jueves, 26 de enero de 2023

BELTENEBROS de Muñoz Molina



El melodrama en negro


Beltenebros


Antonio Muñoz Molina, Seix Barral, Barcelona, 1988. 239 páginas. 1.200 pesetas


Hace apenas tres años, la editorial Seix Barral publicaba la primera novela de Antonio Muñoz Molina (nacido en Granada, en 1956), Beatus Ille. Apareció en las librerías sin acompañamiento publicitario de ninguna clase, y, sin embargo, lentamente, como una mancha de aceite, la novela se fue haciendo un hueco estimable en un mercado literario que estaba descubriendo alborozado el posible nacimientos de una nueva narrativa española.

Un año más tarde, el autor ponía en la calle su segunda novela, El invierno en Lisboa, uno de los mayores éxitos narrativos de la últimas décadas. Baste recordar el preciado doblete que conseguiría: Premio de la Crítica y Nacional de Narrativa, que desde su aparición continúa en los primeros puestos de las lista de libros más vendidos y que pronto gozó de los beneficios de la traducción.

Beltenebros es su tercera novela y está llamada, teniendo en cuenta los éxitos precedentes, a reclamar el interés y la atención del público y de la crítica. Me voy a permitir adelantar mi juicio sobre ella: acentúa las virtudes narrativas de las dos novelas anteriores y acentúa también sus defectos. Darman, un antiguo combatiente en la Guerra Civil, en el que no cuesta reconocer a un miembro del Partido Comunista, es reclamado por la organización exterior para que viaje a Madrid con la misión de ejecutar / asesinar a un traidor —«Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca»—.

Darman es ahora un combatiente desengañado que abomina interiormente de la organización —«No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de conspiración y vengativo regreso»—; pero, metido en lo que él llama la ficción, acepta el encargo y da comienzo el relato.

Los paralelismos temporales que se habían hecho notar en su primera novela ocupan también en esta un lugar destacado en la construcción de la intriga. El enviado, en busca de la desaparecida víctima, se encuentra con la mujer que, según la organización, le ha llevado, por amor, a la traición. Descubre que es la hija de la amante de otro traidor que en una misión anterior había ejecutado. El juego de duplicidades atraviesa la novela y la resolución final acabará por hacer encajar circularmente la trama.

En cierto momento del relato, y a propósito de la mujer citada, el ejecutor recuerda que ella escribía «novelas de intriga y amores fulminantes» en las que «había un ensañamiento en la inverosimilitud y la parodia que yo creía copiado de los melodramas del cine y que ella atribuía al azar diario de la vida». En este recuerdo están las claves de la novela. Beltenebros está escrita sobre el palimpsesto del melodrama, si consideramos a este como una forma feble de la tragedia clásica, en la que el papel del destino, del factum, se ha sustituido por el sentimentalismo, es decir, por una concepción barata de los sentimientos. Puede decirse, por tanto, que la novela es un melodrama, o mejor, una lectura sobre el melodrama y, de esa manera, una propuesta sobre el entendimiento de la literatura. Esa lectura que Antonio Muñoz Molina propone es la sustancia misma de la novela. Su acierto narrativo reside en la superposición al género melodramático de una sensibilidad que no descansa en el juego romántico de felicidad versus infelicidad, sino, fundamentalmente, sobre dos resortes éticos y estéticos muy sedimentados en las subjetividades colectivas de hoy: el cine, sobre todo el cine negro, y el humanismo desesperanzado o pesimismo esteticista; dos mundos, dos sensibilidades, por cierto, muy cercanas. El héroe, como los detectives de Chandler, defiende algo en lo que no cree, es un perdedor escéptico, cansado, triste, solitario y final. La víctima, con la que el verdugo tiende a identificarse, lo es en el sentido más existencialista del término —«Mirada de hombre extraviado para siempre por la melancolía», con «innata predisposición al desamparo»—. Los malos son fríos, matemáticos, con mente de jugadores de ajedrez, vengativos y hacen ruido al sorber. Metafísicamente malos. Las heroínas son bellas, acosadas, sensuales, cálidas y fuertes, fáciles y puras. Menos los miembros de la organización, todos son náufragos de la vida, víctimas de una ficción —la vida— que está por encima de ellos. La ambientación, un instrumento narrativo que Muñoz Molina controla con enorme eficacia, responde a la plástica del cine —la presencia de El tercer hombre de Orson Welles es más que un homenaje—, y un cine, una vieja sala cinematográfica, será el espacio simbólico que anude el argumento. No se trata tan solo e que el cine actúe como referente voluntario; en la escritura del granadino se advierte una voluntad de fluidez, de dejar que la prosa se deslice, que parece buscar un efecto semejante a la proyección constante y continua de imágenes que funcionan como un mecanismo de hipnosis.

Todo el quehacer narrativo que hay en la novela está al servicio de un fin concreto: que el lector acepte lo que esté leyendo, que acepte, en este caso, las convenciones del género propuesto: el melodrama. Es aquí donde la literatura de Muñoz Molina presenta sus grietas. Los elementos que pone en marcha para que esta aceptación se produzca son, en mi opinión, demasiado evidentes, tiene demasiada presencia y no acaban de integrarse en ese todo que una novela debería ser.

Algunos críticos, al referirse a esta presencia consciente de los ingredientes narrativos, han hablado de novela paródica como una de las líneas actuales de nuestra narrativa. Es evidente que algo de parodia hay en Beltenebros, pues no en vano ya se ha indicado que incorpora la lectura o relectura de un género. Este hecho, sin embargo, no debe hacer olvidar que la parodia, para cuajar literariamente, tiene que conllevar una intención o sentido que, en definitiva ordene internamente la narración. Creo que en esta novela existe un claro y hasta brillante orden externo, pero carece de dirección significativa. Es esta carencia la que hace decaer el brillante arranque de la novela. Los personajes no logran librarse de su apariencia de actores, la intriga se complace en sí misma y no llega a ser historia y la ambientación no se transmuta en espacio. No deja de ser significativo al respecto, a pesar de ser un desajuste relativo, que la localización temporal de la novela no resulte clara. Mientras que algunos datos hacen pensar en el final de los años sesenta, otros, tranvías, sombreros, nos remiten a la década de los cincuenta. Todo un síntoma de que la estética de clichés oculta una visión esclerotizada del mundo, un cierto conformismo estético y ético que una narrativa hábil no alcanza a suplantar. Una tentación que Muñoz Molina debería replantearse en la larga obra literaria que, sin duda, tiene por delante.


[El País, domingo 5 de marzo de 1989.]


1 comentario:

  1. Qué sentimiento tan extraño me asalta al leer esta crítica escrita hace veinticuatro años. Qué lejos está Beltenebros. Y qué cerca. Es como si viviéramos en un muelle.

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