viernes, 17 de agosto de 2018

Las memorias peruanas de Vargas y Echenique






Memorias peruanas.

El pez en el agua, de Vargas Llosa, y Permiso para vivir, de Bryce Echenique


La memoria tiene bue­na prensa. En los últimos tiempos hay quien dice que la memoria es el mate­rial directo de la ficción, que la me­moria es una venganza contra la muerte o que la memoria mantiene relaciones eróticas con el deseo de es­cribir. Bueno. Otro tanto podría decir­se del olvido.
El problema para un lector no es tanto el por qué alguien decide escribir sus memorias como el porqué de­cide hacerlas públicas. El lector sos­pecha y hace bien en sospechar, porque el lector que no sospecha no es buen lector un lector. Un buen lector siempre debe buscar el gato cuando alguien le enseña liebre.
El libro de Vargas Llosa está cons­truido, en apariencia, sobre dos momentos de la memoria que se repar­ten alternativamente a lo largo del texto. El primer momento
abarca su infancia, adolescencia y primera juventud. El segundo da cuenta de su aventura política como pretendiente a la Presidencia del Perú. El libro arranca con pleno tempo dramático: su madre le acaba de revelar que su padre, a quien suponía muerto, vive y se lo va a presentar. Un padre autoritario, intolerante y agrio de carácter, que será el espejo contra el que se re­flejan todas las vivencias de esa pri­meramemoria. Un padre cuyo carác­ter está marcado según Vargas Llosa por el resentimiento y el rencor que la convivencia (?) de cholos y blancos provoca en la sociedad peruana:
Siempre es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o me­nos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esta selvática nomencla­tura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos –des­dén, desprecio, envidia, rencor, admiración, emulación– que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la
explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana.
La infancia de Vargas Llosa está dividida en dos tiempos, en el antes y el después de la reaparición del padre. Antes, una infancia más o menos (más) feliz en el seno de la familia materna –blancos venidos a menos pero que recuperan cierta posición so­cial gracias al nepotismo de un pa­riente– y después, una adolescencia más o menos (más) torturada a causa de ese padre empeñado en hacer de él un prototipo del ‘hombre viril’.
El descubrimiento de la lectura co­mo alternativa a la soledad, los primeros enamoramientos, el mundo del distinguido barrio de Miraflores y su estancia en el colegio Leoncio Prado –paisaje de su primera novela, La ciu­dad y los perros– ocuparán la atención de aquellos lectores que busquen en la lectura de las memorias una excursión literaria por los libros del autor: Los Jefes, Los cachorros, la novela ya citada, La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y Conversación en La Catedral. Ya se sabe que en buena parte las memorias de un escritor satisfacen las ansias de turismo literario de sus lectores.

El descubrimiento de la política

La entrada en la Universidad de San Marcos significa para el lector el primer contacto directo entre las dos líneas de la memoria que de manera alternativa está leyendo. San Marcos es el lugar del descubrimiento y ejercicio de la política. Vargas nos cuenta su entrada –como simpatizante– en el Partido Comunista peruano, sus
in­quietudes políticas y sus dudas y desencantos. Vale la pena citar la me­moria que guarda sobre su salida de la militancia:

Y no creía ya una pala­bra de nuestros análisis clasistas y nuestras
interpretaciones materialis­tas que, aunque no lo dijera de mane­ra tajante a mis camaradas, me pare­cían pueriles... Y sobre todo, porque había en mi manera de ser –en mi individualismo, en mi creciente vocación por escribir y en mi naturaleza díscola– una incapacidad visceral pa­ra ser el militante revolucionario paciente, incansable, dócil, esclavo de la organización, que acepta y practica el centralismo democrático –una vez to­mada una decisión todos los militan­tes la hacen suya y la aplican con fanática disciplina– contra
el que aunque aceptara de boca para afuera que era el precio de la eficacia, todo mi ser se rebelaba
 
