Memorias
peruanas.
El
pez en el agua, de Vargas Llosa, y Permiso para vivir, de
Bryce Echenique
La
memoria tiene buena prensa. En los últimos tiempos hay quien
dice que la memoria es el material directo de la ficción, que
la memoria es una venganza contra la muerte o que la memoria
mantiene relaciones eróticas con el deseo de escribir. Bueno.
Otro tanto podría decirse del olvido.
El
problema para un lector no es tanto el por qué alguien decide
escribir sus memorias como el porqué decide hacerlas públicas.
El lector sospecha y hace bien en sospechar, porque el lector
que no sospecha no es buen lector un lector. Un buen lector siempre
debe buscar el gato cuando alguien le enseña liebre.
El
libro de Vargas Llosa está construido, en apariencia, sobre dos
momentos de la memoria que se reparten alternativamente a lo
largo del texto. El primer momento
abarca
su infancia, adolescencia y primera juventud. El segundo da cuenta de
su aventura política como pretendiente a la Presidencia del Perú.
El libro arranca con pleno tempo dramático: su madre le acaba de
revelar que su padre, a quien suponía muerto, vive y se lo va a
presentar. Un padre autoritario, intolerante y agrio de carácter,
que será el espejo contra el que se reflejan todas las
vivencias de esa primeramemoria.
Un padre cuyo carácter está marcado según Vargas Llosa por el
resentimiento y el rencor que la convivencia (?) de cholos y blancos
provoca en la sociedad peruana:
Siempre
es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado
que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos
más o
menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que
otros, y
toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte de los
destinos individuales
se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y
sentimientos –desdén, desprecio, envidia, rencor, admiración,
emulación– que
es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y
desvalores, la
explicación
profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana.
La
infancia de Vargas Llosa está dividida en dos tiempos, en el antes y
el después de la reaparición del padre. Antes, una infancia más o
menos (más) feliz en el seno de la familia materna –blancos
venidos a menos pero que recuperan cierta posición social
gracias al nepotismo de un pariente– y después, una
adolescencia más o menos (más) torturada a causa de ese padre
empeñado en hacer de él un prototipo del ‘hombre viril’.
El
descubrimiento de la lectura como alternativa a la soledad, los
primeros enamoramientos, el mundo del distinguido barrio de
Miraflores y su estancia en el colegio Leoncio Prado –paisaje de su
primera novela, La ciudad y los
perros– ocuparán la atención de aquellos lectores que busquen en
la lectura de las memorias una excursión literaria por los libros
del autor: Los Jefes, Los cachorros, la novela ya citada, La casa
verde, Pantaleón y las visitadoras y Conversación en
La Catedral. Ya se sabe que en buena parte las memorias de un
escritor satisfacen las ansias de turismo literario de sus lectores.
El
descubrimiento de la política
La
entrada en la Universidad de San Marcos significa para el lector el
primer contacto directo entre las dos líneas de la memoria que de
manera alternativa está leyendo. San Marcos es el lugar del
descubrimiento y ejercicio de la política. Vargas nos
cuenta su entrada –como simpatizante– en el Partido Comunista
peruano, sus
inquietudes
políticas y sus dudas y desencantos. Vale la pena citar la memoria
que guarda sobre su salida de la militancia:
Y
no creía ya una palabra de nuestros análisis clasistas y
nuestras
interpretaciones
materialistas que, aunque no lo dijera de manera tajante a mis
camaradas, me parecían pueriles... Y sobre todo, porque había
en mi manera
de ser –en mi individualismo, en mi creciente vocación por
escribir y
en mi naturaleza díscola– una incapacidad visceral para ser
el militante revolucionario
paciente, incansable, dócil, esclavo de la organización, que acepta
y practica el centralismo democrático –una vez tomada una
decisión todos
los militantes la hacen suya y la aplican con fanática
disciplina– contra
el
que aunque aceptara de boca para afuera que era el precio de la eficacia, todo
mi ser se rebelaba.
Luego
las memorias continúan contando su paso por la Democracia Cristiana,
sus primeros trabajos y su rocambolesco noviazgo y boda con su tía
Julia. El segundo y
alternativo modo de las memorias se centra en su peripecia electoral
como candidato a la Presidencia del Perú. A grandes líneas el texto
se dedica a recalcar los siguientes puntos: entró en la batalla sin
premeditación y alevosía; su carácter de aventurero
tuvo mucho que ver en el embarque; defendía un liberalismo radical a
lo Hayek como única solución para su patria; en el fondo siempre
había sido un liberal; desconfiaba del pueblo que siempre se deja
engañar; se lió con los partidos de la oligarquía porque esperaba
controlarlos; por culpa de su inocencia cayó en algunas trampas; le
ganó Fujimori porque él no halagó los bajos instintos de las masas
votantes. Peor para el Perú. Quedó muy harto.
