Entrevista
a Constantino Bértolo (2011)
Por
Hernán Vanoli*
Constantino
Bértolo tiene una amplia trayectoria como editor en España, donde
fue director del sello Debate y actualmente dirige la editorial
Caballo de Troya, dedicada a la narrativa contemporánea. Hijo de una
familia “sin biblioteca”, integrante del ala joven de la
generación del 68 en su país y ex militante de la resistencia
antifranquista, este activo observador de la literatura argentina
propone una mirada sistemática y confrontativa del sistema global de
relaciones entre la política, la economía y la cultura literaria.
¿Cuál
es tu trayectoria social? ¿Cuándo decidís dedicarte a intervenir
en la cultura literaria?
Diría
que la que corresponde a un proceso de desclasamiento y ascenso
social – con avances y retrocesos económicos- bastante usual en la
España de aquellos años: familia de clase media fluctuante entre la
clase media media y la clase media baja, casa “sin biblioteca”
familiar pero en la que se compraban libros para unos hijos que
crecieron con la seguridad de saber que iban a cursar estudios
universitarios. Lector voraz en la infancia a falta de otras formas
de entretenimiento, seguí leyendo novelas sin conciencia de estar
leyendo “literatura” hasta que al llegar a la adolescencia
descubrí que ese “leer” podía ser un valor de cambio y un
medio de avanzar en el proceso de desclasamiento y construcción de
una identidad atractiva. Descubro “la literatura” leyendo a
Sartre, Camus, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Flaubert, Papini,
Steinbeck, Pío Baroja, Faulkner, Hemingway… y a Nietzche y Freud.
Pienso entonces en estudiar Psiquiatría y estudio dos años de
Medicina al tiempo que hago mis pinitos en el campo de la poesía
bajo la influencia de la generación beatnick. Empiezo a asistir como
oyente a tertulias y lecturas de poesía y hasta me editan dos
poemas, malos, en una Antología de la Joven Poesía Española.
Supongo que desilusionado de la anatomía y con las expectativas
literarias, pasé a estudiar filología en la Facultad de Filosofía
y Letras.
Estudiaste
filosofía en la Universidad Complutense. ¿Qué carrera elegirías
si tuvieras que volver a hacerlo y por qué?
Para
mí el paso por la facultad de Filosofía y Letras supuso una etapa
relevante por dos motivos: por un lado allí – más en los
pasillos y en el bar que en unas aulas en las que no tropecé con
ningún maestro que merezca la pena recordar- encontré un espacio
propicio para la lectura y el intercambio de opiniones y
comentarios, y por otro, aunque ocupando un mismo espacio que la
literatura, entro en contacto con la política, con los movimientos
de resistencia antifranquista. Lo singular de aquel tiempo era la
fusión de ambos horizontes: el cultural y el político; pasabas de
hablar de Borges y Cortazar a hablar de Lenin o Rosa Luxemburgo.
Podría decir que junto con otros compañeros, hoy presentes en el
mundo cultural español: Juan José Millás, Rafael Chirbes, Juan
Madrid, Gabriel Albiac, Agustín Díaz- Yanes, Manuel Rodríguez
Rivero, Mauricio DÒrs, conformamos una especie de sección joven de
la generación del 68. Creo que esos son los años que marcan mi
formación junto con la militancia política si bien no ingresé en
el Partido Comunista hasta después de abandonar la Universidad,
cuando ya trabajaba como profesor en centros de Enseñanza Media.
Milité en él desde 1972 hasta 1978 (cuando el partido toma un claro
rumbo electoralista) y entiendo que, durante al menos los primeros
años, la militancia representó, entre otras muchas cosas casi todas
positivas, una especie de Master que me permitió y obligó a
interesarme por la Economía, el Derecho, la Historia y, claro está,
el marxismo. Es en 1978 cuando empiezo a desarrollar mi trabajo de
crítico, dedicación que mantuve, pasando por diversos medios, hasta
1991. Si pudiera retroceder acaso en lugar de Filología elegiría
Historia y trataría de compatibilizarlo estudiando también
Economía.
¿Cómo
ves el panorama actual de la literatura española? Me refiero a su
relación con la sociedad o comunidad en su conjunto. En otras
palabras ¿qué función social percibís que la cultura literaria
tiene en la España contemporánea? ¿Realmente ves que en algunos
casos tiene una función legítimamente con el poder, o el poder
directamente prescinde de ella?
Si
parto de la idea de que la narrativa de un país es una especie de
diario íntimo de la sociedad que lo constituye, entiendo que de su
lectura se desprende un panorama narrativo despreocupado y por tanto
preocupante y nada saludable desde mi punto de vista. Comparto la
hipótesis de que la narrativa, siendo al tiempo síntoma, contribuye
semánticamente a la mala o buena salud de la comunidad política
(polis, comunidad, sociedad) en la que se produce, circula y utiliza.
Desde ese punto de vista creo que no goza de buena salud. Esta polis
en la que habitamos vive dominada por una serie de narraciones que
una y otra vez repiten la misma cantinela: sálvese quien pueda. Esta
es la narración dominante, ya tome cuerpo en las narraciones
cinematográficas, en las televisivas, en las familiares, en las
interpersonales o en las narraciones laborales (estas últimas, las
que tienen lugar en el interior de los lugares de trabajo, tienen una
relevancia extraordinaria y pocas veces, por no decir nunca, se habla
de ellas). El sálvese quien pueda es una narración que tiene, entre
otros, dos efectos peligrosos para la salud pública: destruye el
propio concepto de lo público (y llamo público a ese espacio donde
se concreta la evidencia de que vivir es convivir con los otros, pues
es con los otros con quienes nos construimos, o destruimos) y fomenta
el asesinato como forma de supervivencia. Asesinato cruento o
incruento pero asesinato. Esa narración que tiene nombre concreto:
el capitalismo, nos condena a todos a la soledad.
Pues
bien, la narrativa en España, actualmente, es una narrativa cómplice
con este asesinato. Alguien puede pensarse que estoy haciendo un
juicio político y quisiera aclarar que por supuesto, pero que lo que
estoy expresando es también, y sobre todo, un juicio literario
porque una narrativa que -en su campo propio, es decir, en el campo
de lo narrativo- no es capaz de enfrentarse a esa narración
dominante, es una narrativa -repito, narrativamente hablando- débil,
sometida, domesticada y servil. Su complicidad se manifiesta en
variantes diversas -esto es lo que algunos llaman “pluralidad de
tendencias”- cuando en realidad habría que decir que esa
complicidad se concreta en diversos grados: algunas modalidades están
dedicadas a las víctimas y otras a los asesinos. Las dirigidas a las
víctimas practican el sentimentalismo humanista -“no os preocupéis
pues todos somos víctimas del destino”- o la animación cultural
-“ser creativos, positivos, divertidos que así espantareis al
asesino y si no al menos la muerte os pillará entretenidos”. Las
dirigidas a los asesinos practican la motivación -“no hay otra
ley, todos quieren ser asesinos pero sólo vosotros lo aceptáis sin
hipocresía”- o el adiestramiento -“dadles esperanza y así los
encontrareis confiados”. No es extraño que más de un 80% de las
novelas más leídas de estos últimos 25 años tengan una estructura
policíaca o pseudopolicíaca, desde “La verdad sobre el caso
Savolta” hasta “Soldados de Salamina” de Javier Cercas.