Luego las memorias continúan contando su paso por la Democracia Cristiana, sus primeros trabajos y su rocambolesco noviazgo y boda con su tía Julia. El segundo y alternativo modo de las memorias se centra en su peripecia electoral como candidato a la Presidencia del Perú. A grandes líneas el texto se dedica a recalcar los siguientes puntos: entró en la batalla sin premeditación y alevosía; su carácter de aventurero tuvo mucho que ver en el embarque; defendía un liberalismo radical a lo Hayek como única solución para su patria; en el fondo siempre había sido un liberal; desconfiaba del pueblo que siempre se deja engañar; se lió con los partidos de la oligarquía porque esperaba controlarlos; por culpa de su inocencia cayó en algunas trampas; le ganó Fujimori porque él no halagó los bajos instintos de las masas votantes. Peor para el Perú. Quedó muy harto.
Pero la propia estructura en alternancia del texto, al mezclar ambas memorias, provoca una lectura diferente que no responde a la mera suma de ambas partes. Es la alternancia la que permite revelar las verdaderas líneas sobre las que se construye la me­moria de Vargas Llosa. Primera: es un incomprendido; dos: siempre ha si­do un liberal individualista; tres: el resentimiento peruano es el culpable de su fracaso político. Es ese resentimiento el que, a través de la figura del padre, conecta ambas memorias. Termina uno de leer el libro y le queda en el oído una música de fondo: al­guien que una y otra vez insiste en que él nunca fue político y mucho me­nos de izquierdas. Resumen del lector: memorias para lavarse la mala con­ciencia.
        Las memorias de Bryce Echenique parecen responder a otros designios. Ya el haberlas subtitulado con el malrauxiano rótulo de Antimemorias nos avisa sobre su carácter. Cierto que po­co tienen que ver con aquellas, con esa intención de dar cuenta de un mundo que marca las antimemorias de Malraux, pero cierto también que el propio Bryce señala que: «Sólo quie­ro preguntarme por mi condición hu­mana, y responder a ello con algunos perdurables hallazgos que, por conte­ner aún una carga latente de vida, re­velen una relación particular con el mundo».
Sus antimemorias se reparten tam­bién en dos partes. El primer bloque, «Por orden de azar», recoge episodios muy diversos de su biografía, sin se­guir una línea cronológica. La segun­da, «A mi manera», respeta más la cro­nología y desemboca en su relación singular con Cuba y el régimen castrista. El lector va reconstruyendo u reordenando los episodios y acaba por hacerse una idea del personaje. Lo cu­rioso, magia de la lectura, es que su interpretación no tiene por qué coinci­dir con la lectura que el autor propone de sí mismo. Veamos.
En el libro de Bryce Echenique hay dos motivos que se repiten con insis­tencia: su deseo de jugar los partidos de fútbol de manera particular; el primer tiempo con un equipo y el segun­do con el otro, es decir, le gusta jugar pero no quiere ni ganar ni perder. El segundo motivo es casi una obsesión: se ha hecho, o deshecho, por méritos propios y nada tiene que ver su espe­cial forma de ser con pertenecer a una de las familias de la oligarquía perua­na. En otras palabras, quiere que le dejen y respeten vivir su vida. De ahí el título: Permiso para vivir. La pre­gunta es ¿a quién le pide permiso? De la lectura de sus memorias se des­prende dos contestaciones: a los que le acusan de frívolo y a los que le acusan de rico. Fácilmente puede com­prenderse que en realidad la acusación es una sola: ser hijo de papá.
   Grande debe de ser el peso subjeti­vo de tal acusación cuando una y otra vez el autor se defiende de ella. En las memorias nos cuenta cómo en ver­dad llegó a ser quien es, el escritor que es, contra el padre que se opone a sus deseos de hacer estudios litera­rios en Oxford, cómo se gana por pro­pios méritos su desembarco en París, cómo vive por su propio esfuerzo, malcome durante años, trabaja de la­vaplatos y pasa frío en invierno. «Es­tudié literatura francesa clásica y contemporánea y los diplomas se los mandaba a mi padre, para ver si al fin me entendía. Me contestaba con dólares, que yo le devolvía porque ha­bía ido a París para ser escritor, pobre
