Prólogo a Cuentos de los noventa de Luis Magrinyà
Al empezar la década de los noventa la narrativa española ya se
había instalado en esa cursilería de fondo que, al menos desde
entonces, la viene caracterizando. Cursilería, es decir, pereza de
la razón y sentimentalismo de la emoción, sustitución del
conflicto por el misterio, del argumento por la tópica de la
investigación criminal y de la imagen por el cliché, voces
narrativas confortablemente escépticas y unas gotitas de
metaliteratura, exotismo o psicoanálisis de manual. Un fraseo con
inflación de adjetivos y adverbios, pisando el vibrator lírico
para las resonancias de lo emotivo y con una sintaxis de párrafos
sentenciosos con muchas yustapuestas y pocas subordinadas, es decir:
oración enunciativa principal de tono sentencioso con dos o tres
adjetivos calificativos, subordinada breve para que el lector no se
extravíe y cola final con copulativa para el ornato gratuito. Para
entendernos la narrativa al servicio del lector como cliente. Y
aquellos novelistas de la Nueva Narrativa encantados de haberse
conocido y de sentirse reconocidos: premios, congresos y
congresillos, ventas estimables, adelantos suculentos de las
editoriales que se los disputaban. Momentos de autosatisfacción en
los que todos parecíamos habernos acostado ibéricos y
subdesarrollados para despertarnos europeos y con tarjeta de crédito.
Por aquel entonces yo era un editor arruinado, dos términos
que, a salvo de unas pocas excepciones, suelen ser redundantes. Era,
efecto, un editor asalariado trabajando como director literario en
una editorial más familiar que independiente y siempre pendiente de
renovar la línea de crédito. Editor en editorial ajena. Luego me
pasaron otras cosas: aquella editorial de tamaño medio fue comida
por una editorial más grande y luego la multieditorial más grande
fue comida por una multinacional muchísimo más grande y gorda y
etcétera. El tiovivo de la vida que da, y este libro demuestra,
muchas vueltas.
Un editor arruinado es un editor obligado a tener imaginación.
El hambre afila el ingenio que decían los clásicos. El dueño y
director general de aquella Editorial Debate de antaño me adjudicó
unos discretos pero suficientes estímulos pecuniarios y me pidió
dos cosas: moverme dentro de un presupuesto modesto para mantener
alejada en lo posible la espada de Damocles de la quiebra y dotar al
sello con unas señas de identidad literarias de prestigio (todavía
este no se había convertido en la losa funeral que es en la
actualidad). Entusiasmo no me faltaba. Durante años había ejercido
la crítica literaria en diversos medios y pensaba, ingenuo de mí,
que ser editor era como ser crítico pero con poder ejecutivo. Llé a
tal desempeño con la creencia de que el programa de una editorial
literaria que se precie de serlo debería centrarse en intentar
editar la mejor literatura del pasado, la mejor literatura del
presente y la mejor literatura del futuro. Atendiendo a este criterio
diseñé tres colecciones: Punto de Rescate para mirar al
pasado (El Conde de Montecristo de Dumas, La piedad
peligrosa de Stephan Zweig), Punto de Encuentro para
mostrar el presente (La Puerta de Damasco de Robert Stone, Su
pasatiempo favorito, de William Gaddis) y Punto de Partida
para apuestas de futuro Lo peor de todo, de Ray Lorriga, El
frío, de Marta Sanz, Biografía de la huída, de Josán
Hatero). Lo malo es que entre lo supuesto y la realidad quien acaba
mandando es el pre-supuesto, es decir, donde decía pasado, hubo que
leer libres de derechos de autor; donde decía presente, autores con
pocas ventas que las editoriales fuertes desdeñaban y donde se
proponía futuro, exhaustiva lectura de originales que generalmente,
antes de llegar a nuestra mesa, ya habían pasado sin suerte por las
editoriales hegemónicas de aquel momento. En resumen: un alentador
panorama – sí, alentador aunque no comparezca – con poco ruido y
menos nueces.
Llegó un paquete con una carta de Luis Suñén. Ya sé que cuesta
imaginarlo pero en aquellos años todavía se escribían cartas.
