miércoles, 5 de septiembre de 2018

Aquellas entrevistas de antaño (VII)



Entrevista a Constantino Bértolo (2011)

Por Hernán Vanoli*
 

Constantino Bértolo tiene una amplia trayectoria como editor en España, donde fue director del sello Debate y actualmente dirige la editorial Caballo de Troya, dedicada a la narrativa contemporánea. Hijo de una familia “sin biblioteca”, integrante del ala joven de la generación del 68 en su país y ex militante de la resistencia antifranquista, este activo observador de la literatura argentina propone una mirada sistemática y confrontativa del sistema global de relaciones entre la política, la economía y la cultura literaria.

¿Cuál es tu trayectoria social? ¿Cuándo decidís dedicarte a intervenir en la cultura literaria?

Diría que la que corresponde a un proceso de desclasamiento y ascenso social – con avances y retrocesos económicos- bastante usual en la España de aquellos años: familia de clase media fluctuante entre la clase media media y la clase media baja, casa “sin biblioteca” familiar pero en la que se compraban libros para unos hijos que crecieron con la seguridad de saber que iban a cursar estudios universitarios. Lector voraz en la infancia a falta de otras formas de entretenimiento, seguí leyendo novelas sin conciencia de estar leyendo “literatura” hasta que al llegar a la adolescencia descubrí que ese “leer” podía ser un valor de cambio y un medio de avanzar en el proceso de desclasamiento y construcción de una identidad atractiva. Descubro “la literatura” leyendo a Sartre, Camus, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Flaubert, Papini, Steinbeck, Pío Baroja, Faulkner, Hemingway… y a Nietzche y Freud. Pienso entonces en estudiar Psiquiatría y estudio dos años de Medicina al tiempo que hago mis pinitos en el campo de la poesía bajo la influencia de la generación beatnick. Empiezo a asistir como oyente a tertulias y lecturas de poesía y hasta me editan dos poemas, malos, en una Antología de la Joven Poesía Española. Supongo que desilusionado de la anatomía y con las expectativas literarias, pasé a estudiar filología en la Facultad de Filosofía y Letras.

Estudiaste filosofía en la Universidad Complutense. ¿Qué carrera elegirías si tuvieras que volver a hacerlo y por qué?

Para mí el paso por la facultad de Filosofía y Letras supuso una etapa relevante por dos motivos: por un lado allí – más en los pasillos y en el bar que en unas aulas en las que no tropecé con ningún maestro que merezca la pena recordar- encontré un espacio propicio para la lectura y el intercambio de opiniones y comentarios, y por otro, aunque ocupando un mismo espacio que la literatura, entro en contacto con la política, con los movimientos de resistencia antifranquista. Lo singular de aquel tiempo era la fusión de ambos horizontes: el cultural y el político; pasabas de hablar de Borges y Cortazar a hablar de Lenin o Rosa Luxemburgo. Podría decir que junto con otros compañeros, hoy presentes en el mundo cultural español: Juan José Millás, Rafael Chirbes, Juan Madrid, Gabriel Albiac, Agustín Díaz- Yanes, Manuel Rodríguez Rivero, Mauricio DÒrs, conformamos una especie de sección joven de la generación del 68. Creo que esos son los años que marcan mi formación junto con la militancia política si bien no ingresé en el Partido Comunista hasta después de abandonar la Universidad, cuando ya trabajaba como profesor en centros de Enseñanza Media. Milité en él desde 1972 hasta 1978 (cuando el partido toma un claro rumbo electoralista) y entiendo que, durante al menos los primeros años, la militancia representó, entre otras muchas cosas casi todas positivas, una especie de Master que me permitió y obligó a interesarme por la Economía, el Derecho, la Historia y, claro está, el marxismo. Es en 1978 cuando empiezo a desarrollar mi trabajo de crítico, dedicación que mantuve, pasando por diversos medios, hasta 1991. Si pudiera retroceder acaso en lugar de Filología elegiría Historia y trataría de compatibilizarlo estudiando también Economía.

¿Cómo ves el panorama actual de la literatura española? Me refiero a su relación con la sociedad o comunidad en su conjunto. En otras palabras ¿qué función social percibís que la cultura literaria tiene en la España contemporánea? ¿Realmente ves que en algunos casos tiene una función legítimamente con el poder, o el poder directamente prescinde de ella?

Si parto de la idea de que la narrativa de un país es una especie de diario íntimo de la sociedad que lo constituye, entiendo que de su lectura se desprende un panorama narrativo despreocupado y por tanto preocupante y nada saludable desde mi punto de vista. Comparto la hipótesis de que la narrativa, siendo al tiempo síntoma, contribuye semánticamente a la mala o buena salud de la comunidad política (polis, comunidad, sociedad) en la que se produce, circula y utiliza. Desde ese punto de vista creo que no goza de buena salud. Esta polis en la que habitamos vive dominada por una serie de narraciones que una y otra vez repiten la misma cantinela: sálvese quien pueda. Esta es la narración dominante, ya tome cuerpo en las narraciones cinematográficas, en las televisivas, en las familiares, en las interpersonales o en las narraciones laborales (estas últimas, las que tienen lugar en el interior de los lugares de trabajo, tienen una relevancia extraordinaria y pocas veces, por no decir nunca, se habla de ellas). El sálvese quien pueda es una narración que tiene, entre otros, dos efectos peligrosos para la salud pública: destruye el propio concepto de lo público (y llamo público a ese espacio donde se concreta la evidencia de que vivir es convivir con los otros, pues es con los otros con quienes nos construimos, o destruimos) y fomenta el asesinato como forma de supervivencia. Asesinato cruento o incruento pero asesinato. Esa narración que tiene nombre concreto: el capitalismo, nos condena a todos a la soledad.

Pues bien, la narrativa en España, actualmente, es una narrativa cómplice con este asesinato. Alguien puede pensarse que estoy haciendo un juicio político y quisiera aclarar que por supuesto, pero que lo que estoy expresando es también, y sobre todo, un juicio literario porque una narrativa que -en su campo propio, es decir, en el campo de lo narrativo- no es capaz de enfrentarse a esa narración dominante, es una narrativa -repito, narrativamente hablando- débil, sometida, domesticada y servil. Su complicidad se manifiesta en variantes diversas -esto es lo que algunos llaman “pluralidad de tendencias”- cuando en realidad habría que decir que esa complicidad se concreta en diversos grados: algunas modalidades están dedicadas a las víctimas y otras a los asesinos. Las dirigidas a las víctimas practican el sentimentalismo humanista -“no os preocupéis pues todos somos víctimas del destino”- o la animación cultural -“ser creativos, positivos, divertidos que así espantareis al asesino y si no al menos la muerte os pillará entretenidos”. Las dirigidas a los asesinos practican la motivación -“no hay otra ley, todos quieren ser asesinos pero sólo vosotros lo aceptáis sin hipocresía”- o el adiestramiento -“dadles esperanza y así los encontrareis confiados”. No es extraño que más de un 80% de las novelas más leídas de estos últimos 25 años tengan una estructura policíaca o pseudopolicíaca, desde “La verdad sobre el caso Savolta” hasta “Soldados de Salamina” de Javier Cercas.