Pero
la propia estructura en alternancia del texto, al mezclar ambas
memorias, provoca una lectura diferente que no responde a la mera
suma de ambas partes. Es la alternancia
la que permite revelar las verdaderas líneas sobre las que se
construye la memoria de Vargas Llosa. Primera: es un
incomprendido; dos: siempre ha sido un liberal individualista;
tres: el resentimiento peruano es el culpable de su fracaso político.
Es ese resentimiento el que, a través de la figura del padre,
conecta ambas memorias. Termina uno de leer el libro y le queda en el
oído una música de fondo: alguien
que una y otra vez insiste en que él nunca fue político y mucho
menos de izquierdas. Resumen del lector: memorias para lavarse
la mala conciencia.
Las
memorias de Bryce Echenique parecen responder a otros designios. Ya
el haberlas subtitulado con el malrauxiano rótulo de Antimemorias
nos avisa sobre su carácter. Cierto que poco tienen que ver con
aquellas, con esa intención de dar cuenta de un mundo que marca las
antimemorias de Malraux, pero cierto también que el propio Bryce
señala que: «Sólo quiero preguntarme por mi condición
humana, y responder
a ello con algunos perdurables hallazgos que, por contener aún
una carga latente de vida, revelen una relación particular con
el mundo».
Sus
antimemorias se reparten también en dos partes. El primer
bloque, «Por orden de azar», recoge episodios muy diversos de su
biografía, sin seguir una línea cronológica. La segunda,
«A mi manera», respeta más la cronología y desemboca en su
relación singular con Cuba y el régimen castrista. El lector va
reconstruyendo u reordenando los episodios y acaba por hacerse una
idea del personaje. Lo curioso, magia de la lectura, es que su
interpretación no tiene por qué coincidir con la lectura que
el autor propone de sí mismo. Veamos.
En
el libro de Bryce Echenique hay dos motivos que se repiten con
insistencia: su deseo de jugar los partidos de fútbol de manera
particular; el primer tiempo con un equipo y el segundo con el
otro, es decir, le gusta jugar pero no quiere ni ganar ni perder. El
segundo motivo es casi una obsesión: se ha hecho, o deshecho, por
méritos propios y nada tiene que ver su especial forma de ser
con pertenecer a una de las familias
de la oligarquía peruana. En otras palabras, quiere que le
dejen y respeten vivir su vida. De ahí el título: Permiso para
vivir. La pregunta es ¿a quién le pide permiso? De la lectura
de sus memorias se desprende dos contestaciones: a los que le
acusan de frívolo y a los que le acusan de rico. Fácilmente puede
comprenderse que en realidad la acusación es una sola: ser hijo
de papá.
Grande
debe de ser el peso subjetivo de tal acusación cuando una y
otra vez el autor se defiende de ella. En las memorias nos cuenta
cómo en verdad llegó a ser quien es, el
escritor que es, contra el padre que se opone a sus deseos de hacer
estudios literarios
en Oxford, cómo se gana por propios méritos su desembarco en
París, cómo vive por su propio esfuerzo, malcome durante años,
trabaja de lavaplatos y
pasa frío en invierno. «Estudié literatura francesa clásica
y contemporánea y los diplomas se los mandaba a mi padre, para ver
si al fin me entendía. Me contestaba con dólares, que yo le
devolvía porque había ido a París para ser escritor, pobre
y
joven y feliz». Su relación con Cuba y el régimen castrista nos la
cuenta desde las relaciones afectivas profundas con la base y
simpáticas –casi de bufón– con Castro. Se hace invitar a Cuba
como quien quiere salir de la lista negra de los que son de derechas
porque provienen de la oligarquía. Va a Cuba cuando ya todos están
de vuelta y su compromiso, insiste, es un compromiso humano lleno de
amor, alcohol e ironía. Acaso sean las páginas dedicadas a sus
estancias en Cuba las más logradas del libro: Es ahí donde su
ironía desvela la calidad de su frivolidad y donde su manera de
estar en el mundo –«La delicia y al perfume de mi vida es la
memoria de esas horas / en que encontré y retuve el placer tal y
como lo deseaba», dice citando a Kavafis– se hace patente y pierde
ese tufillo de disculpas que tantas veces despiden otras historias y
episodios.
