo un
espacio de irradiación cultural que fue decisivo desde los años
treinta hasta los cincuenta. En el tercer episodio, un grupo de
hombres jóvenes, movidos por el impulso radicalizado de su época,
cree resolver, en una noche de 1970, los conflictos irresolubles
entre cultura y política.» «Son tres historias verdaderas
–continúa diciendo la autora– y, según creo, muy
representativas de la cultura argentina de este siglo.»
Valga
añadir que el libro se cierra con un IV apartado en el que se
«muestran las ideas de donde partió este libro y lo que aprendí
escribiéndolo».
El
episodio sobre la maestra, llamado Cabezas rapadas y cintas
argentinas, se construye como una fábula real: la historia de una
niña hija de la primera generación de inmigrantes que desde unas
duras condiciones socioeconómicas de partida logra, a través de la
institución educativa, primero como alumna ejemplar y luego como
enseñante distinguida, alcanzar no solo un destino socioeconómico
respetable sino también un lugar de mérito y autoestima dentro de
su visión del mundo, visión, claro está, construida
fundamentalmente con los propios materiales que le ha proporcionado
la propia institución educativa. La fábula, quizás una parábola,
tiene su clímax según la autora, Beatriz Sarlo, en un momento
distinto al que señala la protagonista. Si para esta ese momento
tiene que ver con el orgullo nacional y propio (difíciles de separar
para el personaje) que representa el desfile de la escuela que dirige
en una ceremonia pública y con cuya ocasión adornó a sus pupilos
con unas cintas de los colores de la bandera nacional, para la autora
el clímax del relato viene determinado por la acción que la
protagonista lleva a cabo meses antes cuando, en su primer acto como
directora de una escuela, rapa la cabeza a todos los alumnos varones
y obliga a deshacerse las trenzas a todas las educandas. En este acto
de intromisión autoritaria Beatriz Sarlo ve lo que la maestra no ve
ni puede ver: violencia, y desde esa mirada el relato reconstruye las
condiciones culturales que han dado lugar a esa ceguera, es decir,
«los efectos colaterales» de la acción arrolladora de una máquina
cultural sobre una persona, la maestra, que nunca llega ni a
sospechar de ella ni por lo tanto a cuestionarla: «No entendió la
sobreactuación de su único acto excepcional, por eso mismo, nunca
captó bien la institución de la que se enorgullecía y que creía
conocer por completo».
El
segundo episodio está construido como un cuento de hadas, con
princesa incluida. En este caso la princesa «nacida en cuna de oro y
criada en una jaula dorada» tiene nombre propio: Victoria Ocampo, la
fundadora, animadora y sostenedora de la revista Sur, un foco
de irradiación cultural, como indica Sarlo, y comparable en su
función al papel que la Revista de Occidente de Ortega
cumplió en España. El episodio nos va contando la historia de esta
princesa, su refinada y francesa educación, sus viajes, el fracaso
de su boda, sus devaneos, sus relaciones culturales, sus devaneos
literarios, sus deseos literarios, hasta perfilarnos una figura más
cercana a la de embajadora literaria que a la de una impulsora de un
movimiento o renacimiento cultural, aun cuando mucho de esto último
haya que reconocerle. Para Beatriz Sarlo: «Por las lenguas
extranjeras Victoria Ocampo y la revista Sur fueron lo que
fueron: una máquina de traducciones (en todos los sentidos) operada
por una traductora, intérprete y viajera» y no deja de ser un
acierto sorprendente esta consideración de la traducción y su
entorno como un eje fundamental de la máquina cultural, máquina que
va a convertir a Victoria en una víctima:
Ocampo
piensa a la cultura desde el modelo de su historia personal e
intelectual. En esto se equivoca y a partir de este punto es ciega
para percibir incluso el sentido de muchos episodios de su propia
vida. Se ilusiona con que puede haber una relación de simetría y de
igualdad entre la cultura argentina y las culturas europeas. Imagina,
por lo tanto, que son mutuamente traducibles. Pese a decenas de
malentendidos, nunca se convence de que esto es imposible dado el
carácter secundario y periférico de la cultura argentina.
Otra
historia de ceguera. Otra vez una máquina cultural que alumbra pero
(¿inevitablemente?) también ciega.
El
tercer episodio que se narra con cierto tono épico (Roldán hace
resonar el olifante en Roncesvalles pero nadie escucha su llamada) se
centra en una experiencia a caballo entre la estética y la política,
en clave de incomprensión o malentendido. Transcurre en 1970, es
decir, en los años de alta emergencia de los movimientos políticos
radicales. Con ocasión de un acto de lucha contra la censura, unos
cineastas porteños son llamados a colaborar en una jornada de
protesta. Deciden que su contribución será «textual» y ruedan en
una noche seis o siete cortometrajes que recogen, desde estéticas
vanguardistas, su «lectura fílmica» del tema. Cuando su material
es mostrado durante la jornada de protesta, es violentamente
rechazado por un público que capta su mensaje como material burgués
(rama decadente). El texto de la narración-ensayo reconstruye, a
partir del testimonio y los recuerdos de los protagonistas, aquellos
textos fílmicos hoy perdidos, nos hace presente el entusiasmo
creativo de los participantes y explica las posibles causas de la
incomprensión en razón a que, según la autora,
[…]
se trataba de filmes en contra de la censura, pero ninguno de ellos
tiene una perspectiva temática «realista» ni un tipo de
representación «realista». Más aún, todos ponían de manifiesto
que un film político no debía ser temáticamente «realista».
