domingo, 17 de febrero de 2019

Luis Magrinyà


Prólogo a Cuentos de los noventa de Luis Magrinyà

Al empezar la década de los noventa la narrativa española ya se había instalado en esa cursilería de fondo que, al menos desde entonces, la viene caracterizando. Cursilería, es decir, pereza de la razón y sentimentalismo de la emoción, sustitución del conflicto por el misterio, del argumento por la tópica de la investigación criminal y de la imagen por el cliché, voces narrativas confortablemente escépticas y unas gotitas de metaliteratura, exotismo o psicoanálisis de manual. Un fraseo con inflación de adjetivos y adverbios, pisando el vibrator lírico para las resonancias de lo emotivo y con una sintaxis de párrafos sentenciosos con muchas yustapuestas y pocas subordinadas, es decir: oración enunciativa principal de tono sentencioso con dos o tres adjetivos calificativos, subordinada breve para que el lector no se extravíe y cola final con copulativa para el ornato gratuito. Para entendernos la narrativa al servicio del lector como cliente. Y aquellos novelistas de la Nueva Narrativa encantados de haberse conocido y de sentirse reconocidos: premios, congresos y congresillos, ventas estimables, adelantos suculentos de las editoriales que se los disputaban. Momentos de autosatisfacción en los que todos parecíamos habernos acostado ibéricos y subdesarrollados para despertarnos europeos y con tarjeta de crédito.
Por aquel entonces yo era un editor arruinado, dos términos que, a salvo de unas pocas excepciones, suelen ser redundantes. Era, efecto, un editor asalariado trabajando como director literario en una editorial más familiar que independiente y siempre pendiente de renovar la línea de crédito. Editor en editorial ajena. Luego me pasaron otras cosas: aquella editorial de tamaño medio fue comida por una editorial más grande y luego la multieditorial más grande fue comida por una multinacional muchísimo más grande y gorda y etcétera. El tiovivo de la vida que da, y este libro demuestra, muchas vueltas.
Un editor arruinado es un editor obligado a tener imaginación. El hambre afila el ingenio que decían los clásicos. El dueño y director general de aquella Editorial Debate de antaño me adjudicó unos discretos pero suficientes estímulos pecuniarios y me pidió dos cosas: moverme dentro de un presupuesto modesto para mantener alejada en lo posible la espada de Damocles de la quiebra y dotar al sello con unas señas de identidad literarias de prestigio (todavía este no se había convertido en la losa funeral que es en la actualidad). Entusiasmo no me faltaba. Durante años había ejercido la crítica literaria en diversos medios y pensaba, ingenuo de mí, que ser editor era como ser crítico pero con poder ejecutivo. Llé a tal desempeño con la creencia de que el programa de una editorial literaria que se precie de serlo debería centrarse en intentar editar la mejor literatura del pasado, la mejor literatura del presente y la mejor literatura del futuro. Atendiendo a este criterio diseñé tres colecciones: Punto de Rescate para mirar al pasado (El Conde de Montecristo de Dumas, La piedad peligrosa de Stephan Zweig), Punto de Encuentro para mostrar el presente (La Puerta de Damasco de Robert Stone, Su pasatiempo favorito, de William Gaddis) y Punto de Partida para apuestas de futuro Lo peor de todo, de Ray Lorriga, El frío, de Marta Sanz, Biografía de la huída, de Josán Hatero). Lo malo es que entre lo supuesto y la realidad quien acaba mandando es el pre-supuesto, es decir, donde decía pasado, hubo que leer libres de derechos de autor; donde decía presente, autores con pocas ventas que las editoriales fuertes desdeñaban y donde se proponía futuro, exhaustiva lectura de originales que generalmente, antes de llegar a nuestra mesa, ya habían pasado sin suerte por las editoriales hegemónicas de aquel momento. En resumen: un alentador panorama – sí, alentador aunque no comparezca – con poco ruido y menos nueces.