Novelas
que se hayan enfrentado a la narración dominante -y esa es la
función literaria que habría que exigirles a la narrativa en su
conjunto- hay pocas, muy pocas. Lo que abundan son las novelas
cómplices y, por tanto, redundantes, escritas con más o menos
oficio, intentando cumplir siempre con esa obligación mínima de
todo discurso vacuo: entretener al lector. Una obligación que
contiene dentro la humillante idea de que los lectores somos una
especie de niños aburridos que sólo se divierten con virtuosismos
de payaso o juegos de magia que sacan de la chistera historias
felices de perdedores o miradas compasivas y comprensivas sobre
ganadores. De ahí también el éxito de lo que suelo llamar
“literatura simpática”. Otra rama de novelas cómplices que
actualmente proliferan, podría llamarse “novelas de la
sensibilidad literaria”. Son novelas de corte metaliterario, en las
que el tema suele ser la propia escritura, la figura del escritor,
novelas sobre novelas: la novela que no escribí o la novela que un
lector escribió para que la leyera un autor, etc. Tienen un público
claro: lectores a los que les gusta sobre todo es que les guste la
literatura y aman esas novelas que les refuerzan esa “distinción”.
En el fondo la narrativa española actual es una narrativa “cursi”,
sentimentalista, de izquierdas o derechas, con mucho existencialismo
costumbrista, y siempre teñida de un humanismo fácil. Una
narrativa, incluso la que se presenta con aires experimentales, que
se cobija en uno de los dogmas literarios de nuestro tiempo de
cobardes: la novela debe limitarse a plantear preguntas y no debe
ofrecer respuestas. Como si no estuviéramos hartos de preguntas. No
estaría mal que alguien se arriesgara a proponer respuestas. Pero
nadie está dispuesto a perder ”clientes” y lo más prudente es
quedarse en las preguntas. Una narrativa bastante conservadora en
definitiva.
Eduardo
Mendoza, hace unos años hizo unas declaraciones sobre la muerte de
la novela que se entendieron mal. Mendoza habló de la muerte de la
novela de “sofá”, esas novelas que están escritas para que el
lector “mate el tiempo”, se entretenga bien arropadito en su sofá
mental o físico, novelas que yo llamo “novelas de adosados”, de
conurbanizaciones con jardín y guardia de seguridad. Se equivocó:
siguen siendo esas novelas las hegemónicas en el mercado. Hay
excepciones, pocas. Autoras y autores que se resisten a entrar en esa
lógica literaria se pueden contar con los dedos de una mano.
¿Qué
opinión te merece la operación cultural de la Editorial Anagrama,
recientemente vendida a capitales italianos?
Bueno,
la editorial Anagrama ha sido en mi opinión la institución
literaria más relevante y paradigmática de los últimos treinta
años. Llega con releer los catálogos de sus primeros años para
constatar que nace en el tardofranquismo, como Tusquets o Debate, con
clara vocación de intervenir en la semántica política y contribuye
decisivamente, durante la efervescencia democrática de los primeros
años de la transición (1975-1980), a la puesta al día del
Vademécum político- cultural. Cuando esa efervescencia decae y se
decanta – los años del desencanto- se adapta inteligentemente a
los nuevos tiempos y en su catálogo va despareciendo lo político
para entrar en lo literario. Las capas de la burguesía provenientes
del centro (las menos) o de los alrededores (las más) de las
culturas de la resistencias antifranquistas, ya acomodadas a la
“normalización parlamentaria” y recién estrenada su condición
de europeas, abandonan el interés por lo político y se integran en
la nueva “normalización cultural” que el mercado, ya sin
censuras, ofrece como fuente de nuevas señas de identidad. Son los
años en que la “Nueva Narrativa Española” – Muñóz Molina,
Millás, Jesús Ferrero, Rosa Montero, Luis Mateo Díez –
redescubren el gozo y los dividendos de una narrativa al servicio del
lector, es decir, narraciones con suspense, estructuras de la novela
criminal, exotismos varios, narradores y personajes escépticos,
composición transitiva, sustitución del conflicto por el misterio,
del argumento por las simetrías. Profundidad horizontal, siguiendo
la estela más superficial de Borges. Pues bien, a esa coyuntura
editorial cosmopólitamente normalizada, Anagrama se adapta de forma
hábil y aporta autores españoles y traducciones significativas sin
renunciar, aunque sea en escasa proporción, a publicar narrativas o
ensayos donde lo político reaparece con tensión. Entiendo que la
literatura Anagrama es básicamente una literatura postsesentaiocho:
“pidamos lo imposible, debajo de los adoquines está la playa, la
traición de los Partidos comunistas, hagamos el amor y no la guerra,
dictadura ni la del proletariado, autonomía frente a organización
centralizada, la revolución es el lenguaje”, en la que lo
político, salvo excepciones, está presente sobre todo como
contraespejo pero aun así, presente. Quizá Houellebecq y Roberto
Bolaño sean los dos últimos escritores que explotan narrativamente
esa contraimagen. Y ahí y hasta ahí está Anagrama que deslumbró y
atrajo durante años a tantos excelentes autores españoles y
latinoaméricanos. Y Jorge Herralde anuncia su retirada justamente
cuando la generación del 68 está también en retirada. Lo curioso o
no tanto, si consideramos lo dicho, es que vaya a parar a manos de
Feltrinelli, acaso la editorial que en su momento dio la mejor voz al
pre-sesentayocho. Evidentemente ya no será lo mismo porque cada
editor deja su huella en el catálogo pero no me parece mala
elección.
¿Y
la llamada generación Nocilla? ¿Qué les reconocés y qué les
pedirías?
Sobre
la llamada generación Nocilla no sé si es demasiado pronto para
hablar o es ya demasiado tarde. Se ha hablado de ella como de un mero
fenómeno de marketing llamado a desaparecer – algunos ya la han
enterrado- cuando una nueva moda nutra la necesidad de construir un
nuevo pretexto para las noticias culturales o literarias. No comparto
exactamente esa interpretación. Sí estoy de acuerdo en que el
marketing es uno de sus elementos constituyentes pero no tanto porque
el marketing lo haya “fabricado”, aunque también, sino porque
responde a una generación de escritores que han incorporado el
marketing a su poética. Es la primera generación de escritores que
aceptan con naturalidad y sin mala conciencia que escriben en y para
el mercado. Su presencia pudiera ser, nunca se sabe, efímera pero
entiendo que su influencia puede tener mayor alcance y no porque
representen algo específicamente nuevo sino porque en gran parte
vehiculan la postmodernidad estética. Para situar a esta generación
hay que referirse a la patente hegemonía de las sensibilidades
postmodernas entre los segmentos más jóvenes y activos del actual
campo literario. Sensibilidades postmodernas, es decir, desinterés
por lo político, el consumo como seña de identidad, la cultura como
industria, el bricolage como estructura compositiva, el reciclaje
como experimento, la suspensión perpetua de la incredulidad, la
ironía como legitimidad, sentimentalismo mercantil, la glosa como
conjuro, el yo-mercancía, la sociedad como club de socios y, pieza
clave, la cultura USA como tatuaje. Todo eso por hablar de rasgos,
gestos, tics o guiños que hacen reconocible sus escrituras.
La
generación Nocilla responde a una de las variables culturales en
las que cuaja el largo y milagroso proceso de desclasamiento social
que, se dice, ha venido produciéndose en el interior de la sociedad
española a lo largo las últimas décadas, y que culturalmente ha
significado la invasión imperialista de la cultura yanqui.