Novelas que se hayan enfrentado a la narración dominante -y esa es la función literaria que habría que exigirles a la narrativa en su conjunto- hay pocas, muy pocas. Lo que abundan son las novelas cómplices y, por tanto, redundantes, escritas con más o menos oficio, intentando cumplir siempre con esa obligación mínima de todo discurso vacuo: entretener al lector. Una obligación que contiene dentro la humillante idea de que los lectores somos una especie de niños aburridos que sólo se divierten con virtuosismos de payaso o juegos de magia que sacan de la chistera historias felices de perdedores o miradas compasivas y comprensivas sobre ganadores. De ahí también el éxito de lo que suelo llamar “literatura simpática”. Otra rama de novelas cómplices que actualmente proliferan, podría llamarse “novelas de la sensibilidad literaria”. Son novelas de corte metaliterario, en las que el tema suele ser la propia escritura, la figura del escritor, novelas sobre novelas: la novela que no escribí o la novela que un lector escribió para que la leyera un autor, etc. Tienen un público claro: lectores a los que les gusta sobre todo es que les guste la literatura y aman esas novelas que les refuerzan esa “distinción”. En el fondo la narrativa española actual es una narrativa “cursi”, sentimentalista, de izquierdas o derechas, con mucho existencialismo costumbrista, y siempre teñida de un humanismo fácil. Una narrativa, incluso la que se presenta con aires experimentales, que se cobija en uno de los dogmas literarios de nuestro tiempo de cobardes: la novela debe limitarse a plantear preguntas y no debe ofrecer respuestas. Como si no estuviéramos hartos de preguntas. No estaría mal que alguien se arriesgara a proponer respuestas. Pero nadie está dispuesto a perder ”clientes” y lo más prudente es quedarse en las preguntas. Una narrativa bastante conservadora en definitiva.

Eduardo Mendoza, hace unos años hizo unas declaraciones sobre la muerte de la novela que se entendieron mal. Mendoza habló de la muerte de la novela de “sofá”, esas novelas que están escritas para que el lector “mate el tiempo”, se entretenga bien arropadito en su sofá mental o físico, novelas que yo llamo “novelas de adosados”, de conurbanizaciones con jardín y guardia de seguridad. Se equivocó: siguen siendo esas novelas las hegemónicas en el mercado. Hay excepciones, pocas. Autoras y autores que se resisten a entrar en esa lógica literaria se pueden contar con los dedos de una mano.

¿Qué opinión te merece la operación cultural de la Editorial Anagrama, recientemente vendida a capitales italianos?

Bueno, la editorial Anagrama ha sido en mi opinión la institución literaria más relevante y paradigmática de los últimos treinta años. Llega con releer los catálogos de sus primeros años para constatar que nace en el tardofranquismo, como Tusquets o Debate, con clara vocación de intervenir en la semántica política y contribuye decisivamente, durante la efervescencia democrática de los primeros años de la transición (1975-1980), a la puesta al día del Vademécum político- cultural. Cuando esa efervescencia decae y se decanta – los años del desencanto- se adapta inteligentemente a los nuevos tiempos y en su catálogo va despareciendo lo político para entrar en lo literario. Las capas de la burguesía provenientes del centro (las menos) o de los alrededores (las más) de las culturas de la resistencias antifranquistas, ya acomodadas a la “normalización parlamentaria” y recién estrenada su condición de europeas, abandonan el interés por lo político y se integran en la nueva “normalización cultural” que el mercado, ya sin censuras, ofrece como fuente de nuevas señas de identidad. Son los años en que la “Nueva Narrativa Española” – Muñóz Molina, Millás, Jesús Ferrero, Rosa Montero, Luis Mateo Díez – redescubren el gozo y los dividendos de una narrativa al servicio del lector, es decir, narraciones con suspense, estructuras de la novela criminal, exotismos varios, narradores y personajes escépticos, composición transitiva, sustitución del conflicto por el misterio, del argumento por las simetrías. Profundidad horizontal, siguiendo la estela más superficial de Borges. Pues bien, a esa coyuntura editorial cosmopólitamente normalizada, Anagrama se adapta de forma hábil y aporta autores españoles y traducciones significativas sin renunciar, aunque sea en escasa proporción, a publicar narrativas o ensayos donde lo político reaparece con tensión. Entiendo que la literatura Anagrama es básicamente una literatura postsesentaiocho: “pidamos lo imposible, debajo de los adoquines está la playa, la traición de los Partidos comunistas, hagamos el amor y no la guerra, dictadura ni la del proletariado, autonomía frente a organización centralizada, la revolución es el lenguaje”, en la que lo político, salvo excepciones, está presente sobre todo como contraespejo pero aun así, presente. Quizá Houellebecq y Roberto Bolaño sean los dos últimos escritores que explotan narrativamente esa contraimagen. Y ahí y hasta ahí está Anagrama que deslumbró y atrajo durante años a tantos excelentes autores españoles y latinoaméricanos. Y Jorge Herralde anuncia su retirada justamente cuando la generación del 68 está también en retirada. Lo curioso o no tanto, si consideramos lo dicho, es que vaya a parar a manos de Feltrinelli, acaso la editorial que en su momento dio la mejor voz al pre-sesentayocho. Evidentemente ya no será lo mismo porque cada editor deja su huella en el catálogo pero no me parece mala elección.

¿Y la llamada generación Nocilla? ¿Qué les reconocés y qué les pedirías?

Sobre la llamada generación Nocilla no sé si es demasiado pronto para hablar o es ya demasiado tarde. Se ha hablado de ella como de un mero fenómeno de marketing llamado a desaparecer – algunos ya la han enterrado- cuando una nueva moda nutra la necesidad de construir un nuevo pretexto para las noticias culturales o literarias. No comparto exactamente esa interpretación. Sí estoy de acuerdo en que el marketing es uno de sus elementos constituyentes pero no tanto porque el marketing lo haya “fabricado”, aunque también, sino porque responde a una generación de escritores que han incorporado el marketing a su poética. Es la primera generación de escritores que aceptan con naturalidad y sin mala conciencia que escriben en y para el mercado. Su presencia pudiera ser, nunca se sabe, efímera pero entiendo que su influencia puede tener mayor alcance y no porque representen algo específicamente nuevo sino porque en gran parte vehiculan la postmodernidad estética. Para situar a esta generación hay que referirse a la patente hegemonía de las sensibilidades postmodernas entre los segmentos más jóvenes y activos del actual campo literario. Sensibilidades postmodernas, es decir, desinterés por lo político, el consumo como seña de identidad, la cultura como industria, el bricolage como estructura compositiva, el reciclaje como experimento, la suspensión perpetua de la incredulidad, la ironía como legitimidad, sentimentalismo mercantil, la glosa como conjuro, el yo-mercancía, la sociedad como club de socios y, pieza clave, la cultura USA como tatuaje. Todo eso por hablar de rasgos, gestos, tics o guiños que hacen reconocible sus escrituras.