Aquella estaba escrita a mano: “Querido Constantino: como sabrás
los nuevos aires gerenciales que empiezan a sacudir el mundo
editorial me han agradecido los servicios prestados. Te adjunto el
original de un libro de de relatos, nouvelles más
exactamente, que estaba pensando en editar cuando la buena nueva
laboral acabó con mis propósitos. Creo que merece la pena que lo
leas con atención. Un abrazo.” Como en mi caso, Luis Suñén había
entrado en el mundo editorial después de haberse desempeñado con
éxito como crítico literario y, como él mismo anunciaba, su cese
como director editorial de Alfaguara era el heraldo negro de unos
nuevos tiempos en los que ya se anunciaba que un editor que lee
estaba condenado al fracaso profesional. Mi respeto por el criterio
literario de Suñen me llevó a la lectura pronta del original que
acompañaba su misiva. Lo primero que me llamó la atención, para
mal, fue el Prólogo del autor: “Puede ser fácil, desde aquí
abajo, reírse de la precaria pirueta en que se sostiene, tan
difícilmente, la vida del aéreo; podemos pensar que son unos locos
o unos necios y que más les valdría ceder desde un principio a la
atracción terrestre que los acecha y tiraniza”. Me sonó a
pedante, a listillo, y además pensaba entonces que los libros deben
defenderse por si mismos sin necesidad de explicaciones previas.
Cuando uno lee un original, con otros cincuenta esperando encima de
la mesa lo que está deseando es encontrar un motivo para no seguir
leyendo y rechazarlo y aquella nota a punto estuvo, a pesar de la
recomendación, de mandarlo a la papelera. Por fortuna para mí seguí
leyendo. Y sobrevino el silencio: “Pues en el momento en que lo
encontramos ha sonado para él, como se dice, la hora de la verdad,
Tras un largo y fúnebre sueño que ha durado toda una noche y toda
una mañana, presa de la agitación y el sudor, Martín se despierta
a las tres y salta de la cama de un brinco compulsivo. Esta aterrado,
le falla la respiración. La primera ojeada al espejo le devuelve
grabado este mensaje: “Tengo que cambiar”; y añade: “Ahora
mismo. Tengo que ser lo que no he sido”. La más profunda
intuición dicta la primera medida: aparta el rostro del espejo y
apaga la luz.” Cuando un texto te llena la cabeza de silencio,
desalojando el sinfín de ruidos que usualmente viven en ella, la
oreja del editor se levanta: aquí hay algo. Y en efecto, allí había
una escritura, es decir, una voz consciente de que para dejarse oír
hay que crear un espacio compartido en el que texto y el lector
dialogan dialécticamente. No se trata sólo de que te seduzcan
halagando o dando gusto a tus altas o bajas pasiones literarias,
sentimentales o existenciales ni de que te pongan delante una trama
de suspense que haga la función que la zanahoria cumple para el
andar del asno aburrido y remolón. No, se trata de que un
pensamiento literario ponga en marcha el entendimiento del lector aún
sin saber exactamente a donde te va a conducir ese diálogo. Frente a
la expectativa fácil del qué va a pasar la intriga del pensar qué
está pasando: qué sigue reflejando aquel espejo cuando la luz se
apaga. Una escritura en la que llama fuertemente la atención, por
inusual, la geología de una sintaxis: plegamientos, subordinadas,
sinclinales, yuxtapuestas, simas, puntos y comas, grietas, glastos,
causales y disyuntivas, fosas, comas inclusivas, basaltos,
condicionales, capas freáticas y estratos, sobre la que se levanta
una orografía y un paisaje que si bien la crítica definiría de
manera casi unánime como irónico, a mi entender es más fruto de un
atento desapego, tanto hacia los lectores como hacía los
aconteceres de sus criaturas narrativas, más propio de una compasión
burlona que de ese paternalismo intelectual que lo ironía requiere y
delata.