Imperialismo que se nos quiere hacer aceptar bajo el rótulo más
neutral de inevitable globalización. Y no deja de ser curioso que
sea su idolatrado David Foster Wallace la figura que mejor encarna
esa invasión. Digo milagroso proceso de desclasamiento porque al
parecer de la inmensa mayoría de los españoles y de sus
intelectuales, la Historia ha dado lugar, sin romperse ni mancharse,
al surgimiento de una inmensa clase media que ocupa todo el espacio
social con apenas pequeños flecos residuales de clases subalternas:
inmigrantes y trabajadores fordianos. Parodiando al poeta Dámaso
Alonso podríamos decir que la sensación dominante, aún en momentos
de fuerte crisis- es la de que “España es un hipermercado
interminable en el que viven, bastante o muy satisfechos, cuarenta
millones de consumidores”. Y llamo curiosa y emblemática la
influencia de Foster Wallace porque si bien el desaparecido autor se
caracteriza por su aguda mirada narrativa – postnarrativa si se
quiere- sobre la cultura norteamericana, no es menos cierto que su
mirada es agria, y muy crítica aunque se haga bajo un registro
irónico, que por otra parte el mismo entendía como insuficiente y
peligroso, mientras que la mirada de sus herederos españoles más
que acritud lo que muestra es autocomplacencia, clasismo y
neocostumbrismo pop; un pop o un afterpop siempre utilizado como
expresión de suficiencia cultural, merchandising y distinción
generacional con jerga ya de alta cultura of University, ya de
exitosa cultura wire. Para no ser injustos creo que habrá que
esperar un tiempo para comprobar si esta generación acaba por darnos
algo más que replicantes USA o retratos berlanguianos de esta España
nuestra. Sin duda no les falta algo de razón cuando explican que la
novela ya no puede es un espejo a lo largo de un camino porque el
espejo se nos ha roto y el camino es hoy un trazo fractal pero acaso
sería bueno que se detuvieran a pensar si desde la metrópoli
imperialista nos les están vendiendo espejuelos y collares
reflectantes. Lo difícil es detenerse, claro, encontrar tiempo para
poder detenerse. En todo caso hay que agradecerles que hayan movido
unas aguas literarias que llevaban mucho tiempo estancadas entre la
cursilería y los crucigramas formales.
¿Qué
es lo más interesante que está sucediendo en el mundo editorial
español hoy?
Si
no el más interesante sí el fenómeno más llamativo es la
irrupción de muchas y nuevas pequeñas editoriales, llamadas, con
poco rigor en mi opinión, editoriales independientes. Algo semejante
a lo que, hasta donde se me alcanza, está sucediendo también en
distintos países de Latinoamérica pero que en el caso español se
produce con rasgos absolutamente disímiles pues, mientras en
Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Colombia o México estas nuevas
editoriales se vuelcan hacia nuevos autores y propuestas, en España
sus programaciones se orientan, con pocas excepciones, hacia una
política editorial basada en la reedición o la traducción de
literaturas ya homologadas. Dicho con mayor claridad: lo singular del
fenómeno español es que las editoriales independientes se mueven
dentro de un imaginario literario conservador. Lo que tampoco tiene
mucho de extraño si entendemos que la sociedad española en su
conjunto- más allá de que haya bodas gay o este legalizado el
aborto-, es una sociedad muy conservadora, a pesar de sus más de
cuatro millones de parados o quizá lo sea por eso precisamente .
Una sociedad de nuevos ricos, encantados de poder sentirse europeos.
Estoy hablando, claro está, de la sociedad española visible, la que
tiene capacidad para hacer y hacerse visible. La invisible: parados,
proletarios, pensionistas, precarios, inmigrantes, no existe, no
tiene ni cuerpo ni voz
Sobre
ese fondo conservador irrumpe una constelación de pequeñas
editoriales “independientes”, que producen, sin escrúpulos en y
para el mercado y dentro de la lógica de la rentabilidad por mucho
que sus planteamientos estructurales les permitan la aceptación de
rentabilidades inferiores a las que las grandes multinacionales
exigen a su producción global. Lo que significa que sus
planteamientos, más allá de tácticas diferentes, están presididas
por una misma estrategia: vender su producción en el mismo mercado
que venden las multinacionales. Podríamos decir por tanto que la
aparición de estas nuevas editoriales ha servido, fundamentalmente y
con las excepciones correspondientes más para “engordar” el
pastel que para cambiar su textura. Y no escribo esto como reproche o
denuncia sino como una realidad que, en las condiciones de anomia
social de hoy en España, me parece algo casi inevitable. Si
utilizamos para analizar el actual mercado literario el esquema de
Raymond Williams cuando habla de publico emergente, hegemónico y
residual, lo que nos encontramos es con un escenario en el que lo
emergente es cuantitativamente muy escaso y cualitativamente se mueve
más en plan tendencia o moda que como alternancia; lo hegemónico
ocupa el espacio cultural casi en su totalidad y lo residual se
refugia en la migajas estéticas ya masticadas. La amplitud de lo
hegemónico, es decir de una literatura encaminada a la reproducción
de lo que llamo la falacia del humanismo: pensar y hacernos pensar
que la vida gira alrededor del eje de de lo semántico, que el mundo
es mi lenguaje, que los límites de mi mundo son mis palabras, la
falacia de Wingenstein. Que mi sueldo es un problema semántico o que
al menos se resuelve en ese nivel: hablando, negociando palabras y no
fuerzas. Literariamente esta falacia nutre tanto a la literatura de
lo cursi, es decir, de la emoción sin pensamiento que la sustente
como a la literatura “literaria” aquella que, repito de nuevo,
gusta sobre todo a los que les gusta que les guste la literatura y
que la consumen de manera compulsiva. La primera tiene sus
destinatarios en los lectores que buscan entretenimiento y la segunda
a los que buscan en ella distinción, valor de cambio, es decir,
diferencia. A cualquier otra clase de literatura no humanista le
resulta de este modo difícil crecer. La única inteligencia que esta
sociedad reclama es la inteligencia del marketing: saber vender, ya
bajo el reclamo del éxito comercial ya bajo el reclamo de la
independencia, del mismo modo que en El Corte Inglés encuentras el
hipermercado y la tienda Gourmet en la misma planta y si sales a la
calle en la primera esquina podrás encontrar también una nueva
editorial, perdón, tienda, de Delicatessen.
Para
que existiese un tejido de verdaderas editoriales independientes, es
decir, de aquellas que pretendiesen mantener una estrategia
diferente: vender en el mercado pero no para el mercado, sería
necesario que existiesen en la “polis” tensión social, cultural,
política, una ciudadanía cuantitativamente relevante interesada en
la publicación de textos más arriesgados y menos predecibles.
Demanda cultural en definitiva y no solo demanda impuesta por el
marketing editorial y sus aliados. Ese tejido social y cultural tiene
poca relevancia, de ahí que aquellas editoriales realmente
independientes, que aún trabajando en el mercado no están
entregadas a él, sean muy escasas e, inevitablemente también, poco
visibles. Supongo que para un lector argentino editoriales como Hiru,
Virus, La oveja roja, DVD, Capitán Swing, son totalmente
desconocidas. En resumen: con las nuevas y muy dinámicas editoriales
pequeñas el espacio editorial español ha crecido, como diría
Kafka, “a lo ancho”, pero, salvo una o dos excepciones, sigue
vendiéndonos la misma tela.