La generación Nocilla responde a una de las variables culturales en las que cuaja el largo y milagroso proceso de desclasamiento social que, se dice, ha venido produciéndose en el interior de la sociedad española a lo largo las últimas décadas, y que culturalmente ha significado la invasión imperialista de la cultura yanqui. Imperialismo que se nos quiere hacer aceptar bajo el rótulo más neutral de inevitable globalización. Y no deja de ser curioso que sea su idolatrado David Foster Wallace la figura que mejor encarna esa invasión. Digo milagroso proceso de desclasamiento porque al parecer de la inmensa mayoría de los españoles y de sus intelectuales, la Historia ha dado lugar, sin romperse ni mancharse, al surgimiento de una inmensa clase media que ocupa todo el espacio social con apenas pequeños flecos residuales de clases subalternas: inmigrantes y trabajadores fordianos. Parodiando al poeta Dámaso Alonso podríamos decir que la sensación dominante, aún en momentos de fuerte crisis- es la de que “España es un hipermercado interminable en el que viven, bastante o muy satisfechos, cuarenta millones de consumidores”. Y llamo curiosa y emblemática la influencia de Foster Wallace porque si bien el desaparecido autor se caracteriza por su aguda mirada narrativa – postnarrativa si se quiere- sobre la cultura norteamericana, no es menos cierto que su mirada es agria, y muy crítica aunque se haga bajo un registro irónico, que por otra parte el mismo entendía como insuficiente y peligroso, mientras que la mirada de sus herederos españoles más que acritud lo que muestra es autocomplacencia, clasismo y neocostumbrismo pop; un pop o un afterpop siempre utilizado como expresión de suficiencia cultural, merchandising y distinción generacional con jerga ya de alta cultura of University, ya de exitosa cultura wire. Para no ser injustos creo que habrá que esperar un tiempo para comprobar si esta generación acaba por darnos algo más que replicantes USA o retratos berlanguianos de esta España nuestra. Sin duda no les falta algo de razón cuando explican que la novela ya no puede es un espejo a lo largo de un camino porque el espejo se nos ha roto y el camino es hoy un trazo fractal pero acaso sería bueno que se detuvieran a pensar si desde la metrópoli imperialista nos les están vendiendo espejuelos y collares reflectantes. Lo difícil es detenerse, claro, encontrar tiempo para poder detenerse. En todo caso hay que agradecerles que hayan movido unas aguas literarias que llevaban mucho tiempo estancadas entre la cursilería y los crucigramas formales.

¿Qué es lo más interesante que está sucediendo en el mundo editorial español hoy?

Si no el más interesante sí el fenómeno más llamativo es la irrupción de muchas y nuevas pequeñas editoriales, llamadas, con poco rigor en mi opinión, editoriales independientes. Algo semejante a lo que, hasta donde se me alcanza, está sucediendo también en distintos países de Latinoamérica pero que en el caso español se produce con rasgos absolutamente disímiles pues, mientras en Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Colombia o México estas nuevas editoriales se vuelcan hacia nuevos autores y propuestas, en España sus programaciones se orientan, con pocas excepciones, hacia una política editorial basada en la reedición o la traducción de literaturas ya homologadas. Dicho con mayor claridad: lo singular del fenómeno español es que las editoriales independientes se mueven dentro de un imaginario literario conservador. Lo que tampoco tiene mucho de extraño si entendemos que la sociedad española en su conjunto- más allá de que haya bodas gay o este legalizado el aborto-, es una sociedad muy conservadora, a pesar de sus más de cuatro millones de parados o quizá lo sea por eso precisamente . Una sociedad de nuevos ricos, encantados de poder sentirse europeos. Estoy hablando, claro está, de la sociedad española visible, la que tiene capacidad para hacer y hacerse visible. La invisible: parados, proletarios, pensionistas, precarios, inmigrantes, no existe, no tiene ni cuerpo ni voz

Sobre ese fondo conservador irrumpe una constelación de pequeñas editoriales “independientes”, que producen, sin escrúpulos en y para el mercado y dentro de la lógica de la rentabilidad por mucho que sus planteamientos estructurales les permitan la aceptación de rentabilidades inferiores a las que las grandes multinacionales exigen a su producción global. Lo que significa que sus planteamientos, más allá de tácticas diferentes, están presididas por una misma estrategia: vender su producción en el mismo mercado que venden las multinacionales. Podríamos decir por tanto que la aparición de estas nuevas editoriales ha servido, fundamentalmente y con las excepciones correspondientes más para “engordar” el pastel que para cambiar su textura. Y no escribo esto como reproche o denuncia sino como una realidad que, en las condiciones de anomia social de hoy en España, me parece algo casi inevitable. Si utilizamos para analizar el actual mercado literario el esquema de Raymond Williams cuando habla de publico emergente, hegemónico y residual, lo que nos encontramos es con un escenario en el que lo emergente es cuantitativamente muy escaso y cualitativamente se mueve más en plan tendencia o moda que como alternancia; lo hegemónico ocupa el espacio cultural casi en su totalidad y lo residual se refugia en la migajas estéticas ya masticadas. La amplitud de lo hegemónico, es decir de una literatura encaminada a la reproducción de lo que llamo la falacia del humanismo: pensar y hacernos pensar que la vida gira alrededor del eje de de lo semántico, que el mundo es mi lenguaje, que los límites de mi mundo son mis palabras, la falacia de Wingenstein. Que mi sueldo es un problema semántico o que al menos se resuelve en ese nivel: hablando, negociando palabras y no fuerzas. Literariamente esta falacia nutre tanto a la literatura de lo cursi, es decir, de la emoción sin pensamiento que la sustente como a la literatura “literaria” aquella que, repito de nuevo, gusta sobre todo a los que les gusta que les guste la literatura y que la consumen de manera compulsiva. La primera tiene sus destinatarios en los lectores que buscan entretenimiento y la segunda a los que buscan en ella distinción, valor de cambio, es decir, diferencia. A cualquier otra clase de literatura no humanista le resulta de este modo difícil crecer. La única inteligencia que esta sociedad reclama es la inteligencia del marketing: saber vender, ya bajo el reclamo del éxito comercial ya bajo el reclamo de la independencia, del mismo modo que en El Corte Inglés encuentras el hipermercado y la tienda Gourmet en la misma planta y si sales a la calle en la primera esquina podrás encontrar también una nueva editorial, perdón, tienda, de Delicatessen.

Para que existiese un tejido de verdaderas editoriales independientes, es decir, de aquellas que pretendiesen mantener una estrategia diferente: vender en el mercado pero no para el mercado, sería necesario que existiesen en la “polis” tensión social, cultural, política, una ciudadanía cuantitativamente relevante interesada en la publicación de textos más arriesgados y menos predecibles. Demanda cultural en definitiva y no solo demanda impuesta por el marketing editorial y sus aliados. Ese tejido social y cultural tiene poca relevancia, de ahí que aquellas editoriales realmente independientes, que aún trabajando en el mercado no están entregadas a él, sean muy escasas e, inevitablemente también, poco visibles. Supongo que para un lector argentino editoriales como Hiru, Virus, La oveja roja, DVD, Capitán Swing, son totalmente desconocidas. En resumen: con las nuevas y muy dinámicas editoriales pequeñas el espacio editorial español ha crecido, como diría Kafka, “a lo ancho”, pero, salvo una o dos excepciones, sigue vendiéndonos la misma tela.