y joven y feliz». Su relación con Cuba y el régimen castrista nos la cuenta desde las relaciones afectivas profun­das con la base y simpáticas –casi de bufón– con Castro. Se hace invitar a Cuba como quien quiere salir de la lista negra de los que son de derechas porque provienen de la oligarquía. Va a Cuba cuando ya todos están de vuelta y su compromiso, insiste, es un compromiso humano lleno de amor, alcohol e ironía. Acaso sean las páginas dedicadas a sus estancias en Cuba las más logradas del libro: Es ahí donde su ironía desvela la calidad de su frivolidad y donde su manera de estar en el mundo –«La delicia y al perfume de mi vida es la memoria de esas horas / en que encontré y retuve el placer tal y como lo deseaba», dice citando a Kavafis– se hace patente y pierde ese tufillo de disculpas que tantas veces despiden otras historias y episodios.
       Por lo demás, las memorias de Bryce están llenas de esas referencias a escritores y personajes conocidos que tanto gusto procuran a los aficionados a la prensa del corazón cultural. Cu­riosidad o cotilleo de portera aparte, merecen, en este caso, sus referencias a Vargas Llosa, el cual, por cierto, solo cita de pasada y entre paréntesis se­ñalando que lo tuvo como alumno. Pa­rece que la memoria de Bryce apunta hacia algunos olvidos de la memoria de Vargas. Por ejemplo, al hablar de sus años de coincidencia en París, Bryce escribe: «Mario confesaba, en honor a los muertos en las guerrillas peruanas, de entonces, que “él no ha­bía tenido ni la bondad ni la generosi­dad de ser guerrillero” o cuando pone en su boca que «El gobierno de Velasco había dado más de una prueba de es­tar tomando medidas progresistas». En fin, memorias
que no se ponen de acuerdo. Lo normal.
       Lo que llama la atención es el hueco que toda autobiografía o me­moria, en cuanto género literario al menos, construye. Lo que la memoria esconde, es decir, lo que la provoca. Cierto que en la lectu­ra de este o parecidos géneros el lector va leyendo al mismo tiem­po la memoria que como lector tiene del autor o autores. En ese sentido cuanta más memoria ten­ga del autor, más intensa será su lectura. Por eso el lectorde las memorias de Vargas pone sobre el tapete de la lectura del texto la lectura anterior que posee sobre él. Si bien no hay nunca lector inocente, en el lector de memo­rias el juicio anterior ocupa un papel fundamental. Por supuesto que ese juicio an­terior afecta a la lectura, pero en cualquier caso podría afirmarse que un libro de memorias alcanza su meta si ese juicio anterior es modificado. En ese sentido, y da­do que cada lector tendrá su idea, el juicio final depende de cuestio­nes muy particulares. En nuestro caso conviene señalar que la lectura de El pez en el agua no modificó la opinión que sobre Vargas Llo­sa se desprendía de la lectura de una de sus novelas ¿Pero quién mató a Palomino Molero?, novela en la que afloraban los conflictos del intelectual Vargas –a través del personaje del te­niente Silva– con el entorno sociopolítico: incomprensión y desencanto.
En ese sentido el fracaso de su can­didatura a la Presidencia y la mala experiencia de su intervención en el suceso de Uchuraccay –matanza de periodistas en cuya investigación par­ticipó el escritor– se convierten en hechos semejantes. No en balde ya su mujer Patricia, cuando Vargas inicia su embarco en la campaña, le anuncia: «¿Vas a dejar tus libros, la vida cómoda que ahora tienes, para hacer política en el Perú? ¿No sabes cómo te lo van a pagar? ¿Te has olvidado de Uchuraccay?». Pues eso, en nuestra opinión no hay nada en estas memo­rias que ya no estuviese en Palomino Molero.
           Bryce Echenique es un personaje menos público, con menos juicios anteriores sobre su persona y, por lo tanto, la confrontación con sus memorias es menor. En cualquier caso para un lec­tor de Un mundo para Julius o La vida exagerada de Martín Romaña lo único sorprendente es el malestar con que vive o ha vivido el papel que se le ha otorgado en su entorno. Llega con leer el siguiente párrafo para en­tender el ajuste de cuentas que sus antimemorias esconden: «El primer comunista que me dio la mano en mi vida, por decirlo de alguna manera, y que dijo Alfredo y no mister Bryce, fue también el primero que, un día mientras me acompañaba a buscar mi automóvil, me pidió que le pidiera a mi padre que le consiguiera un puesto en el Banco Internacional del Perú».
Miserias de las memorias. Ca­da memoria está en función del lector que se elija. Si uno elige a sus enemi­gos, toda memoria será una venganza o una disculpa.
Texto publicado en el syplemento cultural deldiario El Observador en Abril de 1993.