Roberto
Bolaño funciona como un consumo que otorga credenciales hacia una
literatura refinada, contemporánea, latinoamericana y políticamente
progresista, pero toda su poética se construye en torno a tópicos
como la derrota de los proyectos de transformación social, la
fetichización de la cultura literaria, y el exotismo errabundo como
marca de origen de lo latino, tan caro al sistema estadounidense.
¿Qué opinás de su literatura, dado que las consecuencias sociales
de una obra la conforman activamente?
No
conozco la obra de Bolaño de manera suficiente para poder emitir un
juicio. Lo que sí podría afirmar es que esa poética que reflejas
es hoy la poética dominante. Creo, por ejemplo que alguna de las
características que señalas, como la fetichización de la cultura
literaria, es compartida por autores tan emblemáticos del actual
glamour literario como W. G. Sebald o Enrique Vila-Matas.
Si
pensamos a lo literario en relación a otras disciplinas pensadas
como “arte”, ¿cuál pensás que es su especificidad, desde que
el arte contemporáneo es pensado por muchos críticos como una
continuación de la teoría cultural por otros medios? ¿Por qué la
literatura y su crítica valen la pena como forma de conocimiento?
¿Qué opinás de los proyectos donde la “obra” consiste en
generar relaciones sociales, sociabilidades, más allá de los textos
y su firma, como por ejemplo el caso de Wu-Ming?
Creo
que Arte es una de esas palabras trampa creadoras de un malentendido
que sus usufructuarios, las clases dominantes, pretenden y logran
aplicar a su conveniencia. Para entendernos: me parece un concepto
vacío pero que, como sucede con términos parejos: Dios, Belleza,
Religión, Estética, no por vacío ha dejado de llenarse de
contenidos performativos con sus correspondientes efectos sociales.
Históricamente responde al trazo de una aduana entre distintos
productos de la actividad humana: aquellos que bien por requerir
especial oficio o “artes” interiorizaban su valor como valor
“inapreciable”, sin precio, es decir, solo costeable- apreciable-
por el excedente y sus poseedores. El Arte como parte del excedente
que tiene como función final la consagración de la existencia del
excedente económico y de su uso restringido. Tengo la sospecha de
que el “conocimiento estético” es un concepto “malicioso”,
algo que en un determinado momento uno se da cuenta que necesita
“mostrar” si quiere participar en el intercambio social. El arte
como conjuro, oráculo, o aura como diría Benjamin, que afirma la
existencia de una vida superior a la que sólo unos privilegiados
tienen acceso ya como “artistas” ya como sacerdotes o feligreses.
Como “consenso inmanente”.
Las
vanguardias históricas trataron, sin éxito finalmente, de dejar en
evidencia el contrabando idealista que el Arte, así con mayúsculas,
esconde. Sin embargo, lo que no lograron las vanguardias lo está
llevando a cabo a mi parecer el desarrollo acelerado del capitalismo
de estas últimas décadas presionado por la necesidad de atender a
las nuevas masas consumistas, lo que significa la mercantilización
total de la actividad humana. Todo lo sagrado se desvanece en el aire
podríamos decir con Marx y el Arte no se libra de este ataque. Soy
de la opinión de que estamos asistiendo a los comienzos del
verdadero siglo de oro de una burguesía que ha logrado globalizar su
lógica: “soy lo que compro, soy lo que vendo” y que ya no
necesita legitimarse con instancias metafísicas o aristocráticas.
Esta es, me parece, la tendencia fuerte y esta desacralización está
encontrando resistencias entre aquellas capas de la burguesía que
atesoraban, bien como patrimonio bien como capital simbólico,
aquella legitimidad, o entre las generaciones de nuevos desclasados a
los que ese mismo desarrollo económico les – nos- permitió
sentarse en la mesa del Arte, y también, más paradójicamente
todavía, entre aquellos intelectuales interesados en la
transformación social pero que se resisten a desprenderse de su
equipaje humanista. En ese sentido creo que se puede hablar de un
movimiento reaccionario en el interior de las fuerzas de emancipación
que asisten perplejas a la barbarie del mercado y reaccionan
volviendo la mirada hacia atrás con el evidente peligro de
convertirse en estatuas de sal.
Dicho
esto, entiendo que quienes no aceptemos la realidad tal como nos
viene dada debemos intentar encontrar una salida a la cuestión que,
al tiempo que se enfrente a la lógica del mercado, no caiga presa de
aquellas concepciones inmanentes del Arte. Deberíamos dejar de
contemplar lo que hemos venido llamando obras artísticas como una
transustanciación de “lo superior” para ser ejemplo de lo común:
la capacidad de transformar lo dado. Creo que si despojamos al Arte
de sus contenidos sagrados e inefables cabe una reapropiación
materialista del terreno social que hasta ahora ha venido ocupando.
Se trataría por tanto de resituar la producción de las artes ya no
en el espacio del Arte sino en el de ese trabajo humano que encuentra
en esas “obras maestras” la muestra de sus logros posibles.
Cuando en una exposición sobre la cultura preincaica nos
encontramos, por ejemplo, una herramienta rural, la sensación es una
admiración singular porque nos evoca el tamaño de la tarea que esos
ancestros llevaron a cabo y no deja de ser llamativo que en muchos
objetos categorizados como arqueología la distancia entre lo que
hemos venido llamando Arte y la mera Antropología desaparezca. No
se trataría de renunciar a ningún patrimonio sino de reasignar su
carácter modificando nuestra mirada antes de que el mercado nos
ciegue pero desprendiéndonos al tiempo de la sacralizad que nos
obligaba a ver lo inexistente.
En
esa misma dirección todas aquellas actividades “artísticas” que
pongan en evidencia la “sociabilidad” de su origen me parecen
positivas aunque en las condiciones socioeconómicas actuales sus
efectos sean escasos. El caso de Wu Ming, así como otras iniciativas
semejantes que cuestionan la visión inmanente de campos como la
literatura, la arquitectura, el teatro, la danza, el cine me parecen,
ahora sí, “inapreciables”, formas de resistencia contra ese
mercado que a todo pone como precio el suyo, el del mercado.
¿Cómo
fue que decidiste empezar con Caballo de Troya y cómo la definirías?
Para muchos militantes literarios, una editorial de esas
características es una suerte de “sueño del pibe”. ¿Qué lugar
ocupa en el campo literario de España? ¿Qué significa para vos ser
un “editor independiente” trabajando para un grupo cuyo arquetipo
cultural es un lobbysta de primera línea como Berlusconi?