Ninguna agrupación de izquierda o peronista radicalizada hubiera
podido reconocerse en el programa estético de esos cortos, que
sostenían (cada uno de modo diferente) que una vanguardia
radicalizada era política porque era vanguardia y no a la inversa.
También
y a su modo este tercer episodio cuenta una ceguera, o mejor, una
doble ceguera. La de los creadores que no advierten que en la
situación política en la que va a tener lugar la recepción de sus
textos, la radicalización política va a impedir la lectura de sus
intenciones y la ceguera del público que «víctima», según Sarlo,
de esa misma radicalización no va a «ver» la carga política
radical que los filmes contienen. No deja de ser curioso y
seguramente significativo el que en esta ocasión solo una de las
cegueras esté narrada –la de los creadores– mientras que la
segunda ceguera –la de los radicalizados– esté solamente
definida y adjudicada.
Cuando
uno termina la lectura de este ensayo tiene la sensación de haberse
enfrentado a un artefacto ideológico sumamente eficaz y percibe que
alta parte de esa eficacia viene dada por su «narratividad», pues
es ella la que le permite al lector no asistir a un mero proceso de
conclusiones o comentarios sobre unos hechos determinados, sino
«asistir», «experimentar» desde dentro de ellos. Vivirlos. Por
supuesto que dado que los textos de Beatriz Sarlo no renuncian a la
presencia de lo propio del ensayo: subrayar, interpretar, juzgar,
emitir juicios, sabe que los hechos o episodios los «ha vivido» en
compañía de una Sarlo nada ingenua, nada neutral ni nada
desinteresada pero, aun sabiéndolo, la eficacia de lo narrativo –la
sensación de haberlos vivido desde dentro– no deja de mostrar su
fuerza persuasiva.
Y
finalmente, una vez que uno logra separarse del efecto narrativo, se
acaba preguntando qué es lo que este tan especial ensayo nos ha
venido a decir. Dicho de otro modo: ¿qué quiere este texto de
nosotros? Parece claro que el tercer episodio quiere que compartamos
su juicio de que el conflicto entre lo estético y lo político es
inevitable porque lo político no respeta «la autonomía» de lo
estético, aunque también podría leerse el episodio como un ejemplo
más de que lo estético no respeta la autonomía de lo político,
porque en definitiva: de qué se habla cuando se habla de «la
autonomía» de lo estético. La narración-ensayo de la Sarlo no
ayuda a aclarar esa pregunta. En realidad, y como en tantos otros
ensayos que reivindican dicha autonomía, de lo que parece estarse
hablando es de independencia. Y la independencia es la historia de un
poder –¿lo estético?– que se pretende poder igual frente a otro
poder, lo político en este caso. Lo que la tercera narración no nos
muestra son «las razones» de ese poder que niega la independencia a
la propuesta estética de los creadores vanguardistas porteños. Una
vieja polémica que releída hoy, es decir, en un presente en que «lo
político» parece haberse esfumado y en la que la posible autonomía
sería ya solo autonomía frente al poder del sistema de mercado, lo
único que parece alumbrar es la esterilidad de esa bipolaridad
estética/política que si en la Ilustración cumplió perfectamente
su papel –crear límites al poder absoluto– su mantenimiento en
el presente no deja, al menos para quien esto escribe, de mostrar un
deje de aristocratismo residual.
Sobre
aristocracia en algún sentido también parecen hablar los otros dos
episodios. Una maestra que se siente «superior» –y efectivamente
la «maquinaria cultural» ha legitimado ese sentimiento– a sus
súbditos: alumnos y alumnas de baja condición social y a los que
somete a un acto de «privilegio feudal» en nombre de un ideal de
«higiene nacional». Y una aristócrata en quien los títulos de la
fortuna y la cultura coinciden, que decide establecer su corte sureña
sin darse cuenta que nunca dejará de ser una advenediza en la
verdadera Camelot: los centros financieros y culturales de Londres,
París y Nueva York, esos espejos en los que una y otra vez
encontrará la respuesta negativa a la pregunta de si ella es la más
bella.
En
las narraciones, en la buenas narraciones, no suele coincidir lo que
se dice en ellas con lo que esas narraciones dicen y algo semejante
pasa con este singular y poderoso ensayo: por un lado, la gente vive
y convive con la máquina cultural que la reafirma, la cuestiona o la
niega pero, por otro, esas máquinas culturales no dejan de ser una
manifestación más del poder, con su especificidad si se quiere,
siempre que no convirtamos lo específico en una clase de «sangre
azul» que otorga privilegios (excepciones al derecho común). Vemos,
en conclusión, que en el ensayo se nos habla de la autonomía de la
máquina cultural, pero el ensayo en su totalidad curiosamente parece
negarla. El espejo existe y existen las imágenes, los episodios,
pero en ese espejo la cultura no ocupa rango autónomo sino
simplemente subsidiario. No eran esas las intenciones de la autora.
Intenciones manifiestas en el último apartado del ensayo. Sin
embargo, eso leemos. No creemos que se trate del iluso proceso de
independización «de los personajes narrativos». Simplemente el
rigor en su tratamiento nos deja ver la carta robada que ese rigor ha
dejado encima de la mesa.
Texto
publicado en la revista Guaraguao e incorporado a Viceversa.
Edit Paso de Barca 2018.
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