Llegó un paquete con una carta de Luis Suñén. Ya sé que cuesta imaginarlo pero en aquellos años todavía se escribían cartas. Aquella estaba escrita a mano: “Querido Constantino: como sabrás los nuevos aires gerenciales que empiezan a sacudir el mundo editorial me han agradecido los servicios prestados. Te adjunto el original de un libro de de relatos, nouvelles más exactamente, que estaba pensando en editar cuando la buena nueva laboral acabó con mis propósitos. Creo que merece la pena que lo leas con atención. Un abrazo.” Como en mi caso, Luis Suñén había entrado en el mundo editorial después de haberse desempeñado con éxito como crítico literario y, como él mismo anunciaba, su cese como director editorial de Alfaguara era el heraldo negro de unos nuevos tiempos en los que ya se anunciaba que un editor que lee estaba condenado al fracaso profesional. Mi respeto por el criterio literario de Suñen me llevó a la lectura pronta del original que acompañaba su misiva. Lo primero que me llamó la atención, para mal, fue el Prólogo del autor: “Puede ser fácil, desde aquí abajo, reírse de la precaria pirueta en que se sostiene, tan difícilmente, la vida del aéreo; podemos pensar que son unos locos o unos necios y que más les valdría ceder desde un principio a la atracción terrestre que los acecha y tiraniza”. Me sonó a pedante, a listillo, y además pensaba entonces que los libros deben defenderse por si mismos sin necesidad de explicaciones previas. Cuando uno lee un original, con otros cincuenta esperando encima de la mesa lo que está deseando es encontrar un motivo para no seguir leyendo y rechazarlo y aquella nota a punto estuvo, a pesar de la recomendación, de mandarlo a la papelera. Por fortuna para mí seguí leyendo. Y sobrevino el silencio: “Pues en el momento en que lo encontramos ha sonado para él, como se dice, la hora de la verdad, Tras un largo y fúnebre sueño que ha durado toda una noche y toda una mañana, presa de la agitación y el sudor, Martín se despierta a las tres y salta de la cama de un brinco compulsivo. Esta aterrado, le falla la respiración. La primera ojeada al espejo le devuelve grabado este mensaje: “Tengo que cambiar”; y añade: “Ahora mismo. Tengo que ser lo que no he sido”. La más profunda intuición dicta la primera medida: aparta el rostro del espejo y apaga la luz.” Cuando un texto te llena la cabeza de silencio, desalojando el sinfín de ruidos que usualmente viven en ella, la oreja del editor se levanta: aquí hay algo. Y en efecto, allí había una escritura, es decir, una voz consciente de que para dejarse oír hay que crear un espacio compartido en el que texto y el lector dialogan dialécticamente. No se trata sólo de que te seduzcan halagando o dando gusto a tus altas o bajas pasiones literarias, sentimentales o existenciales ni de que te pongan delante una trama de suspense que haga la función que la zanahoria cumple para el andar del asno aburrido y remolón. No, se trata de que un pensamiento literario ponga en marcha el entendimiento del lector aún sin saber exactamente a donde te va a conducir ese diálogo. Frente a la expectativa fácil del qué va a pasar la intriga del pensar qué está pasando: qué sigue reflejando aquel espejo cuando la luz se apaga. Una escritura en la que llama fuertemente la atención, por inusual, la geología de una sintaxis: plegamientos, subordinadas, sinclinales, yuxtapuestas, simas, puntos y comas, grietas, glastos, causales y disyuntivas, fosas, comas inclusivas, basaltos, condicionales, capas freáticas y estratos, sobre la que se levanta una orografía y un paisaje que si bien la crítica definiría de manera casi unánime como irónico, a mi entender es más fruto de un atento desapego, tanto hacia los lectores como hacía los aconteceres de sus criaturas narrativas, más propio de una compasión burlona que de ese paternalismo intelectual que lo ironía requiere y delata.