Bueno,
no me quejo, trabajar en algo que te interesa es un privilegio pero
no es oro todo lo que reluce. Caballo de Troya surge en una coyuntura
muy concreta determinada por la fusión en España a principios del
nuevo siglo del grupo Random House, perteneciente a la multinacional
Berstelman y en la que se incluían editoriales como Lumen,
Plaza&Janés, Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores y Debate,
de la que en aquel momento yo era el director editorial y en la que
durante años había desempeñado las labores de Director Literario,
con el grupo Mondador que incluía entre otras las editoriales
Mondadori y Grijalbo. En Debate y Mondadori existían una línea de
ensayo y una línea de literatura, y pronto se fue comprobando que
esa coexistencia era poco eficiente haciéndose inevitable un
reajuste en el que entendí, dada la correlación de fuerzas en el
interior del nuevo grupo, que mi desempeño era muy inestable. Cuando
el ajuste se produjo, volcándose Mondadori hacia la literatura y
Debate hacia el ensayo y la no ficción, propuse, de acuerdo con la
dirección editorial, reubicarme laboralmente en el proyecto de una
nueva editorial, Caballo de Troya, de muy discreto presupuesto
económico, orientado a la búsqueda de nuevas voces que en
determinado momento podría pasar a engrosar los catálogos de las
editoriales literarias ya asentadas. El proyecto fue aceptado y pasé
a ser su director literario con los reajustes profesionales
correspondientes. Entiendo que el proyecto salió adelante tanto
porque la dirección editorial literaria lo vio conveniente como
porque solucionaba los problemas de encaje provocados por el
reajuste. El dato fundamental del proyecto descansaba por tanto en
plantear su viabilidad económica en función de un presupuesto muy
discreto que permitiese trabajar sin la presión de generar
beneficios económicos directos a corto plazo. Ese es el dato que me
facilita hacer una programación de once libros al año sin el peso
de la variable económica encima y ese es el acuerdo que me permite
“leer” de manera diferente pero sin olvidar que el pre-supuesto
es el de encontrar autores que puedan sumarse a los catálogos de las
otras editoriales literarias del grupo, lo que me exige “leer”
teniendo también en consideración, al menos hasta cierto punto, los
criterios literarios de esas otras editoriales. Más que de
independencia interna hablaría de autonomía, un concepto que
siempre incluye una dependencia mayor o menor pero que te otorga
cierta libertad de movimientos. No se trataría por tanto de una
editorial “isla” o aislada respecto al resto del su continente
editorial sino de una especie de península con geología compartida
e interdependiente pero con un clima y una vegetación diferenciada.
Como cualquier otro editor, independiente o no, y salvo que se tenga
recursos económicos ilimitados, trato de mantener el conveniente
equilibrio entre las obligadas servidumbres y los objetivos que la
línea editorial determina. He tratado de situar Caballo de Troya
como “una editorial con perfil de independiente” pero, aún sin
entrar a cuestionar ahora esa etiqueta, quisiera verme ante todo,
como un editor “pendiente” de encontrar aquella literatura que la
sociedad necesita para fortalecer su salud semántica. Que los
accionistas del grupo sean los accionistas de Berstelman o Berlusconi
me produce la misma sensación que me entra cuando al ingresar en un
hospital público veo el retrato del Rey Juan Carlos I: paciencia y
barajar.
¿Que
desafíos o contradicciones te produce que esa editorial que dirigís
sea una suerte de isla impoluta al interior del emporio
Bertlesmann-Random House?
Creo
ya haber hecho ver que en el capitalismo no existen “islas
impolutas” pero aprovecharía para señalar que estar arropado por
un gran grupo editorial si bien da lugar al aprovechamiento de
sinergias positivas, a nivel de producción por ejemplo, en otros
aspectos de la función editorial puede dar lugar a inconvenientes
pues, como es fácil comprender, el escaso peso de su aportación
económica no facilita que la maquinaría global de la empresa tenga
a la editorial como una de sus prioridades a la hora del marketing,
la promoción o la comercialización.
¿Cómo
se percibe el campo literario argentino desde España? ¿Qué le
envidás y que no te gustaría tener? ¿Te gusta alguno de los
escritores del “boom”?
Creo
que en los últimos años hay un interés sostenido, vivo y real
hacia la literatura argentina. Con el desvanecimiento del boom la
literatura argentina en España quedó limitada al vuelo de la amplia
sombra de Borges, que fue y sigue siendo una influencia muy
importante; a los tres mil intentos fallidos de volver a poner en
circulación a Cortazar – si bien su escritura está presente en
aquellos narradores y narradoras que no se plegaron a la poética del
“detective escéptico con la correspondiente investigación sobre
un fondo de marginalidad social más unas gotas de metaliteratura”;
a la respetuosa y distanciada consideración de la figura de un Juan
José Saer que sigue sin tener lectores, y a poco más salvo, quizá,
el recuerdo latente de dos o tres novelas de Manuel Puig y el olvido,
lamentable desde mi punto de vista, de la envergadura y retos de la
narrativa de David Viñas. En el redescubrimiento de América y en
concreto de la literatura argentino al que asistimos desde hace al
menos dos lustros, habría que considerar elementos económicos como
el dato de que los adelantos editoriales en España se habían
disparado y los autores argentinos resultaban más baratos, o con el
fenómeno de que las editoriales españolas abran sucursales “allá”,
con lo que se facilita aunque sea muy débilmente el conocimiento y
el trasvase, mientras que otras editoriales tratan de entrar en esos
mercados editando a autores que les sirvan de referencia cuando no de
nuevos encomendadores. El autor que mejor representaría ese momento
es Piglia y la edición en España de Respiración artificial me
parece al respecto un momento señalado. Conviene subrayar que esta
nueva atención editorial hacia la literatura argentina coincide
con el descubrimiento general de la literatura latinoaméricana y de
algunos nuevos autores como Fuguet, Fresán, Villoro, Juan Pedro
Gutierrez o Santiago Gamboa. Siguiendo con la pauta anterior,
diríamos que el personaje central en esa nueva etapa sería Rodrigo
Fresán actuando como representante de una literatura no-“boom”,
de vocación cosmopolita, desterritorializada y muy en la onda de la
nueva narrativa norteamericana. Actualmente, en los lectores
literarios y las editoriales que los alimentan el interés hacia la
literatura argentina es muy estimable hasta el punto de que autores
argentinos que están casi emergiendo literariamente reciben pronta
atención en nuestro mercado, aun debiendo aclarar que todo lo dicho
tiene como referencia casi exclusiva a la narrativa, con muy
puntuales presencias de la poesía, la crónica, el ensayo o el
teatro.
Mi
impresión personal es que en la literatura argentina “algo se
mueve”, rasgo que en mi opinión, más allá de las pequeñas
tormentas fugaces, no está sucediendo en la literatura española.
Con brutalidad educada y apoyándome sobre todo en la lectura de los
originales que llegan hasta mi mesa, me atrevería a decir que en
Argentina todavía hay algunos escritores que escriben porque tienen
algo que decir y bastantes otros que escriben porque quieren escribir
literatura mientras que en España la mayoría dan la impresión de
que lo único para lo que escriben es para vender o entrar en la
vitrina cultural, algo que al menos cuantitativamente no es tan
evidente en la literatura argentina. Leyendo narrativa argentina da
la sensación de que su literatura todavía dialoga con la realidad
social, que no da la Historia por concluida, que sus aguas bajan
cargadas de esa fuerza que explica el dinamismo de las pequeñas
editoriales que nacen al amparo de un proyecto de intervención en lo
literario, en lo cultural y en lo político. Ese “estar en
movimiento” y que lo esté en muchas direcciones, es lo que
envidio. Envidio incluso, aunque al tiempo no me gustaría sufrirlo,
el peso que allí tiene “la academia”. Discrepe o coincida con
los planteamientos de Beatriz Sarlo o Josefina Ludmer, su
intervención en el campo literario me parece un lujo para una
literatura que sigue pensando sobre las razones y el ser y el estar
de su propia existencia.
¿Qué
escritores te interesan? ¿Qué opinás, por ejemplo, de la
contraposición entre Piglia y César Aira? ¿Qué se perdió con la
pérdida de Fogwill?