Roberto Bolaño funciona como un consumo que otorga credenciales hacia una literatura refinada, contemporánea, latinoamericana y políticamente progresista, pero toda su poética se construye en torno a tópicos como la derrota de los proyectos de transformación social, la fetichización de la cultura literaria, y el exotismo errabundo como marca de origen de lo latino, tan caro al sistema estadounidense. ¿Qué opinás de su literatura, dado que las consecuencias sociales de una obra la conforman activamente?

No conozco la obra de Bolaño de manera suficiente para poder emitir un juicio. Lo que sí podría afirmar es que esa poética que reflejas es hoy la poética dominante. Creo, por ejemplo que alguna de las características que señalas, como la fetichización de la cultura literaria, es compartida por autores tan emblemáticos del actual glamour literario como W. G. Sebald o Enrique Vila-Matas.

Si pensamos a lo literario en relación a otras disciplinas pensadas como “arte”, ¿cuál pensás que es su especificidad, desde que el arte contemporáneo es pensado por muchos críticos como una continuación de la teoría cultural por otros medios? ¿Por qué la literatura y su crítica valen la pena como forma de conocimiento? ¿Qué opinás de los proyectos donde la “obra” consiste en generar relaciones sociales, sociabilidades, más allá de los textos y su firma, como por ejemplo el caso de Wu-Ming?

Creo que Arte es una de esas palabras trampa creadoras de un malentendido que sus usufructuarios, las clases dominantes, pretenden y logran aplicar a su conveniencia. Para entendernos: me parece un concepto vacío pero que, como sucede con términos parejos: Dios, Belleza, Religión, Estética, no por vacío ha dejado de llenarse de contenidos performativos con sus correspondientes efectos sociales. Históricamente responde al trazo de una aduana entre distintos productos de la actividad humana: aquellos que bien por requerir especial oficio o “artes” interiorizaban su valor como valor “inapreciable”, sin precio, es decir, solo costeable- apreciable- por el excedente y sus poseedores. El Arte como parte del excedente que tiene como función final la consagración de la existencia del excedente económico y de su uso restringido. Tengo la sospecha de que el “conocimiento estético” es un concepto “malicioso”, algo que en un determinado momento uno se da cuenta que necesita “mostrar” si quiere participar en el intercambio social. El arte como conjuro, oráculo, o aura como diría Benjamin, que afirma la existencia de una vida superior a la que sólo unos privilegiados tienen acceso ya como “artistas” ya como sacerdotes o feligreses. Como “consenso inmanente”.

Las vanguardias históricas trataron, sin éxito finalmente, de dejar en evidencia el contrabando idealista que el Arte, así con mayúsculas, esconde. Sin embargo, lo que no lograron las vanguardias lo está llevando a cabo a mi parecer el desarrollo acelerado del capitalismo de estas últimas décadas presionado por la necesidad de atender a las nuevas masas consumistas, lo que significa la mercantilización total de la actividad humana. Todo lo sagrado se desvanece en el aire podríamos decir con Marx y el Arte no se libra de este ataque. Soy de la opinión de que estamos asistiendo a los comienzos del verdadero siglo de oro de una burguesía que ha logrado globalizar su lógica: “soy lo que compro, soy lo que vendo” y que ya no necesita legitimarse con instancias metafísicas o aristocráticas. Esta es, me parece, la tendencia fuerte y esta desacralización está encontrando resistencias entre aquellas capas de la burguesía que atesoraban, bien como patrimonio bien como capital simbólico, aquella legitimidad, o entre las generaciones de nuevos desclasados a los que ese mismo desarrollo económico les – nos- permitió sentarse en la mesa del Arte, y también, más paradójicamente todavía, entre aquellos intelectuales interesados en la transformación social pero que se resisten a desprenderse de su equipaje humanista. En ese sentido creo que se puede hablar de un movimiento reaccionario en el interior de las fuerzas de emancipación que asisten perplejas a la barbarie del mercado y reaccionan volviendo la mirada hacia atrás con el evidente peligro de convertirse en estatuas de sal.

Dicho esto, entiendo que quienes no aceptemos la realidad tal como nos viene dada debemos intentar encontrar una salida a la cuestión que, al tiempo que se enfrente a la lógica del mercado, no caiga presa de aquellas concepciones inmanentes del Arte. Deberíamos dejar de contemplar lo que hemos venido llamando obras artísticas como una transustanciación de “lo superior” para ser ejemplo de lo común: la capacidad de transformar lo dado. Creo que si despojamos al Arte de sus contenidos sagrados e inefables cabe una reapropiación materialista del terreno social que hasta ahora ha venido ocupando. Se trataría por tanto de resituar la producción de las artes ya no en el espacio del Arte sino en el de ese trabajo humano que encuentra en esas “obras maestras” la muestra de sus logros posibles. Cuando en una exposición sobre la cultura preincaica nos encontramos, por ejemplo, una herramienta rural, la sensación es una admiración singular porque nos evoca el tamaño de la tarea que esos ancestros llevaron a cabo y no deja de ser llamativo que en muchos objetos categorizados como arqueología la distancia entre lo que hemos venido llamando Arte y la mera Antropología desaparezca. No se trataría de renunciar a ningún patrimonio sino de reasignar su carácter modificando nuestra mirada antes de que el mercado nos ciegue pero desprendiéndonos al tiempo de la sacralizad que nos obligaba a ver lo inexistente.

En esa misma dirección todas aquellas actividades “artísticas” que pongan en evidencia la “sociabilidad” de su origen me parecen positivas aunque en las condiciones socioeconómicas actuales sus efectos sean escasos. El caso de Wu Ming, así como otras iniciativas semejantes que cuestionan la visión inmanente de campos como la literatura, la arquitectura, el teatro, la danza, el cine me parecen, ahora sí, “inapreciables”, formas de resistencia contra ese mercado que a todo pone como precio el suyo, el del mercado.

¿Cómo fue que decidiste empezar con Caballo de Troya y cómo la definirías? Para muchos militantes literarios, una editorial de esas características es una suerte de “sueño del pibe”. ¿Qué lugar ocupa en el campo literario de España? ¿Qué significa para vos ser un “editor independiente” trabajando para un grupo cuyo arquetipo cultural es un lobbysta de primera línea como Berlusconi?