Por
lo demás, las memorias de Bryce están llenas de esas referencias a
escritores y personajes conocidos que tanto gusto procuran a los
aficionados a la prensa del corazón cultural. Curiosidad o
cotilleo de portera aparte, merecen, en este caso, sus referencias a
Vargas Llosa, el cual, por cierto, solo cita de pasada y entre
paréntesis señalando que lo tuvo como alumno. Parece que
la memoria de Bryce apunta hacia algunos
olvidos de la memoria de Vargas. Por ejemplo, al hablar de sus años
de coincidencia en París, Bryce escribe: «Mario confesaba, en honor
a los muertos en las guerrillas peruanas, de entonces, que “él no
había tenido ni la bondad ni la generosidad de ser
guerrillero” o cuando pone en su boca que «El gobierno de Velasco
había dado más de una prueba de estar tomando medidas
progresistas». En fin, memorias
que
no se ponen de acuerdo. Lo normal.
Lo
que llama la atención es el hueco que toda autobiografía o
memoria, en cuanto género literario al menos, construye. Lo que
la memoria esconde, es decir, lo que la provoca. Cierto que en la
lectura de este o parecidos géneros el lector va leyendo al
mismo tiempo la memoria que como lector tiene del autor o
autores. En ese sentido cuanta más memoria tenga del autor, más
intensa será su lectura. Por eso el lectorde
las memorias de Vargas pone sobre el tapete de la lectura del texto
la lectura anterior que posee sobre él. Si bien no hay nunca lector
inocente, en el lector de memorias el juicio anterior ocupa un
papel fundamental. Por supuesto que ese juicio anterior afecta a
la lectura, pero en cualquier caso podría afirmarse que un libro de
memorias alcanza su meta si ese juicio anterior es modificado. En ese
sentido, y dado que cada lector tendrá su idea, el juicio final
depende de cuestiones muy particulares. En nuestro caso conviene
señalar que la lectura de El pez en el agua no modificó la opinión
que sobre Vargas Llosa se desprendía de la lectura de una de
sus novelas ¿Pero quién mató a Palomino Molero?, novela en la que
afloraban los conflictos del intelectual
Vargas –a través del personaje del teniente Silva– con el
entorno sociopolítico: incomprensión y desencanto.
En
ese sentido el fracaso de su candidatura a la Presidencia y la
mala experiencia de su intervención en el suceso de Uchuraccay
–matanza de periodistas en cuya investigación participó el
escritor– se convierten en hechos semejantes. No en balde ya su
mujer Patricia, cuando Vargas inicia su embarco en la campaña, le
anuncia: «¿Vas a dejar tus libros, la vida cómoda que ahora
tienes, para hacer política en el Perú?
¿No sabes cómo te lo van a pagar? ¿Te has olvidado de
Uchuraccay?». Pues eso, en nuestra opinión no hay nada en estas
memorias que ya no estuviese en Palomino Molero.
Bryce
Echenique es un personaje menos público, con menos juicios
anteriores sobre su persona y, por lo tanto, la confrontación con
sus memorias es menor. En cualquier caso para un lector de Un
mundo para Julius o La vida exagerada de Martín Romaña lo único
sorprendente es el malestar con que vive o ha vivido el papel que se
le ha otorgado en su entorno. Llega con leer el siguiente párrafo
para entender el ajuste de cuentas que sus antimemorias
esconden: «El primer comunista que me dio la mano en mi vida, por
decirlo de alguna manera, y que dijo Alfredo y no mister Bryce, fue también
el primero que, un día mientras me acompañaba a buscar mi
automóvil, me pidió que le pidiera a mi padre que le consiguiera un
puesto en el Banco Internacional del Perú».
Miserias
de las memorias. Cada memoria está en función del lector que
se elija. Si uno elige a sus enemigos, toda memoria será una
venganza o una disculpa.
Texto
publicado en el syplemento cultural deldiario El Observador en Abril
de 1993.
El
estrambote del terror. (Copio a continuación,y a modo de
documentación pertinente, el artículo de Mihaly Dès, director por
entonces de dicho suplemento, aparecido en el mismo número del
suplemento literario de El Observador y que por un error editorial
apareció publicado como si perteneciera al artículo de mi autoria
en las páginas finales del libro Viceversa. La literatura
latinoamericana como espejo, editado recientemente en la editorial
Paso de Barca tal y como se ha relatado en la entrada anterior, Una
historia de terror editorial.)