Quisiera
aclarar en primer lugar que en mi caso al menos, tanto como lector o
editor, no siempre coinciden el gusto con el interés. Por decirlo
de otro modo: mi gusto no siempre me produce interés y a veces lo
que me interesa puede no gustarme. Dicho esto diría que Piglia me
interesa por cuanto su obra narrativa ilustra de manera encomiable lo
que denominaría la gran tradición de la narrativa del siglo XX, la
que nace en Joyce y Musil y acaba en Juan Benet o, ya puestos, en el
propio Piglia, es decir esa tradición de raíz humanista que parte
del supuesto remoto de que la semántica es capaz de explicar la
realidad social y los avatares de los individuos que en ella se
agitan. Personalmente ese supuesto sobre el que descansa lo que he
venido en llamar “la falacia humanista” está hoy en cuestión y
precisamente por eso hay que seguir interesándose en aquellas obras
o autores que mejor la representan. En Aira veo la ruptura con ese
supuesto. La literatura de Aira me parece que ya no encuentra su
fundamento en las palabras, en la semántica como herramienta de las
relaciones sociales y personales. Que ya no trabaja siguiendo la
esforzada labor humanista que trata de desatar con paciencia,
inteligencia y habilidad el nudo gordiano de la existencia sino que
recurre a la acción, al movimiento, al tropiezo sintáctico, al
golpe argumental, al gesto inesperado. Inevitablemente se sirve de
las palabras pero no trabaja para ellas. Veo en sus obras, y su
abundancia me hace confirmarlo, “literatura después de la
literatura”, una literatura postautónoma que diría Ludmer o, si
se quiero, una escritura que se atreve a entrar en esos terrenos
prohibidos que hasta ahora ha venido siendo ocupados por la mala
literatura o la literatura sin aura. Si nos ponemos a pensar podemos
constatar que la literatura, a lo largo de la historia, ha
funcionado, entre otras cosas claro, como una forma de censura: quién
puede contar, qué se puede contar. Creo que hay cosas que solo la
mala literatura puede narrar, que no son precisamente las que hasta
el momento la mala literatura nos ha venido contando pero, repito,
que quizá solo ella podría contarnos. Pues bueno, lo que de la
literatura de Aira me gusta y sobre todo me interesa es ese trabajo
fronterizo entre la literatura como calidad y la literatura como
excrecencia deshechable. Por desgracia, para mí, el éxito creciente
de Aira entre los degustadores de literatura parece estar refutando
de manera absoluta mi análisis al respecto y eso me hará perder el
gusto y el interés hacia su obra. Por motivos cercanos a los
expuestos tengo interés por la estética dislocada que a veces
encuentro en Guebel y Bizzio y por eso aprecio las lecturas de la
intimidad contemporánea que afloran en Iosi Havilio, el surrealismo
cotidiano de Tabarovsky o el “desapego del yo” que Fogwill elevó
a categoría de la contemporaneidad. En la obra de Fogwiil hay un
continuo desmontaje de la sintaxis sentimental que la narrativa
arrastra en mayor o menor proporción desde el romanticismo; al leer
sus novelas, cuentos, poesía o ensayo uno encuentra un “universo
ateo” en el que la condición humana, ese otro malentendido del
humanismo, es sometida a un interrogatorio brutalmente inteligente en
donde no queda lugar para el pudor literario. En la literatura de
Fogwill ya no hay rastros ni huellas de aquello que se llamó las
Bellas Letras. Lo propio de Fogwill es la precisión, no la Belleza y
por eso entiendo que el trato con su escritura es una vacuna perfecta
contra esos “buenos sentimientos”, literarios y no literarios,
que a veces nos asaltan. Le otorgo la condición de maestro porque me
parece que su forma de “estar en la literatura” es toda una
lección de la que, sobre todo los escritores que empiezan, deberían
tomar buena nota y ejemplo. Con su desaparición la literatura y el
pensamiento pierden la capacidad de pensar un entusiasmo que no sea
narcisista y en ese sentido me parece una pérdida muy considerable
para cualquier literatura que trabaje a favor de una
individualización no capitalista, es decir, no sometida a la
autoexplotación de la identidad.
¿Y
qué opinás de la “narrativa joven”? ¿Leíste últimamente a
jóvenes narradores argentinos? ¿Hay proyectos editoriales
argentinos que te interesen?
No
siempre la narrativa joven coincide con la narrativa que propone
algo nuevo. Hay narrativa joven que nace vieja pero es evidente que
cuando hablo de que “algo se mueve” en la literatura argentina
vale entender que es entre los escritores más jóvenes donde más
posibilidades hay de encontrar propuestas arriesgadas. Desde hace
años sigo con asiduidad e interés la producción editorial
argentina y si no fuese por el número reducido de la programación
de la editorial que dirijo publicaría más autores argentinos
jóvenes. No me parece muy adecuado dar nombres concretos porque soy
editor de algunos y de otros no tengo conocimiento suficiente, pero
valga decir que entre la literatura que actualmente se hace en
Argentina la que más me interesa es aquella que parte del
entendimiento de que la literatura no acaba en la Literatura sino que
se produce dentro de una totalidad social que le da forma, sentido y
valor. Y aunque tampoco me parezca oportuno dar nombres sí quiero
dejar constancia de que sigo con atención y admiración algunos
proyectos editoriales que actúan con riesgo y criterio en esa misma
dirección.
En
alguna entrevista, dijiste que los lectores de Caballo de Troya eran
aquellos a los que les gustaría publicar en Caballo de Troya. ¿Es
España realmente un espacio de valorización de obras para los
escritores latinoamericanos o lo que impera son otras lógicas?
¿Publicás a algún autor que viva de lo que escribe? ¿De qué
viven, en realidad, los escritores en España?
Creo
recordar que lo que afirmé, con retranca, era que los lectores de
Caballo de Troya eran fundamentalmente universitarios que querían
escribir, al igual que los lectores de Anagrama eran universitarios
que en algún momento de su vida quisieron ser escritores o los
lectores de Alfaguara eran universitarios que nunca pensaron en
escribir. Con ello quería sobre todo remarcar que el campo de la
literatura no comercial es bastante limitado aunque muy activo.
Recordemos que sólo un 8% de los españoles que compran al menos un
libro al año – un 47% de mayores de 14 años no compra ninguno-
afirma leer más de doce libros al año. Ese 8% es el verdadero campo
de recepción sobre el que trabajan las editoriales literarias en
España. Para entendernos: para una pequeña editorial de esta
clase la venta de 1000 ejemplares es lo normal; la venta de 5000
ejemplares es un éxito comercial para una editorial pequeña y
satisfactoria para una de tamaño grande o medio; vender 10.000 es un
lujo para cualquiera y vender más de 50.000 – cifra que no
alcanzan la mayoría de los autores que llamamos literarios- es o un
milagro o el resultado de haberse construido como marca a base de
premios o marketing. A pesar de eso, la actividad literaria ocupa un
lugar social y mediático con visibilidad sobresaliente y con
capacidad para valorizar prestigios. Con lo dicho anteriormente se
comprenderá que son muy pocos los autores literarios que viven de lo
que escriben si bien el acceso a la visibilidad cultural permite la
entrada en todo ese confuso y bastante corrupto campo en el que se
integran las conferencias, mesas redondas, homenajes, recitales,
viajes, colaboraciones en prensa o pertenencia a jurados. Un campo
por el que al menos hasta la llegada de la crisis, circulaba mucho
dinero oficial, de instituciones públicas o privadas
subvencionadas, que si no daba para vivir sí permitía sobrevivir.
De ahí el afán de los escritores españoles por acumular
visibilidad cultural y de ahí seguramente su afán estético hacia
lo que el campo demanda.
