Mayo 68: en busca del tiempo invertido.
Hacer leña.
Mayo del 68 empezó exactamente la
mañana del 24 de febrero de 1965. Enfrente de la Facultad de
Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, un destacamento de
las fuerzas de seguridad del Estado detuvo la marcha de cientos de
estudiantes que, encabezados por los profesores Santiago Montero
Díaz, José Luis López Aranguren, Aguilar Navarro, Enrique Tierno
Galván y Agustín García Calvo, se dirigían agrupados y en
silencio hacia el edificio del rectorado ubicado en las cercanías
del barrio de Moncloa, para entregar un escrito en el que reclamaban
libertades. Los profesores se adelantaron para explicar el objeto de
aquella marcha pacífica. La respuesta fue una carga (decir brutal
sería una redundancia) y un afanoso despliegue de los coches
manguera antidisturbios que en aquel momento y de este modo hacían
su entrada en la iconografía de la época.
Mayo del 68 acabó exactamente
el 25 de noviembre de 1975. El fallecimiento tuvo lugar en los
cuarteles de la ciudad de Lisboa, donde un golpe de fuerza de los
militares contrarrevolucionarios desalojaron del poder al coronel
Vasco Gonçalvez.
En el entretanto, la creación del clandestino Sindicato Democrático de Estudiantes Universitarios, el Mayo del 68 en París, el asesinato de Martin Luther King, la matanza de estudiantes mejicanos en la plaza de Tatlelolco, la declaración del Estado de Excepción por el gobierno franquista en enero de 1969, el asesinato de Enrique Ruano, el juicio de Burgos, el subidón de Carrero Blanco, el golpe de Estado contra Chávez (perdón, Allende) que el diario El País (perdón, ABC) había venido jaleando con premura, el juicio contra Marcelino Camacho y otros dirigentes de CCOO, el paso de cientos (pero menos) de universitarios y universitarias por los Tribunales de Orden Público, la flebitis de Franco, el acercamiento del PCE hacia la democracia cristiana de Ruiz Jiménez, la resurrección alemana del PSOE de Felipe González, la muerte de Moncho Reboiras en las calles de El Ferrol.
En el entretanto, la creación del clandestino Sindicato Democrático de Estudiantes Universitarios, el Mayo del 68 en París, el asesinato de Martin Luther King, la matanza de estudiantes mejicanos en la plaza de Tatlelolco, la declaración del Estado de Excepción por el gobierno franquista en enero de 1969, el asesinato de Enrique Ruano, el juicio de Burgos, el subidón de Carrero Blanco, el golpe de Estado contra Chávez (perdón, Allende) que el diario El País (perdón, ABC) había venido jaleando con premura, el juicio contra Marcelino Camacho y otros dirigentes de CCOO, el paso de cientos (pero menos) de universitarios y universitarias por los Tribunales de Orden Público, la flebitis de Franco, el acercamiento del PCE hacia la democracia cristiana de Ruiz Jiménez, la resurrección alemana del PSOE de Felipe González, la muerte de Moncho Reboiras en las calles de El Ferrol.
Si alguien confunde Mayo del
68 con las revueltas en París de mayo del 68 es que no sabe mirar o
que el árbol quemado no le deja ver el bosque talado y vendido.
También puede ser que su cerebro esté programado por el disco duro
de un pensamiento (¿) periodístico que sólo obedece a la lógica
de premios, aniversarios de cifra redonda, partidos del siglo,
funerales, limpiar el culo del amo y espejuelos para repartir los
fines de semana.
Del árbol caído
A su sombra y
entre sus ramas, muchos se hicieron cabañas, cabañitas, chalets,
urbanizaciones, OTAN de entrada no y carteles con obreretes en plan
dibujos animados. Que se lo digan a la tropa de psiquiatras que, de
no quitarse la antisiquiatría de la boca, pasó a asegurarse nóminas
y plazas como jefes de servicio en los viejos y nuevos centros de
salud. Que se lo digan a los arquitectos que, crecidos bajo el
paraguas de las Asociaciones de Vecinos, entraron a saco y bolsa en
los planes de remodelación mientras diseñaban el futuro de sus
talleres de urbanismo. Que se lo digan a los abogados laboralistas
que, después de apoyar los pactos de la Moncloa, pasaron a perpetrar
las reconversiones industriales, desmontaron las empresas públicas y
negociaron su venta a las empresas privadas. O a los profesores y
penenes que, después de despotricar de los cargos vitalicios,
accedieron a cátedras y prebendas por la vía de la famosa
idoneidad. A los periodistas que, luego de escribir contra el amo, se
pusieron a estrechar con prisa la mano que les daba de comer en los
restaurantes de moda. A las decenas de lectores del Libro Rojo de Mao
que se fueron a Ferraz para comprar el libro rosa del antes
socialista que marxista. A las decenas de cuadros sindicalistas que
estrenaron sede, sillón, catadura y primera residencia en algún
adosado de Majadahonda. A las decenas de cuadros leninistas de las
periferias nacionalistas que descubrieron lo importante que era dejar
de tener razón en el momento oportuno. A las decenas de escritores
que ganaron amañados planetas, plazas o nadales exhibiendo ante papá
Mercado los sufrimientos y horrores padecidos durante sus engañadas
militancias comunistas. Novelas de perdedores para disfrutar en el
salón de la casa rehabilitada o en el singular caserón rural
reconstruido con el sudor de la frente ajena.
Que se lo digan. No creo que
les moleste. La guerra fría la tienen bien guardada en la nevera.
Quizá sonrían paternales mientras se preparan a alcanzar, si el
colesterol y la crisis inmobiliaria se lo permiten, el paraíso
prometido de la jubilación bien planificada: debajo del capitalismo
estaban las playas del Inserso. Que se lo digan, pero quién, si los
derrotados fueron convencidos de que estaban equivocados, si
Xirinachs, como ejemplo, murió solo, triste, acallado y final.
No perdieron el tiempo. Fueron
realistas y canjearon lo imposible por los posibles. Gentes
con posibles que se decía por antaño. Pronto descubrieron que
aquello de la lucha de clases era el mal sueño de una noche de mayo.
No, no hicieron leña del árbol caído. Ya antes habían arramplado
con todas las ramas, todas las hojas, todas la raíces, y subastado
las semillas.
Con aquel capital simbólico,
cruzaron las puertas del capitalismo. Si miran para atrás, ven su
propio fantasma.
–Había algo que sonaba a broma en su discurso, que parecía el de alguien que se burlaba un poco de su propio pasado.
–Había algo que sonaba a broma en su discurso, que parecía el de alguien que se burlaba un poco de su propio pasado.
–Amigo, no te equivoques, se reía
de vuestro futuro.
Publicado en el diario Público en 2008.
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