“Tirant
«el blanco» contra el padre-patria
Historia
de dos exilios o, mejor, de dos huidas, El pez en el agua muestra la
relación edípica que Mario Vargas Llosa tiene con el Perú. El
contrapunto de la historia de su infancia y juventud (que relata a
partir del shock de conocer a su padre) con la de su aventura
presidencial permite conjeturar que la difícil relación del
autor con su país no es sino la proyección de la aún más tortuosa
que tenía con su progenitor. Padre y patria son entonces la
misma atadura con la que forcejea Vargas Llosa con caballeresca
determinación a lo largo de su vida, pero de la cual no le es
posible
liberarse
ni siquiera con el exorcismo de la escritura. Lo que ocurre es que,
como en tantos otros casos, en el más íntimo origen de su vocación
de escritor está la
voluntad de rebelarse contra aquel (padre o patria) que le
aplasta y que al mismo tiempo da vida a su literatura.
Con
todo, no es esta una confesión rousseauniana o sanagustiniana y,
pese a su estructura calculada, tampoco hay un enfoque literario del
propio pasado como ocurre, por ejemplo, en las memorias de Reinaldo
Arenas. Se trata de un testimonio en el que no se produce una
revelación a través del proceso medio automático de la escritura,
porque todo lo dicho estaba ya anteriormente premeditado y solo hacía
falta ordenarlo. Pero este planteamiento testimonial- ensayístico
resulta propicio al asunto de su libro. Porque lo que, al fin y al
cabo, pretenden explicar estas memorias son
las
(sin) razones que le impulsaron a querer ser presidente.
La
lectura política de El pez en el agua parece la más obvia y al
mismo tiempo la más conflictiva. Muy conflictiva, diría, ya que,
descontando ciertos recelos shiíes contra Salman
Rushdie, no conozco ningún caso en la literatura contemporánea
donde un autor esté tan hostigado por su posición política como el
de Vargas Llosa, sobre todo en el mundo hispánico. Lo curioso es que
los mismos que pasan del peligroso conservadurismo de Borges,
comprenden la ingenuidad política de Cortázar, olvidan el
estalinismo de Neruda o Alberti y aceptan la estrecha
amistad de García Márquez con un dictador, no perdonan a
Vargas Llosa.
¿Y
qué es lo que no le perdonan exactamente? ¿Acaso sus servicios
a alguna tiranía de este o de aquel color? ¿O tal vez que se haya
vendido a algunos poderes malignos por viles intereses económicos?
¿Ha sido cobarde, insolidario, ha callado ante terribles
injusticias donde su palabra hubiera podido contar algo? Nada de
eso. Lo que no le perdona una buena parte de la intelligentsia
hispana es que profese un credo liberal y defiende –¡santo cielo!–
un sistema política y económicamente democrático.
Alguno
podrá objetar sus ambiciones presidenciales, su adhesión a la
causa de las oligarquías peruanas y otras cosas por el estilo. Pero
no estaría en lo cierto; por una parte, las hostilidades son muy
anteriores a su candidatura; por otra, muy pocos de los que censuran
su propuesta salvajemente capitalista conocen de veras su
posición y sus argumentos que, por cierto, están muy bien expuestos
en estas memorias. No para convertir a un superviviente del 68
en un Chicagoboy, sino para comprender que se trata de una propuesta
honesta, seria y, dicho sea de paso, la única que en los últimos
tiempos ha tenido resultados en América Latina.
He
oído reproches que se referían a la traición de su pasado
izquierdista. Argumento atávicamente hispánico: como si fuera
una cuestión de honor permanecer en el error. Si
veo algo realmente seductor en la postura de Vargas Llosa es,
precisamente, su capacidad de enfrentarse con dogmas propios y
ajenos, de atreverse a ir contra los eslóganes de su tiempo. El
libro ofrece (con lujo de detalles) un triste festín de ejemplos
convincentes de ese reinado del dogmatismo populista en la vida
política peruana que, desde luego, señorea en todo el
continente. El caso más estremecedor de ello es el de la
victoria de Fujimori: un señor sin programa y con un
tractor, que al llegar al poder hace justo lo contrario de lo que
prometía apoderándose, y él sí salvajemente, con varias
iniciativas neoliberales del movimiento de Vargas Llosa.
No
se sabe aún qué provecho literario puede deparar esa frustrada
aventura política a Mario Vargas Llosa. De momento, lo que podemos
esperar es que después de este testimonio,
a veces apasionante, de alguna manera se digiera la faceta política
del autor, y que las críticas de sus próximas obras no estén
ensombrecidas por recelos y prejuicios ideológicos”.
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