El estrambote del terror. (Copio a continuación,y a modo de documentación pertinente, el artículo de Mihaly Dès, director por entonces de dicho suplemento, aparecido en el mismo número del suplemento literario de El Observador y que por un error editorial apareció publicado como si perteneciera al artículo de mi autoria en las páginas finales del libro Viceversa. La literatura latinoamericana como espejo, editado recientemente en la editorial Paso de Barca tal y como se ha relatado en la entrada anterior, Una historia de terror editorial.)

Tirant «el blanco» contra el padre-patria

Historia de dos exilios o, mejor, de dos huidas, El pez en el agua muestra la relación edípica que Ma­rio Vargas Llosa tiene con el Perú. El contrapunto de la historia de su infancia y juventud (que relata a partir del shock de conocer a su pa­dre) con la de su aventura presi­dencial permite conjeturar que la difícil relación del autor con su país no es sino la proyección de la aún más tortuosa que tenía con su pro­genitor. Padre y patria son entonces la misma atadura con la que force­jea Vargas Llosa con caballeresca determinación a lo largo de su vida, pero de la cual no le es posible
libe­rarse ni siquiera con el exorcismo de la escritura. Lo que ocurre es que, como en tantos otros casos, en el más íntimo origen de su vocación de escritor está la voluntad de re­belarse contra aquel (padre o patria) que le aplasta y que al mismo tiempo da vida a su literatura.
   Con todo, no es esta una confesión rousseauniana o sanagustiniana y, pese a su estructura calculada, tampoco hay un enfoque literario del propio pasado como ocurre, por ejemplo, en las memorias de Reinaldo Arenas. Se trata de un testimonio en el que no se produce una revelación a través del proceso medio automático de la es­critura, porque todo lo dicho estaba ya anteriormente premeditado y solo hacía falta ordenarlo. Pero este planteamiento testimonial- ensayístico resulta propicio al asunto de su libro. Porque lo que, al fin y al cabo, pretenden explicar estas memorias son
las (sin) razones que le impulsaron a querer ser presidente.
La lectura política de El pez en el agua parece la más obvia y al mismo tiempo la más conflictiva. Muy conflictiva, diría, ya que, des­contando ciertos recelos shiíes con­tra Salman Rushdie, no conozco ningún caso en la literatura con­temporánea donde un autor esté tan hostigado por su posición política como el de Vargas Llosa, sobre todo en el mundo hispánico. Lo curioso es que los mismos que pasan del peligroso conservadurismo de Borges, comprenden la ingenuidad política de Cortázar, olvidan el esta­linismo de Neruda o Alberti y acep­tan la estrecha amistad de García Márquez con un dictador, no perdo­nan a Vargas Llosa.
¿Y qué es lo que no le perdonan exactamente? ¿Aca­so sus servicios a alguna tiranía de este o de aquel color? ¿O tal vez que se haya vendido a algunos poderes malignos por viles intereses econó­micos? ¿Ha sido cobarde, insolidario, ha callado ante terribles injusti­cias donde su palabra hubiera podido contar algo? Nada de eso. Lo que no le perdona una buena parte de la intelligentsia hispana es que profese un credo liberal y defiende –¡santo cielo!– un sistema política y económicamente democrático.
Alguno podrá objetar sus ambi­ciones presidenciales, su adhesión a la causa de las oligarquías peruanas y otras cosas por el estilo. Pero no estaría en lo cierto; por una parte, las hostilidades son muy anteriores a su candidatura; por otra, muy pocos de los que censuran su propuesta salvajemente capitalista cono­cen de veras su posición y sus argumentos que, por cierto, están muy bien expuestos en estas memorias. No para con­vertir a un superviviente del 68 en un Chicagoboy, sino para comprender que se trata de una propuesta honesta, seria y, dicho sea de paso, la única que en los últimos tiempos ha tenido resul­tados en América Lati­na.
   He oído reproches que se referían a la traición de su pasado izquierdista. Argumento atávica­mente hispánico: como si fuera una cuestión de honor permanecer en el error. Si veo algo realmente seductor en la postura de Vargas Llosa es, precisamente, su capacidad de enfrentarse con dog­mas propios y ajenos, de atreverse a ir contra los eslóganes de su tiempo. El libro ofrece (con lujo de detalles) un triste festín de ejemplos convin­centes de ese reinado del dogmatismo populista en la vida política pe­ruana que, desde luego, señorea en todo el continente. El caso más es­tremecedor de ello es el de la victo­ria de Fujimori: un señor sin pro­grama y con un tractor, que al llegar al poder hace justo lo contrario de lo que prometía apoderándose, y él sí salvajemente, con varias iniciativas neoliberales del movimiento de Var­gas Llosa.
       No se sabe aún qué provecho lite­rario puede deparar esa frustrada aventura política a Mario Vargas Llosa. De momento, lo que podemos esperar es que después de este tes­timonio, a veces apasionante, de alguna manera se digiera la faceta política del autor, y que las críticas de sus próximas obras no estén en­sombrecidas por recelos y prejuicios ideológicos”.

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