Participaste,
como escritor, de un libro firmado por el Colectivo Todoazen, “El
año que tampoco hicimos la Revolución”. En ese libro, y a través
de técnicas de montaje y de una fina parodia sobre la banalidad del
discurso periodístico, se narra por un lado el crecimiento del
capital en desmedro del trabajo durante un año en España, y,
sincrónicamente, la violencia de género y la construcción
imaginaria de la realeza. El proyecto funciona por acumulación, por
sobredosis, y su efecto más que de shock es de una perturbación
asordinada y persistente, como aquella que produce la prensa,
esquivando las convenciones literarias y las expectativas del lector
medio. ¿Qué repercusiones tuvo el libro en España? ¿Eran las que
ustedes esperaban? ¿Qué es del Colectivo Todoazen hoy?
Bueno,
el colectivo Todoazen se define como un colectivo interesado en las
investigaciones narrativas y parte como hipótesis de trabajo del
hecho de que una sociedad es también un flujo continuo de
narraciones en el que vivimos inmersos, a veces sin ser muy
conscientes de ello. Esa narración de fondo, al entender del
colectivo, modela o influye en el resto de las narraciones ya
literarias ya mediáticas ya personales. Con ese libro se quería
poner en evidencia parte de esa narración de fondo a la que no se
presta la atención debida. Tuvo una recepción discreta pero mayor
de la que el colectivo esperaba, incluso tuvo una edición en formato
bolsillo y la llegada de la crisis poco después ha hecho que de vez
en cuando se recuerde su existencia. Es cierto que además de un
testimonio sobre una realidad socioeconómica casi invisible, la
propuesta del colectivo conllevaba también una propuesta estética,
narrativa, que no fue apenas valorada como tal seguramente porque lo
llamativo de los árboles no dejaba ver el bosque. Actualmente el
Colectivo trabaja sobre otro posible “texto narrativo” centrado
en la década de los setenta en España.
En
tu libro “La Cena de los Notables” hacés hincapié en el pacto
entre el autor y la comunidad, que es propietaria de las palabras,
como lo fundante de la cultura literaria. Esta idea va en contra de
pensar a la lectura como un intercambio entre intimidades. Ahora
bien, ¿no es peligroso pensar a la literatura bajo el paradigma de
la responsabilidad? ¿No se pierde así cierta capacidad de
innovación y de negatividad?
Creo
que no, sólo desde la responsabilidad se podrá ponderar si hay
innovación o simple novedad, negatividad o cómodo y confortable
nihilismo. Ojalá el considerar la responsabilidad como elemento
constituyente del acto literario encerrase hoy algún peligro para
alguien, sería buena prueba de que la literatura había dejado de
ser un simple excedente ornamental.
Tu
propuesta crítica pone en juego cuatro niveles, uno textual, otro
autobiográfico, otro metaliterario y otro ideológico, que
establecen entre sí un sistema complejo de relaciones. ¿Porqué los
elementos autobiográficos e ideológicos están tan subordinados en
la cultura literaria contemporánea?
Como
ya traté de explicar, el entendimiento hegemónico de la literatura
– que tuvo su momento de apogeo en Flaubert o Baudelaire- se forja
alrededor de la reivindicación de la famosa autonomía de la
literatura contra los afanes intervencionistas de los poderes
políticos, religiosos e ideológicos. Se trataba de trazar una
lindes para señalar un terreno, una propiedad, que no admitía
injerencias y si bien en un principio se mostró como un gesto de
defensa – no olvidemos que hasta la Revolución Francesa el derecho
a publicar, a “hacer público”, era privilegio de la Monarquía y
requería el nihil obstat de la Iglesia – que, como sucedió con
tantos otros derechos conquistados por la burguesía, acabaría
deviniendo en privilegio. Cuando el desarrollo de las fuerzas
sociales puso en cuestión ese privilegio, los intelectuales
orgánicos de la burguesía lo refundaron buscando argumentos
formalistas. Recordemos por ejemplo la publicación de La poesía
pura del Abate Bremond como piedra angular de esa concepción
antiideológica propia de la ideología cultural burguesa.
La
pérdida de relevancia de lo biográfico respecto a lo literario, que
tiene su centro en el enfrentamiento entre Proust y Sainte- Beuve,
tiene su base, entiendo, en el reforzamiento de esa santa autonomía
de la obra literaria. Desde lo autobiográfico, perdona que insista,
la exigencia de responsabilidad tiene un camino de entrada; al
separar obra y vida, el terreno acotado se encastilla y declara su
soberanía por encima o por debajo de las relaciones sociales o la
vida cotidiana. Lo paradójico es que esa prevención es asumida por
parte de la crítica marxista que, acaso por miedo a caer en el
biografismo romántico, pone el acento en la época y parece olvidar
que toda vida es también una lectura de la totalidad social donde se
produce. De todas formas me parece más productivo atender a las
circunstancias biográficas del lector que a las del productor de
textos, pues estos se caracterizan precisamente por la utilización
más compleja – con más variables posibles a su disposición –
de los recursos que su tiempo pone a su disposición mientras que las
condiciones de recepción siempre resultan más cognoscibles.
¿Cuál
sería la promesa de emancipación hoy de la cultura literaria y cómo
percibís a lo que llamas los “modos sociales de producción de la
lectura”? ¿Considerás que en efecto hay competencia con los
medios audiovisuales?
Entiendo
que la lectura y la escritura tomadas en su sentido estricto, sin
adjetivos, son técnicas que amplían la capacidad comunicativa y
expresiva de las personas y por tanto su utilización y dominio
representa una conquista social muy relevante y una herramienta que
las fuerzas emancipadoras deben utilizar. La cultura literaria, en
tanto depósito de todo un muestrario de usos y recursos ligados a la
escritura, es también un patrimonio útil. Ahora bien, convendría
desligar la escritura y la lectura de esas esencias liberadoras
inmanentes con las que el humanismo las ha venido contemplando: la
escritura como expresión de lo más auténtico y valioso de la
condición humana y la lectura como experiencia interior me parecen
dos supuestos a desterrar. Son rémoras que tienen su origen en el
elitismo que históricamente supuso el largo monopolio sobre ambas
llevado a cabo por las reducidas y superiores castas dominantes. Creo
que la alfabetización generalizada y la ampliación cuantitativa de
la educación las han desacralizado pero, aún así, me parece
oportuno insistir en tratar de trasladar a la arena de lo ordinario
lo que se ha venido presentando como extraordinario, y aprovecho para
llamar la atención sobre los contenidos semánticos de desprecio que
todavía hoy están presentes en el concepto de “lo ordinario”
No
diría que hay competencia entre la escritura y la lectura con
respecto a unos medios audiovisuales que requieren también, y aunque
sea en su propio código, ser escritos y leídos. Lo que si hay es
competencia – pero a la vez pueden existir sinergias, pensemos en
los grandes multinacionales – entre la industria editorial y las
industrias audiovisuales y, como es normal en el capitalismo, las que
acabarán imponiendo su lógica serán aquellas que obtengan mayor
tasa de beneficio que sus competidoras. En todo caso me da la
impresión de que el mundo editorial y el mundo audiovisual se están
fundiendo para conformar lo que ya hoy vislumbramos como la gran
industria del ocio y del entretenimiento.
Señalás
que la crítica hoy es una epifanía de lo que pudo haber sido. Hoy,
los medios de producción de comunicaciones están en su mayoría
poseídos por “notables”, que desvirtúan la crítica como
ejercicio de ciudadanía. Frente a eso, tu propuesta es una
literatura responsable en el sentido de que apueste algo, que ponga
en cuestión los mecanismos de producción de lo ideológico y
critique la arquitectura y las capas de poder de esa Cena de los
Notables. ¿Qué casos de este tipo de escritura crítica
recomendarías? ¿Eso significaría abandonar otro tipo de
narraciones por placer?