Bueno, no me quejo, trabajar en algo que te interesa es un privilegio pero no es oro todo lo que reluce. Caballo de Troya surge en una coyuntura muy concreta determinada por la fusión en España a principios del nuevo siglo del grupo Random House, perteneciente a la multinacional Berstelman y en la que se incluían editoriales como Lumen, Plaza&Janés, Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores y Debate, de la que en aquel momento yo era el director editorial y en la que durante años había desempeñado las labores de Director Literario, con el grupo Mondador que incluía entre otras las editoriales Mondadori y Grijalbo. En Debate y Mondadori existían una línea de ensayo y una línea de literatura, y pronto se fue comprobando que esa coexistencia era poco eficiente haciéndose inevitable un reajuste en el que entendí, dada la correlación de fuerzas en el interior del nuevo grupo, que mi desempeño era muy inestable. Cuando el ajuste se produjo, volcándose Mondadori hacia la literatura y Debate hacia el ensayo y la no ficción, propuse, de acuerdo con la dirección editorial, reubicarme laboralmente en el proyecto de una nueva editorial, Caballo de Troya, de muy discreto presupuesto económico, orientado a la búsqueda de nuevas voces que en determinado momento podría pasar a engrosar los catálogos de las editoriales literarias ya asentadas. El proyecto fue aceptado y pasé a ser su director literario con los reajustes profesionales correspondientes. Entiendo que el proyecto salió adelante tanto porque la dirección editorial literaria lo vio conveniente como porque solucionaba los problemas de encaje provocados por el reajuste. El dato fundamental del proyecto descansaba por tanto en plantear su viabilidad económica en función de un presupuesto muy discreto que permitiese trabajar sin la presión de generar beneficios económicos directos a corto plazo. Ese es el dato que me facilita hacer una programación de once libros al año sin el peso de la variable económica encima y ese es el acuerdo que me permite “leer” de manera diferente pero sin olvidar que el pre-supuesto es el de encontrar autores que puedan sumarse a los catálogos de las otras editoriales literarias del grupo, lo que me exige “leer” teniendo también en consideración, al menos hasta cierto punto, los criterios literarios de esas otras editoriales. Más que de independencia interna hablaría de autonomía, un concepto que siempre incluye una dependencia mayor o menor pero que te otorga cierta libertad de movimientos. No se trataría por tanto de una editorial “isla” o aislada respecto al resto del su continente editorial sino de una especie de península con geología compartida e interdependiente pero con un clima y una vegetación diferenciada. Como cualquier otro editor, independiente o no, y salvo que se tenga recursos económicos ilimitados, trato de mantener el conveniente equilibrio entre las obligadas servidumbres y los objetivos que la línea editorial determina. He tratado de situar Caballo de Troya como “una editorial con perfil de independiente” pero, aún sin entrar a cuestionar ahora esa etiqueta, quisiera verme ante todo, como un editor “pendiente” de encontrar aquella literatura que la sociedad necesita para fortalecer su salud semántica. Que los accionistas del grupo sean los accionistas de Berstelman o Berlusconi me produce la misma sensación que me entra cuando al ingresar en un hospital público veo el retrato del Rey Juan Carlos I: paciencia y barajar.

¿Que desafíos o contradicciones te produce que esa editorial que dirigís sea una suerte de isla impoluta al interior del emporio Bertlesmann-Random House?

Creo ya haber hecho ver que en el capitalismo no existen “islas impolutas” pero aprovecharía para señalar que estar arropado por un gran grupo editorial si bien da lugar al aprovechamiento de sinergias positivas, a nivel de producción por ejemplo, en otros aspectos de la función editorial puede dar lugar a inconvenientes pues, como es fácil comprender, el escaso peso de su aportación económica no facilita que la maquinaría global de la empresa tenga a la editorial como una de sus prioridades a la hora del marketing, la promoción o la comercialización.

¿Cómo se percibe el campo literario argentino desde España? ¿Qué le envidás y que no te gustaría tener? ¿Te gusta alguno de los escritores del “boom”?

Creo que en los últimos años hay un interés sostenido, vivo y real hacia la literatura argentina. Con el desvanecimiento del boom la literatura argentina en España quedó limitada al vuelo de la amplia sombra de Borges, que fue y sigue siendo una influencia muy importante; a los tres mil intentos fallidos de volver a poner en circulación a Cortazar – si bien su escritura está presente en aquellos narradores y narradoras que no se plegaron a la poética del “detective escéptico con la correspondiente investigación sobre un fondo de marginalidad social más unas gotas de metaliteratura”; a la respetuosa y distanciada consideración de la figura de un Juan José Saer que sigue sin tener lectores, y a poco más salvo, quizá, el recuerdo latente de dos o tres novelas de Manuel Puig y el olvido, lamentable desde mi punto de vista, de la envergadura y retos de la narrativa de David Viñas. En el redescubrimiento de América y en concreto de la literatura argentino al que asistimos desde hace al menos dos lustros, habría que considerar elementos económicos como el dato de que los adelantos editoriales en España se habían disparado y los autores argentinos resultaban más baratos, o con el fenómeno de que las editoriales españolas abran sucursales “allá”, con lo que se facilita aunque sea muy débilmente el conocimiento y el trasvase, mientras que otras editoriales tratan de entrar en esos mercados editando a autores que les sirvan de referencia cuando no de nuevos encomendadores. El autor que mejor representaría ese momento es Piglia y la edición en España de Respiración artificial me parece al respecto un momento señalado. Conviene subrayar que esta nueva atención editorial hacia la literatura argentina coincide con el descubrimiento general de la literatura latinoaméricana y de algunos nuevos autores como Fuguet, Fresán, Villoro, Juan Pedro Gutierrez o Santiago Gamboa. Siguiendo con la pauta anterior, diríamos que el personaje central en esa nueva etapa sería Rodrigo Fresán actuando como representante de una literatura no-“boom”, de vocación cosmopolita, desterritorializada y muy en la onda de la nueva narrativa norteamericana. Actualmente, en los lectores literarios y las editoriales que los alimentan el interés hacia la literatura argentina es muy estimable hasta el punto de que autores argentinos que están casi emergiendo literariamente reciben pronta atención en nuestro mercado, aun debiendo aclarar que todo lo dicho tiene como referencia casi exclusiva a la narrativa, con muy puntuales presencias de la poesía, la crónica, el ensayo o el teatro.

Mi impresión personal es que en la literatura argentina “algo se mueve”, rasgo que en mi opinión, más allá de las pequeñas tormentas fugaces, no está sucediendo en la literatura española. Con brutalidad educada y apoyándome sobre todo en la lectura de los originales que llegan hasta mi mesa, me atrevería a decir que en Argentina todavía hay algunos escritores que escriben porque tienen algo que decir y bastantes otros que escriben porque quieren escribir literatura mientras que en España la mayoría dan la impresión de que lo único para lo que escriben es para vender o entrar en la vitrina cultural, algo que al menos cuantitativamente no es tan evidente en la literatura argentina. Leyendo narrativa argentina da la sensación de que su literatura todavía dialoga con la realidad social, que no da la Historia por concluida, que sus aguas bajan cargadas de esa fuerza que explica el dinamismo de las pequeñas editoriales que nacen al amparo de un proyecto de intervención en lo literario, en lo cultural y en lo político. Ese “estar en movimiento” y que lo esté en muchas direcciones, es lo que envidio. Envidio incluso, aunque al tiempo no me gustaría sufrirlo, el peso que allí tiene “la academia”. Discrepe o coincida con los planteamientos de Beatriz Sarlo o Josefina Ludmer, su intervención en el campo literario me parece un lujo para una literatura que sigue pensando sobre las razones y el ser y el estar de su propia existencia.

¿Qué escritores te interesan? ¿Qué opinás, por ejemplo, de la contraposición entre Piglia y César Aira? ¿Qué se perdió con la pérdida de Fogwill?