Me gustó, me interesó, me extraño. Pero el gusto personal no es – ni creo que deba serlo- el criterio fundamental a la hora de tomar la decisión editorial pertinente, ni el interés propio siempre coincide con las circunstancias empresariales, ni la extrañeza es garantía suficiente para que los lectores vayan a abandonar la certidumbre de los cursis potitos literarios que el mercado literario les venía ofreciendo. En cualquier campo de actividad la aceptación de lo nuevo o inusual exige un esfuerzo que pocos están dispuestos a realizar. Y además: era un libro de cuentos. Así que al menos en un principio la propuesta de edición no fue muy bien acogida. Le escribí al autor contándole que “a pesar de… y aunque… lamento…si bien…”. Y aquí se acabaría esta historia si no fuese porque semanas después el relativo éxito de crítica de uno de los libros publicados me dio fuerza suficiente para proponer el lanzamiento de la colección Punto de Partida con un formato rompedor por clásico: portada sobria y sin ilustración siguiendo el modelo Gallimard. Y nueva carta al autor: “Estimado amigo: Si todavía…. un nuevo planteamiento… me gustaría…. Un cordial saludo deseando…”
Nos vimos las caras y firmamos el contrato. Si no recuerdo mal el adelanto fue de 300.000 pts, 1.800 euros. Discreto para la época, un lujo hoy. Sobre las relaciones entre autor y editor se ha hablado mucho. Evidentemente, para un autor que empieza el editor despierta agradecimiento. Para un editor el afecto va a estar en función de lo que ese autor le aporte a su condición de editor. No digo que no haya un lugar para lo personal, digo simplemente que en principio la relación se establece sobre bases asimétricas. La mayoría de los autores nuevos procuran sonreírr cuando conocen al editor y ponen cara de escucharle atentamente. También esto Magrinyà mostro su diferencia. Entro en la editorial como un artista enla galería en día en que se inaugura su exposición. Recuerdo de aquel momento dos cosas: su look “newyorkino”: chaqueta de color, vaqueros y zapatillas (algo muy llamativo para 1993) y, más sorprendente todavía: que se reía sin recato. La risa de Luis Magrinyá. El editor hablaba de Henry James y el de Andy Warhol, el editor hablaba de Edward Hooper y él de Mapplethorpe. El asimétrico encuentro entre el letrado y el artista. Y sin embargo, creo, no nos caímos mal. El libro tuvo, como era de esperar, escasas ventas pero, menos predecible, algunas excelentes críticas que cabe suponer satisfacieron en parte nuestras vanidades y legitimaron mi decisión desde el puto de vista de la empresa: “los sorprendentes logros de este primer libro, obra de un escritor joven aún pero ya hecho, capaz de abrirse paso en muy difíciles territorios y ofrecer un excelente puñado de textos entre los que destacan al menos dos relatos (Siervos y señores y Conformidad) realmente espléndidos. La colección de narrativa que con él se inaugura no podía arrancar con mejor pie.” Ignacio Echevarría. Babelía. El País.
Dos años más tarde, sorprendentemente y acaso gracias a las ventas de las 1069 recetas de Carlos Arguiñano que la editorial había colocado en el mercado, todavía la quiebra económica se mantenía a raya. En el interim la colección Punto de Partida se había asentado no sin que las presiones de los distribuidores me hubieran obligado a renunciar a aquellas portadas sobrias para dar paso a diseños a todo color con ilustraciones más o menos atractivas. Con el nuevo diseño, y con una ilustración que hoy me parece horrorosa saldría el segundo libros de relatos que esta edición también contiene (ya ven: dos por el precio de uno y cuatro cuentos más de propina): Belinda y el monstruo, con seis narraciones largas en las que Magrinyà profundizaba en su mirada de forense enfocándola ahora de modo principal hacia las relaciones amorosas como espacio privilegiado para la disección de los afectos. Una joya y un gusto de libro: imagínense a un magistral cirujano con escalpelo en mano hurgando sobre los lugares comunes del amor y sus fantasmas. Subordinada a subordinada, la malignidad lúcida de su sintaxis ponía al descubierto las mediocridades sobre las que crece y con las que se alimenta ese sentimiento tan noble que llamamos amor. "Por mucho que mitiguen clases, ideologías, y otros condicionantes, el amor funciona como un adecuado barómetro del desencuentro en otros ámbitos de la sociedad". Una joya y nuevamente buenas críticas y escasas ventas, mientras el bien ganado reconocimiento literario del autor se incrementaba exponencialmente. Que nos dijera adiós resultó inevitable. Como reza aquel verso tan cursi del cubano José Ángel Buesa: “Te digo adiós y acaso te quiero todavía”. Pues eso.

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