Creo
que todos somos víctimas de esa mitificación de fondo que nos hace
desear el ver la crítica como un enfrentamiento entre el noble David
y el filisteo Goliat. Aquí también convendría recordar el destino
final de David y de su reinado. Pero aun tratando de evitar la
mitificación, la crítica me sigue pareciendo una instancia
necesaria. Necesitamos al menos pensar que la crítica es posible. El
problema actual de la crítica es bastante parecido al que atraviesan
las izquierdas europeas: no tienen claro cuál es el horizonte y,
cuando no se tiene clara la meta, es imposible encontrar el rumbo o
aprovechar los vientos favorables en el caso de que haya lugar. La
crítica más rigurosa se ha acomodado en la pretensión de ser
literatura, es decir, desea gozar del privilegio de vivir a la
sombra de su autonomía, y al renunciar a situarse en los territorios
de la cultura o de la política renuncia también a la distancia y a
la independencia que la crítica y la escritura crítica necesitan
si quiere ser algo más que alta publicidad o autoayuda. Con esto no
pretendo que la literatura desiste de dar placer pero se nos olvida
en demasía que la inteligencia es también fuente de placer.
Comprendo que bajo el capitalismo todos acabemos aceptando que lo más
placentero es justamente aquello que nos permite descansar de una
inteligencia que no cesa de hacernos presente la parte intolerable de
las vidas, felices o desgraciadas, que estamos obligados a llevar
bajo un sistema en el que el trabajo – la actividad que nos
constituye – depende de la arbitrariedad de unos pocos. Lo
comprendo pero no me resigno.
¿Qué
lugar les queda a las obras que no son narrativa crítica, sino que
pretenden generar un producto artístico singular?
Pues
supongo que los museos, las galerías de Arte, las librerías
exquisitas, los suplementos literarios en los que la foto del autor
ocupa toda una página, los libros de Steiner o de Harold Bloom, la
academia, los salones del poder, la ferias del libro internacionales,
los festivales Hay. Aquellos lugares por donde circula la alta
decoración. No sé en Buenos Aires pero en Madrid las galerías de
Arte se concentran en la vecindad de las tiendas donde se exponen y
venden los muebles caros, la ropa cara, los caros restaurantes de
moda. Dios los cría y el capitalismo los junta.
Sos
algo reticente con la web. ¿Qué páginas de Internet frecuentás?
¿Qué cosas que se pueden bajar de la web recomendarías? Y en ese
contexto, ¿Qué opinás de la disponibilidad online de los textos,
más allá de su venta en formato papel?
No,
no soy reticente con la web, soy reticente con la euforia que a su
alrededor se ha desatado. Como ya dije al hablar de la escritura o
la lectura, las nuevas tecnologías amplían nuestras capacidades.
Frecuento Internet y su uso como editor, por ejemplo, ha ampliado
enormemente mis posibilidades de información. Hace diez años para
tenerla se necesitaba estas suscrito a Le Monde, London Review Books,
New York Review Book, El País, Clarín o El Comercio , así como a
una cuantas revistas difíciles de encontrar. Hoy la información
online ha simplificado y ampliado esas tareas. Sin algunas páginas
web me resultaría difícil tener conocimiento de la actual
literatura argentina o, más importante todavía, no podría tratar
de mantener al día mi “oído” literario. Leer muchos blog me
sirve para adiestrar ese oído. En mi pestaña de favoritos hay más
de veinte páginas de blogs o webs argentinas, desde Nación Apache a
La maquiladora pasando por Contrarreforma, que visito con frecuencia
casi diaria. No tengo nada contra esa abundancia de la expresión que
representa Internet. Gracias a las nuevas tecnología se ha
incrementado el ruido de fondo y eso es bueno. Cierto que como ocurre
en la calle o en los bares, se oyen muchas tonterías, tópicos,
comentarios predecibles o que se repiten las opiniones o juicios que
ya ha dicho la tele, Página 12 o Babelia pero todo eso es parte de
ese ruido de fondo sobre el cual nos movemos.
Mis
reticencias surgen cuando veo que alrededor de Internet muchos
parecen celebrar que la libertad de expresión bajó de los cielos y
ya está entre nosotros, que la revolución ha venido y nadie sabe
como ha sido. Internet, como toda nueva tecnología, abre nuevas
posibilidades de expresión y comunicación pero convendría no
olvidar que este hecho no va a hacer variar el sistema de relaciones
sociales ni va a afectar a la propiedad de los medios de
comunicación. Cuando hacia final de los años cincuenta aparecieron
las radios libres, también algunos creyeron que las condiciones
objetivas para la transformación social habían recibido un regalo
de los dioses y hoy ya vemos lo que realmente pasó: que el capital
jerarquizó programas y audiencias. Mucho me temo que el Capital más
pronto que tarde – en cuanto aprenda a rentabilizar las nuevas
tecnologías- hará otro tanto con la red. Están en ello. Para ser
menos reticente tendría que acudir a una reflexión que le escuché
decir a un semiótico francés: “Los Borbones habían establecido
un ritual por el que una vez al año se permitía a las gentes del
pueblo llano visitar el Jardín de las Tullerías. Un pesimista diría
que así los halagaba al tiempo que los deslumbraba. Un optimista
podría afirmar que ese conocimiento le permitió al pueblo, en su
momento, asaltar el palacio con mayor conocimiento del terreno”.
Bueno, vamos a ser optimistas, pero evitemos la euforia.
No
te voy a preguntar sobre el futuro del libro. En cambio, ¿Cómo
imaginás el futuro de la cultura literaria, más allá del formato
en el que se comercialicen los libros? Ya que el arte habla más de
quién usa la categoría que del arte mismo, y cada vez más es
justificativo para el pasatismo ocioso de los desclasados o de los
demasiado favorecidos, ¿Creés que la cultura literaria podría
generar circuitos con ciudadanías de consumo emergentes, o su
horizonte debería ser plegarse en movimientos de transformación
social? Te lo pregunto porque en tu libro hay críticas muy marcadas
al marketing político, que a mi juicio puede ser progresivo. ¿Es
contemporáneo, en ese contexto, seguir pensando en términos de
esfera pública, de comunidad global, frente a la segmentación y las
nuevas formas de conflicto y subjetividad, nacionales y locales?
Hacer
profecías no me tienta mucho. Si tuviera que extrapolar las
tendencias actuales hacia un devenir próximo, partiendo del supuesto
de que el sistema económico vigente se mantenga (pocas esperanzas
fundadas encuentro de que así no sea), diría que la literatura,
entendiendo ahora por literatura uno de los lugares donde se piensan
las palabras de la tribu, será subsumida por las industrias del ocio
y el entretenimiento. Como producto reducido y residual, aunque acaso
manteniendo en parte el prestigio de lo exquisito, quizá refuerce
su carácter de sagrada singularidad una literatura entregada a
ofrecer a sus consumidores la distinción que les permita sentirse
mejor y, sobre todo, mejores que. A su lado, espero, y apoyándose
cuando menos en el optimismo de la voluntad, unos textos que, rotas
las murallas de la ciudad letrada, tratarán de entender y hacer
entender porque “el ayer se fue, hoy no es y el mañana no ha
llegado”.
*Versión
completa de entrevista publicada en el número 3 de la revista Crisis
(2011, Buenos Aires, Argentina).
No hay comentarios:
Publicar un comentario