Quisiera aclarar en primer lugar que en mi caso al menos, tanto como lector o editor, no siempre coinciden el gusto con el interés. Por decirlo de otro modo: mi gusto no siempre me produce interés y a veces lo que me interesa puede no gustarme. Dicho esto diría que Piglia me interesa por cuanto su obra narrativa ilustra de manera encomiable lo que denominaría la gran tradición de la narrativa del siglo XX, la que nace en Joyce y Musil y acaba en Juan Benet o, ya puestos, en el propio Piglia, es decir esa tradición de raíz humanista que parte del supuesto remoto de que la semántica es capaz de explicar la realidad social y los avatares de los individuos que en ella se agitan. Personalmente ese supuesto sobre el que descansa lo que he venido en llamar “la falacia humanista” está hoy en cuestión y precisamente por eso hay que seguir interesándose en aquellas obras o autores que mejor la representan. En Aira veo la ruptura con ese supuesto. La literatura de Aira me parece que ya no encuentra su fundamento en las palabras, en la semántica como herramienta de las relaciones sociales y personales. Que ya no trabaja siguiendo la esforzada labor humanista que trata de desatar con paciencia, inteligencia y habilidad el nudo gordiano de la existencia sino que recurre a la acción, al movimiento, al tropiezo sintáctico, al golpe argumental, al gesto inesperado. Inevitablemente se sirve de las palabras pero no trabaja para ellas. Veo en sus obras, y su abundancia me hace confirmarlo, “literatura después de la literatura”, una literatura postautónoma que diría Ludmer o, si se quiero, una escritura que se atreve a entrar en esos terrenos prohibidos que hasta ahora ha venido siendo ocupados por la mala literatura o la literatura sin aura. Si nos ponemos a pensar podemos constatar que la literatura, a lo largo de la historia, ha funcionado, entre otras cosas claro, como una forma de censura: quién puede contar, qué se puede contar. Creo que hay cosas que solo la mala literatura puede narrar, que no son precisamente las que hasta el momento la mala literatura nos ha venido contando pero, repito, que quizá solo ella podría contarnos. Pues bueno, lo que de la literatura de Aira me gusta y sobre todo me interesa es ese trabajo fronterizo entre la literatura como calidad y la literatura como excrecencia deshechable. Por desgracia, para mí, el éxito creciente de Aira entre los degustadores de literatura parece estar refutando de manera absoluta mi análisis al respecto y eso me hará perder el gusto y el interés hacia su obra. Por motivos cercanos a los expuestos tengo interés por la estética dislocada que a veces encuentro en Guebel y Bizzio y por eso aprecio las lecturas de la intimidad contemporánea que afloran en Iosi Havilio, el surrealismo cotidiano de Tabarovsky o el “desapego del yo” que Fogwill elevó a categoría de la contemporaneidad. En la obra de Fogwiil hay un continuo desmontaje de la sintaxis sentimental que la narrativa arrastra en mayor o menor proporción desde el romanticismo; al leer sus novelas, cuentos, poesía o ensayo uno encuentra un “universo ateo” en el que la condición humana, ese otro malentendido del humanismo, es sometida a un interrogatorio brutalmente inteligente en donde no queda lugar para el pudor literario. En la literatura de Fogwill ya no hay rastros ni huellas de aquello que se llamó las Bellas Letras. Lo propio de Fogwill es la precisión, no la Belleza y por eso entiendo que el trato con su escritura es una vacuna perfecta contra esos “buenos sentimientos”, literarios y no literarios, que a veces nos asaltan. Le otorgo la condición de maestro porque me parece que su forma de “estar en la literatura” es toda una lección de la que, sobre todo los escritores que empiezan, deberían tomar buena nota y ejemplo. Con su desaparición la literatura y el pensamiento pierden la capacidad de pensar un entusiasmo que no sea narcisista y en ese sentido me parece una pérdida muy considerable para cualquier literatura que trabaje a favor de una individualización no capitalista, es decir, no sometida a la autoexplotación de la identidad.

¿Y qué opinás de la “narrativa joven”? ¿Leíste últimamente a jóvenes narradores argentinos? ¿Hay proyectos editoriales argentinos que te interesen?

No siempre la narrativa joven coincide con la narrativa que propone algo nuevo. Hay narrativa joven que nace vieja pero es evidente que cuando hablo de que “algo se mueve” en la literatura argentina vale entender que es entre los escritores más jóvenes donde más posibilidades hay de encontrar propuestas arriesgadas. Desde hace años sigo con asiduidad e interés la producción editorial argentina y si no fuese por el número reducido de la programación de la editorial que dirijo publicaría más autores argentinos jóvenes. No me parece muy adecuado dar nombres concretos porque soy editor de algunos y de otros no tengo conocimiento suficiente, pero valga decir que entre la literatura que actualmente se hace en Argentina la que más me interesa es aquella que parte del entendimiento de que la literatura no acaba en la Literatura sino que se produce dentro de una totalidad social que le da forma, sentido y valor. Y aunque tampoco me parezca oportuno dar nombres sí quiero dejar constancia de que sigo con atención y admiración algunos proyectos editoriales que actúan con riesgo y criterio en esa misma dirección.

En alguna entrevista, dijiste que los lectores de Caballo de Troya eran aquellos a los que les gustaría publicar en Caballo de Troya. ¿Es España realmente un espacio de valorización de obras para los escritores latinoamericanos o lo que impera son otras lógicas? ¿Publicás a algún autor que viva de lo que escribe? ¿De qué viven, en realidad, los escritores en España?

Creo recordar que lo que afirmé, con retranca, era que los lectores de Caballo de Troya eran fundamentalmente universitarios que querían escribir, al igual que los lectores de Anagrama eran universitarios que en algún momento de su vida quisieron ser escritores o los lectores de Alfaguara eran universitarios que nunca pensaron en escribir. Con ello quería sobre todo remarcar que el campo de la literatura no comercial es bastante limitado aunque muy activo. Recordemos que sólo un 8% de los españoles que compran al menos un libro al año – un 47% de mayores de 14 años no compra ninguno- afirma leer más de doce libros al año. Ese 8% es el verdadero campo de recepción sobre el que trabajan las editoriales literarias en España. Para entendernos: para una pequeña editorial de esta clase la venta de 1000 ejemplares es lo normal; la venta de 5000 ejemplares es un éxito comercial para una editorial pequeña y satisfactoria para una de tamaño grande o medio; vender 10.000 es un lujo para cualquiera y vender más de 50.000 – cifra que no alcanzan la mayoría de los autores que llamamos literarios- es o un milagro o el resultado de haberse construido como marca a base de premios o marketing. A pesar de eso, la actividad literaria ocupa un lugar social y mediático con visibilidad sobresaliente y con capacidad para valorizar prestigios. Con lo dicho anteriormente se comprenderá que son muy pocos los autores literarios que viven de lo que escriben si bien el acceso a la visibilidad cultural permite la entrada en todo ese confuso y bastante corrupto campo en el que se integran las conferencias, mesas redondas, homenajes, recitales, viajes, colaboraciones en prensa o pertenencia a jurados. Un campo por el que al menos hasta la llegada de la crisis, circulaba mucho dinero oficial, de instituciones públicas o privadas subvencionadas, que si no daba para vivir sí permitía sobrevivir. De ahí el afán de los escritores españoles por acumular visibilidad cultural y de ahí seguramente su afán estético hacia lo que el campo demanda.