Me gustó, me interesó, me extraño. Pero el gusto personal no
es – ni creo que deba serlo- el criterio fundamental a la hora de
tomar la decisión editorial pertinente, ni el interés propio
siempre coincide con las circunstancias empresariales, ni la
extrañeza es garantía suficiente para que los lectores vayan a
abandonar la certidumbre de los cursis potitos literarios que el
mercado literario les venía ofreciendo. En cualquier campo de
actividad la aceptación de lo nuevo o inusual exige un esfuerzo que
pocos están dispuestos a realizar. Y además: era un libro de
cuentos. Así que al menos en un principio la propuesta de edición
no fue muy bien acogida. Le escribí al autor contándole que “a
pesar de… y aunque… lamento…si bien…”. Y aquí se acabaría
esta historia si no fuese porque semanas después el relativo éxito
de crítica de uno de los libros publicados me dio fuerza suficiente
para proponer el lanzamiento de la colección Punto de Partida con un
formato rompedor por clásico: portada sobria y sin ilustración
siguiendo el modelo Gallimard. Y nueva carta al autor: “Estimado
amigo: Si todavía…. un nuevo planteamiento… me gustaría…. Un
cordial saludo deseando…”
Nos vimos las caras y firmamos el contrato. Si no recuerdo mal el
adelanto fue de 300.000 pts, 1.800 euros. Discreto para la época, un
lujo hoy. Sobre las relaciones entre autor y editor se ha hablado
mucho. Evidentemente, para un autor que empieza el editor despierta
agradecimiento. Para un editor el afecto va a estar en función de lo
que ese autor le aporte a su condición de editor. No digo que no
haya un lugar para lo personal, digo simplemente que en principio la
relación se establece sobre bases asimétricas. La mayoría de los
autores nuevos procuran sonreírr cuando conocen al editor y ponen
cara de escucharle atentamente. También esto Magrinyà mostro su
diferencia. Entro en la editorial como un artista enla galería en
día en que se inaugura su exposición. Recuerdo de aquel momento dos
cosas: su look “newyorkino”: chaqueta de color, vaqueros y
zapatillas (algo muy llamativo para 1993) y, más sorprendente
todavía: que se reía sin recato. La risa de Luis Magrinyá. El
editor hablaba de Henry James y el de Andy Warhol, el editor hablaba
de Edward Hooper y él de Mapplethorpe. El asimétrico encuentro
entre el letrado y el artista. Y sin embargo, creo, no nos caímos
mal. El libro tuvo, como era de esperar, escasas ventas pero, menos
predecible, algunas excelentes críticas que cabe suponer
satisfacieron en parte nuestras vanidades y legitimaron mi decisión
desde el puto de vista de la empresa: “los sorprendentes logros
de este primer libro, obra de un escritor joven aún pero ya hecho,
capaz de abrirse paso en muy difíciles territorios y ofrecer un
excelente puñado de textos entre los que destacan al menos dos
relatos (Siervos y señores y Conformidad) realmente espléndidos. La
colección de narrativa que con él se inaugura no podía arrancar
con mejor pie.” Ignacio Echevarría. Babelía. El País.
Dos años más tarde, sorprendentemente y acaso gracias a las ventas
de las 1069 recetas de Carlos Arguiñano que la editorial había
colocado en el mercado, todavía la quiebra económica se mantenía a
raya. En el interim la colección Punto de Partida se había
asentado no sin que las presiones de los distribuidores me hubieran
obligado a renunciar a aquellas portadas sobrias para dar paso a
diseños a todo color con ilustraciones más o menos atractivas. Con
el nuevo diseño, y con una ilustración que hoy me parece horrorosa
saldría el segundo libros de relatos que esta edición también
contiene (ya ven: dos por el precio de uno y cuatro cuentos más de
propina): Belinda y el monstruo, con seis narraciones largas
en las que Magrinyà profundizaba en su mirada de forense enfocándola
ahora de modo principal hacia las relaciones amorosas como espacio
privilegiado para la disección de los afectos. Una joya y un gusto
de libro: imagínense a un magistral cirujano con escalpelo en mano
hurgando sobre los lugares comunes del amor y sus fantasmas.
Subordinada a subordinada, la malignidad lúcida de su sintaxis
ponía al descubierto las mediocridades sobre las que crece y con
las que se alimenta ese sentimiento tan noble que llamamos amor. "Por
mucho que mitiguen clases, ideologías, y otros condicionantes, el
amor funciona como un adecuado barómetro del desencuentro en otros
ámbitos de la sociedad".
Una joya y nuevamente buenas críticas y escasas ventas, mientras el
bien ganado reconocimiento literario del autor se incrementaba
exponencialmente. Que nos dijera adiós resultó inevitable. Como
reza aquel verso tan cursi del cubano José Ángel Buesa: “Te
digo adiós y acaso te quiero todavía”. Pues eso.
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