Participaste, como escritor, de un libro firmado por el Colectivo Todoazen, “El año que tampoco hicimos la Revolución”. En ese libro, y a través de técnicas de montaje y de una fina parodia sobre la banalidad del discurso periodístico, se narra por un lado el crecimiento del capital en desmedro del trabajo durante un año en España, y, sincrónicamente, la violencia de género y la construcción imaginaria de la realeza. El proyecto funciona por acumulación, por sobredosis, y su efecto más que de shock es de una perturbación asordinada y persistente, como aquella que produce la prensa, esquivando las convenciones literarias y las expectativas del lector medio. ¿Qué repercusiones tuvo el libro en España? ¿Eran las que ustedes esperaban? ¿Qué es del Colectivo Todoazen hoy?

Bueno, el colectivo Todoazen se define como un colectivo interesado en las investigaciones narrativas y parte como hipótesis de trabajo del hecho de que una sociedad es también un flujo continuo de narraciones en el que vivimos inmersos, a veces sin ser muy conscientes de ello. Esa narración de fondo, al entender del colectivo, modela o influye en el resto de las narraciones ya literarias ya mediáticas ya personales. Con ese libro se quería poner en evidencia parte de esa narración de fondo a la que no se presta la atención debida. Tuvo una recepción discreta pero mayor de la que el colectivo esperaba, incluso tuvo una edición en formato bolsillo y la llegada de la crisis poco después ha hecho que de vez en cuando se recuerde su existencia. Es cierto que además de un testimonio sobre una realidad socioeconómica casi invisible, la propuesta del colectivo conllevaba también una propuesta estética, narrativa, que no fue apenas valorada como tal seguramente porque lo llamativo de los árboles no dejaba ver el bosque. Actualmente el Colectivo trabaja sobre otro posible “texto narrativo” centrado en la década de los setenta en España.

En tu libro “La Cena de los Notables” hacés hincapié en el pacto entre el autor y la comunidad, que es propietaria de las palabras, como lo fundante de la cultura literaria. Esta idea va en contra de pensar a la lectura como un intercambio entre intimidades. Ahora bien, ¿no es peligroso pensar a la literatura bajo el paradigma de la responsabilidad? ¿No se pierde así cierta capacidad de innovación y de negatividad?

Creo que no, sólo desde la responsabilidad se podrá ponderar si hay innovación o simple novedad, negatividad o cómodo y confortable nihilismo. Ojalá el considerar la responsabilidad como elemento constituyente del acto literario encerrase hoy algún peligro para alguien, sería buena prueba de que la literatura había dejado de ser un simple excedente ornamental.

Tu propuesta crítica pone en juego cuatro niveles, uno textual, otro autobiográfico, otro metaliterario y otro ideológico, que establecen entre sí un sistema complejo de relaciones. ¿Porqué los elementos autobiográficos e ideológicos están tan subordinados en la cultura literaria contemporánea?

Como ya traté de explicar, el entendimiento hegemónico de la literatura – que tuvo su momento de apogeo en Flaubert o Baudelaire- se forja alrededor de la reivindicación de la famosa autonomía de la literatura contra los afanes intervencionistas de los poderes políticos, religiosos e ideológicos. Se trataba de trazar una lindes para señalar un terreno, una propiedad, que no admitía injerencias y si bien en un principio se mostró como un gesto de defensa – no olvidemos que hasta la Revolución Francesa el derecho a publicar, a “hacer público”, era privilegio de la Monarquía y requería el nihil obstat de la Iglesia – que, como sucedió con tantos otros derechos conquistados por la burguesía, acabaría deviniendo en privilegio. Cuando el desarrollo de las fuerzas sociales puso en cuestión ese privilegio, los intelectuales orgánicos de la burguesía lo refundaron buscando argumentos formalistas. Recordemos por ejemplo la publicación de La poesía pura del Abate Bremond como piedra angular de esa concepción antiideológica propia de la ideología cultural burguesa.

La pérdida de relevancia de lo biográfico respecto a lo literario, que tiene su centro en el enfrentamiento entre Proust y Sainte- Beuve, tiene su base, entiendo, en el reforzamiento de esa santa autonomía de la obra literaria. Desde lo autobiográfico, perdona que insista, la exigencia de responsabilidad tiene un camino de entrada; al separar obra y vida, el terreno acotado se encastilla y declara su soberanía por encima o por debajo de las relaciones sociales o la vida cotidiana. Lo paradójico es que esa prevención es asumida por parte de la crítica marxista que, acaso por miedo a caer en el biografismo romántico, pone el acento en la época y parece olvidar que toda vida es también una lectura de la totalidad social donde se produce. De todas formas me parece más productivo atender a las circunstancias biográficas del lector que a las del productor de textos, pues estos se caracterizan precisamente por la utilización más compleja – con más variables posibles a su disposición – de los recursos que su tiempo pone a su disposición mientras que las condiciones de recepción siempre resultan más cognoscibles.

¿Cuál sería la promesa de emancipación hoy de la cultura literaria y cómo percibís a lo que llamas los “modos sociales de producción de la lectura”? ¿Considerás que en efecto hay competencia con los medios audiovisuales?

Entiendo que la lectura y la escritura tomadas en su sentido estricto, sin adjetivos, son técnicas que amplían la capacidad comunicativa y expresiva de las personas y por tanto su utilización y dominio representa una conquista social muy relevante y una herramienta que las fuerzas emancipadoras deben utilizar. La cultura literaria, en tanto depósito de todo un muestrario de usos y recursos ligados a la escritura, es también un patrimonio útil. Ahora bien, convendría desligar la escritura y la lectura de esas esencias liberadoras inmanentes con las que el humanismo las ha venido contemplando: la escritura como expresión de lo más auténtico y valioso de la condición humana y la lectura como experiencia interior me parecen dos supuestos a desterrar. Son rémoras que tienen su origen en el elitismo que históricamente supuso el largo monopolio sobre ambas llevado a cabo por las reducidas y superiores castas dominantes. Creo que la alfabetización generalizada y la ampliación cuantitativa de la educación las han desacralizado pero, aún así, me parece oportuno insistir en tratar de trasladar a la arena de lo ordinario lo que se ha venido presentando como extraordinario, y aprovecho para llamar la atención sobre los contenidos semánticos de desprecio que todavía hoy están presentes en el concepto de “lo ordinario”

No diría que hay competencia entre la escritura y la lectura con respecto a unos medios audiovisuales que requieren también, y aunque sea en su propio código, ser escritos y leídos. Lo que si hay es competencia – pero a la vez pueden existir sinergias, pensemos en los grandes multinacionales – entre la industria editorial y las industrias audiovisuales y, como es normal en el capitalismo, las que acabarán imponiendo su lógica serán aquellas que obtengan mayor tasa de beneficio que sus competidoras. En todo caso me da la impresión de que el mundo editorial y el mundo audiovisual se están fundiendo para conformar lo que ya hoy vislumbramos como la gran industria del ocio y del entretenimiento.

Señalás que la crítica hoy es una epifanía de lo que pudo haber sido. Hoy, los medios de producción de comunicaciones están en su mayoría poseídos por “notables”, que desvirtúan la crítica como ejercicio de ciudadanía. Frente a eso, tu propuesta es una literatura responsable en el sentido de que apueste algo, que ponga en cuestión los mecanismos de producción de lo ideológico y critique la arquitectura y las capas de poder de esa Cena de los Notables. ¿Qué casos de este tipo de escritura crítica recomendarías? ¿Eso significaría abandonar otro tipo de narraciones por placer?

Creo que todos somos víctimas de esa mitificación de fondo que nos hace desear el ver la crítica como un enfrentamiento entre el noble David y el filisteo Goliat. Aquí también convendría recordar el destino final de David y de su reinado. Pero aun tratando de evitar la mitificación, la crítica me sigue pareciendo una instancia necesaria. Necesitamos al menos pensar que la crítica es posible. El problema actual de la crítica es bastante parecido al que atraviesan las izquierdas europeas: no tienen claro cuál es el horizonte y, cuando no se tiene clara la meta, es imposible encontrar el rumbo o aprovechar los vientos favorables en el caso de que haya lugar. La crítica más rigurosa se ha acomodado en la pretensión de ser literatura, es decir, desea gozar del privilegio de vivir a la sombra de su autonomía, y al renunciar a situarse en los territorios de la cultura o de la política renuncia también a la distancia y a la independencia que la crítica y la escritura crítica necesitan si quiere ser algo más que alta publicidad o autoayuda. Con esto no pretendo que la literatura desiste de dar placer pero se nos olvida en demasía que la inteligencia es también fuente de placer. Comprendo que bajo el capitalismo todos acabemos aceptando que lo más placentero es justamente aquello que nos permite descansar de una inteligencia que no cesa de hacernos presente la parte intolerable de las vidas, felices o desgraciadas, que estamos obligados a llevar bajo un sistema en el que el trabajo – la actividad que nos constituye – depende de la arbitrariedad de unos pocos. Lo comprendo pero no me resigno.

¿Qué lugar les queda a las obras que no son narrativa crítica, sino que pretenden generar un producto artístico singular?

Pues supongo que los museos, las galerías de Arte, las librerías exquisitas, los suplementos literarios en los que la foto del autor ocupa toda una página, los libros de Steiner o de Harold Bloom, la academia, los salones del poder, la ferias del libro internacionales, los festivales Hay. Aquellos lugares por donde circula la alta decoración. No sé en Buenos Aires pero en Madrid las galerías de Arte se concentran en la vecindad de las tiendas donde se exponen y venden los muebles caros, la ropa cara, los caros restaurantes de moda. Dios los cría y el capitalismo los junta.

Sos algo reticente con la web. ¿Qué páginas de Internet frecuentás? ¿Qué cosas que se pueden bajar de la web recomendarías? Y en ese contexto, ¿Qué opinás de la disponibilidad online de los textos, más allá de su venta en formato papel?

No, no soy reticente con la web, soy reticente con la euforia que a su alrededor se ha desatado. Como ya dije al hablar de la escritura o la lectura, las nuevas tecnologías amplían nuestras capacidades. Frecuento Internet y su uso como editor, por ejemplo, ha ampliado enormemente mis posibilidades de información. Hace diez años para tenerla se necesitaba estas suscrito a Le Monde, London Review Books, New York Review Book, El País, Clarín o El Comercio , así como a una cuantas revistas difíciles de encontrar. Hoy la información online ha simplificado y ampliado esas tareas. Sin algunas páginas web me resultaría difícil tener conocimiento de la actual literatura argentina o, más importante todavía, no podría tratar de mantener al día mi “oído” literario. Leer muchos blog me sirve para adiestrar ese oído. En mi pestaña de favoritos hay más de veinte páginas de blogs o webs argentinas, desde Nación Apache a La maquiladora pasando por Contrarreforma, que visito con frecuencia casi diaria. No tengo nada contra esa abundancia de la expresión que representa Internet. Gracias a las nuevas tecnología se ha incrementado el ruido de fondo y eso es bueno. Cierto que como ocurre en la calle o en los bares, se oyen muchas tonterías, tópicos, comentarios predecibles o que se repiten las opiniones o juicios que ya ha dicho la tele, Página 12 o Babelia pero todo eso es parte de ese ruido de fondo sobre el cual nos movemos.

Mis reticencias surgen cuando veo que alrededor de Internet muchos parecen celebrar que la libertad de expresión bajó de los cielos y ya está entre nosotros, que la revolución ha venido y nadie sabe como ha sido. Internet, como toda nueva tecnología, abre nuevas posibilidades de expresión y comunicación pero convendría no olvidar que este hecho no va a hacer variar el sistema de relaciones sociales ni va a afectar a la propiedad de los medios de comunicación. Cuando hacia final de los años cincuenta aparecieron las radios libres, también algunos creyeron que las condiciones objetivas para la transformación social habían recibido un regalo de los dioses y hoy ya vemos lo que realmente pasó: que el capital jerarquizó programas y audiencias. Mucho me temo que el Capital más pronto que tarde – en cuanto aprenda a rentabilizar las nuevas tecnologías- hará otro tanto con la red. Están en ello. Para ser menos reticente tendría que acudir a una reflexión que le escuché decir a un semiótico francés: “Los Borbones habían establecido un ritual por el que una vez al año se permitía a las gentes del pueblo llano visitar el Jardín de las Tullerías. Un pesimista diría que así los halagaba al tiempo que los deslumbraba. Un optimista podría afirmar que ese conocimiento le permitió al pueblo, en su momento, asaltar el palacio con mayor conocimiento del terreno”. Bueno, vamos a ser optimistas, pero evitemos la euforia.

No te voy a preguntar sobre el futuro del libro. En cambio, ¿Cómo imaginás el futuro de la cultura literaria, más allá del formato en el que se comercialicen los libros? Ya que el arte habla más de quién usa la categoría que del arte mismo, y cada vez más es justificativo para el pasatismo ocioso de los desclasados o de los demasiado favorecidos, ¿Creés que la cultura literaria podría generar circuitos con ciudadanías de consumo emergentes, o su horizonte debería ser plegarse en movimientos de transformación social? Te lo pregunto porque en tu libro hay críticas muy marcadas al marketing político, que a mi juicio puede ser progresivo. ¿Es contemporáneo, en ese contexto, seguir pensando en términos de esfera pública, de comunidad global, frente a la segmentación y las nuevas formas de conflicto y subjetividad, nacionales y locales?

Hacer profecías no me tienta mucho. Si tuviera que extrapolar las tendencias actuales hacia un devenir próximo, partiendo del supuesto de que el sistema económico vigente se mantenga (pocas esperanzas fundadas encuentro de que así no sea), diría que la literatura, entendiendo ahora por literatura uno de los lugares donde se piensan las palabras de la tribu, será subsumida por las industrias del ocio y el entretenimiento. Como producto reducido y residual, aunque acaso manteniendo en parte el prestigio de lo exquisito, quizá refuerce su carácter de sagrada singularidad una literatura entregada a ofrecer a sus consumidores la distinción que les permita sentirse mejor y, sobre todo, mejores que. A su lado, espero, y apoyándose cuando menos en el optimismo de la voluntad, unos textos que, rotas las murallas de la ciudad letrada, tratarán de entender y hacer entender porque “el ayer se fue, hoy no es y el mañana no ha llegado”.

*Versión completa de entrevista publicada en el número 3 de la revista Crisis (2011, Buenos Aires, Argentina).

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